EL FUEGO QUE NOS UNE

V.1: Febrero, 2017


Título original: The Fire Between High & Lo

© Brittainy C. Cherry, 2016

© de la traducción, Vicky Vázquez, 2017

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2017

Todos los derechos reservados.


Los derechos de esta obra se han gestionado con Bookcase Literary Agency.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Franggy Yanez


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-16223-72-5

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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EL FUEGO QUE NOS UNE

Brittainy C. Cherry


Traducción de Vicky Vázquez
Principal de los Libros

5

Capítulo 2

Alyssa


Yo: Hola papá. Solo quería saber si vendrás al recital de piano.

Yo: ¡Hola! ¿Has visto mi último mensaje?

Yo: Hola, soy yo otra vez. Solo te escribo para saber si estás bien. Erika y yo estamos preocupadas.

Yo: ¿Papá?

Yo: ¿¿??

Yo: ¿Sigues despierto, Lo?

Miré la pantalla del móvil. El corazón me latía con fuerza en el pecho mientras enviaba el mensaje a Logan. Miré la hora y suspiré.

Las 2:33 de la madrugada.

Debería estar durmiendo, pero estaba pensando en papá otra vez. Le había enviado un total de quince mensajes en los últimos dos días, y le había dejado dos mensajes en el contestador, pero seguía sin saber nada de él.

Me llevé el teléfono al pecho, inhalando y exhalando profundamente. Cuando empezó a vibrar, descolgué rápidamente.

—Deberías estar durmiendo —susurré al teléfono, secretamente feliz por el hecho de que hubiera respondido—. ¿Por qué no estás durmiendo?

—¿Qué te pasa? —preguntó Logan, ignorando mi pregunta.

Una leve risita escapó de mis labios.

—¿Qué te hace pensar que me pasa algo?

—Alyssa —dijo con seriedad.

—Capullo no me ha devuelto la llamada. Lo he llamado veinte veces esta semana, y él no me ha llamado. 

Capullo era el nombre con el que habíamos bautizado a mi padre después de que abandonara a mi familia. Estábamos muy unidos, y cuando se marchó, una parte de mí se fue volando con él. No hablaba mucho de mi padre, pero aunque nunca lo decía, Logan sabía que me molestaba.

—Olvídalo. Es un mierda.

—Tengo el recital estival de piano más importante de mi carrera y no sé si puedo hacerlo sin que él esté presente. 

Hice lo posible por controlar mis emociones. Intenté no llorar, pero esa noche estaba perdiendo la batalla. Me preocupaba por él más que mamá y Erika. Tal vez porque ellas nunca entendieron realmente quién era, como artista, como intérprete. Las dos tenían mentes muy realistas que traían consigo mucha estabilidad, mientras que papá y yo éramos una especie de espíritus flotantes que bailábamos entre llamas.

Pero últimamente no llamaba. Y estaba muy, muy preocupada.

—Alyssa —empezó a decir Logan.

—Lo —susurré. La voz me temblaba un poco. Oyó mis sollozos a través del teléfono y me incorporé—. Cuando era pequeña, las tormentas me daban mucho miedo. Y corría al dormitorio de mis padres y les suplicaba que me dejasen dormir con ellos. Mamá nunca lo permitía porque decía que tenía que aprender que las tormentas no me harán daño. Capullo siempre le daba la razón. Así que volvía a mi habitación, me acurrucaba debajo de las mantas, escuchando los truenos, y hacía lo posible por no ver los rayos. Un minuto después, se abría la puerta de mi habitación y aparecía mi padre con el teclado en las manos, y lo tocaba junto a mi cama hasta que me quedaba dormida. La mayoría de los días soy fuerte. Estoy bien. Pero esta noche con la tormenta, y todas las llamadas ignoradas… Esta noche me está destrozando.

—No le dejes, Alyssa. No le dejes ganar.

—Es solo que… —Rompí a llorar—. Es solo que estoy teniendo un momento triste, eso es todo.

—Voy para allá.

—¿Qué? No, es tarde.

—Voy.

—Los autobuses dejan de circular a las dos, Logan. Además, mi madre ha cerrado la verja de la parcela. No podrías entrar. No pasa nada. 

Mamá era una abogada de prestigio y tenía dinero, mucho dinero. Vivíamos en lo alto de la colina, y una verja enorme rodeaba la parcela. Era prácticamente imposible entrar después de que cerrara por la noche. 

—Estoy bien —prometí—. Solo necesitaba oír tu voz, y que me recordases que estoy mejor sin él.

—Porque es cierto —explicó.

—Sí.

—No, Alyssa. En serio. Eres mejor que Capullo.

Empecé a sollozar más fuerte, y tuve que taparme la boca con una mano para que él no oyera lo mucho que estaba llorando. Me temblaba el cuerpo, y acabé desmoronándome. Las lágrimas caían en la funda de la almohada y mis pensamientos incrementaban la ansiedad.

¿Y si le había pasado algo? ¿Y si estaba bebiendo otra vez? ¿Y si…?

—Voy para allá.

—No.

—Alyssa, por favor. —Sonaba como si estuviera suplicando.

—¿Estás colocado? —pregunté.

Logan titubeó, lo cual era suficiente respuesta para mí. Siempre sabía cuándo estaba colocado, sobre todo porque casi siempre estaba colocado. Él sabía que me molestaba, pero decía que era como un hámster en una rueda, incapaz de cambiar sus costumbres.

Éramos muy diferentes en muchos sentidos. Yo no había hecho muchas cosas. Básicamente iba a trabajar, tocaba el piano y quedaba con Logan. Él tenía mucha más experiencia en cosas que yo no podría imaginar. Consumía drogas que yo no podía ni nombrar. Se perdía prácticamente cada semana, normalmente después de encontrarse con su padre o de lidiar con su madre, pero de alguna forma siempre encontraba el camino de vuelta hasta mí.

Intentaba fingir que no me molestaba, pero a veces lo hacía.

—Buenas noches, mejor amigo —dije susurrando.

—Buenas noches, mejor amiga —respondió con un suspiro.


***


Tenía las manos detrás de la espalda y estaba empapado de pies a cabeza. Su pelo castaño, que normalmente era ondulado, estaba pegado a la cabeza, y varios mechones le tapaban los ojos. Llevaba su sudadera roja favorita y unos vaqueros negros con más roturas de lo normal. Tenía una sonrisa bobalicona en la cara.

—Logan, son las tres y media de la mañana —susurré, esperando no despertar a mi madre.

—Estabas llorando —dijo. Había aparecido en la entrada de mi casa—. Y la tormenta no paraba.

—¿Has venido andando? —pregunté. 

Él estornudó.

—No está tan lejos.

—¿Trepaste por la verja?

Se giró un poco para enseñarme un desgarrón en sus vaqueros. 

—Trepé por la verja, y además… —Sacó las manos de detrás de la espalda y me enseñó una base pastelera envuelta en papel de aluminio—. Te he hecho un pastel.

—¿Has hecho un pastel?

—Hoy he visto un documental sobre pasteles. ¿Sabías que los pasteles existen desde los antiguos egipcios? El primer pastel documentado lo crearon los romanos, y era un pastel de…

—¿Queso de cabra y miel recubierto de centeno? —interrumpí.

Me miró sorprendido.

—¡¿Cómo lo sabes?!

—Me lo dijiste ayer.

Se sonrojó un poco.

—Ah, claro.

Me eché a reír.

—Estás colocado.

Él rio y asintió.

—Estoy colocado.

Sonreí.

—Tardas cuarenta y cinco minutos en llegar de tu casa a la mía, Logan. No deberías haber venido tan lejos. Y estás temblando. Entra. —Agarré la manga de su sudadera empapada y tiré de él en dirección al baño que estaba conectado con mi habitación. Cerré la puerta tras de mí y lo senté en la tapa del retrete—. Quítate la sudadera y la camiseta —ordené. 

Él sonrió con malicia.

—¿No vas a ofrecerme algo de beber primero?

—Logan Francis Silverstone —gruñí—. No te pongas raro.

—Alyssa Marie Walters. Yo siempre soy raro. Por eso te gusto.

No se equivocaba.

Se quitó la sudadera y la camiseta y tiró ambas prendas a la bañera. Eché un vistazo rápido a su torso e hice lo posible por ignorar las mariposas que sentí en el estómago cuando envolví su cuerpo con tres toallas.

—¿En qué demonios estabas pensando?

Sus ojos color caramelo tenían una expresión dulce, y se acercó a mí mirándome a los ojos.

—¿Estás bien?

—Sí. —Pasé los dedos por su pelo, que estaba frío y suave. Observaba todos mis movimientos. Tomé una toalla pequeña, me arrodillé frente a él y sacudí la cabeza mientras le secaba el pelo—. Deberías haberte quedado en casa.

—Tienes los ojos rojos.

Me eché a reír.

—Tú también. —Se oyó un trueno y me sobresalté. Logan colocó una mano sobre mi brazo para consolarme, y se me escapó un gemido. Observé sus dedos y su mirada se dirigió al mismo punto. Me aclaré la garganta y me aparté—. ¿Vamos a comer pastel?

—Vamos a comer pastel.

Nos dirigimos hacia la cocina en silencio, con la esperanza de no despertar a mi madre, pero estaba casi segura de que no se despertaría gracias a la cantidad de somníferos que tomaba cada noche. Logan se sentó en la encimera, sin camiseta y con los vaqueros empapados, sosteniendo el pastel.

—¿Platos? —sugerí.

—Solo un tenedor —respondió.

Busqué un tenedor y me senté en la encimera junto a él. Tomó el tenedor, cortó un trozo grande de pastel y me lo ofreció. Di un mordisco, cerré los ojos y me enamoré.

Dios.

Era el mejor cocinero del mundo. No estaba segura, pero dudaba que mucha gente pudiera hacer un pastel de queso de cabra y miel. Logan no solo lo había logrado, sino que además le había dado vida. Era cremoso, fresco, absolutamente delicioso. Cerré los ojos y abrí la boca, esperando otro trozo, y él me lo dio.

—Mmm —murmuré encantada.

—¿Mi pastel te está haciendo gemir?

—Tu pastel me está haciendo gemir, sin duda.

—Abre la boca. Quiero oírte hacer eso otra vez.

Arqueé una ceja.

—Estás raro otra vez. —Él sonrió. Adoraba esa sonrisa. En su vida casi todo eran ceños fruncidos, y cuando sonreía, había aprendido a atesorar ese momento. Preparó otro trozo de pastel y lo sostuvo delante de mis labios. Empezó a hacer sonidos de avión, moviendo la cuchara como si estuviera volando en el aire. Intenté no reírme, pero lo hice. Entonces abrí la boca y el avión aterrizó—. Mmm —gemí de nuevo.

—Eres muy buena gimiendo.

—Si me dieran un dólar por cada vez que he oído eso —lo parodié. 

Él entrecerró los ojos.

—Tendrías cero dólares y cero centavos —se burló.

—Eres un idiota.

—Solo para que quede claro: si otros tíos te dicen que eres muy buena gimiendo aparte de mí, en broma, los mataré.

Siempre decía que mataría a cualquier chico que me mirase, y probablemente una de las mayores razones por las que mis relaciones nunca funcionaban tuviera algo que ver con el hecho de que a todos les aterrorizaba Logan Francis Silverstone. Pero yo no entendía a qué venía tanto miedo. Para mí era solo un osito de peluche grande.

—Esto es lo mejor que he comido en todo el día. Está tan bueno que quiero enmarcar el tenedor.

—¿Tan bueno está? —sonrió, henchido de orgullo.

Tan bueno —confirmé—. Deberías pensar seriamente lo de ir a la escuela gastronómica. Serías increíble.

Soltó un bufido y frunció el ceño.

—La universidad no es para mí.

—Podría serlo.

—Cambiemos de tema —dijo arrugando la nariz. 

No seguí presionándolo. Sabía que era un tema delicado para él. No creía que fuese lo suficientemente listo para entrar en la universidad, pero no era cierto. Logan era una de las personas más inteligentes que conocía. Si tan solo se viera a sí mismo como yo lo veía, su vida cambiaría para siempre.

Le arrebaté el tenedor y me metí más pastel en la boca, gimiendo sonoramente, para quitarle peso a la conversación. Volvió a sonreír. Bien.

—Me alegro tanto de que hayas traído esto, Lo. Casi no he comido en todo el día. Mi madre me ha dicho que tengo que perder nueve kilos antes de empezar la universidad en otoño, porque corro peligro de ganar los catorce kilos del primer año.

—Pensaba que eran siete kilos.*

—Mamá dice que como ya tengo sobrepeso, acabaría pesando más que el promedio de los estudiantes. Ya sabes cuánto me quiere.

Puso los ojos en blanco de forma dramática.

—Qué encanto.

—No puedo comer después de las ocho de la tarde.

—¡Afortunadamente, son más de las cuatro de la madrugada, así que es un nuevo día! ¡Tenemos que comernos todo el pastel antes de las ocho!

Me eché a reír y le tapé la boca con las manos rápidamente para que dejase de gritar. Sentí que besaba suavemente las palmas de mis manos y el corazón me dio un vuelco. Aparté las manos lentamente, sintiendo cómo se formaban las mariposas, y me aclaré la garganta.

—Es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo.

Y lo hicimos: nos comimos el pastel entero. Cuando fui a limpiar el tenedor en el fregadero, me agarró la mano.

—No, no podemos limpiarlo. Tenemos que enmarcarlo, ¿recuerdas? —El corazón volvió a darme un vuelco cuando sus manos sostuvieron la mía. Nos miramos y él se acercó—. Y para que lo sepas, eres hermosa tal y como eres, Aly. A la mierda lo que opine tu madre. Creo que eres hermosa. No solo de esa manera superficial que desaparece con el tiempo, sino de todas las maneras posibles. Eres una persona hermosa, joder, así que a la mierda lo que piensen los demás. Ya sabes lo que opino de la gente.

Asentí. Me sabía su lema de memoria.

—A la mierda la gente, hazte con una mascota.

—Eso es —sonrió soltándome la mano. 

Eché de menos su tacto incluso antes de que se alejase. Empezó a bostezar, y eso me distrajo de mis latidos erráticos.

—¿Cansado? —pregunté.

—Podría dormir.

—Tendrás que irte antes de que mi madre se levante.

—¿No lo hago siempre?

Fuimos a mi cuarto. Le di unos pantalones de chándal y una camiseta que le había robado hacía unas semanas. Una vez se hubo cambiado, nos metimos en la cama y nos tumbamos el uno al lado del otro. Nunca había dormido con un chico en la misma cama salvo con Logan. A veces, mientras dormíamos, me despertaba con la cabeza en su pecho, y antes de apartarme, escuchaba sus latidos. Respiraba fuerte, e inhalaba y exhalaba por la boca. La primera vez que se quedó a dormir no pegué ojo. Pero con el paso del tiempo, sus sonidos empezaron a resultarme familiares. A fin de cuentas tu hogar no está en un sitio concreto, sino en una sensación que te proporcionan las personas que más te importan, una sensación que calma las llamas de tu alma.

—¿Sigues cansado? —pregunté en medio de la oscuridad. Mi mente aún estaba bien despierta.

—Sí, pero podemos hablar.

—Estaba pensando. Nunca me has explicado por qué te gustan tanto los documentales.

Se pasó las manos por el pelo antes de colocarlas detrás de la cabeza y miró al techo.

—Un verano me quedé con mi abuelo antes de que muriera. Tenía un documental sobre la galaxia que me dio ganas de saber de todo sobre… cualquier cosa. Ojalá recordase el nombre del documental, porque lo compraría enseguida. Era algo como agujero negro… o estrella negra… —Frunció el ceño—. No lo sé. Total, que empezamos a ver más documentales juntos; se convirtió en nuestra costumbre. Fue el mejor verano de mi vida. —Una oleada de tristeza bañó su rostro y bajó la mirada—. Después de que muriera, continué con la tradición. Seguramente sea una de las únicas tradiciones que he tenido nunca.

—¿Sabes mucho de estrellas?

—Sé mucho de estrellas. Si hubiera algún sitio lo suficientemente bueno en este pueblo, te enseñaría las estrellas sin toda la contaminación lumínica, y te señalaría algunas de las constelaciones. Pero, por desgracia, no lo hay.

—Qué pena. Me gustaría mucho. Pero he estado pensando… Deberías hacer un documental sobre tu vida.

Se echó a reír.

—Nadie querría ver eso.

Incliné la cabeza en su dirección.

—Yo lo haría.

Me dirigió una media sonrisa y me rodeó con el brazo, atrayéndome hacia él. Su calor siempre desencadenaba chispas en mi cuerpo.

—¿Lo? —susurré, medio despierta, medio dormida, y enamorándome en secreto de mi mejor amigo.

—¿Sí?

Abrí la boca para hablar, pero en lugar de palabras solo salió un débil suspiro. Dejé caer la cabeza en su pecho, y escuché el sonido de sus latidos. Empecé a contarlos. Uno… Dos… Cuarenta y cinco…

En pocos minutos, mi mente se relajó. En pocos minutos, olvidé por qué estaba tan triste. En pocos minutos, ya estaba dormida.



* En Estados Unidos y Canadá existe el concepto de «freshman fifteen», que se refiere a la cantidad de peso (alrededor de siete kilos de media) que suelen ganar los estudiantes durante el primer año universitario. (N. de la T.)

Capítulo 3

Logan


Ma y yo no teníamos televisión por cable, pero no me importaba demasiado. Cuando era niño sí tuvimos, pero no la disfrutaba por culpa de mi padre. Él pagaba la factura, y cuando me sentaba a ver los dibujos siempre se quejaba. Era como si odiase que yo fuera feliz por un instante. Entonces, un día, vino a casa, cogió el televisor y canceló la suscripción.

Ese día se mudó del apartamento.

Pero también fue uno de los mejores días de mi vida.

Al cabo de un tiempo, encontré un televisor en un vertedero. Era un televisor pequeño, de diecinueve pulgadas, con un reproductor de DVD, así que empecé a coger un montón de documentales en la biblioteca y los veía en casa. Me convertí en el tipo de persona que sabía demasiado de todo: béisbol, pájaros tropicales y el Área 51, todo gracias a los documentales. Pero al mismo tiempo, no sabía nada en absoluto.

A veces Ma los veía conmigo, pero la mayor parte del tiempo era una actividad solitaria.

Ma me quería, pero no le gustaba mucho.

Bueno, eso no era del todo cierto.

Ma sobria me quería como si fuera su mejor amigo.

Ma drogada era un monstruo, y esa era la única que vivía en casa últimamente.

Algunos días echaba de menos a la Ma sobria. A veces, cuando cerraba los ojos, recordaba el sonido de su risa y la curva de sus labios cuando estaba contenta.

Para, Logan.

Odiaba mi mente, odiaba cómo recordaba. Los recuerdos eran dagas para mi alma, y apenas tenía recuerdos positivos a los que aferrarme.

Pero no me importaba, porque mantenía mi mente lo suficientemente drogada para casi olvidar la vida de mierda que vivía. Si me quedaba encerrado en mi habitación y me abastecía de documentales, con buena mierda para fumar, prácticamente conseguía olvidar que, hacía unas semanas, mi madre estaba en una esquina intentando vender su cuerpo por unas pocas rayas de cocaína.

Esa era una llamada que nunca habría querido recibir de mi amigo Jacob.

—Tío, acabo de ver a tu madre en la esquina de la calle Jefferson y la calle Wells. Creo que está… eh… —Jacob hizo una pausa—. Creo que deberías venir.

El martes por la mañana, estaba sentado en mi cama, mirando el techo, con un documental sobre artefactos chinos puesto de fondo, cuando la oí gritar mi nombre.

—¡Logan! ¡Logan! ¡Logan, ven aquí!

Me quedé tan quieto como pude, esperando que dejase de llamarme, pero no lo hizo. Me levanté de la cama, salí de la habitación y me encontré a Ma sentada en la mesa del comedor. Nuestro apartamento era diminuto, pero de todas formas no teníamos muchas cosas con que llenarlo. Un sofá roto, una mesita con manchas y una mesa de comedor con tres sillas diferentes.

—¿Qué necesitas?

—Necesito que limpies las ventanas por fuera, Logan —dijo Ma mientras se servía un cuenco de leche y añadía cinco cereales Cheerios dentro del cuenco agrietado.

Decía que había empezado una nueva dieta, y no quería engordar. Era imposible que pesara más de cincuenta y cinco kilos, y medía 1,75. A mí me parecía casi esquelética.

Tenía aspecto de estar agotada. ¿Habría dormido algo la noche anterior?

Esa mañana su pelo era un desastre, pero no era más desastroso que toda su existencia. Ma siempre parecía rota, y por más que me esforzara, no lograba recordar una época en que no lo pareciera. Siempre se pintaba las uñas los domingos por la mañana, y para cuando llegaba la noche ya había descascarillado el esmalte, y solo quedaban unos pocos puntos de color en las uñas que duraban hasta el siguiente domingo por la mañana, cuando repetía la tarea. Siempre llevaba la ropa sucia, pero le echaba Febreze a las cuatro de la mañana, antes de plancharla. Pensaba que este eliminador de olores era un sustituto decente de hacer la colada en la lavandería.

Yo no estaba de acuerdo con su técnica, y sacaba su ropa a hurtadillas siempre que podía para lavarla. La mayoría de la gente probablemente no se inmutaba al ver una moneda en el suelo, pero para mí podía significar llevar los pantalones limpios esa semana.

—Hoy va a llover. Mañana los limpio —respondí.

Pero no lo haría. Ella se olvidaría pronto. Además, limpiar las ventanas de nuestro apartamento en un tercer piso sin balcón era un poco ridículo. Sobre todo si se acercaba una tormenta.

Abrí la puerta del frigorífico y miré los estantes vacíos. Llevaban así varios días.

Mantuve los dedos alrededor del tirador del frigorífico. Lo abrí y lo cerré, un poco como si la comida fuera a aparecer por arte de magia para llenar mi ruidoso estómago. Entonces, como el mago que era, se abrió la puerta principal y apareció mi hermano Kellan con unas bolsas del supermercado en las manos, y sacudiendo las gotas de lluvia de su chaqueta.

—¿Tienes hambre? —preguntó, dándome un golpecito en el brazo.

Quizá Ma estaba comiendo Cheerios porque eso era lo único que teníamos en casa.

Kellan era la única persona en la que había confiado nunca, además de Alyssa. Parecíamos casi gemelos, salvo por el hecho de que él era más fuerte, más guapo y más estable. Llevaba el pelo rapado y ropa de diseño, y no tenía ojeras. Los pocos moretones que le aparecían en la piel eran consecuencia de algún placaje durante un partido de fútbol de la universidad, algo que no ocurría muy a menudo.

Había tenido la suerte de tener una vida mejor, simplemente porque tenía un padre mejor. Su padre era cirujano. Mi padre era más bien un farmacéutico de la calle que vendía drogas a los chavales del barrio, y a mi madre.

ADN: A veces ganas, a veces pierdes.

—Por Dios —dijo mirando la nevera—. Necesitaréis más cosas de las que he comprado.

—¿Cómo sabías que necesitábamos comida? —pregunté mientras lo ayudaba a vaciar las bolsas.

—Lo he llamado yo —dijo Ma comiéndose uno de sus Cheerios y sorbiendo la leche—. Si dependiera de ti, no comeríamos.

Cerré las manos en un puño, pero traté de contener la ira que había desatado su comentario. Odiaba que Kellan tuviera que intervenir y salvarnos de nosotros mismos tan a menudo. Se merecía estar lejos, muy lejos de aquel estilo de vida.

—Cogeré más cosas y las traeré después de mi clase nocturna.

—Vives a una hora. No hace falta que vuelvas hasta aquí.

Él me ignoró.

—¿Alguna petición? —preguntó.

—Comida estaría bien —gruñí al unísono con mi estómago.

Cogió la mochila y sacó dos bolsas de papel marrones.

—Comida.

—¿También has cocinado para nosotros?

—Bueno, algo así. —Puso las bolsas en la encimera. Eran varios alimentos, sin cocinar—. Recuerdo que cuando te quedaste conmigo vimos mucho ese programa de cocina en que te dan alimentos aleatorios y tú tienes que preparar una comida. Alyssa me ha dicho que estabas dándole vueltas a la idea de convertirte en chef.

—Alyssa habla demasiado.

—Está loca por ti.

No lo rebatí.

—Bueno —sonrió y me tendió una patata—, tengo un poco de tiempo antes de ir a trabajar. ¡Haz algo, chef!

Y lo hice. Nos sentamos los dos a comer mi sofisticado sándwich tostado de queso con jamón, tres clases de queso y una salsa alioli con ajo. Para acompañar hice rösti con un kétchup picante con sabor a beicon.

—¿Cómo está? —pregunté con los ojos fijos en Kellan—. ¿Te gusta?

Sin pararme a pensar, puse medio sándwich delante de Ma. Ella negó con la cabeza.

—Dieta —murmuró comiéndose el último Cheerio.

—Ostras, Logan. —Kellan suspiró, desconectando del comentario de Ma. Ojalá yo también pudiera hacer eso—. Esto está increíble.

Sonreí con cierto orgullo.

—¿De verdad?

—He dado un mordisco al sándwich y casi muero literalmente de lo bueno que está. Si creyera en el Cielo, sería solo gracias a este sándwich.

Mi sonrisa se hizo más amplia.

—¡¿Verdad?! Me he superado a mí mismo.

—Es una puta pasada.

Me encogí de hombros y puse cara de engreído.

—Soy un poco increíble. —No podía estarle más agradecido. No lo había pasado tan bien en mucho tiempo. Tal vez algún día podría ir a la universidad… Tal vez Alyssa tenía razón.

—Pero tengo que irme. ¿Estás seguro de que no quieres que te lleve a ningún sitio? —preguntó Kellan.

Quería salir del apartamento, eso por supuesto. Pero no estaba seguro de si mi padre se pasaría por casa, y no quería que estuviera a solas con Ma. Cada vez que se quedaba a solas con ella, su piel se volvía más morada que cuando la había dejado.

Había que ser un demonio para ponerle la mano encima a una mujer.

—No, estoy bien. De todas formas, hoy trabajo en la gasolinera.

—¿Eso no está a una hora caminando desde aquí?

—No. Un poco menos, a tres cuartos. Pero no pasa nada.

—¿Quieres un billete de autobús?

—Puedo ir caminando.

Abrió su cartera y puso dinero en la mesa.

—Oye. —Se acercó y me susurró—: Si alguna vez quieres quedarte en casa de mi padre, está cerca de tu trabajo…

—Tu padre me odia —repliqué.

—No es verdad.

Le dirigí una mirada de estás-de-coña.

—Vale, puede que no seas su persona favorita, pero para ser justos, le robaste trescientos dólares de su cartera.

—Tenía que pagar el alquiler.

—Sí, pero Logan, tu primer pensamiento no debería haber sido robar.

—¿Y cuál debería haber sido? —pregunté, un poco molesto, sobre todo porque sabía que tenía razón.

—No lo sé. ¿Quizá pedir ayuda?

—No necesito ayuda de nadie. Nunca la he necesitado y nunca la necesitaré.

Ese orgullo mío era muy severo. Entendía por qué algunos lo consideraban el pecado más mortal.

Kellan frunció el ceño. Sabía que necesitaba escapar. Permanecer en aquel apartamento durante tanto tiempo te volvía loco.

—Bueno, vale. —Se acercó a Ma y presionó los labios contra su frente—. Te quiero, Ma.

Ella sonrió un poco.

—Adiós, Kellan.

Se acercó a mí por detrás, me colocó las manos en los hombros y susurró:

—Está todavía más delgada que la última vez que la vi.

—Sí.

—Me da miedo.

—Sí, a mí también. —Vi cómo la preocupación se apoderaba de su mente—. Pero no te preocupes. Me encargaré de que coma algo.

Su preocupación no disminuyó.

—Tú también pareces algo más delgado.

—Eso es porque tengo un metabolismo muy rápido —bromeé. No se rio. Le di unos golpecitos en la espalda—. En serio, Kel. Estoy bien. E intentaré hacer que coma. Prometo intentarlo, ¿vale?

Dejó escapar un pesado suspiro.

—Vale. Te veo luego. Si no has vuelto del trabajo cuando me pase esta noche, te veré la semana que viene.

Kellan se despidió con la mano, y antes de que saliera del apartamento, lo llamé.

—¿Sí? —preguntó.

Encogí el hombro izquierdo. Él encogió el derecho. Era nuestra manera de decirnos que nos queríamos. Significaba mucho para mí. Era la persona en la que soñaba convertirme algún día. Pero éramos hombres. Y los hombres no decían «te quiero». La verdad es que no le decía esas dos palabras a nadie.

Me aclaré la garganta y asentí una vez.

—Gracias otra vez. Por… —Encogí el hombro izquierdo—. Todo.

Me sonrió y encogió el derecho.

—Siempre.

Y con eso, se marchó. Miré a Ma, que estaba hablando a su cuenco de leche. No era de extrañar.

—Kellan es el hijo perfecto —murmuró a la leche antes de inclinar la cabeza hacia mí—. Es mucho mejor que tú.

¿Dónde está la Ma sobria?

—Sí —dije levantándome para llevar la comida a mi habitación—. Vale, Ma.

—Es verdad. Es guapo y listo y me cuida. Tú no haces una mierda.

—Tienes razón. No hago una mierda por ti —murmuré alejándome. Esa mañana no quería lidiar con sus locuras.

Mientras me dirigía a mi cuarto, me sobresalté cuando un cuenco pasó volando junto a mi oreja izquierda y se estrelló contra la pared que tenía delante. La leche me salpicó y me cayeron cristales encima. Me giré para mirar a Ma, que tenía una sonrisa astuta en los labios.

—Necesito que limpies esas ventanas hoy, Logan. Ahora mismo. ¡Tengo una cita, vendrán a buscarme esta noche y esta casa da asco! —gritó—. Y limpia ese estropicio.

Empezó a hervirme la sangre, porque era un desastre. ¿Cómo podía alguien perderse tanto en su vida? Y una vez perdidos, ¿había alguna posibilidad de que volvieran? Te echo tanto de menos, Ma…

—No voy a limpiar eso.

—Lo harás.

—¿Con quién vas a salir, Ma?

Se colocó muy erguida, como si fuera de la realeza.

—No es asunto tuyo.

—¿De veras? Porque estoy bastante seguro de que la última persona con la que saliste era un patán que te recogió en una esquina. Y antes de eso fue el vago de mi padre, y volviste con dos costillas rotas.

—No te atrevas a hablar así de él. Es bueno con nosotros. ¿Quién crees que paga la mayor parte de nuestro alquiler? Porque está claro que no eres tú.

Un chico de casi dieciocho años, que acababa de graduarse en el instituto y no podía permitirse pagar un alquiler. Era un perdedor.

—Pago la mitad, que es más de lo que puedes decir tú, y él no es más que un mierda.

Dio un golpe en la mesa, irritada al oír mis palabras. Estaba temblando un poco, y empezaba a ponerse nerviosa.

—¡Es más hombre de lo que podrás serlo tú jamás!

—¿Ah sí? —pregunté abalanzándome sobre ella. Empecé a rebuscar en sus bolsillos, seguro de lo que iba a encontrar—. ¿Es más hombre? ¿Y eso por qué? —Hallé la pequeña bolsita de cocaína en su bolsillo trasero. La hice oscilar delante de su cara y vi cómo el pánico se apoderaba de ella.

—¡Para! —gritó intentando quitármela.

—No, ya lo entiendo. Te da esto y automáticamente eso le hace mejor hombre de lo que yo podré serlo jamás. Te pega porque es mejor hombre. Te escupe en la cara y te llama de todo porque es mejor hombre que yo. ¿Verdad?

Empezó a llorar. No por mis palabras, porque estaba seguro de que ni siquiera me escuchaba, sino porque temía que su amiga blanca pulverizada estuviera en peligro.

—¡Dámela, Lo! ¡Para!

Tenía los ojos hundidos, y era como si estuviera luchando con un fantasma. Suspiré profundamente y dejé caer la bolsita en la mesa. Entonces vi que se limpiaba la nariz, la abría, cogía la cuchilla y preparaba dos rayas de coca en la mesita del comedor.

—Eres un desastre. Eres un maldito desastre, y nunca mejorarás —afirmé mientras esnifaba el polvo.

—Dice el chico que va a meterse en su habitación, a cerrar la puerta y a esnifar su propio regalo, el que le dio su papi. Él es el lobo malo y grande, pero caperucito rojo sigue llamándolo para conseguir su chute. ¿Te crees mejor que yo o él?

—Lo soy —dije.

Me drogaba, pero no mucho. Me controlaba. No perdía la cabeza.

Era mejor que mis padres.

Tenía que serlo.

—No lo eres. Tienes lo peor de cada uno en tu alma. Kellan es bueno, él siempre estará bien. ¿Pero tú? —Preparó otras dos rayas de coca—. Apuesto a que estarás muerto antes de los veinticinco.

Mi corazón.

Dejó de latir.

Me quedé helado al oír aquellas palabras de sus labios. Ni siquiera se inmutó al decirlas, y sentí como si una parte de mí muriera. Quería hacer exactamente lo contrario de lo que pensaba que haría. Quería ser fuerte, estable, merecedor de mi existencia.

Pero aun así, era aquel hámster en la rueda.

Dando vueltas y vueltas, y sin llegar a ninguna parte.

Entré en mi cuarto, di un portazo y me perdí en el mundo de mis propios demonios. Me pregunté qué habría pasado si nunca hubiera saludado a mi padre durante todos aquellos años. Me pregunté qué habría pasado si nuestros caminos no se hubieran cruzado nunca.


***


Logan, siete años


Conocí a mi padre en el porche delantero de un desconocido. Ma me llevó a una casa esa noche y me pidió que esperase fuera. Me dijo que entraría rápido y luego nos iríamos a casa, pero supuse que ella y sus amigos se estaban divirtiendo mucho más de lo que habían imaginado.

El porche estaba lleno de basura, y mi sudadera roja no era la mejor opción para el frío invernal, pero no me quejé. Ma odiaba cuando me quejaba; decía que me hacía parecer débil.

Había un banco de metal roto en el porche en el que me senté con las piernas dobladas contra el pecho y esperé a que el tiempo pasara. La barandilla del porche tenía pintura gris descascarillada y unos listones de madera agrietados, y estaba cubierta de nieve congelada que nunca quitaban.

Venga, Ma.

Hacía tanto frío aquella noche. Veía el vapor de mi propia respiración, y para entretenerme, empecé a soplar aire caliente por la boca.

La gente entraba y salía de la casa durante la noche, y apenas me veían sentado en el banco. Me llevé la mano al bolsillo trasero y saqué un bloc de notas y un bolígrafo que siempre llevaba conmigo. Empecé a hacer garabatos. Cuando Ma no estaba cerca, me entretenía dibujando.

Dibujé mucho aquella noche, hasta que empecé a bostezar. Al final me quedé dormido, tumbado en el banco con las piernas metidas dentro de mi sudadera roja. Mientras dormía, no tenía tanto frío, lo cual estaba bien.

—¡Eh! —me despertó una voz severa. En cuanto abrí un poco los ojos, recordé el frío. Empecé a temblar, pero no me incorporé—. ¡Oye, niño! ¿Qué coño haces aquí? —preguntó la voz—. Levántate.

Me incorporé y me froté los ojos, bostezando.

—Mi ma está dentro. Estoy esperándola.

Miré al tipo que me hablaba, y los nervios me hicieron abrir mucho los ojos. Parecía malvado, y tenía una cicatriz grande en la mejilla izquierda. Tenía el pelo alborotado, salpicado de canas, y sus ojos se parecían a los míos. Marrones y aburridos.

—¿Sí? ¿Cuánto llevas esperando aquí? —siseó. Una especie de cigarrillo le colgaba de los labios.

Miré el cielo ennegrecido. Era de día cuando Ma y yo habíamos llegado. No respondí al hombre. Gruñó y se sentó a mi lado. Me deslicé hacia el borde del banco, alejándome de él tanto como me fue posible.

—Joder, niño, relájate. No voy a hacerte daño. ¿Tu madre es una yonqui? —preguntó. No sabía lo que significaba eso, así que me encogí de hombros. Él se rio—. Si está en esta casa, es que es una yonqui. ¿Cómo se llama?

—Julie —susurré.

—¿Julie qué más?

—Julie Silverstone.

Abrió un poco la boca y ladeó la cabeza, mirándome.

—¿Tu madre es Julie Silverstone?

Asentí.

—¿Y te ha dejado aquí fuera?

Volví a asentir.

—Esa puta —murmuró levantándose del banco con las manos en forma de puños. Se dirigió a la puerta principal, y al abrir la puerta con tela metálica, se detuvo. Cogió el cigarrillo que tenía entre los labios y me lo ofreció—. ¿Fumas hierba? —preguntó.

No era un cigarrillo. Debería haberlo sabido por el olor.

—No.

Frunció el ceño.

—Has dicho Julie Silverstone, ¿verdad? —Asentí por tercera vez. Me puso el porro en las manos—. Entonces fuma hierba. Te mantendrá en calor. Ahora vuelvo con la puta de tu madre.

—No es una… —la puerta se cerró antes de que me oyera terminar la frase— puta.

Sostuve el porro entre los dedos y temblé de frío.

Te mantendrá en calor.

Estaba congelado.

Así que di una calada, y me ahogué en mi propia tos.

Tosí con fuerza durante un buen rato y pisoteé el porro. No entendía cómo alguien podía hacer eso, por qué motivo se les ocurría fumar. Ese fue el momento en que prometí no volver a fumar nunca.

Cuando el hombre regresó, trajo arrastrando consigo a Ma. Apenas estaba despierta, y estaba sudorosa.

—¡Deja de tirar de mí, Ricky! —gritó al hombre.

—Cierra la boca, Julie. Has dejado al maldito crío fuera toda la noche, puta drogata.

Cerré las manos en un puño e inflé el pecho. ¡Cómo se atrevía a hablar así a Ma! No la conocía. Era mi mejor amiga, además de mi hermano Kellan. Y aquel tipo no tenía ningún derecho a hablar así a Ma. Kellan se habría enfadado mucho si hubiera oído a aquel hombre. Menos mal que no se encontraba allí y estaba con su padre haciendo una especie de viaje para pescar en hielo.

No sabía que la gente podía pescar cuando había hielo, pero Kellan me lo había explicado la semana anterior. Ma decía que la pesca en hielo era para raritos y pringados.

—¡Te lo dije, Ricky! Ya no consumo. Lo… lo prometo —tartamudeó—. Solo he venido a ver a Becky.

—Y una mierda —respondió bajando los escalones con ella—. Vamos, niño.

—¿A dónde vamos, Ma? —pregunté, siguiendo a mi madre y preguntándome qué iba a pasar a continuación.

—Os voy a llevar a casa —replicó el hombre. Colocó a Ma en el asiento del conductor, y ella cerró los ojos y se desplomó en él. Entonces abrió la puerta trasera para mí, y una vez hube entrado, la cerró con fuerza—. ¿Dónde vivís? —preguntó cuando se sentó en el asiento del conductor. Puso el coche en marcha y lo alejó de la acera.

Su coche era brillante y bonito, más bonito que ningún coche que hubiera visto. Ma y yo íbamos en autobús a todas partes, así que estar en ese coche me hizo sentir en parte como si perteneciera a la realeza.

Ma empezó a toser e intentó aclararse la garganta.

—Ves, por eso tenía que ver a Becky. ¡Mi casero es un imbécil y me ha dicho que no he pagado los últimos dos meses! ¡Pero lo he hecho, Ricky! Pagué a ese capullo, y se comporta como si no lo hubiera hecho. Así que he venido a ver a Becky para que me preste algo de dinero.

—¿Desde cuándo tiene dinero Becky? —preguntó.

—No lo tenía. No tenía dinero, supongo. Pero tenía que intentarlo. Porque el casero dice que no puedo volver si no traigo el dinero. Así que no estoy segura de dónde tendríamos que ir. Deberías dejarme que vaya a ver a Becky rápido —murmuró abriendo la puerta del pasajero con el coche en marcha.

—¡Ma!

—¡Julie!

Ricky y yo gritamos al mismo tiempo. La agarré de la camiseta desde el asiento trasero, y él le cogió la manga para tirar de ella en su dirección, cerrando la puerta con ella.

—¡¿Estás loca?! —rugió. Se le ensancharon las fosas nasales—. Maldita sea. Mañana pagaré tu factura, pero esta noche os quedáis en mi casa.

—¿Harías eso, Ricky? Dios, te lo agradeceríamos muchísimo. ¿Verdad, Lo? Te devolveré el dinero, te pagaré cada centavo.

Yo asentí, sintiendo por fin el calor del coche.

Calor.

—Cogeré comida para el niño también. Dudo que lo hayas alimentado.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos y un mechero que tenía forma de bailarina de hula-hop. Al encenderlo, la bailarina se movía de un lado al otro. El movimiento me hipnotizaba, y era incapaz de apartar la vista. Incluso cuando hubo terminado de prender el cigarrillo, siguió encendiéndolo y apagándolo sin parar.

Cuando llegamos al apartamento de Ricky, me sorprendió la cantidad de cosas que tenía. Dos sofás y un sillón enorme, cuadros, un televisor con cable enorme, y una nevera con comida suficiente para alimentar el mundo entero. Después de comer, Ricky me colocó en uno de los sofás y empezó a entrarme sueño mientras los escuchaba hablar entre susurros en el pasillo.

—Tiene tus ojos —murmuró.

—Sí, lo sé. —Tenía la voz cargada de resentimiento, pero no estaba seguro de por qué. Oí que sus pasos se acercaban, y cuando abrí los ojos me lo encontré agachándose junto a mí. Juntó las manos y entrecerró los ojos—. Eres hijo mío, ¿eh?

No respondí.

Porque, ¿qué se suponía que iba a decir?

Una sonrisa astuta asomó a sus labios, y tras encender un cigarrillo, me echó el humo en la cara.

—No te preocupes, Logan. Voy a cuidar de ti y de tu madre. Te lo prometo.


***


A las cuatro de la mañana, cuando por fin se me pasó el colocón, me tendí en mi cama y miré al techo.

Yo: ¿Estás despierta?

Miré el teléfono, esperando a que aparecieran las elipses, pero no lo hicieron. Cuando sonó el teléfono, tomé aire.

—Te he despertado —susurré al aparato.

—Solo un poco —respondió Alyssa—. ¿Qué ha pasado?

—Nada —mentí—. Estoy bien.

Estarás muerto antes de los veinticinco.

—¿Ha sido tu madre o tu padre?

Ella siempre lo sabía.

—Mi madre.

—¿Estaba colocada o sobria?

—Colocada.

—¿Te has creído lo que te ha dicho o no?

Titubeé, y empecé a encender y apagar el encendedor.

—Ay, Lo.

—Siento haberte despertado. Puedo colgar. Vuelve a dormirte.

—No estoy tan cansada. —Bostezó—. Quédate al teléfono conmigo hasta que te duermas, ¿vale?

—Vale.

—Estás bien, Logan Francis Silverstone.

—Estoy bien, Alyssa Marie Walters.

Aunque me daba la sensación de que era mentira, era una mentira que su voz casi siempre me hacía creer.

Capítulo 4

Logan


Nunca había celebrado realmente mi cumpleaños hasta hace dos años, cuando conocí a Alyssa. Kellan siempre me invitaba a cenar, y me encantaba. Se le daba genial recordarme que no estaba solo en el mundo, pero Alyssa se superaba cada año por mi cumpleaños. Hace dos años, fuimos a Chicago a ver un especial sobre Charlie Chaplin en un teatro antiguo, y luego me llevó a un restaurante elegante para el que no llevaba la ropa adecuada. Ella procedía de un estilo de vida donde las cenas elegantes eran normales, mientras que yo venía de un mundo en el que no siempre había una cena disponible. Cuando se dio cuenta de que me sentía incómodo, acabamos caminando por las calles de Chicago, comiéndonos un perrito caliente y metiéndonos debajo de la escultura de la alubia gigante.

Ese fue el primer mejor día de mi vida.

Hace un año hubo un festival de cine en la zona alta de Wisconsin, y Alyssa alquiló una cabaña para que pudiéramos quedarnos. Vimos juntos todas las películas durante el fin de semana. Nos acostamos tarde hablando de las películas que nos habían inspirado, y de las películas en las que probablemente el equipo estaba puesto hasta arriba de LSD.

Ese fue el segundo mejor día de mi vida.

Pero hoy era diferente. Hoy era mi decimoctavo cumpleaños, eran más de las once de la noche, y Alyssa no me había llamado en todo el día.

Me senté en mi habitación para ver un DVD sobre Jackie Robinson mientras oía a Ma trasteando por el apartamento. Había una pila de facturas junto a mi cama, y sentí un nudo en el estómago por el temor a no poder pagar el alquiler. Si no lo hacíamos, papá nunca nos permitiría superar la vergüenza. Y si le pedía ayuda, estaba seguro de que Ma pagaría el precio.

Saqué de debajo del colchón un sobre y conté el dinero que tenía ahorrado. Las palabras del sobre me ponían enfermo.

Fondos para la universidad.

Menudo chiste.

Conté el dinero. Quinientos cincuenta y dos dólares. Había estado ahorrando durante dos años, desde que Alyssa me hizo creer que era algo que podría hacer algún día. Pasé mucho tiempo pensando que un día tendría el dinero suficiente ahorrado para ir a la universidad, conseguir un buen trabajo, y comprar una casa en la que pudiéramos vivir Ma y yo.

Nunca tendríamos que depender de papá para nada: la casa sería nuestra y solo nuestra. Y nos desintoxicaríamos. No más drogas, solo felicidad. Ma lloraría de felicidad, no porque él le pegara.

La Ma sobria volvería, la que solía arroparme cuando era pequeño. La que solía cantar y bailar. La que solía sonreír.

Había pasado mucho tiempo desde que había visto esa versión de ella, pero una parte de mí esperaba que volviera algún día. Tiene que volver a mí.

Suspiré y separé algo de dinero de los fondos para la universidad para pagar la factura de la luz.

Quedaban trescientos treinta y tres dólares.

Y con eso, el sueño pareció alejarse un poco más.

Saqué un lápiz y empecé a garabatear en la factura de la luz. Dibujar y mirar embobado documentales era mi principal vía de escape de la realidad. Además, una chica extraña de pelo rizado que sonreía y hablaba demasiado había estado apareciendo en mi mente. Alyssa invadía mis pensamientos más de lo que debería. Lo cual era extraño, porque a mí no me importaba una mierda la gente ni lo que pensaran de mí.

Si me importara la gente, eso facilitaría que se metieran en mi cabeza, y mi mente ya estaba bastante destruida por mi amor hacia mi retorcida madre.

—¡No! —Oí gritos en la sala de estar—. No, Ricky, no era mi intención —gritó.

Se me hizo un nudo en el estómago.

Papá estaba aquí.

Me levanté de la cama a toda prisa. Papá era musculoso, y tenía más pelo blanco que negro, más ceños fruncidos que sonrisas, y más odio que amor. Y siempre llevaba trajes. Unos trajes muy caros, con corbatas y zapatos de piel de cocodrilo. Todo el vecindario sabía que tenía que mantener la cabeza gacha al pasar junto a él, porque incluso mirarle a los ojos podía ser peligroso. Era el mayor matón de las calles, y yo le odiaba con todas mis fuerzas. Todo en él me daba asco, pero lo que más detestaba era tener sus ojos.

Siempre que lo miraba veía algo de mí.

Ma estaba temblando en una esquina. Se cubría la mejilla con la mano, que tenía la marca de la mano de él. Vi que se disponía a pegarle otra vez y me interpuse entre ellos, recibiendo el golpe en su lugar. 

—Déjala —dije, intentando actuar como si la bofetada no me quemase.

—Esto no tiene nada que ver contigo, Logan —dijo—. Quítate de en medio. Tu madre me debe dinero.

—Lo… lo tendré, lo juro. Solo necesito tiempo. Esta semana tengo una entrevista en un supermercado que está más abajo en esta calle —mintió. 

Ma no había solicitado un empleo en años, pero de alguna forma siempre tenía esas entrevistas misteriosas que nunca derivaban en nada.

—Pensaba que ya te había pagado ese dinero —dije—. Te dio doscientos el fin de semana pasado.

—Y se llevó trescientos hace dos días.

—¿Por qué le das el dinero? Sabes que no puede devolverlo.

Me agarró del brazo y me clavó los dedos en la piel, haciendo que me estremeciera. Tiró de mi brazo hacia el otro lado de la habitación y se alzó sobre mí.