LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS
UN BANQUETE CANÓNICO
MÉXICO
Primera edición, 2000
Primera edición electrónica, 2015
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ISBN 978-607-16-2847-3 (ePub)
ISBN 978-968-16-5807-6 (impreso)
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PRÓLOGO
Un libro es siempre el testimonio de varias lecturas. Cuando hace algunos años leí The Western Canon. The Books and School of the Ages de Harold Bloom no pude evitar el cúmulo de sugestiones que me emplazaba reclamando un esbozo o una confesión de aquella perplejidad. De entrada pensé que Bloom tenía razón al defender el canon de la literatura occidental ante el descentramiento valorativo que promovía la crítica posmoderna. Admití también que, como sugería el profesor de Yale, la única condición de posibilidad para una obra o autor canónicos se hallaba en la experiencia estética sublime, es decir, en la esfera donde Kant ubicó el misterio del arte: el reino de la sensibilidad. La explicación romántica, que Bloom tomó de Walter Pater, según la cual la alta literatura es aquella que por su “extraña belleza” produce una placentera inquietud o perturbación en el público, me bastaba para vislumbrar una ética de la lectura moderna.
Las dificultades comenzaron cuando leí los juicios de Bloom sobre la “literatura latinoamericana” que, en The Western Canon, se presenta como una entidad cultural unívoca. Percibí, entonces, que había espaciosos desencuentros entre los tres niveles del canon literario: el nacional, el continental o regional y el occidental. Bloom podía prescindir de Alfonso Reyes y Juan Rulfo, de Leopoldo Lugones y Macedonio Fernández, de José Martí y Virgilio Piñera, seis autores sin los cuales eran impensables, ya no las literaturas mexicana, argentina y cubana de los dos últimos siglos, sino toda la literatura hispanoamericana en su conjunto. Las objeciones se perfilaron todavía más al ver que en el catálogo de autores canónicos “latinoamericanos” de la “edad caótica” había dieciocho escritores y seis de ellos eran cubanos: Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas ¿A qué se debía ese preferencial desequilibrio? ¿Qué tan representativa de “América Latina” era la obra de estos poetas y narradores cubanos?
El ensayo “Un banquete canónico” quisiera describir la ambivalente reacción que me produjo el libro de Bloom. La primera parte está dedicada a la impugnación de la idea de un canon de la literatura latinoamericana que esté basado en invenciones ideológicas de la identidad cultural de ese topos llamado “América Latina”—mito del Segundo Imperio francés, resemantizado por sucesivas élites poscoloniales—. Luego, la argumentación se desplaza al campo literario cubano para reconstruir la canonización nacional que de ciertos autores y obras han producido, en los dos últimos siglos, las principales historias y críticas de las letras insulares. Al intentar la genealogía de ambos cánones, el latinoamericano y el cubano, se ponderan algunos análisis sobre la fabricación de autoridades literarias, realizados en el ámbito de los estudios culturales posmodernos, que, desde un romanticismo residual o nostálgico, Bloom rechaza de manera tajante.
La última parte del ensayo aborda el sinuoso tema de las relaciones literarias entre los seis escritores canónicos. ¿Cómo se leyeron entre sí? ¿Qué opiniones tenían unos de otros? ¿Cuáles eran sus afinidades y discrepancias? Hurgar en ese terreno pasional, dominado por el pathos de la vanidad artística, no sólo resultó ser un ejercicio hermenéutico sobre las formas de autorización que se practican dentro de un campo literario previamente autorizado por discursos críticos e historiográficos, sino una indagación en torno a esas políticas de la amistad que rigen la sociabilidad intelectual entre seis escritores cubanos. La pesadumbre de esa “geometría de las pasiones” vino a confirmar, paradójicamente, lo inútiles y rencorosos que pueden ser ciertos intentos de destruir el canon o de reconstruirlo desde parámetros ideológicos o culturales. Al parecer, frente al canon sólo hay tres opciones decorosas: preservarlo, estrecharlo o ampliarlo.
En cuanto a los seis escritores cubanos es innegable que “son todos los que están”, aunque tal vez “no estén todos los que son”. De acuerdo con los gustos, podría reclamarse la presencia de Eliseo Diego o de Lino Novás Calvo, de Virgilio Piñera o de José Martí. Pero, como dice Bloom al principio de su libro, las virtudes que hacen canónicos a ciertos escritores no hay que buscarlas en los juicios de un crítico sino en los placeres de un lector. Por eso, después del ensayo se presenta la antología “Coloquio de ficciones”, concebida en forma de diálogo, donde Guillén, Carpentier, Lezama, Cabrera Infante, Sarduy y Arenas intercambian sus textos y yuxtaponen sus voces. Al escucharlos discurrir con tanta nobleza sobre sus respectivas poéticas, es difícil no aceptar que con ellos la literatura cubana logró una misteriosa y fugaz plenitud.
México D. F., invierno de 1999
PRIMERA PARTE
UN BANQUETE CANÓNICO