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CORRER

La experiencia total

Dr. George Sheehan

prólogo de KENNY MOORE

Título original: Running & Being

Copyright de la edición original: © 1978 by The George Sheehan Trust

Autor: Dr. George Sheehan

Traducción: Pedro González del Campo

Diseño de cubierta: David Carretero

Edición: Sandra Sol

© 2015, Editorial Paidotribo

Les Guixeres

C/ de la Energía, 19-21

08915 Badalona (España)

Tel.: 93 323 33 11 – Fax: 93 453 50 33

http://www.paidotribo.com

E-mail: paidotribo@paidotribo.com

Primera edición

ISBN: 978-84-9910-600-7

ISBN EPUB: 978-84-9910-636-6

BIC: WSKC

Fotocomposición: Editor Service, S.L.

Diagonal, 299 – 08013 Barcelona

Dedicado a Joe Henderson y Rich Koster, quienes me animaron cuando lo necesitaba, me alabaron cuando lo merecía, y guardaron silencio cuando eso era lo más apropiado.

La mención de empresas, organizaciones o autoridades específicas en este libro no implica que cuenten con la aprobación del autor ni del editor, como tampoco la mención de empresas, organizaciones o autoridades específicas implica que éstas aprueben este libro, ni a su autor o a su editor.

Índice

Prefacio de Andrew Sheehan

Introducción de Kenny Moore

Prólogo

Vivir

Descubrir

Comprender

Comenzar

Transformarse

Jugar

Aprender

Lucirse

Correr

Entrenar

Curarse

Competir

Ganar

Perder

Sufrir

Meditar

Crecer

Ver

Prefacio

Tanto si lo consideras una bendición como una maldición, no es posible escapar a la voz de un padre. La misma voz que cuando eras un crío te llamaba dando por terminada la hora de juego resuena en tu cabeza muchos años después de haber desaparecido: esa era la voz que te aconsejaba, te regañaba, te animaba. Aunque falleció hace casi dos décadas, la voz de nuestro padre sigue persiguiendo a los hijos e hijas de la familia Sheehan.

A veces se trata de la voz de un adulto incitándonos a asumir retos: «Si no tienes ningún reto, búscate uno», afirmaba papá. Otras veces es alguien mucho más joven quien nos dice que nos animemos y recordemos cómo se juega. Y como somos corredores, no es sorprendente que la suya sea la voz interior que nos impulsa a avanzar. No estamos solos. Con la publicación de Correr. La experiencia total en 1978, la voz de George Sheehan se erigió en la voz de un movimiento, en el toque de trompeta para cientos de miles de personas llamándoles a abandonar la vida sedentaria, a tomar las calles y a correr. Hoy en día somos millones de personas las que nos atamos los cordones de las zapatillas y salimos a entrenar para carreras de 5K, 10K, medios maratones y maratones completos: todos surcando la misma senda de la condición física y del descubrimiento de nosotros mismos con la que hace décadas él nos iluminó .

Nadie se dio cuenta de lo que llegaba. Médico respetado y cabeza de nuestra gran familia, papá se parecía mucho a otros padres que conocíamos en nuestro pueblecito de la costa de Jersey. Como la mayoría de su generación, colgó las zapatillas de atletismo al dejar la universidad y concentró su energía en sus pacientes y en su creciente familia y, así, su actividad deportiva se redujo a la de espectador, aparte de algún partido ocasional de squash o tenis. Cuando sus hijos empezamos a practicar deportes, acudía a los partidos y encuentros para animarnos. Sin embargo, ser espectador de las competiciones de sus hijos encendió de nuevo la llama de su espíritu deportivo. Sintió que le faltaba algo. Con cuarenta y cinco años, dos después del nacimiento de su último hijo, comenzó a correr de nuevo.

Empezó marcándose una meta sencilla: correr una milla (1,61 km) en 5 minutos. Corrió primero por nuestro patio trasero antes de aventurarse a hacerlo por las calles. En 1963 la novedad de encontrarse a un hombre de mediana edad corriendo en «paños menores» se veía con incredulidad y era objeto de mofa. Aquello no le acobardó. Encontró personas como él en la pequeña comunidad de corredores que soñaban con volver a correr competiciones y llegar al Maratón de Boston. Un año más tarde, completó el primero de los que sumarían 21 maratones de Boston consecutivos y más de 60 maratones en total. Envejecer es un cuento, argumentaba, y lo demostró dejándonos su mejor marca personal de 3:01 h conseguida con 61 años. ¿Y qué sucedió con la meta de recorrer una milla en menos de 5 minutos? Se convirtió en el primer cincuentón en conseguirlo al terminar en 4:47 h en 1969. Por el camino se comprometió con el editor deportivo del periódico local a cubrir los Juegos Olímpicos de México 1968 y a escribir una columna semanal. Corresponsal incansable, se sentaba en el salón de la televisión con un bloc de notas amarillo donde garabateaba las respuestas al creciente río de cartas que recibía de otros corredores. En 1970 se convirtió en redactor médico de Runner’s World y escribió su primera columna para esta revista. Dos años después apareció su primer libro sobre medicina del deporte. A medida que su público fue creciendo, su obra se centró menos en el tratamiento de lesiones deportivas y más en las experiencias deportivas de sus lectores y en cómo éstas cambiaban sus vidas. El creciente movimiento atlético –un movimiento con movimiento, como él decía− elevó Correr. La experiencia total hasta lo más alto de la lista de libros más vendidos del New York Times, por detrás de El libro completo del corredor de Jim Fixx. A este primer libro, le siguieron otros, siete en total, que culminaron con Going to Distance, donde relató su lucha contra el cáncer, que terminó matándole en 1993. Además de él, hubo otros precursores que también merecen ser reivindicados. Bill Bowerman, Kenneth Cooper y Fred Lebow, por nombrar unos cuantos. Mujeres pioneras como Grete Waitz y Joan Samuelson. Sin embargo, lo que nuestro padre puso en juego fue el juego en sí mismo. Mientras otros se aferraban a los beneficios de correr para la salud, él proclamó la cara menos práctica del deporte, sabedor de que la moda de correr acabaría si la gente sólo lo hacía por sus beneficios médicos. Los recién llegados se apearían del deporte al cabo de un mes si empezaban a correr por obligación. En cambio, se aficionarían a este deporte de por vida en caso de que se convirtiese en un juego.

«En el ámbito del juego es donde radica la vida. Donde el juego es un juego», escribió mi padre. «En su frontera es donde caemos en el error, donde correr se vuelve algo serio, donde se pierde el sentido del humor… Dinero, poder y posición se convierten en los objetivos. El juego se reduce a ganar. Y desaprovechamos la buena vida y las cosas buenas que aporta el juego». Para él, aunque el trabajo era necesario, el juego era esencial. «El trabajo no nos permite ser las personas que podríamos ser. El trabajo es sólo el precio que hay que pagar. Una vez ganado el pan de cada día, podemos dedicarnos a jugar».

Mediante el juego, en sus largas horas de carrera, rompió sus ataduras y se deshizo de sus cargas. Como Henry David Thoreau en sus paseos por Walden Pond, mi padre descubrió que correr le ayudaba a simplificar la vida, a despojarla de la complicación de las posesiones y la posición social. Disfrutar del cielo, el viento y el camino junto al río era gratis, y experimentar todo eso al correr resultó liberador. Y más importante aún, el juego se convirtió en la puerta de acceso al conocimiento de sí mismo. Corriendo, estuvo cada vez más cerca de la persona que suponía que debía ser: no de la idea de otra persona sobre lo que él debería ser. Animó a sus lectores a encontrar su verdadero yo, a congratularse de él y a asumir de nuevo el control de sus vidas. O dicho con sus propias palabras: «a poseer la experiencia de uno mismo en vez de ser poseído por ella, a vivir la vida en vez de que ella viva por ti, y a llegar a ser todo cuanto eres».

Poseída por este espíritu fue como se bautizó la revolución deportiva del atletismo. Fueron días embriagadores en que se veía a gente de toda condición social corriendo por primera vez, con la incertidumbre en la salida de saber adónde iban. Tanto o más que otros, George Sheehan abrió el camino. Liberado de convencionalismos, asumió sus propias excentricidades, animó a los que leían sus artículos y asistió a charlas previas a las carreras para que la gente asumiera las excentricidades propias. Los corredores captaron el mensaje. Surgieron carreras y maratones por todo el país. Durante las fiestas patronales las líneas de salida de las carreras populares estaban abarrotadas de corredores. La fiesta había comenzado.

Sabedores de que muchos de nosotros éramos niños, y que algunos ni siquiera habíamos nacido, somos conscientes de que tal vez nunca hayas oído hablar del doctor George Sheehan ni hayas leído ninguno de sus libros. No obstante, la familia Sheehan y la editorial Rodales sabemos que su mensaje, no sólo ha superado el paso del tiempo, sino que sigue mostrándonos el camino. Estamos seguros de que también causará efecto en ti. Por eso te ofrecemos esta edición para celebrar el trigésimo quinto aniversario de la primera edición de Correr. La experiencia total.

En estas páginas, este corredor, médico y filósofo fue el primero y el mejor en escribir sobre atletismo. Alcanza altas cotas de inspiración, pero sin olvidarse de los principios teóricos. «La vida −escribió− es experimentar con uno mismo». Con tantos maratones a sus espaldas, nos revela todos sus conocimientos duramente adquiridos sobre entrenamiento, carreras y prevención de lesiones. Por no mencionar sus notables pasajes sobre el maratón en sí mismo, el desafío final y prueba definitiva para todos los corredores. Esperamos que, al igual que nosotros, halles rasgos de humor, momentos de iluminación y, tal vez, la llave para abrir alguna puerta cerrada. También esperamos que su voz se convierta en tu compañera por las carreteras, animándote a correr ese kilómetro adicional y a descubrir lo que hay más allá.

Andrew Sheehan

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Introducción

de Kenny Moore

Correr. La experiencia total sigue teniendo la misma fuerza que cuando George Sheehan lo escribió hace treinta y cinco años. Ningún otro libro ha igualado la rigurosidad de su lógica, su maestría literaria ni el valor de Sheehan al mostrarse a sí mismo tal cual era durante el proceso de creación. Nadie ha abordado el mundo de los corredores con tanta exhaustividad. ¿De dónde procedió ese saber? De correr, de sentirse descontento por ser un reputado cardiólogo y de ir convirtiéndose en el más duro de los corredores, un especialista en la milla, preparado mediante matadores entrenamientos con intervalos y carreras brutales. A los cincuenta, estableció el récord mundial de la milla en su categoría por edad en 4:47 h. A los sesenta y un años, corrió el maratón en 3:01 h. Y el hecho definitorio fue que, sin importar la distancia, George corría lo más duro y humanamente posible.

«No recuerdo una carrera que mi padre no acabara in extremis −escribió su hijo George III−, fuera a rastras por el suelo o en brazos de alguien.»

Sus experiencias como atleta eran tan convincentes que tuvo que escribirlas. Sus columnas se equipararon con el nivel de exigencia de sus carreras o lo superaron, tanto en las horas que le llevaba escribirlas hasta sentirse satisfecho como en las profundidades a las que buceaba. A través de sus artículos en Runner’s World, el doctor George Sheehan se convirtió en instigador y divulgador del gran auge del atletismo estadounidense durante las décadas de 1970 y 1980. Fue un portavoz de lo más entretenido que inspiró a miles de personas.

En 1978, con sesenta años de edad y en la cima de su participación en maratones y de su capacidad intelectual, reunió diez años de ensayos y escribió este sorprendente libro: en parte unas memorias, en parte un tratado filosófico y en parte un manual médico, pero sobre todo un medio para verter su corazón en las facetas más profundas de la naturaleza humana.

George fue un amigo muy apreciado. Me congratulo de las cartas que nos escribimos. Su vida literaria comenzó en un periódico local donde escribió sobre los Juegos Olímpicos de México en 1968. Yo también comencé el mismo año escribiendo sobre maratones para el periódico de mi ciudad. Pronto me uní a Sports Illustrated donde daba cuenta de las mejores carreras y los mejores corredores.

En su trabajo, George congregó un coro interdisciplinario de poetas y filósofos, desde Aristóteles hasta William James, desde Blake y Keats hasta Vince Lombardi, trasvasando el lenguaje más profundo para plasmar con él la importancia del deporte. Yo fui estudiante de Filosofía, pero nunca reparé en la importancia de José Ortega y Gasset hasta que Sheehan nos hizo partícipes de su comprensión del modo en que creamos nuestra realidad. George consiguió que los lectores serios reunieran o mejoraran su biblioteca personal.

Su mensaje, fruto de sus exhaustivas lecturas y puesto a prueba con miles de kilómetros a la carrera, se resume en lo siguiente: «El hombre ha sido creado para triunfar». Todos somos únicos y se nos han concedido capacidades distintas a las de los demás. El éxito radica en descubrir tu ser auténtico, la persona que realmente eres, y en convertirte en ella aprovechando todo ese potencial desaprovechado.

En el viaje que le llevó a descubrirse a sí mismo, George se percató de que la función emana de la estructura, de que existe una poderosa relación entre la constitución física y la personalidad. Ser alto y delgado había hecho de él una persona introvertida y solitaria. Le encantó saber que el psicólogo y estudioso de la constitución física William Sheldon había definido a las personas delgadas –ectomorfas− como «imparciales, ambivalentes, reticentes, suspicaces, cautas, complicadas y reflexivas». Personas a las que «las ideas les resultan más interesantes que las personas. Y que reaccionan a la presión con retraimiento».

Así era George, y ni siquiera hay motivo para avergonzarse. La revelación interior le abrió una puerta. Durante años, George se había dedicado a luchar contra su verdadero yo, pero fue corriendo cuando descubrió que ese verdadero yo era su cómplice. «Mi cuerpo me enseña lo que libremente puedo ser −escribió−. No me muestra una frontera sino una posibilidad cumplida. Y me libera de un pasado deprimente y de un futuro imposible». Y así tuvo vía libre para ser un «individualista de huesos pequeños –esas fueron sus palabras− nacido para volar y soñar».

Nunca olvidaré el poder de esas palabras, porque yo también era un solitario de huesos pequeños, y me dio la conciencia de pertenencia a una tribu fisiológica. Este libro fue esencial para que el mundo y yo aceptáramos y colaboráramos con cualquier excentricidad que nos hubiera impuesto el diseño de nuestros cuerpos. Y si no en el atletismo, los seres humanos deben descubrir esa otra actividad física adecuada a su estructura y constitución. «El significado de la vida, decía él, se encuentra donde sangre y carne susurran a nuestra conciencia».

El mensaje de George es de pura emancipación. Sus palabras liberadoras seguramente cautivarán a quienes lo echaron de menos la primera vez. Aquellos que sienten que sus vidas han sido secuestradas por el trabajo, la tecnología o las expectativas sociales. También ellos pueden separarse del rebaño y correr libres.

A lo largo de su obra abunda esa incitación a sobrepasar nuestros límites y descubrir, al igual que hizo su querido William James, que «una vida agotadora sabe mejor». Porque el descubrimiento de la naturaleza de uno mismo sólo es el principio. Un poco con él llega el rigor, el desafío de lograr realmente el auténtico potencial.

Para mí, leer a George Sheehan fue y sigue siendo manifestar la justicia de sus revelaciones. Leerle es, en esencia, definirse uno mismo, ya sea por estar de acuerdo o por reiterar nuestra propia naturaleza. Por eso, cada vez que me adentro en las páginas de Correr. La experiencia total, vuelvo a enfrentarme a mis propias limitaciones, a mis metas no alcanzadas.

Y es que leer a George Sheehan es sentir que uno también se somete al juicio final. «El corredor no está jugando −escribió−. Está en plena lucha (contest, en inglés, palabra cuya raíz latina significa “dar testimonio” o “ser espectador”). Por eso, cualquier cosa que no lo implique todo no basta. Cuando corres adquieres un compromiso. Estás dando testimonio de quién eres».

En mi opinión, todo esto evoca el espíritu de Steve Prefontaine. Recuerdo una vez que nuestro entrenador Bill Bowerman y Prefontaine debatieron sobre la obra de Sheehan en una sauna de Oregón, mientras se pasaban un ejemplar empapado de Runner’s World. Bowerman, que fue el introductor del footing en Estados Unidos durante la década de 1960 y entrenador de muchos corredores de una milla en 4 minutos, prefería que sus pupilos pecaran por falta de entrenamiento a que se sometieran a una tensión metabólicamente destructiva. Prefontaine vivía y entrenaba para dejar atrás a los demás. Lo recuerdo hablando con entusiasmo de cómo el sufrimiento sin medida de George, su dolor y purificación se erigían en el himno del corredor indomable. Por su parte, Bowerman, que prefería llamar «malestar» al dolor y le quitaba importancia al sufrimiento, estaba desconcertado por las impresionantes emociones de Sheehan.

Esa emoción era la razón por la que George amaba al filósofo William James, el cual creía que lo decisivo en nosotros no era la inteligencia, la fuerza ni la riqueza. «La verdadera pregunta a la que nos enfrentamos es qué esfuerzo estamos dispuestos a hacer –escribió Sheehan−. James decía que por eso necesitamos el equivalente moral a una guerra; para mí ese equivalente es el maratón. James siempre defendió una vida de santidad, de pobreza o de deporte. Siempre estuvo entre el atleta y el santo, al que veía como al atleta de Dios».

La misma fe de George era tan poderosa que ese rigor debió de echar para atrás a algunas personas. «Soy un animal teológico −afirmaba−. La respuesta a mi existencia comprende a Dios». Aunque también era existencialista cuando decía que «El sentido de la vida escapa a la razón. Se halla en la revelación que está en todos nosotros». Yo mismo hallé su sentido al intentar cumplir mis designios sin una justificación religiosa formal, sólo con la amplitud de miras de George.

George no se propuso exactamente ser un santo, pero sí sufrir y redimirse por medio de sus esfuerzos. «El pecado radica en la incapacidad de alcanzar el potencial −escribió−. La culpa procede de la vida no vivida».

Las contradicciones abundan en el mundo, y por eso también abundan en la vida de George Sheehan. Afirmaba que nuestra expresión máxima y más alta es la esencia del juego, el juego que nace de nuestros corazones infantiles. No obstante, y paradójicamente, consiguió que los rigores del maratón se pareciesen al vía crucis. El dolor era «penitencia» y la carrera «un purgatorio de kilómetros y más kilómetros para alcanzar al final una paz que escapa a la razón. Un momento en que hasta la muerte se torna aceptable».

Se produce también una paradoja entre su odio a la frialdad del espectador y en su amor por contemplar la perfección angélica de los mejores jugadores de baloncesto.

Y, aunque a menudo afirma en su libro que era una persona retraída, con una personalidad ectomórfica, y que le gustaban bien poco los actos sociales, me podría haber engañado. En todas las ocasiones que le oí hablar ante audiencias entregadas en convenciones de medicina y en simposios de atletismo, se mostró agudo, divertido y dueño de la situación. Que nadie intente decirme que no estaba experimentando un profundo éxtasis al conectar con los demás y ser de utilidad.

George estaba completamente enfrascado en sus obras, cualesquiera que fuesen, y nunca quiso abandonar. En su último año, después de suspender el tratamiento de quimioterapia para el cáncer de próstata y habiendo aceptado la proximidad de su muerte, comenzó a trabajar en un libro para compartir también sus ideas sobre ese tema, todavía acuciado por la necesidad, por la necesidad del maratoniano, la necesidad clásica del espíritu inquebrantable por seguir adelante. «Se me ocurrirá algo que posiblemente ayude a la gente –me dijo por entonces−. Quiero aportar algo más». Y vaya si lo hizo. Su último libro, Going the Distance: One Man’s Journey to the End of His Life, se publicó en 1996.

En la actualidad, todos los corredores que conozco, de entre once a ochenta años, desde las mamás agobiadas de los corredores olímpicos, están tan distraídos con los teléfonos móviles, tan atrapados por el trasiego diario, que este libro es más importante hoy en día que cuando George lo publicó. Nos hemos apartado de esa forma de correr que adoraba George y que enriquecía a sus discípulos, que le veneraban como a un santo. Nos hemos alejado de una verdad tao del atletismo, en la que uno se quita los auriculares de la cabeza, se pregunta quién diablos es y cómo puede servir y «deja que lleguen las respuestas», como decía George. Lee este libro y recuperemos de nuevo esos tiempos. Tal vez incluso aprendas quién eres y cómo puedes servir.

Prólogo

Hay ocasiones en que no estoy seguro de si soy un corredor que escribe o un escritor que corre. Me temo que ambas cosas son inseparables. No puedo escribir sin correr y no estoy seguro de que pudiese correr si no escribiera. Las dos son expresiones distintas de mi persona, tan difíciles de separar como el cuerpo y la mente.

Escribir es la expresión definitiva de la verdad que se descubre al correr. Porque, cuando corro, soy el cazador y también la presa; mi propia verdad. No sólo mi propia verdad presentida y mi propia verdad conocida, sino mi propia verdad escrita. Escribir bien es escribir la verdad. Algo escrito con tanta certeza como sea posible. Y esa verdad hay que buscarla dentro de mí. «Mira en tu corazón –decía el poeta− y escribe». La caza, pues, transcurre en mi corazón, en mi universo interior, en mi paisaje interno, en el profundísimo bosque interior.

Para llegar a esos entresijos, a esos rincones ocultos bajo la conciencia, primero debo concederme soledad. Hay que alcanzar la soledad necesaria para el acto creativo, tanto si uno es un maestro como una persona normal como yo. Porque nada creativo, grande o pequeño, ha sido hecho por el comité. Y una vez alcanzada esa soledad, esa intimidad, ese aislamiento, debo esperar la llegada de la verdad y encontrar el modo de plasmarla por escrito.

Sin embargo, todo esto empieza mucho antes. Primero, una idea capta mi interés. Entonces la conservo en mi cabeza y dejo que evolucione durante un tiempo. A diario la recupero y observo si ha adquirido sustancia. Si hay algo, me pongo a escribir un día o dos y empiezo a acumular páginas. Thurber se refería a este esfuerzo como «barro» y consideraba que era el primer paso necesario para obtener el producto final.

A continuación, intento organizar toda esa materia prima. Intento descubrir su esencia, su sentido real, de qué va. Casi siempre fracaso. Cuanto he escrito hasta ahora es sólo información. No me conmueve, ni me provoca risa ni llanto. Todavía se tiene que transformar en algo verdadero, en algo vivo. Para eso debo esperar a estar en la carretera. Sólo ocurre cuando corro.

Correr deja que ocurra. La creatividad debe ser espontánea. No se puede forzar. No se puede generar a demanda. Correr me libera de esa urgencia, de esa ambición, de esos objetivos. Al correr consigo escapar del tiempo y espero pasivo una revelación.

Entonces, como un relámpago, veo la verdad, que lo abarca todo sin sentido ni razón. Experimento una repentina comprensión que llega sin disfraz alguno y de forma espontánea. Sencillamente, descanso, descanso dentro de mí, descanso con el ritmo puro de mi carrera, descanso como un cazador en su escondrijo. Y espero.

A veces resulta infructuoso. Me falta paciencia, sumisión, distancia. Después de todo, hay cosas por hacer: gente esperando, proyectos sin terminar, cartas por responder, papeleo por acabar, aviones a los que subir. Un hombre puede malgastar mucho tiempo esperando que le llegue la inspiración.

Pero no queda más remedio que esperar. Esperar y escuchar. Esa quietud interior es la única forma de acceder a las maravillas de nuestro interior, esos milagros internos que todos poseemos. Y cuando nos damos cuenta de la verdad, esa breve y cegadora iluminación me dice lo que todo escritor llega a saber. Si quieres escribir la verdad, primero tú mismo debes ser verdad.

Lo más curioso de todo es que debo dejar que venga a mí. Si voy en su busca, se escapará. Sólo si me despreocupo y alcanzo un distanciamiento completo, sólo en el presente encontraré la verdad. Y donde esté la verdad también estará lo sublime y lo hermoso, la risa y el llanto, la dicha y la felicidad. Todo eso está esperando.

Todo eso, claro está, desafía la lógica. Pero es lo mismo que pasa con la vida. Vivimos y luego explicamos las cosas que han pasado, y lo hacemos de manera imperfecta. De algún modo, tal vez no de la misma manera que he dicho, correr me revela las palabras, las frases, las oraciones correctas. Y hay ocasiones en que salir a correr es como tirar de la palanca de una máquina tragaperras. Bang, cae la primera frase; bang, cae la segunda frase, y los párrafos se van completando. Y luego, bang, premio gordo, el texto está terminado, completo, y es verdad y es bueno.

Escribir nunca es fácil. Y no importa lo bien hecho que esté, nunca me satisface por completo. Escribir, dijo alguien, es transformar la sangre en tinta. La idea de sufrir es tan consustancial a escritores y corredores que parece un vínculo común.

Y, por tanto, no sorprende que uno resulte ser ambas cosas.

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1. Vivir

Ningún atleta, santo o poeta −en lo que aquí concierne− se ha conformado con lo logrado ayer, pues ni siquiera le vuelve a prestar atención. Su preocupación es el presente. ¿Por qué el común de los mortales debería ser diferente?

Si ganas, opinan los expertos, es porque juegas a tu ritmo. Si pierdes, es porque no lo has conseguido. Es algo que saben bien los aficionados al baloncesto. «Ejercemos presión –me dijo un entrenador en una ocasión− no tanto para conseguir pérdidas de balón, como para alterar el ritmo del contrario, para que se mueva y no piense». La mayoría de los aficionados al baloncesto también tienen claro.

Pero ¿cuántos de nosotros sabemos que sucede lo mismo a diario en nuestras vidas? ¿Cuántos somos conscientes de que estamos dejando que otro marque el ritmo de nuestras vidas, o que nos enfrentamos al equivalente a la presión por toda la pista de los Boston Celtics cuando nos levantamos por la mañana?

Todo comienza por el reloj. Este divisor mecánico del tiempo controla nuestras acciones, nos impone una rutina y nos dice cuándo comer y dormir. El reloj hace que todas las horas duren eso, una hora. No distingue entre la mañana y la tarde. Gracias a la electricidad, distribuye minutos y segundos aparentemente iguales hasta que en la tele echan The Late Show. Y luego, buenas noches.

El artista, sobre todo el poeta, siempre ha sabido que eso no es así. Sabe que el tiempo se alarga y se acorta sin importar el minutero. Sabe que nos guiamos por un latido distinto al de este metrónomo de Greenwich. También sabe que durante el día se produce un flujo y reflujo ajeno al reloj, pero no a nosotros. Y se da cuenta de que ese ritmo, ese tempo, es algo peculiar a todas las personas, tan personal e inmutable como las huellas digitales.

El artista lo sabe. Los científicos lo han demostrado. En Biological Rhythms of Psychiatry and Medicine, Bertram S. Brown escribe: «El ritmo es tan propio de nuestra estructura como la carne y los huesos. La mayoría de nosotros apenas es consciente de que nuestra energía, nuestro estado de ánimo, nuestro bienestar y nuestras actuaciones fluctúan a diario, y que hay variaciones más duraderas, más sutiles a lo largo de las semanas, los meses, las estaciones, y el año».

Hubo una época en que nos podíamos sentar a escuchar esos ritmos, pero ahora apenas se escuchan sobre el rumor de los relojes mecánicos que dominan la escuela, el trabajo y la sociedad. Ahora tenemos que viajar a diario para ir al trabajo y tenemos la tele; tenemos fines de semana de tres días y horarios laborales de doce horas. Migrañas de marzo y úlceras de abril, adictos de veintiún años y cardiópatas de cuarenta y cinco.

¿Alguien escucha su interior? Pero, entonces, quién escuchaba a Sócrates: «Conócete a ti mismo»; o a Norbert Weiner: «Vivir de manera efectiva significa poseer la información adecuada»; o al filósofo japonés Suzuki: «Soy un artista de la vida, y mi obra de arte es mi vida».

Eso es lo que debemos hacer para enfrentarnos a la presión de los Celtics todas las mañanas. Escuchar lo que nuestros cuerpos intentan decirnos. Conocernos a nosotros mismos. Conseguir información adecuada. Convertirnos en artistas. De lo contrario, será otro quien controle el ritmo, el juego y el marcador.

Los Celtics están ahí y la presión también. Nos obligan a adaptarnos al trabajo y a las horas. Nos hacen adaptarnos a las exigencias. Nos obligan a cambiar a su tempo, a marchar al ritmo de su tambor y, mientras tanto, destruyen nuestro juego, nuestra forma de convertirnos en lo que somos. Y asfixian lo que mejor sabemos hacer.

Nos han convertido en prisioneros de su tiempo artificial, de su reloj mecánico. Y mientras tanto, planean la ironía final. Cuando nos jubilemos, nos regalarán un reloj de pulsera.

«Vivir la vida –escribió Nikolai Berdyaev− con frecuencia es aburrido, monótono y ordinario.» Nuestro mayor problema, afirmaba, reside en hacer que sea intensa y creativa, capaz de lances espirituales.

Estoy de acuerdo. La vida, excepto para unos pocos afortunados, como los poetas, los niños, los atletas y los santos, suele ser un rollo. Si pudiéramos elegir, la mayoría de nosotros renunciaría a la realidad de hoy por el recuerdo del ayer o la fantasía de mañana. Deseamos vivir en cualquier parte menos en el presente.

Lo veo en mí mismo. Empiezo el día con un programa de cosas por hacer que me vuelve totalmente ajeno a lo que hago. Llego al trabajo sin acordarme de lo que he desayunado y sin tener idea de qué día es hoy. Estoy continuamente preocupado o pensando en el futuro.

Muchas personas hacen lo mismo pero a la inversa. Evitan la realidad y viven en el pasado. La nostalgia es su forma de vida. Para ellas, los buenos tiempos del pasado nunca podrán igualarse. Ni tan solo emularse, ya que esas personas pocas veces hacen algo.

Pero para los que son activos de corazón, mente y cuerpo –los niños y los poetas, los santos y los atletas− el tiempo siempre es ahora. Viven eternamente en el presente. Y viven el presente con intensidad, participación y compromiso. Así tiene que ser. Cuando el atleta, por ejemplo, distrae su atención de la decisión que debe que tomar en ese segundo y el siguiente, está llamado al fracaso. Si fallase su concentración, si su mente sobrevolase hasta el siguiente hoyo, la siguiente serie, o la siguiente entrada a la pista, quedaría anulado. Para él sólo existe el ahora.

Y el santo, gracias a sus disquisiciones sobre el cielo y el más allá, sabe que todos los lugares están aquí, que siempre es ahora, y que todos los hombres existen en la persona que está delante de ti. Sabe que debe elegir en todo momento y seguir eligiendo entre las infinitas posibilidades de actuación y ser. No tiene tiempo para pensar en el futuro.

Tampoco el poeta. Debe vivir siempre alerta, siempre consciente, siempre vigilante. Cuando lo hace bien, nos enseña a vivir con mayor plenitud. «La percepción de la vida está en todas y cada una de las líneas del poema −escribe James Dickey sobre La Odisea de Kazantzakis–, de modo que el lector se da cuenta una y otra vez de lo poco que él mismo ha deseado asentarse para vivir; de cuántas cosas hay en la tierra, de cuán inexplicable, maravillosa e interminable es la creación».

Para ese hombre, la perfección pasada no es un estímulo. Ni tampoco lo es para el santo o el atleta. La característica pérdida de la gracia nace de la contemplación de triunfos futuros. O, quizás, de la contemplación del cielo, de una obra maestra o de un récord mundial. Ningún atleta, santo o poeta –en lo que aquí nos concierne− se ha quedado alguna vez contento con lo logrado ayer, y ni siquiera le vuelven a prestar atención. Su preocupación es el presente.

¿Por qué nosotros, el común de los mortales, deberíamos ser distintos? ¿No somos todos poetas, santos y atletas en cierto grado? Y, sin embargo, nos negamos a adquirir el compromiso. Nos negamos a aceptar nuestra realidad y a trabajar con ella. Y así vivimos en el mundo soñado del pasado y en el mundo que jamás será del futuro.

Lo que necesitamos es un peligro real, la manifestación de una tragedia, la sensación de que fuerzas poderosas e implacables se agolpan ante nuestra puerta. Necesitamos una amenaza a lo cotidiano para que, de pronto y en adelante, aumente su valor.

Eso es lo que me pasó hace unos años. Había corrido mi mejor maratón en Oregón, y volví a casa prometiéndomelas muy felices con lo que lograría en el Maratón de Boston. Cinco días más tarde, caí enfermo con gripe, y todo lo realmente importante recuperó su perspectiva. Dejó de preocuparme con qué marca correría en Boston, o siquiera si llegaría a correr en Boston. Lo que me importaba primero de todo era la salud y, luego, que pudiera volver a correr. Sólo correr y sentir el sudor, la respiración y la potencia de las piernas. Sentir de nuevo lo que se siente al subir cuestas y al seguir corriendo pese al dolor. Sólo eso y, quizás, esa sensación feliz de cansancio después de una carrera. No me reconfortaban ni las carreras pasadas ni los triunfos futuros. Estaba listo para arrepentirme y oír la buena nueva.

Por tanto, sé lo que todos los poetas y niños, todos los atletas y santos saben. La razón por la cual dicen que es determinante. Y la razón por la que dicen que no hay mañana es porque jamás, en ese preciso instante, existe un mañana. Siempre hay riesgo, siempre hay peligro.

«El problema de este país –le dijo una vez el malogrado John Berryman al poeta James Dickey− es que un hombre puede vivir toda su vida sin saber si es un cobarde.» Para el fornido Berryman y el expiloto de cazas Dickey, la vida ordinaria no ofrecía el marco para la prueba definitiva, para el momento de la verdad. Al menos para Dickey, la guerra era el gran juego.

«Nada proporciona esa sensación de trascendencia como el cumplimiento de una acción esencial y peligrosa por una gran causa», escribe Dickey.

¿Dónde, entonces, podemos encontrar esas cualidades en nuestra existencia de nueve a cinco? «Había mucha gente en el ejército –afirma Dickey− que lloraba al licenciarse, porque sabían que tendrían que volver a conducir taxis y a trabajar en agencias de seguros». Esta percepción ensalzada de la vida del soldado la expresa incluso el difunto James Agee. La grandeza, decía Agee, surge sólo en circunstancias difíciles, y es la guerra la que genera esas circunstancias.

«El hecho es que en la guerra –escribe Agee− muchos hombres van más allá de lo que pueden en tiempos de paz.»

Y, sin embargo, la paz se halla donde esté el coraje. Se encuentra en algún lugar intermedio entre la ignorancia del peligro en los períodos de guerra y la prudencia del intelecto que nos ayuda a preservar la raza. El coraje, si nos remontamos a su raíz latina, significa que la localización de la inteligencia está en el corazón. Que el corazón determina las acciones de un hombre, y no su razón ni sus instintos. Y si el corazón tiene razones que la mente desconoce, ésta también tiene razones que desconoce el cuerpo.

Aunque la vida diaria tal vez resulte fútil a la mente e inconsecuente al cuerpo, no obstante, el corazón nos dice lo contrario. El corazón está con la fe, donde hallamos el acto supremo de coraje, el coraje todavía por manifestarse. Para empuñar las armas contra uno mismo y convertirse en perfección de sí mismo.

«El coraje –según Paul Tillich– es la autoafirmación esencial y universal del propio ser.» Por tanto, comprende el sacrificio inevitable de elementos que forman parte de nosotros, pero que nos impiden alcanzar la satisfacción.

En el lenguaje de cada día, esto supone que, si lo más esencial de nuestro ser es prevalecer contra lo menos esencial, tal vez tengamos que renunciar al placer, a la felicidad e incluso a la vida misma. El coraje, por tanto, no tiene nada que ver con un acto singular de valentía. El coraje describe cómo vive uno, y no un acontecimiento específico, del mismo modo que el pecado mortal es un estilo de vida, y no una transgresión circunstancial.

Algunos, como los hombres de Berryman y Dickey en Liberación, siguen pidiendo una prueba suprema. Van de experiencia límite en experiencia límite: Descienden por rápidos de aguas bravas, saltan en paracaídas, escalan montañas. Buscan miedos a los que enfrentarse y a los que superar en buena lid. Buscan hacer algo importante por una gran causa o una causa esencial.

¿La vida cotidiana puede proporcionarnos esto? ¿Puede convertirse en el gran juego? Es posible si puedes subir las apuestas. Aceptemos el desafío de Pascal de que Dios existe. Aunque el hombre no tenga razón alguna para creer en Dios, decía William James, postulará una razón como pretexto para vivir con intensidad y extraer del juego de la existencia las mejores posibilidades de entusiasmo.

«Toda suerte de energía y resistencia, de coraje y capacidad para enfrentarse a los males de la vida –afirmaba James− se libera en quienes tienen fe religiosa.» La religión, eso pensaba, siempre pone al ateísmo contra las cuerdas.

Y es así porque de repente hacemos algo por una gran causa, por una causa esencial. Y todo cuanto hacemos es importante y exige perfección: física, intelectual y psicológica. Pero no hay que perder nunca de vista la verdad: que todos somos únicos y que debemos afirmar nuestro ser. Por tanto, no somos sumisos. No nos preocupa lo correcto y lo incorrecto, sino verdades como el bien y el mal.

Pues, ya vemos, no es como decía Berryman. De hecho, siempre se nos pregunta sobre quiénes somos; héroes o cobardes. El reto reside ahí. Lo que se supone que somos no es la búsqueda imprudente de la catástrofe, sino la aceptación y la perfección de las personas. En ese proceso perenne y con tanta frecuencia agotador, a menudo deprimente y ocasionalmente doloroso, el coraje es el puente entre nuestras mentes y cuerpos.

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«Hay días en que no consigues encestar por mucho que lo intentes –me dijo una vez un entrenador de baloncesto−, pero no hay excusa para no desplegar una buena defensa.»

He conocido días así. Días en que todos los tiros son forzados. Todas las ideas son prefabricadas. Días en que desparece la imaginación, la agudeza y la originalidad. El aire es el mismo. La gente es la misma. Los problemas son los mismos. Y es en esos días cuando empiezo a presionar, y todo se vuelve mucho más difícil. Las sensaciones desaparecen, y con ellas, el toque, la facilidad, la brillantez del juego.

El ataque es juego. La defensa es trabajo. Cuando ataco, creo mi propio mundo. Represento el drama que he escrito. Bailo la coreografía ensayada. Canto la canción que he compuesto. El juego de ataque es espontáneo, exuberante y fresco. El juego de ataque es una emoción con su propio estímulo. Su propia compulsión. Su propia fuerza rectora. Genera su propia energía.

El juego de ataque, por tanto, es un arte. No se puede forzar. Es la unificación dichosa y espontánea del cuerpo y la mente. Por eso hay días en que no sale y en que los circuitos del cerebro no se abren. El hemisferio derecho, el responsable del juego, permanece inaccesible.

El juego defensivo no necesita nada de esto. La defensa es insípida, aburrida, ordinaria. Es la dedicación y atención que prestamos al deber sin imaginación. Es cuestión de apretar los dientes, echarle determinación y perseverancia. Simplemente, requiere –si se me deja usar la expresión− un acto de voluntad. No hay días que no puedas trabajar en defensa. Todo cuanto necesitas es decidirte y ponerte a ello. Y dar el cien por cien.

Durante el trabajo de defensa soy otra persona, la persona real. En el juego de ataque es donde se lucen los talentos e incluso aparecer la genialidad. Lo que el juego de defensa revela es el carácter, porque el esfuerzo y la energía dependen de la voluntad. Es entonces cuando me pregunto: «¿Tengo o no tengo?»

Por eso el trabajo de defensa es una cuestión de orgullo. La determinación de ser la persona que soy. La decisión de dar mi palabra de honor, de prestar un juramento según el cual lo que se tenga que hacer se hará.

Intento no enorgullecerme de mi juego ofensivo. Mi juego, mi creatividad es un don que se me ha otorgado y que me puede ser arrebatado. ¿Cuántos poetas se han dado a la bebida tratando de recuperar esa visión infantil de las cosas? Uno tiene que ser crédulo ante esas proezas. El místico nunca tienta la suerte. Acepta la visión, a veces la revela a unos pocos, y no espera volver a verla.

Yo disfruto del juego. Disfruto teniendo la pelota. Pero sé que mi talento es algo de lo que sólo soy portador. La prueba real llega cuando falta el talento. Cuando estoy cansado, aburrido y me apetece no hacer nada o tomar una copa. Todos sabemos este tipo de cosas y reaccionamos de maneras distintas. En una encuesta realizada en el ejército, sesenta y cuatro varones con una edad media de veintidós años montaron en bicicletas estáticas al cincuenta y cinco por ciento de su capacidad máxima de oxígeno. Se les pidió que pedalearan hasta sentir tanto dolor que tuvieran que parar. Los encuestados pararon con una diversidad de tiempos entre una hora y media y veintiocho minutos.

El trabajo de defensa, por lo tanto, se reduce al carácter, a la capacidad de persistencia. Hay equipos, entre ellos también los mejores, que ya no se fijan sólo en el talento. También reclutan jugadores por su carácter. La temporada es larga. Hay días en que hay que entregarse a fondo y el talento no basta. Sólo el carácter puede centrar mi voluntad en la idea de que sólo mi mejor actuación es digna de mí, del juego y de las personas con las que juego. Sólo el carácter puede asumir el trabajo de defensa y sacar partido hasta la última gota de mi energía física y mental. Sólo el carácter me permite funcionar cuando la existencia parece ser, como dijo Emerson, una guerra defensiva.

Yo lo sé y sospecho que tú también lo sabes. Y, sin embargo, aún sigo trabajando en defensa casi como cualquier otro, porque sé que al final habrá posibilidad de robar una pelota y me haré con ella. Y sueño con ver de repente esa nueva idea clara como un hombre que se abre hacia la banda. Y le paso el balón y luego veo su tiro, una larga y perfecta parábola. Y sé que, cuando su mano suelte la pelota, como una idea todavía sin escribir, no tocará nada más que las cuerdas.

Sin embargo, el trabajo de defensa no está hecho de sueños. Ni tampoco los hombres.

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2. Descubrir

Quién soy yo no es ningún misterio. No es necesario pincharme el teléfono ni abrirme el correo. No es necesario someterme a psicoanálisis. No llames a nadie para investigar mis cuentas corrientes. Nada obtendrás invadiendo mi intimidad. De hecho, no hay intimidad que invadir. Porque, como los demás seres humanos, no tengo intimidad. Lo que soy está a la vista de todo el mundo.

De joven, yo sabía quién era pero intentaba convertirme en otra persona. Nací para ser un solitario. Llegué a este mundo con tendencia a automarginarme, con un deseo de soledad y aversión a los gritos, a las puertas que se cierran con violencia y a mis congéneres. Nací con miedo a que alguien me diera un puñetazo en la nariz o, algo mucho peor, a que me abrazase.

Pero me negué a ser esa persona. Quería establecer lazos con la gente. Quería ser parte del rebaño, de cualquiera que fuese. Cuando eres tímido, inquieto y demasiado consciente de ti mismo, cuando eres delgadito, escuálido y tienes la mandíbula adelantada y una nariz que ocupa casi un tercio de tu superficie corporal, lo que quieres son amigos y relacionarte con los demás. Mi problema no era la individualidad, sino la identidad. Era más individuo de lo que podía soportar y quería identificarme con un grupo.

Pero no era el único a quien le pasaba esto. Toda la juventud se rebela, pero lo hace por otros motivos. Pasa del cristianismo al comunismo. De los trajes de los hermanos Brooks a las camisetas y los tejanos. De la carne con patatas a las dietas macrobióticas. Del pelo muy corto a las melenas. Pero nadie transita solo por ese camino. Nadie se enfrenta sin más a quién es.

Todos lo hemos vivido en mayor o menor grado. Nos negamos a aceptar nuestro verdadero ser, tan dolorosamente evidente a los demás jóvenes, y tan trágicamente oculto a los mayores. «Sólo hay un varón perfecto y ufano en Estados Unidos −escribió Erving Goffman en Estigma− y está casado, es blanco, es urbanita, heterosexual y del norte del país. Es padre, es protestante y tiene estudios universitarios, empleo a jornada completa, y un buen físico: alto y delgado y con algún récord reciente en algún deporte».

Quien no cumpla alguna de esas virtudes, comenta Goffman, se considerará de vez en cuando menospreciado, incompleto e inferior.

Me pasé las siguientes cuatro décadas sintiéndome menospreciado, incompleto e inferior, combatiendo mi propia naturaleza, tratando de ser alguien que no era. Ocultando mi verdadero ser bajo intentos de cambio, ajustes y compensaciones. Negándome siempre a creer que la persona que había rechazado inicialmente era mi verdadero ser. Y todo eso mientras intentaba pasar por un miembro más de la sociedad.

Entonces descubrí el atletismo y comencé un largo camino de retorno. Correr me liberó. Me liberó de la preocupación por lo que los demás pensaran de mí. Me dispensó de las reglas y normas impuestas. Correr me permitió empezar de cero.

Me fue quitando las prendas de un disfraz de actividades y pensamientos programados. Me imbuyó de nuevas prioridades sobre la alimentación, los hábitos de sueño y sobre qué hacer con el tiempo libre. Correr cambió mi actitud respecto al trabajo y el juego. Respecto a las personas que me gustaban y a las que realmente gustaba. Correr me permitió considerar mis veinticuatro horas diarias bajo una nueva luz, y mi estilo de vida desde un punto de vista distinto, desde dentro, no desde fuera.

Correr supuso un descubrimiento, una vuelta al pasado, una prueba de que la vida recorre un ciclo completo y de que el niño es el padre del hombre. Porque la persona que encontré, el ser que descubrí, era la persona que fui en mi juventud. La persona que fui… hipersensible al dolor, físico y psíquico; vamos, un cobarde con todas las letras. La persona que no quería que sus vecinos se pusieran enfermos, pero que tampoco les deseaba lo mejor. Esa persona era yo y siempre lo he sido.

Y esa persona, escribió el doctor William Sheldon en Las variedades de la psique humana, era tan normal como cualquier otra. De hecho, escribió Sheldon, la mayoría de las personas como yo actúan de esa forma. La función sigue a la estructura, escribió, y existe una relación entre la constitución física y la personalidad. Actuar de cualquier otro modo sería ajeno a mi naturaleza. La psicología constitucionalista fue la confirmación científica de lo que yo había aprendido sobre mí mismo en las carreteras.

Pero ¿podría aportarme algo más? Profundicé en su Atlas del hombre, y allí estaba yo: Somatotipo 235 (constitución mesomórfica), el zorro entre los hombres. (Sheldon usaba un símbolo animal para cada tipo corporal). El número 235 es la representación taquigráfica de pequeño o delgado (2); cantidad moderada de músculo (3); y predominio de piel, pelo, tejido nervioso y huesos finos (5). (Los límites se hallan entre el uno y el siete).

Igual que el zorro, al que Sheldon describía como endeble, esbelto y rápido: un cazador muy veloz, con muchos recursos y resistencia física. Si se le arrincona, se muestra desafiante y valiente, por encima de su fuerza real, aunque normalmente es cauteloso y reservado. Con un poco menos de músculo y agresividad, sería una ardilla. Con un poco más, sería un lobo.

Entonces, ¿quién es el 235? Como el zorro, es un animal solitario y desafiante que establece sus propias leyes: «El 235 –escribió Sheldon− es demasiado endeble para luchar directamente, está demasiado expuesto para aprovechar la estimulación excesiva de la vida social ordinaria, pero posee una confianza y un conocimiento subconsciente de que tiene una larga vida por delante».

Esto determina una forma de vida desafiante que con frecuencia acaba en un hospital mental, aunque de vez en cuando surja de sus filas algún salvador. Como Prometeo, a veces cuenta con fuerza y resistencia suficientes para triunfar sobre el poder establecido.