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Akal / Hipecu / 34

Félix Duque

La Restauración

La escuela hegeliana y sus adversarios

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El asentamiento y expansión de la filosofía hegeliana, así como el establecimiento «oficial» de la Escuela en 1827, con la creación de la Sociedad Filosófica y su Revista: los Anales para la crítica científica (Jahrbücher der wissenschaftlichen Kritik), tendrán lugar en tiempos difíciles (1820-1830). Al estudio y descripción de este proceso se dedica la primera parte de este libro dividida en dos secciones: la que coincide con el «alba de las naciones» tras la caída del imperio napoleónico (1815-1820), y la correspondiente al periodo de reacción que llega hasta la revolución de 1830. La segunda parte estará dedicada ante todo a los esfuerzos desesperados de la Escuela por sobrevivir al maestro (muerto en 1831), con la fundación de una Verein («Asociación») que editará sus obras en un tiempo increíblemente breve, mientras que la tercera y última parte dará cuenta de la ruptura y dispersión de los Hegelingen (comenzando por la ocupación por parte de Schelling de la cátedra que diez años atrás dejara vacante Hegel). Esta división nos pondrá además ante los ojos la coincidencia e interacción de la reflexión filosófica con los acontecimientos históricos del periodo, respectivamente: del Congreso de Viena a los atentados políticos en torno a 1820 (en Francia, el asesinato de Carlos, Duque de Berry, hijo de Carlos X, y en Alemania, el asesinato de Kotzebue) y del subsiguiente comienzo de la reacción a la Revolución de Julio; de ésta a la muerte de Federico Guillermo III de Prusia –con el fatídico cambio de gabinete y con el triunfo de la llamada reacción «romántica»–, y de este viraje (coincidente con una efímera apertura liberal en Francia) a los múltiples estallidos de 1848 y la reunión de la primera Asamblea Nacional alemana en la ciudad de Frankfurt.

Félix Duque (Madrid, 1943), catedrático de Historia de la Filosofía Moderna en la Universidad Autónoma de Madrid, ha sido Profesor Invitado en la Universidad de Ruhr, en cuyo Hegel-Archiv comenzó a preparar una edición íntegra y comentada de la Ciencia de la lógica, de Hegel, de próxima aparición en este sello editorial. Actualmente, entre otras actividades, dirige un proyecto de investigación sobre el último Schelling, en coordinación con equipos de Italia y Alemania. También en esta casa han aparecido anteriormente El sitio de la Historia (1996), La estrella errante (1997) e Historia de la Filosofía Moderna. La era crítica (1998).

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Director de la colección

Félix Duque

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www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4069-9

 

 

Introducción

Las cosas en su sitio

Érase una vez un puñado de hombres (primero, los pertenecientes a la «Joven Alemania»; luego, los llamados Junghegelianer o «Jóvenes hegelianos») que hace aproximadamente ciento cincuenta años, en una nación todavía despedazada en casi cuarenta fragmentos, se atrevieron no solamente a soñar con el próximo advenimiento de un utópico estado general de libertad, igualdad y fraternidad para todos los hombres, sino que intentaron coadyuvar a su rápido establecimiento –incluso empleando la violencia– como continuación o cumplimentación de un sistema filosófico que, paradójicamente, parecía condenar de antemano todo intento de cambiar el mundo por parte del filósofo (en cuanto filósofo). Por citar una vez más las celebérrimas palabras de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), de cuyo sistema, obviamente, se trataba: «Cuando la filosofía pinta su gris sobre gris, entonces ha envejecido una formación vital que, con gris sobre gris, no se deja rejuvenecer, sino sólo reconocer; sólo con el crepúsculo alza su vuelo la lechuza de Minerva» (Rechtsph, W. 7, 28)1. Así termina el penúltimo párrafo del Prólogo a la Filosofía del derecho, fechado el 25 de junio de 1820. Una época ciertamente poco halagüeña, en la que lejos de haber «culminado la realidad efectiva su proceso de formación» para que el Concepto captara «ese mismo mundo en su sustancia, en forma de reino intelectual» (id.), todo indicaba más bien (incluyendo en esas indicaciones la persecución, el destierro y la prisión de «intelectuales»: profesores y estudiantes universitarios) que el tiempo retrocedía hasta coincidir –más por fuerza que de grado, a la verdad– con el ahora justamente llamado Antiguo Régimen, como si nada hubiera sucedido: como si la Revolución Francesa y la expansión napoleónica hubieran sido muy desagradables episodios que, gracias a Dios –y a la Santa Alianza–, no volverían a suceder. No en vano dio en llamarse a esta época, tan denostada hoy desde una perspectiva «políticamente correcta»: Restauración. Una época que se extenderá de la primera caída de Napoleón, junto con el inicio del Congreso de Viena (fines de septiembre de 1815), hasta las revoluciones de febrero (en París) y marzo (en Viena y Berlín) de 1848.

Al respecto, no deja de ser significativo que el Águila hegeliana (Eagle llamará Derrida al filósofo, jugando con la idéntica pronunciación en francés del término inglés y del apellido alemán)2 termine sus «años de peregrinaje» (por no decir de «galeras»: primero en un periódico –Bamberger Zeitung– y luego en el Instituto de Bachillerato de Nuremberg) en 1816; que pase –tras fugaz estancia en Heidelberg– a Berlín en 1818, y que se erija en princeps philosophorum (no sin agrias luchas) durante toda la década de los años veinte, hasta su muerte en 1831, mientras que la Sociedad filosófica y la Revista por él fundadas ejercerán la hegemonía en el entero ámbito intelectual (no sólo, pues, estrictamente filosófico) de lengua alemana justamente desde 1827 hasta 1846 (dos años antes de la última de las revoluciones burguesas). Así pues, en vista de esa coincidencia (no sólo) cronológica, no es extraño que haya hecho fortuna el consabido mote de «Hegel, el filósofo de la Restauración», queriendo significar con ello que el pensador fue fiel servidor (hasta el servilismo) del Estado prusiano y de su agresiva política. Y hasta un poquito más, ¿por qué no? Con las botas de siete leguas se pasa por una «transición fácil» del nombre «Prusia» al del Deutsches (convencionalmente: Zweites) Reich de Bismarck, y de ahí al siniestro fundador del Drittes Reich: Hitler. ¡Y ya está! Hegel, precursor del nazismo (cfr. Ernst Topitsch, «Hegel und das Dritte Reich». DER MONAT 18/213 [1966] 36-51). Dejemos esta última y desdichada exageración a su suerte, y atendamos a la primera «acusación»: que Hegel fue el filósofo de la Restauración.

Naturalmente, no han faltado voces autorizadas que –con cierta razón– han intentado limpiar de tan desagradable mancha al Filósofo (o sea: han probado a «restaurarlo» en su buen nombre). Y ello tanto desde el campo marxista3 como desde el liberal, ya sea para cargar sobre las espaldas del difunto Inmortal (Verewigter, lo llamaban los discípulos) una acusación aún mayor: la de ser con Platón –el precursor– y con Marx –el sucesor– el adalid del totalitarismo: el Enemigo de la Sociedad Abierta4; o al contrario, para alabarlo como genuino representante del liberalismo5. Aquí no se va a tomar desde luego partido en esta lucha ideológica6. No se pretende «ganar» a Hegel para ninguna causa (ni «condenarlo» en nombre de otra), por la sencilla razón de que todos esos casos de utilización no solamente son «externos», sino también fruto en su mayoría del desconocimiento de textos y documentos, además de ofrecer por lo común interpretaciones ingenuamente anacrónicas que «meten» a Hegel –y a quienes con él o contra él fueron– en guerras y polémicas ajenas (como si no hubiera tenido bastante con las propias). Por el contrario, aquí se va a intentar desplegar a grandes rasgos el marco histórico, político y filosófico en que se desarrolló ese período tan cómodamente llamado: «la Restauración», tal y como lo sintieron y pensaron sus propios protagonistas (especialmente en Francia y en Alemania). Empezando por el propio Hegel y su Escuela.

Por de pronto, sería conveniente separar cuidadosamente dos conceptos que suelen ser tenidos como equivalentes: el de «Restauración» y el de «reaccionarismo al servicio del orden establecido». Al respecto, no deja de ser sorprendente que uno de los mejores seguidores de Hegel (ya de un modo indirecto), Johann Eduard Erdmann (1805-1892) –conocido también por su excelente edición de Leibniz– escriba en su Grundriss der Geschichte der Philosophie (1866): «La Restauración fue en Francia al Imperio y la República lo que en Alemania el panlogismo hegeliano a la Doctrina de la Ciencia [Fichte] y al Sistema de la Identidad [Schelling]» (reed. parcial como Darstellung der deutschen Philosophie seit Hegels Tod, Stuttgart, 1964, p. 578). Y a renglón seguido, apunta irónicamente que de esta «filosofía de la Restauración» ha surgido una pléyade de «antihegelianos» o «ultrahegelianos» decididamente orientados a una política revolucionaria. Como debe ser. También la Restauración (en cuanto período histórico) desembocó decididamente en la Revolución de julio de 1830 (casi más celebrada o temida entre los alemanes –la Julirevolution, como veremos– que entre los propios franceses) y luego, tras múltiples revueltas y polémicas, en la de 1848. De la comparación de Erdmann (que apunta a la consabida «superación» hegeliana de Fichte y Schelling) cabe deducir que la Restauración supuso una síntesis dialéctica de dos movimientos antitéticos: la Revolución y el Imperio, englobando y manteniendo a ambos en un nivel superior (tal es la famosa Aufhebung o «asunción»). Ello pone en entredicho –y más tratándose de Erdmann, que no fue en absoluto un reaccionario– la fácil y cómoda identificación entre «Restauración» y «conservadurismo». Y es que la «Restauración» se dice de muchas maneras.

Por eso puede resultar conveniente evitar toda interpretación precipitada y señalar, primero, que «Restauración» es un término omnibús para designar una de las épocas más agitadas de la historia europea (como ya señalamos, entre 1815 y 1848); y en segundo lugar, que si queremos hacer mínima justicia al nombre tendríamos que hablar de «restauración» al menos en tres frentes no bien deslindados y hasta confundidos entre sí en muchos casos y autores (ni la historia ni quienes la viven y aun piensan encajan en limpios esquemas «lógicos» y preconcebidos), a saber: 1) Restauración («iusnaturalista» o «romántica») del viejo orden político, 2) Restauración del naturalismo y sentimentalismo –con gotas de «paganismo»– propios del Sturm und Drang, y 3) Restauración en fin de los ideales de la Ilustración (pero más en el sentido de unas soñadas Lumières francesas, con su Voltaire y su Diderot, que en el de la Aufklärung, con Lessing y Kant). Así, la «Restauración» habría ido ideológicamente retrocediendo de tal modo que acabaría por ser tanto más progresista cuanto más se hundiera en el tiempo, como si hubiera «repetido» al revés y paso a paso el romanticismo, el prerromanticismo y la Ilustración. Valga lo que valga la comparación, habría que apresurarse a decir en todo caso que la Restauración significó en tan escasa medida un regreso fiel a esas posiciones como el Renacimiento una mera apropiación y «repetición» del clasicismo grecorromano.

Con fines meramente didácticos podría aventurarse grosso modo que, aunque las tres direcciones estén mezcladas en todo el período, por lo que atañe a la política resulta especialmente patente el deseo «natural» de volver al Viejo Régimen (así como la lucha enconada por impedirlo) en los años 1815-1830, mientras que una suerte de sarpullido sturmundrangesco (si se permite el barbarismo) se extenderá –como consecuencia de Les Trois Glorieuses de 1830– por una Alemania que se quiere joven (justamente: das Junge Deutschland); y por fin, tras la desilusión ante la imposibilidad de «importación»7, los Junghegelianer y los incipientes socialistas (de variado pelaje) decidirán pasar a la acción, radicalizando las posturas «sentimentales» y «literarias» de sus ancestros (sansimonianos y «jóvenes-alemanes»), y apuntando a una revolución… tan repentina, feroz y extendida (los acontecimientos de 1848 salpicarían por vez primera a toda Europa) como rápidamente sofocada. La lección, la amarga lección que de ese fracaso sacaron esos «jóvenes airados» fue, curiosamente, la misma que ya Hegel había aprendido y enseñado cuarenta años antes. A saber: que la filosofía (o más personalmente: el filósofo) no debía meterse en política, no debía pasar a la acción para intentar «cambiar el mundo», sino juzgar la «realidad efectiva» (Wirklichkeit) de lo que «está ahí» (Dasein).

Sólo que la consecuencia que de esa recusación extrajeron los postrevolucionarios (de muy distintos bandos) fue radicalmente distinta a la de Hegel. Éste había escrito, ya en 1821, que la filosofía no puede reconciliarse con el «mundo», si por tal entendemos un montón de acontecimientos contingentes, de cosas que se limitan a «estar ahí» (y cuya «realidad efectiva»: lo que ellas son de veras, bien puede consistir justamente en su condena y destrucción). Al contrario, la filosofía es: «un estamento sacerdotal aislado– un santuario. Despreocupada de cómo pueda irle al mundo; no [puede] coincidir con él. Ella [está en] posesión de la verdad. Cómo se configure no es asunto nuestro» (Rel., 3, 94). La filosofía capta pues la «sustancia» del mundo… presente. Ella no es (se nos dirá casi a la vez, en 1820) sino «su propio tiempo, comprehendido en pensamientos» (Rechtsph, W. 7, 26). Ahora bien, el tiempo así comprehendido, articulado y abarcado, es entonces lo mismo que la razón. Y ésta es «la rosa en la cruz del presente» (id.). Ya esta imagen (tan propia de los Rosacruces) debiera darnos qué pensar. Conocer la realidad efectiva del mundo no equivale a decir que tout va bien, en el plano inmediato, empírico (sea religioso o político). Además, es obvio que si la filosofía no se reconcilia con el mundo es porque ella reconoce que, por lo que hace a las cosas y asuntos mundanos, la existencia no se corresponde por entero con la esencia, tal como ésta es pensada y comprendida conceptualmente. De modo que ya con este caveat es patente que del pensamiento (de la doctrina, que de eso se trata) de Hegel no podría extraerse una acomodación a lo existente y menos una bendición del «orden» establecido. A lo sumo, y por ahora, se le podría acusar de quedarse en una «torre de marfil», pero no de colaboracionismo. Sobre este punto crucial, véase más adelante: «La teoría de la restauración en persona: Karl ­Ludwig von Haller».

Por el contrario, la consecuencia que del fracaso de la «aplicación» de la filosofía a los problemas del mundo –y especialmente a la muy espinosa «cuestión social», cuyo pavoroso riesgo para el futuro había sido ya detectado por Hegel– extrajeron tanto los admiradores como los detractores del Verewigten (un término ya citado, y que significa dos cosas: coloquialmente, «el difunto»; literalmente, «el inmortalizado») es que el Maestro estaba muerto y bien muerto; y con él, la filosofía toda. En los años cuarenta se irá corriendo por todas partes la voz de que la filosofía ya no vale para nada, que está obsoleta y que es preciso, o resignarse a vivir sin «gigantes», o decidirse a sustituir tan aérea y estéril especulación, bien por una acción confusamente guiada por el sentimiento, por la voluntad o por una cordial intuición, bien por la Industria y la Ciencia, es decir: por eso que Hegel había llamado con algo de menosprecio: «ciencias particulares», y que ahora se tomaba la revancha. O bien, en fin, se renunciará a toda propuesta de cambio, en favor de una Historia que se limita puntillosamente a relatarlo todo «tal como propiamente ha sido» (wie es eigentlich gewesen), según la famosa proclama de Leopold von Ranke (1795-1886). Ahora bien, todas esas posturas –enfrentadas entre sí– están de acuerdo en algo: en el repudio común de la filosofía hegeliana. Hegel parecía haber desdeñado al mundo desde las alturas de la filosofía. Ahora, el mundo cortaba el último cable que ligaba a la tierra a tan inflado aerostato, divirtiéndose al ver cómo se perdía por estériles y aéreas alturas.

Es verdad que la disciplina seguiría enseñándose en los establecimientos docentes. Pero no es casualidad que fuera por entonces cuando comenzó el auge de la lógica8, de la filosofía de la ciencia (el neokantismo) y de la historia de la filosofía. Ni es extraño que un F. W. J. Schelling (1775-1854), tras el fulgurante éxito inicial de 1841 en Berlín (un verdadero «canto del cisne» de la influencia ad extra de la filosofía), fuera abandonado por todos y se quedara aislado, rencorosamente amargado y sumido en la desesperada tarea de escribir la «lógica» (por él llamada: «filosofía racional») que sería la verdadera, y no la de Hegel. Tampoco es cosa baladí que precisamente entonces comenzara a brillar la estrella de Arthur Schopenhauer (1788-1860), el predicador del pesimismo cósmico (en 1844 aparece por vez primera de forma íntegra –en dos volúmenes– El mundo como voluntad y representación, mientras que el trabajo original de 1818 había pasado desapercibido; en 1847 se reedita De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente y en 1851 los dos volúmenes de Parerga und Paralipomena).

Bien puede servirnos pues de hilo conductor el esquema aquí señalado, relativo al triple sentido de «restauración» y a su más o menos logrado acomodo a las tres épocas (1815-1830, 1831-1840 y 1841-1848). Sin embargo, procede hacer todavía una subdivisión en el primer período, ya que de 1815 a 1820 existe a pesar de todo una especie de «renacer» postbélico en Francia y Alemania, violentamente roto con el asesinato de Carlos, Duque de Berry (hijo de Carlos X), en el primer país y de Kotzebue en el segundo. De modo que el asentamiento y expansión de la filosofía hegeliana, así como el establecimiento «oficial» de la Escuela en 1827, con la creación de la Sociedad Filosófica y su Revista: los Anales para la crítica científica (Jarhbücher der wissenschaftlichen Kritik), tendrán lugar en tiempos difíciles (1820-1830). Según esto, tenemos una primera parte, dividida en dos capítulos. En la segunda parte, el primer capítulo estará dedicado ante todo a los esfuerzos desesperados de la Escuela por sobrevivir al maestro, con la fundación de una Verein («Asociación») que editará sus obras en un tiempo increíblemente breve, mientras que el segundo y último capítulo dará cuenta de la ruptura y dispersión de los Hegelingen (comenzando por la ocupación por parte de Schelling de la cátedra que diez años atrás dejara vacante Hegel). Esta división tiene por demás la ventaja de poner ante los ojos la coincidencia e interacción de la reflexión filosófica con los acontecimientos políticos. Respectivamente: 1.1) del Congreso de Viena a los antes citados atentados políticos, en torno a 1820, y 1.2) del subsiguiente comienzo de la reacción a la Revolución de julio; 2.1) de ésta a la muerte de Federico Guillermo III de Prusia –con el fatídico cambio de gabinete y el triunfo de la reacción «romántica»–, y 2.2) de este viraje (coincidente con una efímera apertura liberal en Francia) a los múltiples estallidos de 1848 y la reunión de la primera Asamblea Nacional alemana en Frankfurt.

1 Las siglas y referencias abreviadas serán explicitadas en la Bibliografía, al final de la obra.

2 Juegos fonéticos por demás peligrosos. Un francés tendería también a confundir en la pronunciación «Hegel» e Igel («erizo») –como el propio Derrida reconoce–. No está mal la catacresis, en este caso. Claro que igualmente cabría confundir «Hegel» con Ekel («repugnancia», «asco»). Por fortuna, no somos ­franceses.

3 El caso más famoso es el de Georg –o György, como gustéis– Lukács, al menos por lo que toca a un «joven Hegel» extendido hasta la Fenomenología –cuando tenía ya treinta y siete años– para que cuadre la interpretación progresista con las alabanzas que Marx hace a esa obra en 1844. Ver El joven Hegel, Barcelona, Grijalbo, 19762.

4 Recuérdese el título del libelo de Sir Karl Popper, publicado en Nueva York ¡en 1945!: La sociedad abierta y sus enemigos, Buenos Aires, Paidós, 1959; cf. La miseria del historicismo, Madrid, Taurus, 1961.

5 Un liberalismo moderado, como en Joachim Ritter, Hegel und die Französische Revolution, Frankfurt/M, 19652, o «socialdemócrata», como en Domenico Losurdo, Hegel e la libertà dei moderni, Roma, 1992.

6 Hay que dejar con todo constancia de que, aparte de mis posibles afinidades electivas, las investigaciones de Losurdo están contundentemente documentadas.

7 Entre otras razones, porque enseguida demostraron los acontecimientos que les Glorieuses no lo habían sido tanto, y que esa «revolución» no había hecho sino otorgar el poder político a quienes ya lo tenían de facto, económicamente.

8 De la lógica «de verdad», diría el docente actual de la asignatura; no de la lógica «dialéctica» o «metafísica», como en WdL.

 

PRIMERA PARTE

Hegel en Berlín: el monarca constitucional del pensamiento