Selección de Cuentos

 

 

Antón Chéjov

 

 

 

 

 

 

 

Selección de Cuentos

 

 

Antón Chéjov

 

 

 

 

Traducción: Alaric Dukass

 

 

 

 

© Plutón Ediciones X, s. l., 2016

 

Primera Edición Digital: Enero 2017

 

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas Blonval

 

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

Calle Llobateras Nº 20,

Talleres 6, Nave 21

08210 Barberà del Vallés

Barcelona-España

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I.S.B.N: 978-84-946372-5-4

 

 

 

Estudio Preliminar

 

Antón Chéjov es uno de los maestros indiscutibles del cuento corto y una de las figuras más prominentes de la literatura rusa de todos los tiempos.

Nació el 29 de enero de 1860 en Taganrog, al sur de Rusia. Tuvo una infancia difícil por el despotismo de su padre y la mala situación económica producida por sus malos negocios. Con 19 años y viviendo en Moscú, asume la responsabilidad de mantener a su familia, mientras estudia medicina en la Universidad. En esa época empezó a escribir pequeñas viñetas humorísticas sobre la vida cotidiana rusa y para 1882 estaba escribiendo en la revista Oskolki (Fragmentos). Ya en 1884 se había graduado de Médico, pero ganaba poco dinero por sus servicios y no cobraba a sus pacientes más pobres. Sin embargo, para 1887, y sufriendo de tuberculosis y cansancio por exceso de trabajo, decide tomarse un descanso en la estepa ucraniana. Vuelve a Moscú revitalizado y escribe la novela corta La Estepa que le vale el reconocimiento de la crítica y el inicio de su etapa como escritor digno de publicación en revistas literarias.

Luego empieza a escribir obras de teatro, la primera por encargo de un gerente de teatro y titulada Ivanov. Sus obras alcanzarán la misma calidad y reconocimiento que sus relatos y son consideradas hoy en día como precursoras del teatro moderno, donde el realismo de la actuación y el énfasis en retratar la condición humana de la manera más honesta posible prevalece por encima de historias y artificios. Entre sus obras teatrales más famosas están La gaviota (1895), El tío Vanya (1897) y Las tres hermanas (1900).

Pero Antón Chéjov se sintió siempre más a gusto con los relatos cortos de ficción. El autor creció en su ambición artística e hizo contribuciones estilísticas y formales al género que contribuyeron al desarrollo del cuento moderno. Fue además extremadamente prolífico y sus escritos siempre reflejaban la realidad que lo rodeaba.

Esta selección de cuentos incluye una muestra importante de sus mejores trabajos, el amplio rango emocional del autor, sus temas preferidos y la inagotable inspiración que su país y sus gentes le proporcionaba.

Para mayo de 1904, Antón Chéjov era un enfermo terminal de tuberculosis y finalmente muere el 15 de julio de ese mismo año.

 

 

 

¡Chis!

 

Con talante arisco, desaliñado y completamente abstraído, Iván Krasnukin, periodista de casi ninguna importancia, regresa a su hogar muy tarde. Tiene la apariencia de alguien a quien se espera para realizar una investigación o que está pensando en suicidarse. Pasea por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y, con tono de Laertes disponiéndose a desagraviar a su hermana, dice:

—¡Te sientes moralmente fatigado, estás molido, te entregas a la tristeza, y, pese a todo, enciérrate en tu despacho y ponte a escribir! ¿Y se llama vida a esto? ¿Por qué nadie ha descrito la dolorosa discrepancia que se origina en el espíritu de un escritor que está afligido y debe hacer reír a las personas o que está contento y debe derramar lágrimas de encargo? Yo tengo que ser ocurrente, matarlas silenciosamente, e ingenioso, pero supóngase que me entrego a la tristeza o, una suposición, ¡que me encuentro enfermo, que mi mujer está de parto, que mi niño ha fallecido!...

Todo esto lo dice moviendo los ojos con desesperación y agitando los brazos... Después entra en la alcoba y despierta a su esposa.

—Nadia —le dice—, escribiré... Te suplico que no me molesten, no me es posible escribir si las cocineras roncan, si los niños chillan... Trata de que tenga un bistec y... té, ¿eh?... No puedo escribir sin té, tú lo sabes... Cuando trabajo lo que me sostiene es el té.

Nada aquí es resultado de la casualidad, de la costumbre, sino que todo, hasta la cosa más pequeña e intrascendente, revela un estricto programa una reflexión madura. Una montaña de borradores, unos retratos y bustos pequeños de grandes escritores, un libro de Belinski con una página doblada, una página de periódico, plegada de manera negligente, pero de modo que se puede ver un pasaje encuadrado en lápiz azul, y la palabra: “¡Vil!, escrita al margen, con unas letras enormes. Hay también, con la punta recién sacada, una docena de lápices, y unos cortaplumas con plumas nuevas, para que el libre impulso creador no pueda ser interrumpido, ni siquiera un instante, por accidentes de la clase de una pluma que se rompe y causas externas... Contra el respaldo del sillón, Krasnukin se recuesta y se sumerge en la meditación del tema después de cerrar los ojos. Escucha a su esposa que camina arrastrando las zapatillas y, para calentar el samovar*, parte unas astillas. Gracias al ruido de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le caen a cada momento de las manos se adivina que no está todavía despierta por completo. No se tarda en escuchar el chirriar de la carne y el sonido del agua hirviendo. La mujer no acaba de hacer sonar las tapas redondas y las pequeñas puertas de la estufa y de partir astillas. De repente, Krasnukin se estremece, olfatea el aire y abre unos ojos asustados.

—¡El óxido de carbono, mi Dios! —gime con un gesto de mártir—. ¡El óxido de carbono! ¡Esta insoportable mujer está empeñada en envenenarme! ¡En el nombre de Dios, dime si en semejantes condiciones puedo escribir!

Echa a correr a la cocina y se extiende en quejas domésticas. Cuando, unos momentos después, su esposa le lleva, andando con cautela sobre la punta de los pies, una taza de té, él se encuentra, como antes, con los ojos cerrados, sumergido en su tema, sentado en su sillón. Está inmóvil; levemente, tamborilea con dos dedos en su frente y aparenta no notar la presencia de su esposa... Su cara tiene la expresión de inocencia mancillada de hace un instante. Antes de escribir el título coquetea un buen rato ante sí mismo, hace carantoñas, se pavonea, como una jovencita a quien se le ofrece un bello abanico... Como si no se sintiese bien, se aprieta las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, o entrecierra los ojos con aire lánguido, igual que un gato echado sobre un sofá... Por último, y no sin dudas, extiende la mano hacia el tintero y escribe el título, como quien está firmando una sentencia de muerte...

La voz de su hijo grita:

—¡Mamá, agua!

—¡Chis! —dice la madre—. Papá está escribiendo. Chis...

El padre escribe rápidamente, sin pausas ni tachones, sin apenas tiempo para volver las hojas. El correr de su pluma es contemplado por los bustos y los retratos, inmóviles, de los escritores famosos, y da la impresión de que piensan: “¡Qué marcha! ¡Excelente, amigo mío!”.

—¡Chis! —traza la pluma.

—¡Chis! —dicen los escritores cuando los sobresalta un rodillazo, a la vez que la mesa. Krasnukin se endereza bruscamente, aguza el oído y deja la pluma... Escucha un monótono cuchicheo... Es Tomás Nicolaievich, el inquilino del cuarto contiguo, que está rezando sus plegarias.

—¡Escuche! —grita Krasnukin—. No me deja escribir. ¿No puede rezar más bajo?

—Discúlpeme —contesta Nicolaievich con timidez.

—¡Chis!

Krasnukin, después que ha escrito cinco páginas, se estira de brazos y piernas, mira el reloj y bosteza.

—¡Mi Dios, ya son las tres! —gime—. Todos duermen y yo... ¡únicamente yo estoy obligado a trabajar!

Cansado, roto, con la cabeza caída hacia a un lado, camina hacia el dormitorio, despierta a su esposa y, con voz lánguida, le dice:

—Nadia, no tengo fuerzas. Dame más té...

Sigue escribiendo hasta las cuatro y, si el asunto no se hubiese agotado, gustosamente continuaría escribiendo hasta las seis. Hacer zalamerías ante sí mismo, coquetear, delante de los objetos inanimados, al cobijo de cualquier mirada indiscreta que le observe, ejercer su tiranía y su despotismo sobre el pequeño hormiguero que el destino ha colocado bajo su autoridad por azar, he ahí la miel y la sal de su vida. ¡De qué forma se asemeja un poco este déspota doméstico al ser humano sombrío, mudo, sin talento e insignificante que vemos en las salas de redacción frecuentemente!

—Me va a costar mucho trabajo dormirme, porque estoy demasiado agotado... —dijo cuando se acostó—. Nuestro trabajo, un trabajo ingrato, maldito, un trabajo obligado, agota más el alma que el cuerpo… Debería tomar bromuro... ¡Ay, mi Dios es testigo de que abandonaría este trabajo si no fuera por mi familia!... ¡Esto es espantoso! ¡Escribir de encargo!

Con un sueño sereno y profundo, duerme hasta las doce o la una... ¡Ay, cuánto más dormiría todavía, qué bellos sueños tendría, cómo prosperaría si fuese un escritor o un editorialista célebre y famoso o por lo menos un conocido editor!...

—¡Escribió toda la noche! —susurra su esposa con gesto rápido—. ¡Chis!

Ninguno se atreve a caminar ni hablar, ni a hacer el más pequeño ruido. Costaría muy caro profanar su sueño, porque es una cosa sagrada.

—¡Chis! —se escucha a través de la casa.


* Samovar: es un recipiente metálico en forma de cafetera alta, dotado de una chimenea interior con infiernillo, y sirve para hacer té.

 

 

 

La señora del perrito

 

I

 

En la localidad apareció un nuevo personaje: una señora con un pequeño perro. Por entonces pasaba una temporada en Yalta Dmitri Dmitrich Gurov, quien comenzó a interesarse en los hechos que sucedían. Vio, sentado en el pabellón de Verney, dando paseos cerca del mar a una joven señora, de mediana estatura y cabello rubio, que lucía una boina; delante de ella corría un perrito blanco de Pomerania.

Posteriormente, en varias ocasiones, la volvió a encontrar en la plaza y en los jardines públicos. Llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito, caminaba sola; nadie la conocía y todo el mundo la llamaba simplemente “la señora del perrito”.

Gurov pensó: “Si se encuentra sola aquí, sin amigos o su esposo, no estaría mal trabar amistad con ella”.

Todavía no había cumplido cuarenta años, pero ya tenía dos hijos en el colegio y una hija de doce años. Se casó joven, cuando estudiaba segundo año, y en aquel tiempo su esposa parecía tener la mitad de edad que él. Era una chica de cejas oscuras, tiesa y alta, grave y digna, e intelectual, como ella misma. Utilizaba un lenguaje rebuscado, leía bastante, llamaba a su esposo no Dmitri, sino Dimitri, y él, secretamente, la consideraba cursi, carente de inteligencia, de ideas muy limitadas. Se sentía avergonzado de ella y no le agradaba permanecer en su casa. Hacía mucho tiempo comenzó por serle infiel —le fue infiel muy frecuentemente—, y, quizá por este motivo, hablaba mal
de las mujeres casi siempre; y cuando en su presencia se tocaba este tema, las llamaba habitualmente “la raza inferior”. Parecía estar tan escarmentado por la experiencia tan amarga, que le era permitido llamarlas como le diera la gana, y, no obstante, no se podía pasar dos días continuos sin “la raza inferior”. Estaba aburrido en la sociedad de hombres y no parecía el mismo; con ellos se mostraba poco comunicativo y muy frío; pero se sentía libre en compañía de mujeres, sabiendo de qué conversarles y cómo actuar; entre ellas se sentía a sus anchas, aunque estuviese en silencio. Había algo de atractivo en su apariencia exterior, su carácter y toda su naturaleza que seducía a las mujeres inclinándolas en su favor; él lo sabía, y también se podía decir que lo conducía hacia ellas alguna fuerza desconocida.

La experiencia, frecuentemente repetida, la amarga y cruda experiencia, hacía tiempo le había enseñado que con personas decentes, particularmente personas de Moscú —siempre lentas e indecisas para todo—, la intimidad, que inicialmente diversifica la existencia de manera agradable y parece una ligera y fascinante aventura, llega a ser irremediablemente una complicada dificultad, y la situación se hace inaguantable con el tiempo. Sin embargo, esta experiencia se le olvidaba, sentía deseos de vivir, y todo lo encontraba divertido y sencillo a cada nuevo encuentro con una mujer interesante.

La señora de la boina llegó lentamente, una noche que estaba comiendo en los jardines, y tomó asiento en la mesa de al lado. El vestido, el peinado, su aire y la expresión de su cara le indicaron que era una señora casada, que estaba triste y que se encontraba en Yalta por primera vez... La mayor parte de las historias inmorales que se murmuran
en sitios como Yalta es falsa; sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de gente que hubiera pecado tranquilamente, de haber tenido oportunidad, Gurov las despreciaba; pero cuando la señora del perro tomó asiento en la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de excursiones a las montañas, de conquistas fáciles, y repentinamente se apoderó de su ánimo el pensamiento tentador de una ligera y dulce aventura amorosa, una novela con una mujer que no conocía, cuyo nombre tampoco conocía.

Cariñosamente, llamó al perrito, y cuando el pomerano se aproximó a él lo acarició con la mano. El perrito gruñó; Gurov le pasó la mano nuevamente.

La señora miró hacia él, bajando los ojos de inmediato.

—Él no muerde —comentó, y se ruborizó.

—¿Puedo darle un hueso? —preguntó Gurov; y dijo de nuevo amablemente, después que ella afirmara con la cabeza—: ¿Y usted está en Yalta desde hace mucho tiempo?

—Exactamente cinco días.

—Ya yo llevo aquí quince.

A estas palabras las siguió un breve silencio.

—El tiempo transcurre rápidamente, y no obstante, ¡esto es tan triste! —dijo ella sin mirarlo.

—Decir que esto es triste se ha puesto de moda. Cualquier persona de provincia viviría en Lhidra o en Belyov sin estar triste, y cuando visita este lugar, de inmediato exclama: “¡Qué polvo! ¡Qué tristeza!”. ¡Cualquiera diría que está llegando de Granada!

Ella se rio. Posteriormente, los dos continuaron comiendo callados, como extraños; pero después de comer dieron juntos un paseo y rápidamente comenzó entre ellos la charla burlona y ligera de dos personas que se sienten complacidas y libres, a quienes no interesa ni lo que van a conversar ni hacia dónde se dirigen. Caminaron y conversaron sobre la luz tan extraña que estaba sobre el mar; la luna extendía una estela dorada sobre el agua, que era de un tono malva oscuro muy suave. Charlaron sobre el bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le dijo que vino de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que trabajaba en un banco; que estuvo en una compañía de ópera como cantante, dejándola después; que tenía dos casas en Moscú...

Supo de ella que fue educada en San Petersburgo, pero desde su casamiento, hacía dos años, vivía en S. y que pasaría todavía un mes en Yalta, donde, quizá, se reuniría con su esposo, que necesitaba también descansar por unos días. No estaba completamente segura de si su esposo tenía un puesto en el Consejo Provincial o en el Departamento de la Corona, y daba la impresión de que no saberlo la divertía.

Gurov también supo que su nombre era Ana Sergeyevna.

Después, una vez en su habitación, pensó en ella; pensó que al día siguiente se la encontraría de nuevo; sí, se iban a encontrar necesariamente. Cuando se acostó le vino a la memoria lo que ella le relatara de sus sueños de escuela: estuvo en ella hasta hacía poco, estudiando lecciones como una chiquilla. Y entonces Gurov pensó en su propia hija. También podía recordar la timidez de su sonrisa, su desconfianza y sus modales, su forma de conversar con un extraño. Esta debía ser la primera ocasión en su vida que estaba sola, examinada con interés y curiosidad; la primera ocasión también que al dirigirse a ella creyó adivinar secretas intenciones en las palabras de los otros... Le vino a la memoria sus fascinantes ojos grises, su cuello delicado y esbelto.

Y pensó: “En esta mujer hay algo de triste”, y después se
durmió.

 

 

II

 

Ya había transcurrido una semana desde que iniciaron su amistad. Era un día festivo. En la calle el aire formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes, mientras que dentro de las casas hacía demasiado calor. Nadie sabía qué hacer. Gurov entró varias veces en el pabellón, era un día de sed, y ofreció jarabe y agua o un helado a Ana Sergeyevna.

Cuando el viento se tranquilizó un poco en la tarde, salieron a ver llegar el vapor. En el puerto había bastantes personas paseando; llevaban ramos de flores, se habían reunido para recibir a alguien. Allí se notaban dos particularidades de las personas elegantes de Yalta: había muchos generales vestidos de uniforme y las señoras mayores iban como chicas jóvenes.

Debido a lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó bastante tiempo en atracar al muelle. A través de sus anteojos, Ana Sergeyevna miró al vapor y a los pasajeros como esperando hallar alguna persona conocida, y sus ojos brillaban cuando se volvió hacia Gurov. Charló mucho y preguntaba cosas sin sentido, no recordando al poco tiempo lo que había preguntado; y cuando hizo un movimiento con la mano se le cayeron los anteojos al suelo.

Las personas comenzaban a dispersarse; estaba muy oscuro para ver los rostros de los que estaban dando un paseo. El viento se había tranquilizado completamente, pero Ana Sergeyevna y Gurov permanecían allí inmóviles como si estuvieran esperando ver salir del vapor a alguien más.

Ella, sin mirar a Gurov, olía las flores en silencio.

—Esta tarde el tiempo está mejor —comentó él—. ¿Ahora dónde vamos?

Ella no respondió.

Gurov entonces la miró intensamente, y la besó en los labios después de rodear su cuerpo con el brazo, al tiempo que respiraba la frescura y aroma de las flores; posteriormente miró a su alrededor ansiosamente, sintiendo temor de que alguien lo hubiese visto.

—Vamos al hotel —dijo él con dulzura. Y los dos caminaron rápidamente.

El cuarto estaba cerrado y perfumado con la esencia que ella compró en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡En este mundo cuán diferentes personas encuentra uno! Del ayer, atesora recuerdos de mujeres ligeras, algunas de buen fondo, que lo querían alegremente agradeciéndole la dicha que él les podía brindar, por muy efímera que fuese; de mujeres, como la suya, que querían con frases histéricas, afectadas, superfluas, con una expresión que hacía sospechar que no era pasión ni amor, sino algo más significativo; y de dos o tres más, bellas, frías, en cuyas caras descubrió en más de una ocasión brillos de rapacería, el obstinado deseo de extraer de la vida todavía más de lo que esta les podía entregar. Se trataba de mujeres de edad ya madura, carentes de inteligencia, dominantes e irreflexivas; al empezar Gurov a mostrarse distante y frío con ellas, esta misma belleza excitaba su aborrecimiento, figurándosele que para él los encajes con que adornaban sus vestidos eran escalas.

Sin embargo, en el caso actual a secas había la timidez de la inexperta juventud, un sentimiento similar al temor; y todo esto daba una apariencia de consternación a la escena, como si alguien hubiera llamado a la puerta repentinamente. En todo lo sucedido, la actitud de “la señora del perrito” —Ana Sergeyevna— tenía algo de característico, de bastante grave, como si se tratara de su caída; parecía de esa manera, y resultaba inapropiado, raro. Su cara languideció, y poco a poco se le soltó el cabello; se parecía, en esta actitud de meditación y abatimiento, a un grabado antiguo: La mujer pecadora.

—Sé que hice mal —dijo—. El primero en despreciarme ahora será usted.

Había una sandía sobre la mesa. Gurov cortó una tajada y comenzó a comérsela lentamente. Los dos se quedaron callados durante cerca de media hora.

Había en Ana Sergeyevna la pureza de la mujer buena y sencilla que ha visto muy poco de la vida; estaba conmovedora.

No obstante, la luz de la bujía iluminando su cara mostraba que se sentía desdichada.

—¿Pero cómo es posible que yo la llegara a despreciar? —interrogó Gurov—. Usted no sabe lo que dice.

—Qué Dios me perdone —dijo ella; y de sus ojos brotaron lágrimas—. Es espantoso —agregó.

—Da la impresión de que usted necesita ser perdonada.

—¿Dijo perdonada? No. Soy una mujer muy mala; siento desprecio por mí misma y no trato de justificarme. A quien he engañado es a mí, no a mi esposo. Y hace bastante tiempo que me estoy engañando, esto no es de ahora. Mi esposo podrá ser honesto y bueno, pero ¡es un lacayo! Ignoro en lo que trabaja ni qué es lo que hace allí; pero estoy segura de que es un lacayo. Cuando contraje matrimonio con él yo tenía veinte años. He vivido angustiada y martirizada por un sentimiento de curiosidad; requería algo mejor. Me decía a mí misma que debe existir otro tipo de vida. Sentía deseos de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... Me abrasaba la curiosidad... Usted no me entiende, pero a Dios le juro que llegó un instante en que no me pude contener, debió sucederme algo fuera de lo normal; le dije a mi esposo que estaba muy mal y me vine a este lugar... Y aquí he estado deambulando como una loca de un lado para otro..., y me veo ahora transformada en una mujer despreciable, vulgar, a quien todos van a mirar mal.

Gurov, al escucharla, sintió aburrimiento.

El tono ingenuo con que hablaba y esos arrepentimientos tan inoportunos le irritaban; hubiera pensado que estaba representando una comedia de no haber sido por las lágrimas.

—No la comprendo a usted —dijo con ternura—. ¿Qué es lo que desea?

Ella escondió su cara en el pecho de él estrechándolo dulce-
mente.

—Se lo ruego, créame, créame usted. Detesto el pecado, amo la vida honrada y pura. Es que yo no sé lo que estoy haciendo. Las personas dicen frecuentemente: “Me tentó el demonio”. Yo también pudiera decir que me engañó el espíritu del mal.

—¡Chis! ¡Chis!... —susurró Gurov.

A continuación la miró fijamente, la besó, hablándole con afecto
y ternura, y lentamente se fue calmando, volviendo a estar contenta, y ambos acabaron por reírse. No había un alma a orillas del mar cuando salieron afuera. La ciudad, con sus cipreses, tenía una apariencia lúgubre, y las olas, al llegar a la orilla, se deshacían escandalosamente; una barca, dentro de la que una linterna soñolienta parpadeaba, se balanceaba cerca de ella.

Hallaron un coche y lo tomaron; se marcharon hacia Oreanda.

—Cuando pasé por el vestíbulo vi su apellido escrito en la lista: Von Diderits —dijo Gurov—. ¿Su esposo es alemán?

—No; él es ruso ortodoxo, pero creo que su abuelo sí lo era.

Cuando llegaron a Oreanda se sentaron callados en un lugar no muy apartado de la iglesia y mirando hacia el mar. Apenas era visible Yalta a través de la neblina matinal; en lo alto de las montañas permanecían muy quietas unas nubes muy blancas. Ni una hoja se movía; las cigarras cantaban en los árboles, y únicamente llegaba a ellos desde abajo el monótono y cavernoso sonido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que nos espera a todos. De la misma forma debía escucharse cuando no existían Yalta ni Oreanda; de esa manera se escucha en este momento, y se escuchará con igual monotonía cuando ya no existamos. Y en esta constancia, en esta total indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se esconde posiblemente la garantía de nuestra salvación eterna, del continuo movimiento de la
existencia sobre el mundo, del avance hacia la perfección. Gurov, sentado junto a una joven mujer que en la luz del amanecer parecía tan fascinante, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores —el firmamento azul, las nubes, el océano, las montañas—, pensó lo bello que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestra alma: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando no recordamos los elevados designios de nuestra vida y nuestra dignidad.

Cerca de ellos pasó un hombre —un guarda, tal vez—, los miró, y siguió su camino.

Y este detalle les parecía lleno de encanto y también misterioso. Después vieron un vapor que provenía de Teodosia, cuyas luces resplandecían confundidas con las de la aurora.

—Sobre la hierba hay gotas de rocío —dijo, después de un silencio, Ana Sergeyevna.

—Es verdad. Ya es hora de que volvamos a casa. Y se volvieron a la ciudad.

A partir de ese momento volvieron a encontrarse todos los días a las doce; daban paseos, comían juntos, observaban el mar. Ella sentía palpitaciones en el corazón y se quejaba de que no dormía bien; le preguntaba siempre lo mismo, interrumpido en ocasiones por celos, otras por el temor de que Gurov no la respetara lo suficiente. Y frecuentemente, a orillas del agua, en los jardines, cuando estaban solos, él la besaba con mucha pasión. Esa vida apacible, esos besos a plena luz del día mientras miraba alrededor por miedo a que los estuvieran observando, el calor, el aroma del mar y el incesante ir y venir de personas perfumadas, bien vestidas, desocupadas, lograron que Gurov se convirtiera en otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna bella, encantadora, y de esa manera se lo decía a ella una y otra vez. Se volvió apasionado e impaciente hasta el punto de no desear apartarse de ella, y Ana Sergeyevna, mientras tanto, continuaba pensativa y le decía todo el tiempo que no la respetaba lo suficiente, que no la quería ni siquiera un poco, y que probablemente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. A la caída de la tarde, todos los días, se marchaban en coche fuera de Yalta, a la cascada o a Oreanda, y estos paseos siempre eran una victoria para ellos; la escena les impresionaba, de manera invariable, como algo bellísimo y grandioso.

Estaban esperando al esposo, que debía llegar pronto; pero un día llegó una carta en la que informaba que estaba mal y rogaba a su mujer que volviera lo antes posible. Ana Sergeyevna se preparó, pues, para marcharse.

—El que yo me marche es una buena cosa —le dijo a Gurov—. “¡Es la mano del destino!”.

Gurov la acompañó en el coche el día que se iba. Al llegar al tren y sonar la segunda campanada, ella le dijo:

—¡Permíteme mirarte una vez más... otra vez! De esta manera, ya está.

No estaba llorando, pero se reflejaba tal aflicción en su cara que parecía enferma, le estaban temblando los labios.

—Siempre te voy a recordar..., siempre pensaré en ti —dijo—. Qué Dios te cuide; sé muy dichoso. Jamás pienses mal de mí. Nos vamos a separar para no volvernos a ver nunca; de esa manera debe ser, porque jamás debimos habernos encontrado. Adiós, que Dios sea contigo.

El tren se marchó muy rápido, pronto sus luces se esfumaron de la vista, y un minuto después no se escuchaba ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer acabar lo más rápido posible aquella locura, aquel dulce delirio. Gurov solo, en el andén, mirando hacia donde desapareció el tren escuchó el zumbido de los hilos del telégrafo, el chirrido de las cigarras, y le dio la impresión de que se acababa de despertar. Y reflexionó sobre este suceso de su existencia que también tocaba a su fin, y del que únicamente quedaba el recuerdo... Se sintió triste, conmovido, y con muchos remordimientos. Esa mujer, que jamás volvería a encontrar, no fue dichosa con él, porque a pesar de que la trató con cariño y dulzura, siempre hubo en sus caricias, en sus maneras, una leve sombra de sarcasmo, la grosera condescendencia de un hombre dichoso que, también, le doblaba la edad. Siempre, Ana Sergeyevna lo llamó bueno, diferente de los otros, sublime en ocasiones...; continuamente se había mostrado a ella como no era realmente, la había engañado sin intención.

Ya se dejaba sentir en el ambiente un vago perfume de otoño, hacía una tarde triste y fría.

Cuando dejó el andén, Gurov pensó:

—Ya es hora de que me vaya al Norte, ¡sí, lo haré!

 

 

III

 

Encontró todo en plan de invierno en su casa de Moscú; estaban encendidas las estufas, y por las mañanas todavía era oscuro cuando sus hijos desayunaban para marcharse a la escuela, tanto que la niñera debía encender un rato la luz. Las heladas habían comenzado. Es muy agradable, cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos, observar la tierra blanca, los tejados blancos, exhalar el tibio aliento, y la estación permite recordar los años de juventud. Los viejos abedules y las limas, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y se encuentran más cerca de nuestro corazón que las palmas y los cipreses. Las montañas y el mar se olvidan estando cerca de ellos.

Gurov nació en Moscú; llegó a él en un hermoso día de nieve, y cuando se puso su abrigo de pieles y sus guantes, cuando dio un paseo por Petrovka, cuando escuchó el sonido de las campanas el domingo por
la tarde, ya no recordó el encanto de su reciente aventura ni el lugar que dejó atrás. Lentamente se absorbió en la vida de Moscú; leía ávidamente los periódicos ¡y declaraba que los leía sin ningún fundamento! De inmediato sintió un deseo irresistible de visitar los restaurantes, los clubes, las comidas, ir a aniversarios y fiestas; se sintió muy orgulloso de conversar y discutir con abogados famosos, con artistas, de jugar a las cartas en el club de doctores con algún profesor. Ya hasta podía comer una col o un plato de pescado salado...

Después de transcurrido un mes, le dio la impresión de que, en su memoria, la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una neblina y, en ocasiones, visitarlo en sueños, con una sonrisa, como hacían algunas. Sin embargo, pasó más de un mes, llegó el auténtico invierno, y podía recordar todo aquello tan nítidamente como si se hubiera separado el día anterior de Ana Sergeyevna. Lejos de morir, estos recuerdos se reavivaron con el tiempo. En la serenidad de la tarde, al escuchar el sonido del piano en un restaurante, las palabras de los pequeños estudiando en alta voz, o el ruido de tempestad que llegaba por la chimenea, todo volvía repentinamente a su memoria: el vapor que volvía de Teodosia, lo sucedido en el muelle la mañana de niebla cerca de las montañas y los besos. Entonces, Gurov se ponía en pie y caminaba por su cuarto sonriendo y recordando; después, sus recuerdos se transformaban en ilusiones, y el ayer se mezclaba con el futuro en su fantasía. Ya Ana Sergeyevna no lo visitaba en sueños, lo seguía por todos lados como un fantasma, como una sombra. Cuando cerraba los ojos la veía como si estuviese viva frente a él, y Gurov la encontraba más fascinante, más dulce, mucho más joven de lo que realmente era, imaginándosela todavía más bella de lo que estaba en Yalta. Ana Sergeyevna, por la tarde, lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; escuchaba su respiración y el roce amoroso de sus faldas desde cualquier rincón. Miraba en la calle a todas las mujeres buscando alguna que fuese parecida a ella.

Lo atormentaba un intenso deseo de contarle a alguien lo que pensaba. Sin embargo, en su casa no era posible hablar de su amor, y tampoco tenía a nadie fuera de ella; no se lo podía contar ni a sus compañeros de oficina ni a ninguna persona en el banco. ¿Entonces de qué iba a conversar? Pero ¿es que estuvo enamorado? ¿Hubo en sus relaciones con Ana Sergeyevna algo de edificante, de poético o simplemente interesante? Y todo se le volvía hablar vagamente de mujer, de amor, y nadie tenía alguna sospecha; únicamente su mujer fruncía el ceño y comentaba:

—Dimitri, el papel de conquistador no te va.

Cuando volvió una tarde del club de doctores con un oficial, con el que estuvo jugando a las cartas, no pudo contenerse y le dijo:

—¡No te imaginas la mujer tan encantadora que conocí en Yalta!

El oficial entró en su trineo, y ya se marchaba, pero se volvió repentinamente exclamando:

—¡Dmitri Dmitrich!

—¿Dime?

—¡Esta tarde tenías razón: el esturión era muy fuerte!

A Gurov lo llenaron de rabia aquellas palabras tan corrientes, encontrándolas groseras y degradantes. ¡Qué manera tan salvaje de hablar! ¡Qué días tan poco interesantes, qué noches más estúpidas! La glotonería, la bebida, el afán de las cartas, el incesante charlar siempre sobre el mismo tema. Todas estas clases de cosas absorben la mayor parte del tiempo de mucha gente, la mejor parte de sus fuerzas, ¿y qué queda al final de todo eso?: una existencia servil, acortada, indigna y frívola, de la que no hay forma de escapar, como si se estuviera encerrado en una cárcel o un manicomio.

Gurov estaba tan lleno de indignación que no durmió en toda la noche. Se levantó al día siguiente con dolor de cabeza. Y volvió a dormir mal a la siguiente noche; tomó asiento en la cama, pensando; después se puso en pie y comenzó a pasearse por el cuarto. Estaba hastiado del banco, de sus hijos, y sin deseos de ir a ningún lugar ni de ver a nadie.

Se preparó para un viaje en las vacaciones de diciembre; le dijo a su esposa que iba a San Petersburgo a una cuestión relacionada con un amigo y se fue a S. ¿Para qué? Él mismo lo ignoraba. Tenía muchas ganas de encontrarse con Ana Sergeyevna y de conversar con ella; arreglar una entrevista con ella, de ser posible.

Por la mañana llegó a S. y tomó la mejor habitación del hotel; una habitación con un tintero gris de polvo encima de la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano, y una alfombra gris en el suelo. Necesariamente, el portero del hotel le informó: Von Diderits habitaba en una casa, de la cual era dueño, en la antigua calle de Gontcharny; no se encontraba distante del hotel. Vivía a lo grande y era rico, tenía caballos propios; todos en la ciudad lo conocían. El portero pronunciaba “Dridirits”.

Sin prisa, Gurov se encaminó a la calle de Gontcharny y halló la casa. Una valla gris muy larga, adornada con clavos, se extendía enfrente de ella.

—Al ver este demonio de valla dan ganas de echar a correr —pensó Gurov, mirando a las ventanas de la casa desde allí y viceversa.

Después recapacitó: era día de fiesta y tal vez el esposo se encontraría en casa. De todas formas, entrar en la casa y sorprenderla era una falta de tacto. Si le enviaba una carta, podía caer en manos del marido y todo se arruinaría. Era preferible esperar una oportunidad, y comenzó a caminar arriba y abajo por la calle esperando esa oportunidad. Vio a un mendigo que se aproximaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora después escuchó débil y confuso el sonido de un piano. Quizá Ana Sergeyevna debía tocar. Repentinamente, la puerta se abrió, y una mujer anciana salió de la casa, acompañada del blanco y conocido pomerano. Gurov casi estuvo a punto de llamar al perro, pero comenzó a latirle fuertemente el corazón, y no pudo recordar el nombre, debido a su excitación.

Continuó paseándose y midiendo, una y otra vez, la empalizada,
y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna ya no lo recordaba y a aquellas horas se estaba divirtiendo con otro hombre, lo cual, al fin y al cabo, era completamente natural en una mujer joven, que, desde por la mañana hasta la noche, no tenía nada más que mirar que aquella condenada valla. Se volvió a su habitación del hotel y permaneció largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; después comió y durmió mucho tiempo.

—¡Qué imbécil! —exclamó cuando se despertó y miró por la ventana—. Me quedé dormido sin venir a qué y ya es de noche; ¿ahora qué hago?

Gurov se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris igual que las de los hospitales, y comenzó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio espantoso.

—¡Al demonio la dichosa aventura y la señora del perro! Gurov, en buen lío te metiste...

Esa mañana, un cartel con letras enormes le había llamado la atención. Por primera vez iba a ser representada La Geisha. Cuando recordó esto, se vistió y se fue al teatro.

—Tal vez ella vaya a la primera representación —pensó.

Cuando llegó, el teatro estaba lleno. Había, como en todos los de provincia, una atmósfera bastante densa y pesada, una especie de neblina que flotaba sobre las luces; se escuchaba el rumor de las personas por las galerías; los pollos elegantes de la localidad estaban en la primera fila de pie observando a la gente, antes de que el telón se levantara. Adornada con una boa, la hija del gobernador, en el palco destinado para este, ocupaba el primer lugar, al tiempo que él, escondido modestamente detrás de la cortina, únicamente dejaba visible las manos. La orquesta comenzó a afinar los instrumentos; se levantó el telón.

Continuaban entrando personas que iban a ocupar sus lugares, y Gurov los miraba ansiosamente uno a uno.

También llegó Ana Sergeyevna. Tomó asiento en la tercera fila y Gurov sintió que, al mirarla, su corazón se contraía; entonces comprendió con claridad que para él no había en toda la Tierra ninguna criatura tan amada como esa; aquella mujercita sin atractivos de ningún tipo, perdida en una sociedad provinciana, con sus vulgares anteojos, llenaba toda su existencia; era su alegría y su tristeza, la única dicha que anhelaba, y pensó cuán fascinante era al escuchar la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines de provincia. Pensó, y soñó también...

Con Ana Sergeyevna llegó un hombre joven, alto y encorvado, con patillas, y tomó asiento junto a ella; a cada paso inclinaba la cabeza y daba la impresión de que estaba haciendo reverencias continuamente. Indudablemente debía ser el marido, que ella, en una exclamación de amargura, llamó lacayo una vez en Yalta; sonreía de manera almibarada y lucía en el ojal de la chaqueta una distinción o insignia que recordaba el número de un sirviente.

El esposo se salió a fumar en el primer descanso y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se aproximó a ella y con una sonrisa forzada y una voz temblorosa le dijo:

—Señora, buenas noches.

Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida cuando volvió la cabeza y se encontró con él, lo miró de nuevo, casi aterrada, y como luchando para no sufrir un desmayo, estrujó el abanico y los monóculos entre las manos. Ambos callaban. Ana Sergeyevna continuaba sentada, Gurov de pie, atemorizado por la confusión que le produjo su presencia, y no atreviéndose a sentarse junto a ella.

Comenzaron a sonar los violines y la flauta, y de pronto Gurov sin-
tió como si los estuvieran mirando de todos los palcos. Ana Sergeyevna se puso en pie, caminando de prisa hacia la puerta; siguió él, y los dos empezaron a andar sin saber adónde se dirigían, subiendo y bajando escaleras, a través de pasillos, viendo desfilar frente a sus ojos uniformes militares, escolares, civiles, todos con insignias. Cuando pasaban, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el viento les traía un aroma a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía violentamente, se dijo:

“¡Por Dios! ¿Para qué habrá aquí estas personas y esa orquesta?”.

Y en aquel momento le vino a la memoria cuando, después de irse Ana Sergeyevna de Yalta, él creyó que todo había acabado y que no se volverían a encontrar nunca más. Sin embargo, ¡cuán lejos se encontraban del final!

Se detuvieron al pie de una escalera angosta y oscura, sobre la que se podía leer: “Paso al anfiteatro”.

—¡Cómo me asustaste! —exclamó ella casi sin aliento, aun muy pálida y bastante agobiada—. ¡Oh, cómo me asustaste! Me siento medio muerta. ¿Por qué viniste? ¿Por qué?...

—Ana, escúchame, por favor... —repetía Gurov en voz baja y rápidamente—. Te ruego que me escuches...

Ana Sergeyevna lo observaba con miedo mezclado de amor y de ruego; lo miraba intensamente como si deseara grabar sus facciones más hondamente en su mente.

—¡Soy tan desdichada! —continuó diciendo sin escucharle—. Lo único que he hecho es pensar en ti todo el tiempo; solo vivo para eso. Y, no obstante, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué viniste?...

Dos colegiales fumaban en el piso de arriba mirando hacia abajo, pero a Gurov nada le importaba; atrajo hacia sí a Ana Sergeyevna y comenzó a besarle las manos, la cara y las mejillas.

—¡Qué haces, qué haces! —gritaba ella con pánico apartándolo de sí—. Definitivamente estamos locos. Márchate; márchate en este instante. Te lo suplico por lo que más quieras... Te lo ruego... ¡Que está viniendo gente!

Por las escaleras estaba subiendo alguien.

—Es necesario que te marches —continuó diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro—. ¿Escuchas, Dmitri Dmitrich? Iré a visitarte a Moscú. Jamás he sido dichosa; ahora lo soy menos aun, ¡y jamás, jamás seré feliz!... Ya no me hagas sufrir más. Iré a Moscú, te lo juro. Pero en este momento separémonos, mi querido Gurov, no hay otra solución.

Apretó su mano y comenzó a bajar las escaleras rápidamente volviendo la cabeza atrás; y él pudo ver en sus ojos que en realidad era desdichada. Entonces, Gurov esperó un poco más, hasta que dejó de escucharse el ruido de sus pasos, y se fue del teatro después de recoger su abrigo.

 

 

IV

 

Cada dos o tres meses, Ana Sergeyevna comenzó a ir a verlo a Moscú. Cuando S. se iba a marchar lo hacía diciendo a su marido que iba a consultar a un médico con respecto a un mal interno que sentía. Y el esposo la creía y no la creía. Se alojaba en Moscú en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí mandaba a Gurov un mensajero con una gorra escarlata. Gurov la visitaba y nadie en Moscú se enteraba.

Iba a verla al hotel una mañana de invierno (la noche anterior llegó el mensajero). Lo acompañaba su hija, a quien llevaba al colegio. La nieve estaba cayendo en enormes copos blancos.

—Está nevando, aunque hay tres grados sobre cero —comentó Gurov a su hija—. Únicamente hay deshielo en la superficie de la tierra; la temperatura es totalmente diferente a mucha más altura de la atmósfera.

—Papá, ¿y por qué en invierno no hay tormentas?

Y esto también se lo explicó.

Hablaba pensando que la iba a ver a “ella”, que ninguna persona lo sabía y quizá nadie jamás se enteraría. Gurov tenía dos vidas: una sincera, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de sinceridad relativa y relativa falsedad, una existencia igual a la que llevaban sus conocidos y amigos; y otra que se deslizaba secretamente. Y a través de extrañas situaciones, posiblemente accidentales, resultaba
que todo lo que había en él de auténtico valor, de franqueza, todo lo que
formaba lo más profundo de su corazón estaba escondido a los ojos de las demás personas; por el contrario, todo lo que existía en él de falso, el estuche en que frecuentemente se ocultaba para esconder la verdad —como, por ejemplo, sus discusiones en el club, su trabajo en el banco, eso de la “raza inferior”, su asistencia en compañía de su esposa a fiestas y aniversarios—, todo eso lo hacía delante de todos. A partir de ese momento juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que tenía ante sus ojos y pensando siempre que cada hombre vive su auténtica vida bajo el manto protector de la noche, secretamente. Siempre la personalidad queda escondida, ignorada, y quizá por este motivo el ser humano civilizado siempre tiene interés en que sea totalmente respetada.

Más tarde, cuando dejó a su hija en la escuela, Gurov se fue al Bazar Eslavo. Abajo se quitó el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Agotada por el viaje y la espera, Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris preferido, lo esperaba desde la noche anterior. Lo miró sin sonreír; estaba pálida; y apenas entró se arrojó en sus brazos. Su beso fue lento, prolongado, como si no se hubiesen visto en años.

—Y bien, ¿qué tal lo pasas allí? —preguntó Gurov—. ¿Traes alguna noticia?

—No puedo hablar…., espera; ahora te contaré.

Y en realidad no podía; lloraba. Llevándose el pañuelo a los ojos, se volvió de espaldas a él.

“Me voy a sentar y esperaré. La dejaremos llorar”, pensó Dmitri; y tomó asiento en una butaca.

Llamó al timbre mientras tanto y pidió que le trajeran té. Ella continuaba de espaldas a él mirando por la ventana. Estaba llorando de emoción, al darse cuenta de lo dura y triste que era la vida para los dos; únicamente se podían ver en secreto, escondiéndose de todos, como ladrones. Tenían destrozadas sus vidas.

—¡Ven, guarda silencio! —dijo él.

Para Gurov era evidente que ese amor iba a tardar mucho en terminarse; que no podía hallarle final. Ana Sergeyevna cada vez lo amaba más. Sencillamente lo adoraba y no había que pensar en decirle que eso alguna vez se acabaría; por otro lado, no lo hubiera creído.

Se puso en pie para consolarla con alguna palabra cariñosa, apoyó las manos en sus hombros y en ese instante se vio en el espejo.

La cabeza comenzaba a blanquearle. Y le pareció muy extraño haber envejecido tan tonta y rápidamente durante los últimos años. Esos hombros sobre los que reposaban sus manos se estremecían, eran jóvenes, llenos de calor y vida.

Sintió compasión por esa vida aun tan joven, tan fascinante, pero tal vez no muy lejos de envejecer como la suya. ¿Por qué ella lo quería tanto? A las mujeres siempre había parecido diferente de como era realmente; querían, no a él mismo, sino al hombre que se habían creado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran durante toda la existencia; y posteriormente, al darse cuenta de su engaño, lo seguían amando igual. No obstante, ninguna fue dichosa con él. Pasó el tiempo, se hizo amigo de ellas, vivió con algunas, después se separó, pero jamás había amado; sería lo que quisiera, pero amor no.

Y he aquí que en este momento, cuando su cabeza comenzaba a encanecer, por primera vez en su vida se había enamorado verdaderamente.

Él y Ana Sergeyevna se amaban como marido y mujer, como algo muy cercano y querido, como dulces y cariñosos amigos; nacieron el uno para el otro y no entendían por qué ella tenía un marido y él una mujer. Eran como dos pájaros de paso forzados a vivir en jaulas distintas. El uno y el otro olvidaron cuanto tenían por qué sentirse avergonzados en el pasado, no recordaban el presente, y sintieron que ese amor los había transformado.

En otras ocasiones, en instantes de depresión moral, Gurov se había consolado a sí mismo con razonamientos de algún tipo; pero ahora esas cosas no le preocupaban; sentía profunda piedad, necesidad de ser dulce y sincero...

—Querida, ya no llores —le dijo—. Vamos, ya has llorado demasiado... Ven y charlaremos un poco, vamos a arreglar algún plan.

Discutieron entonces sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades distintas y encontrarse tan de tarde en tarde. ¿Cómo se podían liberar de ese cautiverio insoportable?...

—¿Cómo lo haremos? ¿Cómo? —se preguntaba él con la cabeza entre las manos—. ¿Cómo lo haremos?...

Y daba la impresión como si en breves instantes todo se fuera a remediar y para ellos comenzara una nueva y maravillosa vida; y los dos veían con claridad que todavía les quedaba un largo camino que recorrer, y que solamente había comenzado la parte más difícil y complicada.