Título: Puntos suspensivos
© Ángel Gabilondo Pujol, 2015
De esta edición:
© Círculo de Tiza (Derecho y Revés, S.L.) 2015, Madrid
www.circulodetiza.es
Algunos de los textos de este libro han sido publicados
en el blog El salto del Ángel.
Primera edición: Abril 2015
© de la fotografía de Ángel Gabilondo: Teresa Rodríguez
Diseño gráfico: Miguel Sánchez Lindo
ISBN: 978-84-606-5916-7
Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por medio, ya sea electrónico, físico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.
PRESENTACIÓN
Puestos a pensar el presente, pronto nos animamos a creer que basta con decir directamente lo que pasa. No tardamos en comprender que eso ni es tan inmediato, ni tan fácil. Y resulta ciertamente algo problemático. No es suficiente con contarlo. Quienes estiman que solo es cuestión de proponérselo no tardan en encontrarse enredados en sus propios límites. En efecto, se trata de decir, pero no solo para constatarlo, sino, tantas veces, para comprenderlo y para buscar afrontarlo. Y, quizá, transformarlo. Eso supone un modo de proceder, no el de quien cree que es bien sencillo, que con proponérselo, con hacerlo de una vez por todas, en pocas palabras, sin merodeos, ya lo logramos.
Pretendemos decir y decirnos. Y no simplemente para desahogarnos, ni siquiera solo para expresarnos, sino para ser quienes somos y, sobre todo, quienes desearíamos ser, para vivir sencillamente nuestra propia y singular palabra. Pero eso no es indiferente de la de los demás, ni independiente de los complejos tiempos en los que nos encontramos. El presente no está colocado en el escaparate, a merced de nuestras adquisiciones. Es difícil labrarnos un futuro. No lo es menos dotarnos de un presente, sin confundirlo con la mera actualidad.
La tarea requiere acción y, en concreto, la labor del pensamiento concernido, afectado, implicado. Este libro pretende huir del borbotón, del trago largo, de la precipitación, de la ansiedad y del temor a demorarse. Cuanto más imprescindible es la intervención, más minuciosa y cuidadosa ha de ser la operación. La matriz que sostiene y articula estos textos, tejidos pausada e intensamente con la fuerza que nos viene de los otros y de tanta situación insostenible, es la voluntad de decir, de encontrarnos y, quizá, de comprendernos. Y ello fundamentalmente para trabajar juntos, desde la necesidad de compartir convicciones comunes, siquiera las de esta necesaria transformación.
El libro, sin rastrear intimismos, no elude la necesidad de ocuparnos de nosotros mismos; sin proponerse en modo alguno como una ayuda, no evita ser compañía, como la palabra cercana lo es, aunque solo sea en la constatación de no pocos desamparos. Sin hacer ostentación de preocupación por la suerte ajena, persigue no ser insensible a ella y no ignora la forma de vida de los demás. Y es ahí donde la articulación es personal, social y política, en la urgencia de abordar el desafío en el que nos encontramos.
Puntos suspensivos no es un relato de nombres propios, de hechos que narran lo que sucede, de peripecias y avatares de la coyuntura en la que estamos. Pero los tiene bien en cuenta para tratar de encontrar la distancia adecuada, para ver mejor, no para ofrecer un juego de distracciones. No como una huida, sino como otra aproximación, la de la tarea de decir y de pensar.
La búsqueda de modos de existencia que nos permitan crear formas de vida requiere una dedicación constante, un quehacer como el de una escritura permanente, el de una lectura mesurada e incumbida por la propia condición. Desde la vértebra de la cultura y la educación, como reiterados anclajes de esta transformación, brota un concepto de salud amplio, integrador, que ha de cultivarse desde la infancia, y que reaparece una y otra vez en el presente libro, no como una obsesión, sino como un principio que otorga valor a la palabra. Precisamente ella se hace cada vez más imprescindible, menos frecuente, inmersa en un hablar que parece haber olvidado decir.
Descuidar lo que hace que ocurra lo que ocurre, limitándonos a describir lo que sucede, o denominar realismo a la claudicación o resignación ante lo que se nos ofrece, o confundir la voluntad con un conjunto de apetencias, o el deseo con un catálogo de conquistas, muestra hasta qué punto es complejo e infrecuente decir de verdad, decir en verdad, decir la verdad; en última instancia, decir. Y nos sentimos impotentes. Sin embargo, estas expresiones, estas palabras, un tanto desaliñadas en el momento actual, tan improbables, tan silenciadas, precisan ser aún vigentes.
Pero si pretendemos decir es también indispensable buscar escuchar. La controversia en la que consistimos, las dificultades por hallar espacios cotidianos en los que respirar, hace que esta voluntad sea trato con quienes compartimos un destino. Y ello no se limita al horizonte más inmediato. Acechados por la vulnerabilidad, que a tantos avasalla, es tiempo de afectar y de sentirnos afectados. Y de responder para modificar el estado de cosas. En esta medida, aún lo decisivo está por decir, aquello que es palabra, que hace justa y libre la vida de cada quien.
Puntos suspensivos no es la mera enunciación de un intento, es la constatación de que nunca cesamos de procurar decir, y esa tarea requiere siempre incidir y persistir en aquello que merece hacerse, que merece pensarse. Es cuestión de no cejar y de caminar pormenorizadamente y, a la par, de velar por crecer y hacer crecer lo que vence al temor y nos paraliza. Y por decir la palabra que nunca parece acabar de llegar, que tanto precisamos y que se nos ofrece en lo que, quizá torpemente, sorbo a sorbo, paladeamos. Nuestra indigencia, nuestra fragilidad, nuestra finitud, lo son de esa palabra siempre incipiente y nunca definitiva. También en ese no decir todo, no decir del todo, vamos diciendo y diciéndonos, vamos viviendo.
Dar respuesta
Hay tantas llamadas sin respuesta, como necesidad de responder a señales que muchas veces ni encuentran cauce para decirse. Hay muchos modos de decir. Tantos como modos de ser, según nos muestra Aristóteles. Con independencia de que estén más o menos definidos o establecidos, no deja de ser atractiva y sugerente esta relación entre decir y ser. Queda por ver si silenciar es tanto un modo de decir como un dejar de hacerlo. En todo caso, resulta claro que si se imposibilita decir se afecta y se resiente de forma decisiva quienes somos y cuanto es.
Pero decir ni es solo expresar ni es simplemente expresarnos. Desde luego, requiere escuchar y, por supuesto, no se reduce a hablar. Se dice por saber, como se está por alguien, lo que significa asimismo para perseguir saber, y no solo en tanto que manifestación de lo que ya poseemos como supuestamente sabido. Decir es a su vez ir tras lo que cabe decirse, buscar hacerlo, esto es, no creer que uno ya se las sabe todas. Ahora bien, esto supone siempre, en alguna medida, responder. No se trata, sin más, de contestar. Responder es la responsable acción de dar respuesta. Y eso implica tener consideración para con lo que se viene diciendo.
No pocas veces, contundentemente, contestamos de modo tan categórico como la propia situación parece proponernos y nos limitamos a oír el deslizamiento de la espuma de los acontecimientos, fijados en lo que pasa sin atender a lo que hace que suceda lo que ocurre.
No es fácil dar respuesta. En ocasiones nos limitamos a reiterar, quizá de mala forma, lo que ya indistintamente decimos, a no vernos afectados por lo que de diferente pudiera decirse. No viene mal contestar pero es más fecundo responder. Se insistirá, y desde luego con buenas razones, que al responder confirmamos el carácter de la pregunta, ratificamos la cuestión y así no problematizamos lo que ocurre. Sin embargo, no necesariamente. Hay modos de dar respuesta tan responsables que ponen en cuestión la cuestión misma, que queda impugnada.
Una y otra vez aprendemos que el verdadero decir es el modo de vivir, que la auténtica palabra es el obrar, aunque tanto el decir como el vivir incluyen el obrar como algo constitutivo. Por eso es tan decisivo atender al rumor incesante de quienes, aparentemente silenciosos, parecen no decirnos. No es cuestión de reducir lo dicho ni lo que se dice a cuantos hablan o escriben, o muestran y se muestran en público. Hay otros modos de manifestarse y que suponen otra escucha, la que quizá no se formula ni por los medios, ni por los canales, ni por los instrumentos, ni por los procedimientos a los que prestamos más atención. Silenciar este decir es acallar el quehacer de la palabra, esa otra elocuencia que requiere corresponder con un ver y un oír diferentes.
No basta reclamar que simplemente se alce la voz. Que sea precisa y necesaria no significa que en ella radique el decir. Hay numerosas voces silenciadas, pero sobre todo es la palabra, hoy tan desatendida y desconsiderada, la que ha de hacer que la voz sea ajustada para ser justa. Es la palabra la que ha de erigirse, esgrimirse con argumentos, con decisión y con posición. Es ella la que más se pone en cuestión y más se ve afectada. Perdida la palabra, estamos perdidos.
La proliferación de voces no siempre es un indicio indiscutible de la vida de la palabra. Ella también queda arrinconada en modos de vociferar. Nos acallamos a nosotros mismos cuando estamos más pendientes de lo que queremos expresar que de atender a lo que habría de manifestar a través de lo que alguien muestra y se muestra con su decir. No pocas veces, llenos de voces, se resiente la palabra. Entonces, puede haber intercambio, movimiento, circulación, aunque no comunicación. Nada común se configura en el simple altercado de una confrontación de voces. Es imprescindible el encuentro, incluso en su caso en el modo de la discordia, de la disidencia, de la refutación, de la no coincidencia de la palabra, aunque no basta limitarse a un pronunciamiento para responder adecuadamente a lo que ha de plantearse en términos de justicia.
La palabra se entrega, se da. Únicamente así nos alcanza. En esa medida nos viene del otro, se corresponde con su demanda, con su necesidad, pero no es su mera repetición o confirmación. Sin otros, no hay palabra. En su horizonte más inmediato está la proclamación de un nosotros, la promesa de un nosotros, la declaración de un nosotros. De no ser así, no se da respuesta, no se ofrece palabra, tan solo palabras, que evidencian la desarticulación, la desmembración, la desvertebración de un verdadero conjunto descoyuntado de voces. No deseamos que se oiga una sola voz y no es cosa de silenciarlas. Al contrario, es cuestión de crear condiciones de posibilidad para que emerjan vibrantes e intensas en su peculiaridad. Sin embargo, para que vengan a ser no solo distintas, sino diferentes, no solo especiales, sino singulares, la voz ha de devenir palabra. Y ello implica una imbricación irrepetible e insustituible, la que únicamente cada quien es capaz de realizar y que alcanza a todo un modo de vida.
En efecto, la pérdida de palabra es un verdadero descalabro y la puesta en dificultad de la creación de espacios comunes. Si denominamos sinceridad y autenticidad únicamente al mero enarbolar con contundencia las opiniones personales, a airear las ocurrencias, a la permanente desautorización de los demás, la palabra tiende irresponsablemente a no dar respuesta y deja de decir y de decirnos. Sin embargo, solo el bien decir, el de un ajustado y justo obrar, se corresponde con la consideración de las necesidades. Y para ello se precisa sensibilidad y solidaridad, que empiezan por ser consideración a su vez para con el quehacer y decir ajenos.
Ser alguien de palabra resulta complejo e infrecuente. Por ello admiramos a cuantos, no pocas veces sin aspavientos ni excesos, nos dicen tanto. En efecto, hay quienes por más que hablan no nos dicen nada. Entre otras razones, porque nadie dirá nuestra palabra. Hay sin embargo quienes propician que tratemos de componer y de vertebrar la que nos resulta más propia y singular, porque el decir suyo da respuesta a lo que ni siquiera tal vez somos capaces de articular, de demandar. No hablan por nosotros. Nos instan a decir y a decirnos.
Supongamos
Supongamos que es un horror, que todo va mal, que ni funciona, ni hay modo de paliarlo, y que nadie está a la altura de afrontarlo, ni de resolverlo. Supongamos que poco cabe esperar, que falta voluntad y decisión, que estamos invadidos por una epidemia de incompetencias y de incompetentes, dominados por poderes espurios, insensibles e insolidarios. Supongamos que ya no hay modo de hablar bien de nada ni de nadie, que esto es un completo desastre. Al suponerlo, que, se dirá, no es tanto suponer, no solo sentiremos malestar, también algún alivio. Y tal vez encontremos refugio al amparo de que nos vemos concernidos, sin poder hacer demasiado y sin tener que ver lo suficiente como para incomodarnos.
Supongamos que finalmente ha ocurrido lo que tanto nos temíamos, eso que no dejábamos de anunciar, de pronosticar, frente a lo que ya dijimos que había de hacerse. Eso también podría liberarnos. Supongamos que nuestras reiteraciones, por el mero hecho de serlo, parecieran más consistentes, más firmes, más irrefutables. Supongamos que, se mire por donde se mire, nada va bien. Supongamos que lo creemos, que lo sabemos, que es evidente, que está confirmado. Supongamos que es tal el deterioro que ya resulta difícil esperar algo de alguien, esperar que haya alguien capaz de algo. Supongamos que en tal caso, lo único que cabe hacer es calificar, que vendría a coincidir con descalificar. Y, por tanto, supongamos que nuestro afán de verdad, de sinceridad, de franqueza no nos permita otra cosa que denunciar, acusar, señalar, reprochar. Supongamos que es el tiempo de la gran desconfianza, en lo que cabe hacer y en los otros, sobre todo en ellos.
Ninguna de estas suposiciones nos evita tener una cierta impresión de que “hay mucha buena gente”, pero la declaración resulta tan abstracta y tan ambigua que no habría modo de saber si con ello se les está alabando, o aludiendo a su bonhomía inocente, a una suerte de infecunda parálisis, cuando no a una colaboración con el actual estado de cosas. Queda la duda de si se ensalza o se reprocha su ingenuidad o su candor.
Supongamos por tanto que, al suponerlo, fijamos la presuposición, hasta el punto de quedar anclados en ella. Ya nos previene Hegel de que lo malo no es tener presupuestos, sino darlos tan por supuestos que los confundamos con la efectiva realidad. No es que no supongamos con alguna razón, incluso con buenas razones, lo peor es identificarlo con lo que hay, y esto con lo que cabe haber. Tanta suposición para finalmente no suponer que con ello no está todo dicho.
Mención aparte merece, una vez más, quién lo dice y desde dónde. Y todos hemos de incluirnos. Y no solo porque el sujeto de la enunciación ha de coincidir con el sujeto de la conducta, sino porque ha de sospecharse de quien parece conocer con un conocimiento sin contacto ni contagio con lo conocido, sin verse cuestionado, o de un conocedor que aparenta conocer lo real sin formar presuntamente parte de ello. Supongamos entonces que también va con nosotros, que también va de nosotros.
La proclamación de que “no hay nada que hacer” podría aliviarnos como la mejor de las coartadas. El estado de ánimo general procuraría el caldo de cultivo ideal para la inacción. Eso sí, serena y sin reproches. Coincidirían entonces en el mismo espacio quienes proclaman esta imposibilidad con quienes, indiferentes, asisten impasibles a lo que ocurre. Solo denotarían una diferencia de estados de ánimo que, ciertamente, no es poco, aunque no parece suficiente.
Todo se poblaría de pormenorizadas descripciones del desastre, de morosas y aparentemente apasionadas discusiones al respecto, para regodeo de los más agudos e incisivos, de los ingeniosos detectores que, más que descifrar o comprender lo que sucede, se limitan incidentalmente a parcelarlo y a recitarlo. Si así procedemos, nuestra labor podría semejarse a un análisis, aunque más produciría una quiebra que una distinción. De este modo, en lugar del imprescindible pensamiento crítico, se entronizaría el reino de una estable comodidad. Y el éxito de los más ocurrentes o ingeniosos.
No se excluye su enorme capacidad, ni su inteligencia, ni su compromiso. Quienes los tengan serían a su vez víctimas de esta teoría general, la de la gran razón, la gran causa, el supuesto deterioro universal y, si nos animamos, la decadencia. De ser así, habría de elegirse el camino. Y entonces la liberación podría adoptar la forma de una salvación. Con el riesgo de que haya quien se vea llamado a tamaña gigantesca y heroica tarea. Llevados los supuestos hasta el final, pronto irrumpirían quienes están dispuestos a todo para sacarnos de esta situación en la que nos encontraríamos la mayoría, aunque es la de una minoría, pero de edad.
Sin embargo, la gran ventaja de los supuestos es que pueden suponerse. Y reemplazarse. Pero no de cualquier manera. Para que un presupuesto llegue a serlo no basta simplemente con enunciarlo de antemano, es preciso establecerlo. Y eso exige algunas connivencias, implicaciones, consentimientos y asentimientos, complicidades y, en definitiva, concordancias. Un buen supuesto exige verosimilitud, y no poca consistencia. Y para poder considerarse atractivo, alguna capacidad de persuasión en torno a lo común. Algo habrá de sentido en esta sensación general de desastre, sin necesidad de que ello suponga inviabilidad de acciones y tareas para abordarlo. Contar con ese supuesto podría servir asimismo para afrontarlo y no simplemente para el regodeo de airearlo o de magnificarlo como expresión de compromiso. Incluso los desastres pueden desfigurarse.
Supongamos, entonces, que estamos apresados en una suposición, bien basada en todo caso en serios argumentos. Y que de suposición en suposición siempre vamos a parar en algo que más bien parece una conclusión que, si nos descuidamos, puede ser a la par la nuestra. Podríamos ampararnos en ella o, dándola por efectivamente supuesta, refugiarnos en otros espacios, procurarnos otros mundos. Pero la suposición es nuestra, nos habita, reside en cuanto somos, pensamos y sentimos, y no habrá cobijo de sus efectos. Incluso su olvido formará ya parte de nuestra memoria.
Es imprescindible vencer este supuesto, combatirlo, luchar contra él, no dejarnos arrebatar por sus encantos y reconocerlo en nuestras actitudes y elecciones. No son meras suposiciones, son constataciones de nuestro modo de ser y de pensar. Y no podemos permitírnoslo. Entre otras razones porque ello consagraría un estado de cosas que no nos satisface. Supongamos, que no es tanto suponer, que no todo es un desastre. Y que hay mucho que hacer, mucho por hacer, si no nos limitamos a anclarnos en lo ya supuesto.
Siempre somos hijos
No basta decir que es razonable que los padres se ocupen de sus hijos. Ya no es preciso invocar ni siquiera la casuística para comprobar hasta qué punto se producen de modo permanente situaciones en las que esto sencillamente no es así. Tan cierto es que los padres y las madres cuidan de los hijos, de las hijas, o no lo hacen, como que, en no pocas situaciones, estos cuidan de aquellos. Tiene mucho que ver con la edad, con la salud, con las condiciones socioeconómicas, y no solo. Es tal la panoplia de acotaciones que se requieren en cada caso, que conviene no precipitarse sentenciosamente para caracterizar lo que ocurre. Lo que sucede no se deja resumir tan fácilmente. Pero, incluso en el desencuentro, en la ruptura, nunca dejamos de ser hijos, de ser hijas.
Se viene produciendo un verdadero entrecruzamiento en la necesidad cada día más patente de cuidarnos. También mutuamente. Valerse por sí mismo no significa ignorar a los demás, aunque sea un factor determinante de la autonomía personal. Sin embargo, no pocas veces resulta en alguna medida inviable. Y ello ha de considerarse una auténtica dificultad en la práctica de la libertad. La complejidad del tiempo presente ha provocado una alteración tan profunda que nos encontramos con escenarios en los que se produce un cierto abandono.
Podría a su vez presumirse que el mero hecho de ser padres, madres, o tutores, o máximos responsables de garantizar el entorno afectivo en el que alguien va creciendo y desarrollándose, acredita que se dan las condiciones para asumir con cierta naturalidad su labor. Pero no pocas veces muchos afirman encontrarse desbordados, como atropellados por la existencia, y no solo por una preparación que desearían mejorable, sino por una actitud que les hace sentirse damnificados por su propia y necesaria tarea. Ello va labrando una distancia, una determinada percepción, la de que se es víctima de lo que les corresponde hacer, mientras tamaña ocupación les hurta vida, tiempo de vida. Y entonces, a pesar de los afectos, no es infrecuente encontrar quienes sienten su condición como una carga, que exige una dedicación y un esfuerzo que, aunque se espere y se presuma, nunca supusieron que fuera tal. No resulta fácil ni ser padres ni ser hijos, por mucho que esgrimamos la consabida naturalidad.
Pero dado que se trata de una relación y no de un mero velar, vigilar o transmitir, no todo se reduce a acción, ha de haber pasión, esto es, capacidad de verse afectado. Y entonces decimos algunas palabras, aunque también las escuchamos. Un niño, y más aún un chico, un chaval, es asimismo capaz de desear, de preferir y de distinguir. Y desde luego, de necesitar. No se cuestiona su inmadurez, pero ello no significa incapacidad y, menos aún, falta de sensibilidad o de perspicacia. No es cuestión de subrayar, por ejemplo a la par, nuestras deficiencias y carencias. Todos somos hijos o hijas. Ello ha conducido a situaciones cada vez más frecuentes en las que el lógos, desconcertado, encuentra dificultades para constituirse como algo real, como discurso capaz de decir y de hacer, como palabra cercana y eficiente.
Semejante movimiento circular del pensamiento pone al mismo tiempo en circulación el sentido y el alcance de la educación y muestra hasta qué punto se encuentra marcada histórica y socialmente. Efectivamente, se trata de concertar, de acierto y de concierto. Cada gesto y cada existencia.
El desamparo no es patrimonio exclusivo de la infancia. La incertidumbre, tampoco. La necesidad afectiva no corresponde únicamente a las etapas iniciales de nuestra vida, y la permanente llamada que requiere al otro, del otro, no es cosa de mentes aún poco formadas. Reconocer las propias carencias es condición indispensable del buen educador. Limitarse a enumerarlas no es, sin embargo, suficiente. Siempre somos hijos. Quizá cabría decir que cada cual a su modo, a su tiempo, va desplegando las posibilidades de su formación, y no considerarse plenamente culminado es una condición fundamental para la tarea de educar, que es siempre acompañar e intervenir. Sin duda, decir, y también dejarse decir, es asimismo escuchar. En todas las edades, en todas las etapas.
Quien al cuidar es exigente más allá de lo razonable, suele serlo al requerir y necesitar ser cuidado. Quienes, por diversas razones, precisan de atenciones intensas y permanentes, quienes no pocas veces nos son tan próximos, ponen en cuestión no solo nuestra paciencia, sino asimismo nuestra educación. Y nuestro afecto. Y nuestros valores. Ellos se labran una y otra vez en el niño que más o menos explícitamente siempre demanda auxilio. En el adolescente que es invocación y reclamación, incluso en su rechazo, en el joven, en la joven, que es enérgica intemperie de aparente suficiencia, en aquel que en edad madura constata hasta qué punto todos esos momentos se reproducen y se reactivan con diversos rostros, en un tono que vela por eludir los sobresaltos, en la vejez que es la plenitud de cierta infancia, la infancia inicialmente sin aspavientos, la maravilla difícil. Y entonces, a pesar de estas caracterizaciones, no valen ni las caricaturas ni las generalidades. Cada quien en su singularidad nos impide alcanzar grandes conclusiones.
Sin embargo, decir eso ya supone alguna toma de posición. Todos habitamos formas diversas de necesidad, algunas de lo más elemental, y ya contemplamos niños que cuidan de sus padres, se ocupan a su modo de la atención que los propios padres no pueden o no saben tener de sí mismos, abuelos que ocupan espacios antes menos previstos, y, en cierto modo, unos de otros, sin dejar establecer un cuadro que resuma lo que ocurre. No hay manual de instrucciones para la relación.
Tal vez hemos de empezar por no dar demasiado por supuesto. Es cuestión de afectos, de complejos afectos, pero a veces no es fácil tipificar comportamientos. De ahí que resulte tan desconcertante que haya quienes catalogan los procesos y los tiempos, desde una presunta consideración de la madurez, para proceder sin más, tópica y jerárquicamente, en una clasificación de supuestos y previsiones. Nadie se exime de la necesidad de requerir de los otros y es prudente no hacer ostentación de autosuficiencia. Y menos de los afectos. Siempre al respecto perdura una filiación. Y a partir de ella podría labrarse algo más fraternal.
Relegados sin libros
Hay supuestos pequeños detalles que son decisivos, lo que pone en entredicho que resulten insignificantes. No pocas veces un conjunto es insostenible por un cúmulo de adiciones y no faltan quienes hoy se encuentran en una difícil coyuntura, sin que necesariamente cada aspecto concreto permita un discurso inicialmente dramático Y sin embargo lo que les ocurre puede considerarse trágico. De ahí que sea llamativo que se trate de infravalorar, como si fueran menudencias, todo un conjunto de situaciones que finalmente producen una auténtica transformación de la vida cotidiana y que conducen a una verdadera situación límite.
Hay quienes no disponen de libros. No pueden permitírselo. Y algunos van a la escuela, al colegio, al instituto, a las aulas. Podríamos buscar explicaciones. No tardaríamos en encontrar palabras para justificar que ello no es tan decisivo, que pueden compartirse, que existen las nuevas tecnologías, que no es preciso poseerlos… y un sinfín de buenas razones sin duda sensatas. Pero ni siquiera ello es siempre resultado de una decisión, ni consecuencia de ningún acto ni opción pedagógica. En ocasiones, simplemente no les es posible tenerlos. Se ven abocados a prescindir de ellos.
De nuevo, podríamos pretender encontrar las ventajas de esa situación y convertir la carencia en oportunidad. No nos faltan experiencias ni antecedentes para hacerlo. Sin embargo, en todo caso, se trata de una deficiencia, de una pérdida, de una lamentable encrucijada. Y lo es singularmente porque se entrelaza con un necesario debate sobre la forma de enseñar y de aprender. No hay duda de que, incluso en el seno de ese pesar y de esa penuria, y gracias a la competencia profesional y al oficio, al esfuerzo y a la solidaridad del profesorado y de las familias, habrán de abrirse paso en esa y otras dificultades. O al menos de atenuarse los peores efectos. Pero eso no será suficiente, ya que comportará un precio personal y social irreversible.
Todo ello no deja de producir estupor y dolor. Y hemos de considerar una prioridad abordar la situación. No parece necesario invocar la relación de prioridades de una buena educación y escolarización para confirmar que el afecto, la ejemplaridad y determinados valores son claves para el conocimiento, pero ello no excluye, antes bien incorpora, considerar, por ejemplo, la alimentación, la indumentaria o el transporte. Y, desde luego, los buenos materiales, singularmente los libros. Y hay quienes se encuentran en verdaderas dificultades para afrontar lo que ello supone, lo cual obstaculiza e incluso puede llegar a impedir la formación y la educación y, desde luego, su calidad. Que sea obvio no es razón para callarlo. Y es imprescindible garantizar que eso no ocurra.
Nos detenemos ahora en lo que significa no disponer de libros propios. No reivindicamos el afán de posesión ni de exclusividad en la pertenencia, ni de apropiación, sino un modo de relación. Y de eso se trata. Crecemos asimismo en ella, gracias a ella. Hay sin duda mucha necesidad y alguna ocasión de compartir espacios, objetos, instrumentos, mecanismos, procedimientos. Y no está mal que lo hagamos con los libros. Pero para ello se requiere algo más. Si cabe estudiar sin libros es porque de alguna manera los vamos elaborando, configurando o conformando en la acción misma de enseñar y de aprender. Y no son todo, aunque vienen a ser un soporte indispensable. Y no nos referimos únicamente al aprendizaje o a la adquisición del conocimiento, sin duda cada vez más abiertos y plurales. La cuestión no es ya entonces ni solamente no tener libros, sino no poder tenerlos. Mientras, además, otros sí disfrutan de ellos. Así se agudizan las brechas, se ve afectada la oportunidad y se resiente la confianza y la estima en las propias posibilidades.
Ir y venir cargado con un hatajo de libros no es lo más recomendable. Carecer de ellos, tampoco. Hay nuevas y extraordinarias formas de aprender pero no pocas veces los textos significan un espacio común, de acuerdo con las necesidades y requerimientos de cada etapa, de cada época. Son un lugar de encuentro. Desdibujado ese espacio compartido, compatible también con diferentes formatos que buscan otro tanto, va generándose, con cierta sensación de indefensión y de pérdida, un grupo de quienes más bien parecen destinados a sobrellevar la situación que a crecer y abrirse nuevas perspectivas.
Esta otra modalidad de carecer de sustento muestra a su vez hasta qué punto hay quienes se ven en la necesidad de afrontar lo que poco a poco pero impecablemente constituye para ellos un desafío inabordable. Semejante forma de despojamiento, esta otra desnudez, la del niño y la niña sin libros, la del adolescente y la de quien en su primera juventud no puede lograr ni disponer de ellos, reclama toda una decidida intervención. Sin embargo, por lo que se ve, ni siquiera nos encontramos dispuestos a abordarla. Y para dejar de hacerlo somos capaces de ampararnos en sus sobrevenidas ventajas. Tal vez ni siquiera somos capaces de vislumbrar la intemperie de quien no puede o de quienes en su entorno próximo han de ir más allá de lo razonable para llegar. Y entonces no basta invocar a la exigencia y al esfuerzo.
Hay diferentes formas de leer y de aprender, pero quien no puede tener sus libros, los más inmediatamente necesarios, los más a mano, los siquiera mínimos, los textos básicos, se halla desprovisto, en una suerte de desamparo, y lejos de la maravilla de aquello que también a su modo va configurando todo un entorno intelectual, afectivo y emocional que, a su manera, también nos constituye y va haciendo que seamos quienes somos y buscamos ser, quienes necesitamos ser.
Una vez más recordamos el lamento de Ovidio al verse privado de sus libros, separado de ellos. Se encuentra así relegado. Se le asigna un lugar de residencia alejado e inhóspito que no podrá abandonar jamás (relegatus in perpetuum). Sus libros quedan suprimidos de las bibliotecas, se le apartan de su lado y tal vez quepa decir lo que él mismo afirma en caso de que alguien pregunte por cómo está: “contéstale que sigo vivo, aunque no demasiado bien”. Llegados a esas, podríamos pensar que no es tan determinante, pero confinado, separado de sus libros, comienza el verdadero exilio.
Muchas ocupaciones
Las peripecias de cada día nos ocupan y entretienen tanto, sin necesariamente ser atractivas, interesantes, fecundas, o amenas, que es difícil sustraerse a la idea de que permanentemente estamos haciendo recados. Y no siempre porque alguien nos lo pide o manda explícitamente, aunque sí tengan algo de encomienda. Lo hacemos por precaución o por provisión. Venimos y vamos a un conjunto de tareas que en la práctica ocupan nuestra existencia. No hay mucho que contar al respecto, salvo que nos dediquemos a la narración de lo más trivial. Sería insensato lamentar este tener que hacer, pero no deja de ser inquietante que estas labores se produzcan sin disponer precisamente de otros alicientes que tenernos operativos. No pocas veces se agradece. Hay quienes no pueden siquiera permitírselo y ello parece suficiente para acabar encontrando que se trata de un privilegio. Así que, a la faena.
Bien es cierto que si solo realizáramos empresas de envergadura, de largo alcance, plenas de sentido, y únicamente nos entregáramos a esfuerzos de decisiva importancia, a los grandes acontecimientos de la existencia, no tardaríamos en descubrir que ni siempre son tantos, ni para tanto. Y desde luego, algunos inquietantes. Sería suficiente, a la par, una mirada abierta y generosa para comprobar que otros cuidarían “lo secundario” por nosotros, si no para nosotros, como si meramente hubiéramos de dedicarnos a “lo que merece la pena”. En el extremo, los otros habrían de atender esas menudencias. Por ejemplo, en nuestro quehacer diario. Sin embargo, siempre es tiempo vivo, tiempo de vida. También para ellos, para ellas. Y en esto no deja de haber abusos.
En líneas generales, a pesar de lo enfático de ciertos discursos, los avatares cotidianos, las labores que tienen y entretienen nuestra existencia son de lo más común. Bastaría mencionarlas, enumerarlas, relatarlas, detenerse en su consideración, para ratificar que se nos va la vida en ellas. Pero precisamente, si nos dejamos de euforias, en esto consiste en gran parte vivirla. Eso no impide, antes bien propicia, los enormes desafíos y logros de los seres humanos, no pocos bien heroicos. Y algunas vidas, por otras razones, sin duda lo son. Sin embargo, los días, nuestros días, los de la mayoría, se reducen a un conjunto de actividades que no precisan ser rutinarias para ser poco apasionantes. Otro asunto es que algunos no lo necesitan para que resulten intensas y llenas de sentido y para otorgar una sencillez y una naturalidad que alcancen incluso la placidez.
No ha de descartarse que comer, lavarse o descansar lleguen a ser todo un acontecimiento, que dar respuesta a las vicisitudes de la vida o afrontar las inclemencias cotidianas, en caso de poder permitírselo, resulte suficiente para estar medianamente satisfecho. No deja de ser curioso que el objeto de la vida sea precisamente vivir y que tal vez todo aquello que para algunos es en cierto sentido una pérdida de tiempo sea en lo que consista hacerlo.
Podríamos ir desechando los aspectos colaterales para abordar directa y claramente lo importante, para centrarnos en lo llamado fundamental, para realizar diariamente solo lo que es determinante. En caso de gozar de semejante oportunidad nos encontraríamos en la tesitura de responder a algunas preguntas que ni siquiera nos hacemos, por lo visto, porque no podemos. De lo contrario, la coyuntura resultaría extraordinaria. Y también difícil. Se nos antojaría complejo y nos veríamos obligados a establecer qué es decisivo en cada jornada y en nuestra vida. Un privilegio y un compromiso.
Que se trate de vivir no significa que hemos de agotar los días en sobrellevarlos y en sobrellevarnos. Es en todo caso más de lo que no pocos pueden permitirse. Tal vez hemos de sobreponernos. Eso no siempre es incompatible con hacer frente a lo más imprescindible o inmediato. Lo que nos impresiona es que son tan inminentes las urgencias o consideramos tan urgente lo más próximo que finalmente lo que nos pasa agota quienes somos, que se reduce a un conjunto de sobresaltos. Quedamos en última instancia constituidos por un carrusel de emergencias que completan el desarrollo cotidiano de nuestra existencia.
Quienes viven en situación de especial necesidad no es que confundan vivir con sobrevivir, es que comprenden hasta qué punto en no pocas ocasiones coinciden. No faltan, sin embargo, quienes se sustentan con otra identificación, la de lo que hacen con lo que cabe o debe hacerse. No es que se desenvuelvan en el razonable espacio de lo posible, debatiéndose con lo que quieren o desean, es que simplemente habitan todo un conjunto de asimilaciones. Sus días, entre los que no es tan difícil reconocer también los nuestros, se agotan en anécdotas y peripecias, por muy decisivas que parezcan resultar, incluso que lo sean. En ellas se cumple el tiempo, nuestro tiempo de vida.
Lo curioso o lo inquietante no es que, como si dispusiéramos absolutamente del tiempo en lugar de reconocer que él dispone de nosotros, apresurados, vamos realizando tareas o afrontando las goteras del espacio, tratando de detener lo que nos incomoda o acucia. A veces, en ello se agota todo, a ello se reduce todo. Y nosotros en cierto modo también.
Que cada día esté constituido por lo que realizamos es menos desazonador que la constatación de que cada uno de nosotros vengamos a constituirnos por lo que hacemos cada jornada. No deja de ser razonable, pero viene a ser entonces una insuficiencia constitutiva. No es cuestión de desvincular quiénes somos de lo que hacemos, es cosa de no identificar, sin más, lo uno con lo otro. Que nuestro “obrar” sea, a decir de Hegel, nuestro “verdadero ser”, no significa que se limite al listado de faenas que cada amanecer nos otorgamos.
Rendirse a la evidencia de los hechos es dejar claudicar cuanto somos capaces de buscar, de perseguir, de desear, de transformar, lo que es imprescindible para no quedar prendados de la multiplicidad de tareas que a veces simplemente nos proponemos. En lugar de procurarnos la necesaria vacancia de un vaciar que nos abra espacios, lo llenamos todo de cumplimientos y cumplidos de labores que nos dan la satisfacción de rendida ocupación. Y efectivamente estamos ocupados. E invadidos. Y entretenidos.
Una vez más, se trata de distinguir, de elegir y de preferir. Y, de nuevo, no resulta fácil. Pero sí necesario. Recadistas y mensajeros de otros, y en cierta medida de nosotros mismos, vamos entregando vida a una pluralidad de actividades que nos devuelven como recompensa el haberlas hecho. Los días quedan llenos de deberes, de mandatos, de encargos, pero ello no elude la cuestión de hasta qué punto tanto recado o faena nos cierra u obstruye los espacios para otra constitución. Estamos tan ocupados que podríamos llegar a confundir nuestro ser con nuestra agenda.
Razón de enseñar
Pensar de verdad en los docentes incluye considerar lo que les ocurre a quienes entregan su enseñanza. A pesar de tantas dificultades, bien conocen que son la razón de ser de su labor. Y al tenerlos bien presentes, la cuestión es efectivamente quiénes son. Niños, niñas, chavales, adolescentes, jóvenes, hoy por hoy de todas las edades, son el sentido y dan sentido a la tarea de enseñar. Es preciso no sustraerse a lo que cada uno, cada una, son como seres singulares e irrepetibles. Y no es fácil. En la consideración por lo común, en la atención colectiva, no se diluye, antes bien resplandece, cada quien en su carácter insustituible. Sin duda, la labor es ardua y no siempre se dispone de los mejores ánimos o de las precisas fuerzas. Y condiciones. Y entonces quien enseña se encuentra efectivamente falto de recursos en múltiples sentidos. No de motivos.
Sin embargo, el buen docente no ve únicamente alumnos y alumnas, encuentra a seres singulares, quienes con alguna suerte de desamparo esperan, con no demasiada paciencia, y tienen necesidad sin conocer siempre lo que precisan. En la mirada de su desconcierto advierte aspectos de sí mismo, aunque no puede permitirse refugiarse en él.
Insistir en que no solo se educa en horario escolar es tanto como recordar que es tarea de todos, que nadie ha de desentenderse de esa responsabilidad que nos atañe. En cualquier caso, hay quienes, por su preparación, por su ocupación, su oficio y su competencia dedican tiempo de vida, vida propia, a enseñar. Y lo hacen a la par porque no dejan de ser capaces de aprender. Al encaminar y acompañar como docentes no cesan de buscar conducirse a sí mismos adecuadamente. Muestran, señalan, indican, significan. Y no pocas veces entienden la orfandad de quien les mira, tanto como la que ellos sienten al ser requeridos, en tantas ocasiones más allá de lo razonable, por mucho que sea dentro de lo imprescindible.
Es bien conocido que la desconfianza atenaza y que el desánimo no es el mejor componente de la audacia de enseñar. La necesaria labor crítica para con la actividad docente, si se tiene en cuenta que no es menor la que los propios docentes tienen de su propia tarea, no implica que esta haya de descalificarse. La mesura es profundamente educativa y la ponderación clave del equilibrio del juicio. El juego de las exageraciones no es cierto que estimule, al contrario, desalienta tanto como la palabra injusta.
Nuevamente se trata de reorientar la mirada y de ocuparnos de quienes con alguna indefensión efectivamente se ven más afectados por nuestros despropósitos. Ahora bien, fijados en ellos, en ellas, atentos a su vida vivida y por vivir, precisamente por eso, es cuestión de velar por la actividad docente, pero muy singularmente por el propio docente. Parece difícil una mejora radical sin que nos veamos concernidos e involucrados, a no ser que consideremos que es preciso un cambio total que, por lo visto, no siempre incluye a quien lo preconiza. Todo ha de ser diferente, menos uno mismo.
Cuando en un entorno personal, afectivo, cercano, tal vez en nuestra propia casa, nos encontramos con quien en otro contexto es un alumno, una alumna, sentimos un cierto vértigo no solo, como tanto se dice, por lo que debe ser vérselas en un aula con un conjunto numeroso de seres semejantes, sino más seriamente por lo que significa en concreto su propia vida, sus sueños, sus deseos y sus necesidades, por cómo pueden diluirse, esfumarse o enturbiarse en un conglomerado de indefiniciones, si no vienen a ser posibles en una comunidad en la que encontrar cauces, respuestas u orientación.
Efectivamente, es decisivo qué se enseña, lo que desde luego no es indiferente ni independiente de quién enseña. Por supuesto, por su preparación, por sus conocimientos y no menos por su modo de relación con ellos y por su forma de vivirlos. A eso hemos de asociar los valores y no limitarnos a preconizarlos o a reclamarlos vacía y abstractamente. No deja de ser determinante para qué se enseña. No solo pensando en la mera utilidad, sino en la finalidad, leída muy específicamente como “aquello con miras a lo cual” lo hacemos. Y se trata de responder a necesidades, no siempre explicitadas, pero la más decisiva es la de ser autónomos y libres, capaces de memoria, de gratitud y de responsabilidad y de afrontar desafíos generosa y eficientemente, y con dimensión y alcance plural y común. Sobre ello se configuran los mecanismos, los procedimientos, y se programan y se definen formas y contenidos. Pero no solo. Precisamente porque es decisivo a quién se enseña. Y aquí, el afecto, aquel que incluso puede sentirse antes de todo trato, es determinante.
El conocimiento no es un simple aditamento ni un mero ingrediente que añadir a una forma de vida. Es constitutivo de ella y se ha de incorporar a la misma, impregnarla y definirla. Por eso es tan atractivo encontrarse con quienes lo viven activa e intensamente hasta el punto de alumbrar y de generar toda su existencia. Pero para ello es imprescindible atender y considerar a tantos niños y niñas vulnerables, a tantos chavales en el desamparo de deambular errantes, sin entornos afectivos mínimamente estructurados, o a quienes ensayan una adolescencia que a veces dura demasiado, incluso para siempre. En cierto modo reproducen lo que también ocurre en no pocos contextos supuestamente adultos, lo que paradójicamente no siempre facilita la comprensión. Comprobamos que les sucede lo que no siempre nos gusta y que sin embargo también en cierta medida nos ocurre a nosotros mismos. Enseñar alcanza entonces a la necesidad de propiciar formas de vida, toda una tarea socializadora y civilizatoria, para atender la diversidad de cada singularidad en la convivencia.
Quien es docente bien sabe que precisa de los demás para abordar tamaño desafío, y de su apoyo, de su colaboración y de su confianza, muy singularmente de los entornos familiares y sociales, de toda la comunidad educativa. Y no solamente. No es secundario con quién se enseña. Pero siempre por y para los chavales, los chicos y las chicas que un tanto estupefactos entienden con dificultad el mundo del que forman parte. Va por ellos, va por ellas. Son el verdadero sentido y destino del enseñar y del educar y la mejor prueba de que no basta con recordarlos es hacer de eso cotidiana memoria viva.
De lo contrario, las precisas incertidumbres llegan a ser una mera recopilación de dispares propuestas, a veces de diversas instancias y administraciones, que podrían conducirnos a la sensación de que la razón de enseñar vendría a ser un conjunto de sentencias y normativas que, en la desconsideración de quien ha de aprender a vivir su propia vida, son aparentemente firmes, pero en realidad puro titubeo, vaivén de opiniones, de indicaciones y de decisiones para dejar sentado de modo desconcertante lo que ya Platón describe en La República: “un hombre que no es un hombre, viendo y no viendo un pájaro, encaramado en una rama que no era una rama, arrojó y no arrojó una piedra que no era una piedra”.
La diferencia que da igual
Ser diferente no es en sí mismo un valor. Tratar de serlo, tampoco. Depende de qué, o respecto de quién. En cierto modo ya se sabe que no somos idénticos, ni es cuestión de que lo seamos. Ahora bien, el empeño permanente por distinguirse, aunque puede resultar interesante, exigiría definir en cada caso en qué consiste. Desde luego, la alternativa no es reducirse al mero acomodo a lo ya existente en la plana indiferencia que todo lo uniforma. Ni de clonar la caricatura del otro para deslumbrar con nuestra arrogante irrupción. El asunto es de una enorme importancia, pero no pocas veces viene a ser pura trivialidad, cuando se reduce a un concurso de apariencias o de apariciones que se centran en la fácil decisión de rendirse a lo que cada uno ya parece que es. A lo sumo, peculiar.
La singularidad alcanza a todo un modo de ser. Puede decirse que no se reduce a una manera de ver, sino que es una mirada. En definitiva, es otra forma de vivir, la que se corresponde con lo irrepetible e inconmensurable de nuestra existencia. Pero ello se desdibuja si no alcanza al pensar, al sentir, al decir. Por eso no es tan fácil ser idénticos, aunque tampoco lo es ser en verdad diferentes. Y, desde luego, no basta con preferirlo.
La tendencia a marcar aspectos propios se ve en ocasiones acallada por su reducción a notas o aspectos, a indumentarias o a pequeñas actuaciones o intervenciones. “Por algo se empieza”, suele decirse, y no pocas veces con ello se acaba, a eso se reduce. Sin duda, los detalles juegan un papel determinante, pero el desafío de la diferencia es más ambicioso. No es cosa tanto ni solo de no ser igual, lo que nos haría precisamente indiferentes, es cuestión de llegar a ser diferentes. Y esto solo ocurre en el seno de lo que los clásicos griegos denominan “tò autó”, lo mismo, que en su diferenciarse nos posibilita ser diferentes en el seno de lo común, y solo entonces.
La verdadera diferencia radica en tal caso también en la capacidad de verse afectado, en la pasión con el otro, para con el otro, y no sin más en la mera actividad de lo que hacemos. No es solo lo que pasa, es asimismo lo que nos pasa. La acción apática, la que parece realizarse sin concernirnos, es desconsideración para con los demás, pero también para con nosotros mismos.
No basta con no ser como el resto para ser diferente. A veces nos proponemos ser igual de diferentes, esto es, ser diferentes en aquello que nos iguala, una suerte de simulación de la diferencia, en aspectos más o menos laterales, que proclamamos de modo crucial. Esa diferencia que da igual ni nos hace otros ni logra que las cosas sean de otra manera. La proliferación de diferentes que son indiferentes alienta el triunfo de lo idéntico.