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Primera edición digital: noviembre 2016
Imagen de la cubierta: Fundación FOCUS-Abengoa
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Fernández Rivero
Revisión: Sandra Soriano

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Alexis José Aneas
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16881-40-6

Alexis José Aneas

La ciudad de los espejos

Donde habitan los demonios

A mi madre,
para mi familia,
para Fabiola y su risa,
para Myriam Magdala, y sus muñecas,
para Patricia y David, y Granada,
para mi amigo Rocasalbas y Mari, y Nuka,
para Yoni, y Abel, la amistad,
con gratitud y afecto eterno a mis
profesores don Ricardo y doña Esther
e infinito amor a Abba.

«Vete, porque estas palabras están guardadas y selladas
hasta el momento final […],
los malvados seguirán haciendo el mal,
sin que ninguno comprenda […],
dichoso el que sepa esperar […].
Tú, vete a descansar,
te levantarás para recibir tu suerte al final de los días».

Profeta Daniel

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Cita
  5. Preámbulo
  6. La ciudad de los espejos
  7. Anexo
  8. Mecenas
  9. Contraportada

Preámbulo

 

Jamás olvidaré la noche del viernes 9 de abril de 1992. Aquella tarde recibí una llamada telefónica que cambió mi vida, y desde entonces albergo un secreto con el que, sinceramente, no sé qué hacer. Sobre mi mesa de redacción del periódico se hallaban debidamente colocadas tanto mis anotaciones, como los documentos referentes al retraso en las obras de rehabilitación del mercado de Triana[1].

Aquella mañana acudí a la delegación municipal de Salud y Consumo para entrevistarme con su responsable, quien me informó de la existencia de un informe pormenorizado emitido por un equipo de expertos de la Consejería de Cultura. En él se detallaban los restos arqueológicos encontrados durante las obras bajo la plaza de abastos. Entre los descubrimientos figuraban: parte de los muros del antiguo Castillo de San Jorge y de sus diez torres; accesos a diferentes estancias y las viviendas de tres inquisidores. En un estrato más profundo, ya en época almohade (según se dice), se hallaron parte de los restos de una mujer joven y de una niña, sin ajuar y con sus rostros mirando hacia el este. En cambio, lo más sorprendente fue que entre ambas encontraron los restos de un hombre que portaba una cruz verde, símbolo del Santo Oficio[2].

Nada se decía de aquel aparente anacronismo («contaminación de los restos», se me dijo), pero mi intuición apuntaba a una intrahistoria que como tantas otras quedaría oculta por el desconocimiento y la ausencia de sus protagonistas, sepultados en el olvido de un pasado ignorado.

Hasta que el teléfono sonó. La llamada no quiso identificarse porque lo confesado suponía un delito, o cuanto menos la pérdida de su empleo. Concertamos el encuentro en un bar en el barrio de León. Sólo me adelantó que esa mañana me había visto en el ayuntamiento.

Llegué antes que mi fuente de información, quien se dirigió a mí un tanto nervioso. Nos sentamos alrededor de una pequeña mesa en una de las esquinas del recinto, alejados de las ventanas. Sus toscas manos delataban su oficio. Se identificó como Simón (supuse que era falsa dicha identidad) y me contó que había trabajado como operario en las obras acometidas en el mercado. Fue él quien descubrió los restos humanos, y un tanto avergonzado me narró cómo dio con ellos.

—Mis compañeros dieron con una de las habitaciones de los inquisidores, donde aún podían verse los restos metálicos de una mesa, cama y armario. Lo más curioso fue encontrar una falsa pared que daba a un pasadizo que, según creo, pretendía cruzar por debajo el río hasta el Arenal. Apenas profundicé unos metros cuando descubrí los restos humanos: dos mujeres y un hombre que portaba un enorme medallón —pausó un instante y tomó unos sorbos de cerveza—, y una cruz verde. —Entonces depositó sobre la mesita una bolsa de plástico y la deslizó hacia mí. —¡Ábrala! —rogó—, dentro encontrará algo que le interesará.

Saqué con cuidado su contenido: envueltas en cuero, como si de una cartera se tratase, mis ojos contemplaron una colección de cartas en un estado sorprendentemente bueno, al menos, lo suficiente para leerlas. La tinta, aunque desgastada, había soportado la humedad del enclave y el transcurso de siglos. Parecía un milagro. Cada una de ellas terminaba con una firma: ¡Tomás Borja!

—¡Mire la última! —me invitó el técnico con premura a la vez que engullía unas patatitas asadas con mojo canario.

Aquella hoja contenía un dibujo, una especie de plano de una iglesia o monasterio. Sólo pude leer «Claustro de los Muertos», y casi ilegible «m.s.i.d.c.», y un nombre: «Bernardino».

—¿Un tesoro? —preguntó mi acompañante.

—Necesito ver a alguien. ¿Qué quiere de mí? —pregunté abrumada y un tanto aturdida.

—Dinero.

Capítulo I

 

«Con el rey y con la Inquisición, chitón».

Proverbio español

 

Sevilla, mayo de 1539 de Nuestro Señor.

Buenaventura llegó al Compás de la Mancebía acompañado de tres hombres: carpintero, calafate y marinero, quienes, a pesar de sus diferentes orígenes —portugués, gallego y árabe— obedecían sin remilgos, y como si de un solo hombre se tratase, las órdenes del genovés, un navegante e intrépido comerciante, a la sazón capitán de La Esperanza, una galeaza bajo pabellón veneciano.

El destartalado carromato paró frente a una puerta lateral de la Casa de Cupido, a mitad de camino entre la Puerta del Arenal y la Puerta de Triana, donde una hermosa iza —llamada por sus compañeras la ‘Magda’— aguardaba con impaciencia la llegada de la original mercancía. La mujer se mostró diligente, posponiendo para más tarde los correspondientes saludos, pues el genovés se retrasó y el mecenas que aguardaba en el Salón de las Estrellas se impacientaba. Repicaron las campanas de la catedral, anunciando la hora del ángelus[3]. Hubo un respetuoso y breve silencio.

El portón estaba abierto de par en par, dando paso a un amplio patio andaluz decorado con pozo, naranjos, enredaderas y plantas colgantes que pendían desde la barandilla de los balcones interiores. En un avemaría fueron apareciendo por todos los rincones de la casa las curiosas meretrices, que, ataviadas con las más ligeras y suaves prendas, observaban atentas de qué modo los hombres descargaban y apilaban sobre unas maderas doce paneles de amplias dimensiones, tantos como apóstoles o constelaciones zodiacales. De hecho, cada lienzo estaba envuelto por una manta de terciopelo azulado, realzando en su bordado dorado uno de los doce signos del Zodiaco.

Provistos de poleas y demás aparataje alzaron con precisión y suavidad el primer bloque de cuatro paneles hasta la última planta del edificio. Todos contuvieron el aliento. Unos por la fragilidad de la mercancía, y otros por su costo, una gran suma de maravedís cuya cuantía a día de hoy no he podido confirmar. Por todas estas razones, aquellos tablones merecían ser tratados como por manos de ángeles, aparte del peligro cierto que corrían las imprudentes izas y rabizas que desde el suelo seguían atónitas las subidas y bajadas de los pesados maderos.

Fue entonces cuando, por primera vez, los ojos azulados de Buenaventura contemplaron el gran Salón de las Estrellas, situado en el ático de la casa donde le esperaba ansiosa «la madre», o lo que es lo mismo, la regente de ese lupanar público. Es curioso que aún se desconozca la verdadera identidad de aquella mujer, pues su nombre era innombrable, corriendo el rumor entre las deshonestas y clientes de que aquella «madre» vino del norte, precedida de la ignominiosa fama de ser una reputada lamia, tan temida que fue expulsada de esas tierras. Cuentan quienes osaron verla —pues «la madre» siempre llevaba un velo oscuro cubriendo su rostro— que su extraña hermosura era tal que no pocos puteros, fueran nobles o plebeyos, quedaron hechizados, sí, encantados con su mirada, despojados de su albedrío, dejando al deseo caprichoso de aquella infernal mujer todos sus pensamientos, poseyendo los cuerpos y atenazando para fines inconfesados la voluntad de estos hombres débiles. De esto doy fe, pues aunque no he podido recoger confesión ni testimonio de esta hija de Eva, sí he podido recopilar al menos una decena de testimonios de hombres avergonzados, atormentados por la insensatez de haber suplicado —además del correspondiente dispendio— alzar el velo… Yo, doy crédito.

Algunas de las mujeres se arremolinaron bajo el quicio de la doble puerta, eran las izas más hermosas, expresando de esta forma no sólo su interés por el destino de tales objetos cubiertos, sino también su curiosidad por aquella estancia, en la que sólo tenían cabida las cortesanas de más prestigio, así como las más selectas mancebas, quienes tenían acceso a la tercera planta desde otra puerta más honorable, sin necesidad de encontrarse con el resto de tusonas.

A todo esto, portugués y gallego no pudieron abstraerse de las sinuosas siluetas de bustos y piernas semidesnudas, repartiendo con generosidad miradas de recíproca complacencia. Guardando para peores días en la mar aquella paradisíaca imagen de lo que creyeron sería el mismísimo cielo. En contraste, el árabe mantuvo la compostura en todo momento, dirigiendo la mirada al suelo, como avergonzado ante tanta carne en cueros.

—¡Celestes las telas! —exclamó «la madre» al contemplar el terciopelo de los doce paneles.

—¡No!, no son celestes —puntualizó el capitán—, sino cerúleas, como la luz del cielo, pues, como se me dijo, el nombre de la sala es el Salón de las Estrellas y, sin duda, os doy mi palabra de que estos espejos no sólo reflejan a la perfección las figuras, sino que además atrapan la luz, bien sea del sol o de la luna misma…

Las celosías de la habitación estaban cerradas, traspasando una fina y cálida luz entre los tupidos listoncillos de madera, donde flotaban las pequeñas partículas de polvo que suspendidas parecían acariciar de forma mágica la silueta de aquel rostro oculto, dejando entrever por un instante la figura de sus ojos o el perfil de los labios. Sedujo la imaginación de aquellos marineros que perplejos miraban atónitos cómo de entre aquel trozo de tul salía deformada la voz de «la madre». No era voz de mujer ni de hombre, pero a todos seducía. Al menos así lo corroboraron los testigos.

Fue entonces cuando unos inoportunos estornudos delataron la presencia de una misteriosa dama. Provenían de detrás de unas cortinas persas que, a modo de pantalla, dividían la amplia estancia en dos. Buenaventura miró hacia su derecha a la vez que sujetaba con firmeza la empuñadora de su puñal al cinto, pues en más de una ocasión tuvo que vérselas con falsos compradores que, valiéndose de bandidos y mercenarios, intentaban apropiarse sin pago alguno de la tan preciada mercancía. Sorprendido y un tanto desconcertado, buscó respuesta sobre la identidad de aquella ocultada presencia, y después de una orden seca por parte de la «madre» en una lengua inmunda, las telas colgantes se corrieron y apareció la más hermosa mujer que haya pisado la tierra de Sevilla.

Capítulo 2

 

«Son los tiempos tales que se

debe mirar hazer libros».

Antonio de Araoz, siglo XVI

 

Sevilla, sábado, 16 de septiembre de 1559 de Nuestro Señor.

«¿Quién eres?», preguntó el genovés al ver cómo aquella dama caminaba descalza hacia él; y con toda seguridad presiento que idéntica interrogante habite en la mente de Su Eminencia.

Debo admitir que, para vislumbrar la veracidad de los hechos y así poder explicarle todos los sucesos acontecidos referentes a este enredoso y enmarañado caso, me es imprescindible dar inicio desvelando la enigmática identidad de esta «mujer servida», aunque le adelanto que de ello no pude dar fe hasta hace un par de días. Por lo que me he tomado la libertad —en honor al esfuerzo exigido— de revelarle en papel y párrafo posterior dicha identificación. Baste por ahora adelantarle que la mujer de pies desnudos no era una simple iza, ni rabiza, y mucho menos una buscona callejera, ni creo prudente señalarla como una tusona empedernida. En todo caso, y sin ánimo de manifestar justicia templada, deduzco que tal mujer no pasó de ser una concubina forzada.

Es mi voluntad y pretensión efectuar esta difícil tarea —debido a la ausencia de testigos, pérdida de documentos y falsificaciones, además de la caprichosa obra de la naturaleza— de forma ordenada y cronológica, tanto en cuanto no aconsejen otra cosa la lógica y la comprensión, con el fin de favorecer el esclarecimiento de este caso, que bien puedo confesarle que ha resultado ser el más enrevesado e intricando de cuantos haya instruido. En más de una ocasión requerí en súplicas y rezos la iluminación del Parákletos[4], pues mi imperfecta mente creyó ver (y aún todavía dudo) la mano y obra del mismísimo Diablo. Mas en este momento puedo afirmar que estoy capacitado para redactar un informe de conclusiones, sujetándome a la fe, la verdad y la imparcialidad, como debe ser en justicia.

Tan pronto recibí Su misiva dando aviso respecto de la inminente visita del emisario de la Casa Real, el profesor D. Baldo de Ubaldi, acometí con presteza el acopio de cuanta información fuera necesaria a tal menester. En primer lugar, obtuve acceso a los legajos de los procesos inquisitoriales, repasando cada testimonio, cada confesión y cada declaración que pudiera ser de interés. Pero, ¡son tantos tomos!, ¡tantos imputados! Confeccioné varias listas de nombres: denunciados, acusadores, así como testigos. Y, finalmente, el veneciano amigo de Su Majestad acudió a la cita, aquí, en las dependencias del Santo Oficio en Triana.

D. Baldo de Ubaldi hizo acto de presencia en mi estancia de trabajo. Llegó sin boato, ni protocolo, manifestando por su porte una serenidad adquirida y distinción natural. Parecía hombre curtido en desafíos, hábil orador, pero no charlatán, sino discreto en el uso del verbo. A medida que la conversación se fue desarrollando pude comprobar las virtudes de aquel portavoz: señor de refinados modales, mas no empalagoso, diplomático, pero no evasivo, audaz, mas no atrevido, directo, pero no ofensivo, tenaz, mas no pesado. En definitiva, la representación más perfecta de un carácter equilibrado, aunque no frío ni distante, sólo equidistante de las emociones más extremas.

Vino acompañado de otro hombre, quien pensé sería su sirviente, manco y ciego, pero que susurraba continuamente al oído del noble. Su aspecto era sobrio, más propio de un jerónimo que de un consejero. Su vestidura era humilde, y la palma de su mano izquierda, lacerada, delataba un duro trabajo. Su rostro reflejaba vestigios de combate, cicatrices y quemaduras mal curadas. Su cabello era blanco como la leche, y un tanto largo, de los de melena y coleta. No era ni bajo ni alto y sobre su pecho destacaba un medallón dorado de extrañas figuras geométricas. «¡Qué infortunio!», me dije al ver su mutilado cuerpo. «Un buen amigo», ofreció como aclaración el prestigioso abogado vienés. A mí aquel hombre me infundió compasión, pues no era tan viejo como para merecer la imposibilidad de disfrutar de la vida, ni tan joven como para morir en combate envuelto en gloria.

Después de mantener varias conversaciones —pues su embarcación estuvo anclada durante una semana en el puerto— he de reconocer que en mi interior fue forjándose cierto grado de admiración. Aquel vienés ante todo era un hombre confiable y leal a su señor, al que a día de hoy no he podido ver.

D. Baldo de Ubaldi fue portador del testimonio del comerciante Buenaventura y, sin duda, se convirtió en la principal fuente de información. Su petición era simple: «¿dónde podía encontrar al hijo de su señor?». Mas la respuesta era un enigma, pues no había certeza de nombre, profesión, edad o paradero. A todo esto, mi instinto percibía que algo omitía el noble, sin duda, algo ocultaba. Especulaba si quizá fuera fruto de la ignorancia o, por el contrario, por órdenes de su mecenas.

—No tengo el placer de conocer a su señor —dije al visitante y acompañante—, pero sus recomendaciones son de lo más excelsas. Ya fui avisado del objeto de su encuentro, y sólo puedo decirle que he tomado el encargo con diligencia, como si de mi propio padre se tratase la búsqueda. Pero como comprendéis esta investigación requiere discreción, por lo que para los futuros encuentros sugiero vernos en otro lugar, más retirado, lejos de fisgones y miradas ajenas —pues ya conoce Su Eminencia que estamos desbordados de denunciantes, que a todas horas se aglomeran en las puertas y aledaños del Castillo y demás dependencias.

En nuestro primer vis a vis quiso el visitante denunciar la desaparición del unigénito de su señor, señalando como responsables nada más y nada menos que al Santo Oficio, que por «una lamentable y triste confusión» —matizó el vienés— había encarcelado a la singular progenie del genovés, heredero de una inmensa fortuna, además de título de nobleza, adquirido todo ello gracias a los prósperos negocios del comerciante en las Indias.

—No tengo inconveniente —dijo en respuesta el abogado a mi petición de que los futuros encuentros tuvieran lugar lejos del Callejón de la Inquisición—, pero no creo que sea tan difícil hallar el paradero del hijo de mi cliente y patrón, pues, tal como le indicó Su Eminencia, en el verano de 1557 fue apresado por la Inquisición y enviado a galeras, aquí mismo, en Sevilla. Esa fue la trágica noticia que recibió mi cliente de parte de un viejo amigo. Así pues, ¿encontró al hijo de mi señor? —preguntó desconfiando el vienés.

—Lamento decirle que en aquel verano —contesté—, cientos de hombres fueron arrestados como consecuencia de una ola de apostasía entre los propios siervos de Dios. Predicadores, monjes y monjas han sido inoculados por el veneno de las erróneas enseñanzas, bien sean luteranas, calvinistas u otras tantas. Le aseguro que he revisado identidad por identidad, caso por caso, y no hubo ningún enjuiciado con el nombre que vos anotó en su misiva y que fue remitida a Su Eminencia. Aquí, en Sevilla —aseveré—, nadie fue juzgado como Océano Gattinara.

—Nació aquí mismo, en Sevilla —se decía el abogado, mientras que el acompañante, algo más inquieto, le hablaba en voz baja al oído—. Mi señor estuvo en su nacimiento. El parto ocurrió a finales de 1539 —puntualizó D. Baldo.

—Discúlpeme una vez más, pero según los documentos a los que he tenido acceso he de comunicarle que no hay constancia de tal alumbramiento —me vi obligado a señalar—. Pues solicité la partida bautismal del niño, y no existe ni registro de tal nacimiento ni del correspondiente bautizo —pausé adrede—. Permítame que le pregunte, ¿bautizó su señor al bebé?

Al oír mi interrogante les cambió el semblante a los dos visitantes, abogado y sirviente. Debieron deducir que con la misma estaba acusando quizá al señor Buenaventura de herejía o impureza de sangre. Quién sabe. Después de unos instantes reanudó la conversación el vienés, cómo no, escuchando antes las indicaciones del otro hombre que parecía tener más respuestas.

—Nuestro señor engendró en Sevilla y, por desgracia, la mujer perdió el aliento al nacer el niño. Nada se pudo hacer por salvarle la vida. Aquella noche fue la más amarga de nuestro patrono. El médico que atendió el parto le aconsejó que no se llevara al pequeño consigo en su larga y dura travesía por mar con destino a las Indias. «Morirá de escorbuto u otra infección», le advirtió el doctor. «Está muy débil. ¿No conoce a nadie con quien pueda dejar a su hijo hasta su regreso?», preguntó. Fue entonces cuando mi cliente decidió…

En ese preciso momento interrumpió el sirviente la dispuesta narración del letrado con un gesto enérgico, golpeando con los nudillos de su mano la rodilla del vienés, quien comprendió enseguida que debía dar por terminada esta primera entrevista.

—¡Maldita memoria! —diría a modo de simulada y precipitada disculpa el famoso letrado—, perdone esta inoportuna interrupción, pero mi apreciado acompañante me ha recordado la inminente llegada al puerto de uno de los buques de mi señor, que en sus bodegas alberga un envío especial para Su Majestad. Discúlpenos, pero debo supervisar la carga y cotejarla con los registros… ¡Ya se imagina vos! Nos volveremos a ver, y espero que tenga buenas noticias.

Antes de marchar, el vienés hizo una extraña petición: salir del edificio por una puerta más discreta, una que diera acceso al río, donde les aguardaba una barcaza para llevarlos a la otra orilla del Guadalquivir. Razoné que tal solicitud debía estar motivada por aquello de protegerse de las inevitables sospechas y habladurías que acontecen cuando alguien es visto saliendo de las dependencias del Santo Oficio. No le di mayor importancia, y como corresponde a los hombres de bien, les acompañé hasta el bote por una puerta trasera. Nos despedimos cordialmente y, alzando la mirada al horizonte, pude contemplar la llegada de un majestuoso buque mercante, que aún al día de hoy me pregunto cómo pudo atravesar las marismas de Cádiz[5]. La comitiva se completaba con un par de galeras, otras tantas fustas y varias barcas. Tañeron las campanas de la catedral y se dispararon salvas, como es costumbre, pues sin duda era todo un milagro regresar indemne desde las Indias, sorteando los ataques de piratas y corsarios.

Regresé a mi habitación de trabajo y, mientras ordenaba los documentos, cartas y demás material, un sobresalto aturdió mi mente, pues era evidente que no por descuido sino adrede aquel sirviente ciego y manco había dejado sobre mi mesa un colgante dorado, aquel mismo que apenas unos instantes antes puede verle adornando su pecho. Al lado del objeto hallé una nota: «El hijo de mi señor siempre llevaba un medallón semejante a este. Búsquelo y dará con él».

Me aproximé al balcón de mi estancia y, absorto, contemplaba cómo aquella barcaza se acercaba al otro lado del río, preguntándome qué secretos escondían aquellos dos hombres. Apoyé mis manos sobre la oxidada barandilla, aferrándome a ella, apretando con todas mis fuerzas, porque yo, Eminencia, había visto antes un colgante idéntico. Entonces supliqué a Nuestro Señor Jesucristo, pues si mi memoria no me fallaba, el reo portador de semejante y extraña joya no podía ser el hijo del ilustre y rico navegante genovés Buenaventura. A no ser, a no ser que él estuviera equivocado, cosa rara para un padre que dice haber acompañado a su mujer en el alumbramiento, o que, sencillamente, estuviera mintiendo.