EL DRAGÓN BAJO LA CIUDAD

 

David Mach Chulvi

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL DRAGÓN BAJO LA CIUDAD

 

© David March Chulvi

 

Mecenas-patrocinadores: Familia Chulvi-Deogracia, Antoni Palau, Merche Ballerter, José March Sorní, Rosa Vivó Belenguer, Gloria March Chulvi, Vicenta Chulvi Ballester, Rafael March Sorni, Miguel Chulvi Ballester y Pilar Belmonte.

 

Edita: Olelibros.com

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ISBN: 978-84-16646-77-7

 

 

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Mapa de la ciudad de los valientes

 

 

 

 

 

 

Muchos han querido hacerse con la ciudad de los valientes, pero muy pocos lo han conseguido. No todos son dignos de tal privilegio, y tan solo uno de ellos conoció al verdadero señor del lugar.

 

 

 

 

 

 

I

 

 

Una gota de brea cayó sobre el agua de la cisterna y el líquido prendió con una violenta llamarada. La estancia subterránea se despertó de las tinieblas y el pequeño Jaime se sorprendió de los animales que le rodeaban. Había un toro grisáceo, un león dorado, un caballo plateado, un ciervo con cuernos de hielo, un pequeño murciélago que colgaba de ellos, un oso pardo, una serpiente tan alta que llegaba hasta el techo, un águila de dos cabezas, un jabalí y un sinfín de criaturas que contemplaban en silencio el ritual de los hombres. El único humano que había entre ellos era un individuo de tez morena y barba poblada que vestía túnica verde con la cruz de San Jorge bordada en el pecho.

Jaime, junto a su primo Ramón Berenguer, y el maestre de la orden del Temple Guillermo de Montredó, habían descendido por los pasadizos subterráneos del castillo de Monzón hasta llegar a una caverna ocupada por una gran balsa de agua. También los acompañaba un aprendiz de caballero, que sujetaba la antorcha que los abrigaba de la oscuridad.

A Jaime los animales no le espantaban, pero a su primo sí, y el muchacho, asustado, dio un paso hacia atrás y tropezó con el pie del Maestre Templario; por fortuna, el joven aprendiz de caballero lo cogió al vuelo.

—No temáis —dijo el Maestre—, los animales no os harán daño.

El fuego imprimía mayor fiereza en los rostros de los animales pero la distancia que los separaba de ellos no los hacía peligrosos. La tranquila reacción de su Maestre les daba a entender que ya sabía de todo aquello.

En el bordillo elevado del aljibe se mostraban una serie de objetos situados frente a los animales. Jaime alzó con curiosidad la mirada pero tan solo llegó a descubrir una pequeña bandeja de plata junto a una campanita de cristal y una estrella escarchada.

—Ayudadles a subir —le dijo el Maestre al joven aprendiz—, y esta vez no acerquéis tanto la tea.

Los niños subieron un pequeño escalón de piedra y se asomaron al borde del aljibe. Unas pequeñas manchas de aceite ardían sobre la superficie del agua.

—Los cátaros construyeron esta cisterna hace más de cien años —dijo el Maestre Templario—, y en ella ocultaron un arma muy valiosa que tan solo un hombre de corazón puro podrá extraer.

En el fondo del estanque el brillo opaco de una espada llamó la atención de los niños.

—Aquel que lo haga —susurró el Maestre—, será el mejor rey de cuantos hayan gobernado.

Los niños se miraron extrañados porque sabían que los templarios nunca iban a poner algo tan valioso al alcance de cualquiera, ni de cualquier manera.

—¿Dónde está el truco? —preguntó Ramón—. ¿El agua está envenenada?

—¿Truco? —se sorprendió el Maestre—. Ninguno. Basta con ser puro de corazón y sacar la espada.

—¿Y si no se es? —insistió el niño.

—Si no se es, no se cogerá. ¿Queréis probar vos primero? —instigó el templario al callado Jaime. El muchacho acercó con cierto temor la mano a la superficie del agua y, cuando estaba a punto de sumergirla, uno de los animales interrumpió el momento:

—Esto es una estupidez —dijo el murciélago—, ningún hombre gobernará mis tierras por el hecho de coger una espada. Esa espada la puede coger cualquiera, basta con introducir la mano y llevársela.

—¿Y las llamas? —dijo el caballo plateado.

—Me sorprende vuestra ingenuidad, animales. ¿No veis lo burdo del truco? Hay tal cantidad de agua en el estanque que el fuego no le quemará. Quien coja la espada lo único que demuestra es no temer al fuego.

—¿No es de vuestro agrado el ritual? —dijo el Maestre—. Quien consiga la espada demostrará ser valiente.

—No tener miedo al fuego no te hace ser mejor rey —sentenció el animal—. Si no le importa quemarse por una simple espada, qué no le importará hacer con sus súbditos. ¿De qué le va a servir a su pueblo que no le tenga miedo al fuego? ¿Cruzará por medio de un incendio cuando sus ciudades ardan…? ¿No sería mejor que previniera los incendios?

—Será un rey que se sacrifique por su pueblo —dijo el toro grisáceo.

—¿Cogiendo una espada? —recriminó el murciélago—. La gente no vive de los sacrificios de los otros, sino de los propios.

—Estás muy equivocado —replicó el animal—. Además, ¿qué sacrificio se le puede pedir a un niño? A un niño de, de…? ¿Cuántos años tenéis?

—Nueve —respondieron los dos a la vez.

—¡¿Nueve?! —exclamó el animal—. Una vez dejé que un muchacho de 15 años gobernara mi ciudad, y fue un auténtico desastre. Empezó su reinado guerreando con todo el que podía.

—Pero luego la hizo rica y próspera —apuntilló el caballo plateado.

—Sí, pero eso no basta para gobernar una ciudad. Los humanos no comen rubíes.

—El abuelo de los muchachos construyó la ciudad que domina en mis pastos —dijo el toro grisáceo—, y ahora veo conveniente que sea uno de sus nietos quien la gobierne.

—No hay sangre ni corona que legitimen a un rey.

—La elección sería del agrado de Dios —dijo el hombre de barba negra rompiendo su silencio.

—Si esto es cosa de Dios, ¿por qué no ha venido Él mismo a hacer la elección? ¿Dónde está? —dijo el murciélago dejando la pregunta en el aire—. Aquí nos tienes a todos, a todos los animales, a todos los señores de las tierras que los cristianos quieren conquistar y, sin embargo, su Dios no ha tenido la dignidad de aparecer.

—¿Qué proponéis que hagamos? —preguntó el hombre de barba tupida.

—Que la espada vuelva a donde pertenece; de hecho, no sé ni por qué permitimos que los hombres se la lleven. Deberíamos enterrarla bajo tierra durante más de cien años y así los hombres darían un respiro a nuestras tierras. Vosotros no sois valientes, ni precavidos —acusó el murciélago—, vosotros, animales, directamente os habéis puesto a los pies de los hombres. Les dimos las llaves de nuestras tierras para que se acercaran a nuestro conocimiento, pero el hombre solo sabe destruir.

—Sin embargo, fueron ellos los que levantaron nuestras ciudades… —replicó el caballo plateado.

—Porque les dejamos hacerlo.

—Os propongo un trato —interrumpió el Maestre Templario—: mi orden guardará y protegerá la espada hasta que el rey esté listo para blandirla; de hecho, será la propia espada la que busque al rey cuando esté preparado…

El pequeño Jaime se cansó de la discusión entre los animales y los hombres e introdujo el brazo rápidamente y sin apenas pensarlo. De un solo tirón extrajo la espada del agua.

Todos enmudecieron.

La hoja se manchó con el aceite de la balsa y ardió con un fuego muy intenso. El niño no sufrió ninguna quemadura, y todos miraron expectantes al murciélago.

—Haced lo que queráis —dijo mientras se acercaba al hombre de tez morena—, pero yo no aceptaré a un rey que no se lo haya ganado. Aquí tenéis vuestra insignia, San Al Jadir —le dijo mientras le devolvía una pequeña cruz latina con un extremo afilado—, y decidle a Dios que seré yo quien decida al gobernante de mi ciudad.

El murciélago agarró con sus pequeñas garras una de las asas de la bandeja de plata que yacía sobre el bordillo del aljibe y, con ella en su poder, desapareció volando por los oscuros pasadizos de la gruta.

La llama de la espada brilló con tanta intensad en los ojos del joven monarca que éste sintió cómo una gran responsabilidad comenzaba a crecer en su interior.

 

 

 

 

 

 

II

 

Atardece en la ciudad de los valientes.

 

 

Un cielo abierto y despejado remarca las facciones adultas del monarca. En su mirada se adivinan las batallas que ha vivido, la que ha ganado y las que ha perdido, y al fondo, la ciudad de los valientes resiste en su callado sitio.

Los golpes de espadas rechinan contra los escudos musulmanes. En una explanada cercana a las murallas los sarracenos disputan un torneo contra los cristianos de Narbona, bajo la atenta mirada de su monarca. Los soldados golpean las zonas más duras de las armaduras evitando los flancos desprotegidos que pudieran causar graves heridas o la muerte directa. La pelea no es una batalla en sí misma. Los cristianos no pretenden matar al moro, sino derrotarlo, o que éste se dé por vencido para hacerse con sus monturas y sus armas como trofeo de la justa.

—Sus hombres luchan con valentía —dice el monarca, que vigila desde su montura—. Aunque los moros apenas atacan, y solo se defienden.

—Deben estar débiles, mi señor —dice el Arzobispo de Narbona, situado junto al rey—. Desde hace más de un mes no reciben ninguna caravana. Nuestros soldados han interceptado la llegada de tropas y suministros del sur.

—Lo sé, pero no es solo eso —dice el monarca—. El dirigente moro tiene alimento suficiente como para resistir unos meses más.

—Es la moral —interrumpe Don Blasco de Alagón. El primer mayordomo llega con su caballo y se coloca entre el rey y el Arzobispo—. Sin la ayuda de los tunecinos, saben que no tienen ninguna posibilidad de victoria.

—Quizás tengáis razón, Don Blasco, pero en mis campañas por Mallorca vi cómo los moros eran capaces de defenderse con uñas y dientes aunque estuvieran acabados.

—Bien poco me importa la moral del adversario —añade el Arzobispo de Narbona—, me fío más de los 600 hombres que he proporcionado a vuestra causa.

Escurriéndose entre los fornidos soldados que rodean al rey, y con la cabeza cubierta, una joven de rasgos árabes se acerca al monarca intentando no levantar sospechas. En sus manos sostiene un fardo de color azul que alza para salvar la distancia que la separa de él.

—¡Zaida! —se sorprende el monarca—. ¿Qué hacéis aquí? Éste no es lugar para doncellas.

—Mi señor —responde la joven, acercándole el fardo al rey—, la reina os envía este regalo en señal de buena fortuna.

—La buena fortuna la han de tener mis hombres —bromea el rey cogiendo el regalo—, y la están teniendo, pero dadle igualmente las gracias a la reina. Volved al campamento. Este no es lugar seguro para doncellas.

La mora agacha la cabeza y obedece. Una vez que la muchacha se ha escabullido entre los soldados y está lejos de la mirada del rey, se detiene y se vuelve hacia el torneo. Busca entre los guerreros a uno que lucha sin casco. Es Don Jimeno, mesnadero del rey, cuyos rizos cabalgan al sol con cada estocada contra el enemigo. Un golpe fallido le hace caer, queda indefenso ante el ataque del adversario, y uno de los moros levanta su sable para descargarlo sobre la armadura. Zaida retiene la respiración por un momento, pero otro soldado, que por fortuna se interpone entre Don Jimeno y el moro, detiene la espada del sarraceno y le salva la vida al caballero. Ambos salen ilesos y dispuestos a seguir guerreando. Zaida suspira aliviada. La preocupación por Don Jimeno no le deja calmar los nervios, así que se marcha a las tiendas cristianas para alejar los malos pensamientos de su cabeza

El monarca desenvuelve el pañuelo azulado y deja al descubierto el regalo.

—¿Qué es, mi señor? —pregunta sin ninguna discreción el lugarteniente de la orden del Temple, un hombre bajito de manos gruesas.

—Un racimo de uvas —dice el monarca mientras dibuja una leve sonrisa—. Antes de cada batalla, la reina me ofrece una fruta para darme buena suerte.

—¿Vamos a entrar en combate? —pregunta asustado el lugarteniente—. Nadie me había informado.

—No, tranquilo. La dama habrá creído que íbamos a pelear y por eso me envía el regalo. —El monarca divide el racimo de uvas en grupos más pequeños y se las ofrece a sus asistentes—. Tened, comedlo vosotros, disfrutad de mi buena suerte, que yo no tengo hambre.

—Muchas gracias, mi señor —desestima con amabilidad el lugarteniente templario—, pero dicen que quien con uvas sueña es porque va a actuar sin criterio.

—Esto no es un sueño, Berenguer —dice el monarca—. ¿Dónde habéis oído tal disparate?

—Es algo que se comenta entre los jóvenes de la orden, una tontería de superstición.

—¿La cual vos creéis?

—Me gusta prevenir en tiempos de guerra.

El rey no insiste y respeta el humilde rechazo del templario. Una vez ha repartido la fruta entre los ricohombres que lo asisten, agita el pañuelo para eliminar cualquier resto de piel y se lo guarda en un recoveco de la armadura.

—¡Majestad! —alerta el Arzobispo—. ¡Los musulmanes se escapan!

Viendo los sarracenos que su derrota va a ser inminente, fingen una rápida retirada para resguardarse tras las murallas de la ciudad y poner a salvo sus caballos y sus armas. El caballero Don Jimeno no acepta tal cobardía, porque es de ley que reciba los premios ganados, y corre tras los moriscos, acompañado por los hombres del de Narbona que galopan a su lado y gritan todos juntos: “¡Por San Jorge! ¡Hiramos! ¡Hiramos!”.

Al llegar a la puerta de Xerea, los cristianos se dan cuenta de que han caído en la trampa de los musulmanes. Los sarracenos esperaban tras los gruesos portones de madera sujetando pesadas lanzas y armados con sables y escudos. Los más numerosos son los saeteros que, sentados en el suelo, tensan sus arcos con los pies para que sus flechas lleguen lo más lejos posible y con más fuerza. Una vez que los aragoneses han cruzado el portón de la ciudad y se encuentran dentro del recinto amurallado, les han salido por la retaguardia una horda de moros que se escondían entre las cañas del foso y les cortan la retirada.

—¡Ayudemos a mis hombres, señor! —ruega el Arzobispo de Narbona—. Ya se sabe que compañía que se desbanda en batalla pronto es vencida.

—¡Vamos! —El rey reacciona con rapidez y se dispone a cabalgar junto a sus hombres.

—¿Qué hacéis, majestad? —dice Don Blasco, agarrando con fuerza las riendas de su caballo—. ¡¿No veis que es una trampa?! —El caballero detiene el galope del rey.

—¡Eso ya lo sabemos, Don Blasco! —recrimina el Arzobispo de Narbona—, y mis hombres han caído en ella.

—Vuestros hombres son el señuelo, Arzobispo, y deberían retirarse lo antes posible.

—Mis hombres están a punto de cruzar las puertas de la ciudad mientras los vuestros se esconden en el campamento, ¿por qué deberían retirarse?

—Mis hombres protegen la retaguardia, que es tan importante como la avanzadilla —se defiende Don Blasco—, y allí vuestros hombres podrán curar las heridas que sin duda se causarán por este ataque improvisado. Los años deberían haceros más cauto, señor de Amiel, pero vuestra impaciencia nos llevará a mal fin y nos matará a todos.

—Solo sé dos maneras de entrar en una ciudad —impone enfadado el arzobispo—: o con la llave, o vertiendo la sangre del enemigo, y no veo que llevéis una ganzúa.

—Vos estáis vertiendo vuestra propia sangre.

—¡Basta los dos! —grita el monarca para detener la discusión.

—Majestad, el moro no puede atacarnos en campo abierto porque sabe que le venceremos, y por eso nos lleva a su territorio —trata de defenderse Don Blasco—. Conozco muy bien la manera de actuar de los sarracenos, y…

—No alardee tanto, Don Blasco —interrumpe el Arzobispo—. Conoció al antiguo dirigente de la ciudad, como lo conocimos todos, pero el que ahora ocupa la ciudad es el nieto del rey Lobo.

—¡Por eso mismo! ¡Y sus intenciones serán más oscuras!

—Mi señor —interrumpe el lugarteniente de la orden del Temple—, me jurasteis que tras la conquista recibiría la torre de Ali Bufat, así como la pequeña fortaleza y las casas que la rodean, y no sería justo que otros se llevaran tal premio por haber atacado antes.

—¿Vuestra orden no está contenta con todos los pueblos que el rey le ha dado? ¿Hasta dónde llega la codicia de los templarios? ¿Qué secretos tiene esa torre que tanto queréis? —dice el Arzobispo de Narbona con cierta ironía.

—¿Secretos? Ninguno. Pero por esa puerta entró el tan honrado caballero Rodrigo Díaz de Vivar, y una construcción tan noble ha de ser defendida con ímpetu. Su majestad ha dicho que no tenía intención de atacar la ciudad, y mis hombres no están preparados para la pelea.

—No soy león ni leopardo para que así me pongáis freno —se queja el rey a Don Blasco—, mas ya que tanto os empeñáis en que me detenga, me detendré, pero quiera Dios que no resulte en vuestro mal el haberme detenido.

—Quizás en la batalla haya un león tan bravo como vos —aconseja Don Blasco—, y vos no lleváis ni casco ni cota de malla que os proteja.

—¿Qué proponéis, pues?

—Retirar las tropas y seguir sitiando la ciudad.

—Su majestad ha de decidir —coacciona el Arzobispo—. Si participa personalmente en la pelea y lucha junto a mis hombres, os aseguro que mis tropas atacarán con bravura y nos haremos con la ciudad. Alardearán de esa moral de la que antes tanto hablaban.

Al monarca la situación le recuerda a la toma de la ciudad de Burriana. Allí también sitiaron la villa como ahora sitian la ciudad de los valientes, pero todos sus consejeros le instaron a abandonar la contienda, ya que era una empresa muy difícil. El único que le animó a seguir con el asedio fue Don Jimeno que, alabando su valor y su liderazgo, le dio confianza para hacerse con la ciudad. Algo parecido le ocurrió con la ciudad de Albarracín, con la excepción de que entonces era mucho más joven y sus partidarios no tuvieron ningún escrúpulo en traicionarle y abastecer a los que se encontraban sitiados. El monarca no quiere repetir situaciones fracasadas.

—Que los trabuquetes lancen cargas desde el campamento —sentencia el monarca.

—Pero majestad…

El rey no permite que le interrumpan.

—Enviad una ballesta de torno a la puerta de Boatella y que un contingente de 200 soldados ataque con flechas cubiertas con estopa.

—¿De qué les va a servir a mis hombres que ataquemos otro flanco?

—Hará que el ejército sarraceno se divida.

—Majestad, la puerta de Boatella no es la más indicada para atacar, ya hablamos de ello, a unos metros se alza una torre que la defiende —aconseja el lugarteniente templario.

—Pero todos los moros se encuentran en la puerta de Xerea, ¿verdad? No sospecharán que atacaremos desde otro lado, por lo que apenas encontraremos resistencia y, con algo de suerte, incluso entraremos en la ciudad y los rodearemos.

Don Blasco no está convencido de las palabras del monarca, pero no sabe qué más decirle para disuadirlo, así que obedece sus órdenes y envía a unos cuantos soldados y a unos pocos ballesteros para atacar la puerta y la torre. Los cristianos confían en que nadie las está defendiendo, pero se equivocan estrepitosamente.

 

 

 

 

 

 

III

 

 

En una elevación del terreno, cercana a donde se está disputando la contienda, el hombre de tez morena y barba poblada observa los movimientos de los cristianos. Por un instante aparta la mirada de la batalla y se reclina hacia el suelo. Retira la tierra más superficial y deja al descubierto un pedazo de roca en la que se encuentra una media luna musulmana y una moneda romana fundida en la piedra. El hombre saca de entre sus ropajes la pequeña cruz latina cuya pata inferior acaba en una punta afilada, y la presiona contra la roca para ver si también se une, pero el intento no da fruto. El santo oye el rápido aleteo de un animal que se le acerca volando. Es un murciélago, y el animal ha salido de la ciudad aprovechando el comienzo de la caída del sol. No busca alimento, sino hablar con el hombre vestido con túnica verde y cruz de San Jorge bordada en el pecho. El animal se posa sobre sus manos y el hombre lo acerca a su oído para oír lo que tiene que decirle. Los siseos de la rata voladora son pequeños e imperceptibles, casi como un silbido, pero el hombre comprende las palabras del animal.

—¿De verdad? —dice extrañado—. ¿Él lo sabe? —El animal vuelve a sisear—. ¿Lo ha consentido? ¡Está bien! Si así lo queréis…

El hombre se pincha la yema del dedo índice con la cruz latina y deja que el animal beba de su sangre hasta quedar saciado. Lo lanza de nuevo al aire y este se dirige volando a la ciudad.

Desde la elevación en la que se encuentra, el hombre divisa el agujero que los aragoneses han abierto en la barbacana de la muralla. Lo abrieron varios días atrás, pero en él todavía permanece el mantelete de madera con el que los soldados se defendían de las flechas enemigas. Los cristianos estuvieron más de ocho días picando sobre la barrera que antecede al gran muro de hormigón y abrieron un agujero por el que perfectamente cabían dos hombres armados. Llenaron el foso con ramas y sarmiento para alcanzar la muralla, pero cuando comenzaron a picar sobre el hormigón, se dieron cuenta de que la piedra era demasiado resistente y solo consiguieron arañar la superficie. Demostraron que las paredes de la ciudad no eran inexpugnables, pero era como quebrar una roca con gotas de agua.

Contemplando las heridas recientes de aquel muro, el santo recuerda la primera vez que cargó contra las murallas de la ciudad de los valientes. Fue en una vida anterior a ésta, antes de morir por última vez, de la cual ya han pasado más de cincuenta años. Servía como soldado en las filas del rey Alfonso II de Aragón, abuelo del actual monarca, y recuerda cómo se paralizó ante las murallas de la ciudad cuando el contingente militar se lanzó contra ellas.

Mientras sus compañeros trataban de conquistar la fortaleza, él admiraba la grandiosidad de sus muros.

Algunos pensaron que el miedo lo había paralizado, pero el mal que lo aquejaba era otro bien distinto. Desde los albores de la humanidad, aquel santo había visto infinidad de guerras y batallas, pero nunca una murallas tan hermosas como las de la ciudad de los valientes.

Su robustez, su grandeza, su finura arquitectónica, su sinuosa silueta abrazando la ciudad, todo en ella era perfecto. Por primera vez en mucho tiempo San Al Jadir volvía a enamorarse.

Desnudó la piedra con su mirada y la liberó del sentido de la guerra y la batalla. Recorrió con la imaginación de sus manos el curvilíneo contorno de sus paredes, y sintió aquello mismo que la hacía grandiosa: su defensa; su ilimitada necesidad de proteger.

Los hombres odian las barreras tanto como las aman, porque las necesitan para hacerse grandes y superarlas.