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Roger Bartra (México, 1942)

es antropólogo, sociólogo y ensayista. Investigador emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México, se le reconocen aportaciones importantes y fundamentales en diversos campos de las ciencias sociales. Sus ensayos abordan muy diversos temas, que van desde la situación del campo mexicano y el problema de la conciencia hasta el análisis de la sociedad contemporánea, la teoría política y el concepto de alteridad. A la par de su carrera académica, el doctor Bartra ha labrado una importante presencia en la opinión pública: fue fundador y director de la revista de cultura política El Machete; ha colaborado como columnista en periódicos como Unomásuno y El Día, y dirigió el suplemento cultural La Jornada Semanal del diario La Jornada. Su destacada trayectoria le ha valido múltiples reconocimientos, como el Premio Universidad Nacional (1996), el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez (2009), el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2013) y el ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (2014).

SECCIÓN DE OBRAS DE ANTROPOLOGÍA


ANTROPOLOGÍA DEL CEREBRO

ROGER BARTRA

Antropología
del cerebro

CONCIENCIA, CULTURA
Y LIBRE ALBEDRÍO

[Versión ampliada]

Fondo de Cultura Económica

Primera edición (Filosofía), 2007
Segunda edición (Antropología), 2014
Primera edición electrónica, 2014

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ÍNDICE

Primera Parte
LA CONCIENCIA
Y LOS SISTEMAS SIMBÓLICOS

Prefacio

I. La hipótesis

II. La evolución del cerebro

III. Plasticidad cerebral

IV. ¿Hay un lenguaje interior?

V. Amputaciones y suputaciones

VI. El exocerebro atrofiado

VII. El sistema simbólico de sustitución

VIII. Espejos neuronales

IX. La conciencia al alcance de la mano

X. Afuera y adentro: el inmenso azul

XI. Las esferas musicales de la conciencia

XII. La memoria artificial

XIII. El alma perdida

Segunda Parte
CEREBRO Y LIBERTAD

Introducción. Las manos de Orlac

I. ¿Existe el libre albedrío?

II. Un experimento con la libertad

III. El cerebro moral

IV. Razones desencadenadas

V. La libertad en el juego

VI. Símbolos externos

VII. Reflexiones finales

Bibliografía

Índice analítico

PRIMERA PARTE
 
LA CONCIENCIA
Y LOS SISTEMAS SIMBÓLICOS

PREFACIO

En este libro trato de explicar el misterio de la conciencia. Explicar no quiere decir resolver el enigma. Quiero poner en juego, exponer desde el punto de vista de un antropólogo, los extraordinarios avances de las ciencias dedicadas a explorar el cerebro. Los neurólogos y los psiquiatras están convencidos de que los procesos mentales residen en el cerebro. Yo pretendo hacer un viaje antropológico al interior del cráneo en busca de la conciencia o, al menos, de las huellas que deja impresas en las redes neuronales. ¿Qué puede encontrar un antropólogo en el cerebro? Uno de los temas favoritos de la antropología, y en cuyo estudio tiene experiencia, es el de la identidad, una condición que suele ser vista como un enjambre de símbolos y procesos culturales que giran en torno de la definición de un yo, un ego que se expresa primordialmente como un hecho individual, pero que adquiere dimensiones colectivas muy variadas: identidades étnicas, sociales, religiosas, nacionales, sexuales y otras muchas. ¿Qué identidad hay dentro del cerebro? Su principal expresión es la conciencia.

Con el objeto de que el lector deduzca de entrada mis intenciones quiero aclarar qué es lo que entiendo por conciencia, para lo cual —más que una definición estricta— deseo hacer una referencia a la perspectiva de un filósofo que, a mi parecer, es el iniciador de las reflexiones modernas sobre este problema. No me refiero a Descartes, al que suelen recurrir los científicos más para criticar su dualismo que para apoyarse en él: al tomarlo como referencia muchas veces quedan atrapados en las coordenadas que estableció sobre la relación entre el cuerpo y el alma. En realidad Descartes usó poquísimas veces el término latino conscientia. Yo quiero traer en mi ayuda a John Locke, quien con gran audacia usó el concepto para plantear una idea que provocó intensas discusiones durante varios decenios. Creo que su idea sigue siendo útil para señalar y circunscribir el problema de la conciencia.

Al agregar un nuevo capítulo sobre la conciencia en la segunda edición de 1694 de su Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke perturbó profundamente las tradiciones morales y religiosas de su época.1 Locke rechazó la visión ortodoxa religiosa según la cual la identidad personal es una sustancia permanente. Para Locke el yo no está definido por una identidad de sustancias, sean divinas, materiales o infinitas: el yo se define por la conciencia. La identidad personal reside en el hecho de tener conciencia, algo inseparable del pensamiento: “es imposible que alguien perciba sin percibir que percibe”.2 Locke no concibe la conciencia como una sustancia pensante inmaterial y concluye que el alma no define a la identidad.3 A menos de medio siglo de la publicación de Las pasiones del alma (1649) de Descartes, Locke afirma que la conciencia es la apropiación de cosas y actos que incumben al yo y que son imputables a ese self.4 El yo radica en la identidad de un tener conciencia, de una actuación.5 Para Locke la persona es un término “forense”, es decir, que implica al foro: el yo es responsable, reconoce actos y se los imputa a sí mismo. El alma, en cambio, es indiferente al contorno material e independiente de toda materia.6

Al discutir el tema de la conciencia me parece mucho más estimulante partir de Locke que de Descartes. Podemos entender la conciencia como una serie de actos humanos individuales en el contexto de un foro social y que implican una relación de reconocimiento y apropiación de hechos e ideas de las cuales el yo es responsable. La manera en que Locke ve a la conciencia se acerca más a las raíces etimológicas de la palabra: conciencia quiere decir conocer con otros. Se trata de un conocimiento compartido socialmente.7

En su afán por colocar el problema a un nivel que pueda ser explorado científicamente, muchos neurólogos han reducido la conciencia a un sinónimo del hecho de percatarse, darse cuenta o percibir el entorno. Es lo que hace Christof Koch en su muy útil compendio panorámico del avance de las neurociencias en el estudio de la conciencia. Para él awareness es igual que consciousness.8 Con ello bloquea automáticamente toda investigación que entienda la conciencia a la manera lockeana, es decir, que incluya la vinculación del yo con el contorno que le concierne. La ventaja que encuentran los neurobiólogos en ampliar la conciencia a todo estado de alerta que le permita a un organismo percibir su contorno, radica en que posibilita el estudio del fenómeno en especies no humanas de animales, con las cuales se pueden hacer experimentos inadmisibles en personas. Sin embargo, al hacer a un lado las redes culturales que envuelven a la autoconciencia, se nublan fenómenos que, aun siendo estrictamente neuronales, no se entienden más que en un contexto más amplio. Quiero recalcar que a lo largo de las páginas que siguen entenderé que la conciencia es el proceso de ser consciente de ser consciente. Ya lo definía un antiguo diccionario castellano del siglo XVII: “Conciencia es ciencia de sí mesmo, o ciencia certísima y casi certinidad de aquello que está en nuestro ánimo, bueno o malo”.9 Me gusta la ingenua seguridad con que se acepta, en esta definición anticuada, que la ciencia puede conocer con certeza los secretos del yo, sean benignos o malignos.

¿De dónde se alimentan mis reflexiones sobre el problema de la conciencia? Puedo hacer referencia al menos a cuatro fuentes principales. En primer lugar, los muchos años como sociólogo sumergido en el estudio de diversas expresiones de la conciencia social y de su relación con las estructuras que la animan. Agrego a estas experiencias mis estudios antropológicos sobre la historia y las funciones de los mitos, incluyendo en forma destacada aquellos que giran en torno a las enfermedades mentales o de la identidad. En tercer lugar, recojo y cultivo los hábitos de la introspección, en algunas ocasiones sistemática y la mayor parte de las veces siguiendo al azar los vaivenes de mis gustos literarios y musicales o mis ensoñaciones.10 Por último, y de gran importancia, algunos años de lectura y estudio de los resultados que arroja la investigación de los neurocientíficos. Me ha parecido que he reunido los elementos suficientes para presentar un ensayo tentativo y exploratorio, sin duda riesgoso e imprudente, sobre uno de los más grandes enigmas a los que se enfrenta la ciencia.11 Pero debo confesar que no me hubiese atrevido a realizar este viaje si, durante un paseo solitario por el barrio gótico de Barcelona en 1999, no hubiese tenido una ocurrencia que se clavó en mi cerebro sin que nada pudiese borrarla. Desde ese día de otoño me dediqué a buscar obsesivamente en las investigaciones neurológicas los conocimientos que me permitiesen desechar la ocurrencia. No me disgustó —aunque sí me sorprendió— comprobar que estas lecturas contribuyeron a afianzar la idea original e impulsaron su transformación en una hipótesis manejable. No he podido resistir la tentación de exponerla a los lectores con la esperanza de que, acaso, contribuya a resolver el enigma de la conciencia.


1 El libro que hay que leer sobre estas repercusiones es el de Christopher Fox, Locke and the Scriblerians. Identity and consciousness in early eighteen-century Britain.

2 Essay concerning human understanding, capítulo 27, § 9, p. 318. Las páginas remiten a la traducción de Edmundo O’Gorman.

3 Ibid., 27, § § 12 y 15.

4 Ibid., 27, § 16, pp. 324-325.

5 Ibid., 27, § 23, p. 328.

6 Ibid., 27, § 27, p. 332.

7 Las raíces del término latino conscius son scive (conocer) y con (con). El Oxford English Dictionary dice: “knowing something with others”.

8 The quest for consciousness. A neurobiological approach, p. 3. Con más precisión, el neurobiólogo Francisco Javier Alvarez-Leefmans ha definido así a la conciencia: “un proceso mental, es decir, neuronal, mediante el cual nos percatamos de nuestro ‘yo’ y de su entorno, así como de sus interacciones recíprocas, en el dominio del tiempo y del espacio”; “La conciencia desde una perspectiva biológica”, p. 17.

9 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española [1611].

10 Javier Alvarez-Leefmans explica la importancia de la introspección en su texto “La conciencia desde una perspectiva biológica”. Una idea similar es desarrollada por José Luis Díaz en su artículo “Subjetividad y método: la condición científica de la conciencia y de los informes en primera persona”. Díaz afirma con razón: “si la conciencia no es un factor mental interno, recóndito y oculto, sino que está de alguna manera impresa en los informes verbales, de ello se desprende que un análisis empírico y técnicamente verosímil de los reportes verbales introspectivos sería, en realidad, un análisis de las características de la conciencia” (p. 164).

11 Divulgué en 2003 mi hipótesis sobre el exocerebro en una conferencia el 6 de noviembre de ese año en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid. Publiqué mi conferencia en febrero de 2004 como “La conciencia y el exocerebro”. Otro adelanto de mis ideas apareció como “El exocerebro: una hipótesis sobre la conciencia” en 2005.

I. LA HIPÓTESIS

A PRINCIPIOS del tercer milenio el cerebro humano sigue siendo un órgano oculto que se resiste a rendir sus secretos. Los científicos todavía no han logrado entender los mecanismos neuronales que sustentan el pensamiento y la conciencia. Una gran parte de estas funciones ocurre en la corteza cerebral, un tejido que parece la cáscara de un enorme fruto, una papaya por ejemplo, que hubiese sido estrujada y arrugada al introducirla en nuestro cráneo. Me gustaría extraer esta corteza para, al desplegar sus surcos, extenderla como un pañuelo en el escritorio frente a mí, con el propósito de escudriñar su textura. Si pudiese hacerlo tendría ahora bajo mis ojos un hermoso paño gris de unos dos o tres palmos de ancho. Mi mirada podría recorrer la delgada superficie para buscar señales que me permitirían descifrar el misterio escondido en la red que conecta miles de millones de neuronas.

Algo similar es lo que han logrado hacer los neurobiólogos. Gracias al refinamiento de nuevas técnicas de observación del sistema nervioso (como las tomografías de emisión positrónica y las imágenes de resonancia magnética funcional), los científicos avanzaron con rapidez en el estudio de las funciones cerebrales. En su euforia bautizaron los últimos diez años del siglo XX como la década del cerebro, y muchos creyeron que estaban muy cerca de la solución de uno de los más grandes misterios con los que se enfrenta la ciencia. Sin embargo, aunque desplegaron ante nuestros ojos coloridas imágenes del maravilloso paisaje interior del cerebro, no lograron explicar los mecanismos neuronales del pensamiento y de la conciencia.

En cierta manera los científicos abordaron el problema de la conciencia humana como lo hicieron los naturalistas del siglo XVIII, que buscaban al hombre en estado de naturaleza con el objeto de comprender la esencia desnuda de lo humano, despojado de toda la artificialidad que lo oculta. ¿Es la cultura responsable de la violencia y la corrupción que dominan a los hombres? ¿O hay un mal congénito impreso en la naturaleza misma del hombre? Para desentrañar el misterio de la conciencia humana, la neurología también ha intentado buscar los resortes biológicos naturales de la mente en el funcionamiento del sistema nervioso central. Se ha querido desembarazar al cerebro de las vestiduras artificiales y subjetivas que lo envuelven, para intentar responder a la pregunta: ¿la conciencia, el lenguaje y la inteligencia son un fruto de la cultura o están estampados genéticamente en los circuitos neuronales?

Sabemos desde hace mucho tiempo que el hombre en estado de naturaleza no existió más que en la imaginación de los filósofos y naturalistas ilustrados. Y podemos sospechar que el hombre neuronal desnudo tampoco existe: un cerebro humano en estado de naturaleza es una ficción. Es comprensible y muy positivo que desde el principio la década del cerebro quedase marcada por un fuerte rechazo del dualismo cartesiano. Gerald Edelman, uno de los más inteligentes neurocientíficos actuales, abre su libro sobre el tema de la mente con una crítica a la idea de una sustancia pensante (res cogitans) separada del cuerpo, formulada por Descartes.1 Pero el asunto se enturbió cuando el rechazo a las sustancias pensantes metafísicas se convirtió en una ceguera ante los procesos culturales y sociales, que son ciertamente extracorpóreos.

Con esta inquietud en la mente, al finalizar la década del cerebro leí el inteligente balance hecho por Stevan Harnad de los intentos por develar el misterio de la conciencia y de las funciones mentales complejas.2 De este trabajo se desprende que la década del cerebro avanzó en la explicación de algunos aspectos del funcionamiento neuronal, pero dejó en la oscuridad el problema de la conciencia. Este balance me estimuló poderosamente y me hizo pensar que la neurobiología había hecho a un lado aspectos fundamentales sin los cuales parecía difícil avanzar. Yo me había pasado buena parte de la década del cerebro estudiando como antropólogo las ciencias médicas que durante el Renacimiento y los albores de la modernidad intentaban comprender el funcionamiento cerebral humano.3 Me absorbió tanto el tema que por momentos sentía como si fuera un médico graduado en Salamanca o París en el siglo XVII. Los médicos de aquella época creían firmemente en las teorías humorales hipocráticas y galénicas, y por ello transitaban con facilidad del micromundo corporal al macrocosmos astronómico, atravesando ágilmente los mundos de la geografía, las costumbres, las estaciones, la alimentación y las edades. Con este bagaje me aproximé a la neurobiología actual: ¿qué podría entender un antropólogo que regresaba de un largo viaje al Siglo de Oro?

Mi primera impresión fue la siguiente: los neurobiólogos están buscando desesperadamente en la estructura funcional del cerebro humano algo, la conciencia, que podría encontrarse en otra parte.4 Quiero recordar que uso el término conciencia para referirme a la autoconciencia o conciencia de ser consciente. Ante esta búsqueda supuse que un médico renacentista pensaría que el sentimiento de constituir una partícula individual única podría ser parte de la angustia producida por una función defectuosa de los impulsos neumáticos en los ventrículos cerebrales que impediría comprender el lugar del hombre en la Creación. La conciencia no solamente radicaría en el funcionamiento del cerebro, sino además (y acaso principalmente) en el sufrimiento de una disfunción.

Se dice que un motor o una máquina neumática (como el cerebro en el que pensaba la medicina galénica, animado por el pneuma) “sufre” cuando se aplica a una tarea superior a sus fuerzas. El resultado es que se para. Como experimento mental, supongamos que ese motor neumático es un “cerebro en estado de naturaleza” enfrentado a resolver un problema que está más allá de su capacidad. Este motor neumático está sometido a un “sufrimiento”.

Ahora supongamos que este cerebro neumático abandona su estado de naturaleza y no se apaga ni se para como le ocurriría a un motor limitado a usar únicamente sus recursos “naturales”. En lugar de detenerse y quedarse estacionado en su condición natural, este hipotético motor neuronal genera una prótesis mental para sobrevivir a pesar del intenso sufrimiento. Esta prótesis no tiene un carácter somático, pero sustituye las funciones somáticas debilitadas. Hay que señalar de inmediato que es necesario reprimir los impulsos cartesianos de un médico del siglo XVII: estas prótesis extrasomáticas no son sustancias pensantes apartadas del cuerpo, ni energías sobrenaturales y metafísicas, ni programas informáticos que pueden separarse del cuerpo como la sonrisa del gato de Cheshire. La prótesis en realidad es una red cultural y social de mecanismos extrasomáticos estrechamente vinculada al cerebro. Por supuesto, esta búsqueda debe tratar de encontrar algunos mecanismos cerebrales que puedan conectarse con los elementos extracorporales.

Regresemos a nuestro experimento mental. Tendremos que tratar de explicar por qué un ser humano (o protohumano) enfrentado a un importante reto —como puede ser un cambio de hábitat—, y al sentir por ello un agudo sufrimiento, a diferencia de lo que le ocurriría a un motor (o a una mosca), genera una poderosa conciencia individual en lugar de quedar paralizado o muerto. En su origen esta conciencia es una prótesis cultural (de manera principal el habla y el uso de símbolos) que, asociada al empleo de herramientas, permite la sobrevivencia en un mundo que se ha vuelto excesivamente hostil y difícil. Los circuitos de las emociones angustiosas generadas por la dificultad de sobrevivir pasan por los espacios extrasomáticos de las prótesis culturales, pero los circuitos neuronales a los que se conectan se percatan de la “exterioridad” o “extrañeza” de estos canales simbólicos y lingüísticos. Hay que subrayar que, vista desde esta perspectiva, la conciencia no radica en el percatarse de que hay un mundo exterior (un hábitat), sino en que una porción de ese contorno externo “funciona” como si fuese parte de los circuitos neuronales. Para decirlo de otra manera: la incapacidad y la disfuncionalidad del circuito somático cerebral son compensadas por funcionalidades y capacidades de índole cultural. El misterio se halla en que el circuito neuronal es sensible al hecho de que es incompleto y de que necesita de un suplemento externo. Esta sensibilidad es parte de la conciencia.

Uno de los mejores investigadores reseñados por Harnad, Antonio Damasio, insiste en la división entre el medio interior, precursor del yo individual, y su contorno exterior.5 Es posible que esta creencia, profundamente arraigada entre los neurobiólogos, sea un obstáculo para avanzar en la comprensión de las bases fisiológicas de la conciencia humana. Consideremos una idea diferente: la conciencia surgiría de la capacidad cerebral de reconocer la continuación de un proceso interno en circuitos externos ubicados en el contorno. Es como si una parte del metabolismo digestivo y sanguíneo ocurriese artificialmente fuera de nosotros. Podríamos contemplar, plastificadas, nuestras tripas y nuestras venas enganchadas a un sistema portátil de prótesis impulsadas por sistemas cibernéticos programados.

Esto ocurre en los cyborgs de la ciencia ficción y en los experimentos realizados en primates, los cuales, gracias a un electrodo implantado, han logrado controlar mentalmente una conexión cerebro-máquina para mover a distancia un brazo robot.6 En cambio, estamos acostumbrados a estar rodeados de prótesis que nos ayudan a memorizar, a calcular e incluso a codificar nuestras emociones. Al respecto, otro de los libros con que se cierra la década del cerebro, del filósofo Colin McGinn, usa una imagen que me parece muy importante, aunque la desaprovecha lamentablemente. En su argumentación para demostrar que el cerebro humano es incapaz de encontrar una solución al problema de la conciencia, McGinn imagina un organismo cuyo cerebro, en lugar de estar oculto dentro del cráneo, está distribuido fuera de su cuerpo como una piel. Se trata del exocerebro, similar al exoesqueleto de los insectos o los crustáceos.7 El hecho de que esté expuesto al exterior no hace que este pellejo pensante sea más fácil de entender cuando, por ejemplo, este organismo tiene la experiencia del rojo. El carácter “privado” de la conciencia, dice McGinn, no tiene nada que ver con el hecho de que nuestro cerebro se encuentra oculto: la experiencia del color rojo en todos los casos se encuentra enterrada en una interioridad completamente inaccesible. El error de McGinn consiste en creer que la conciencia está sepultada en la interioridad. Si suponemos que la extraña criatura dotada de una epidermis neuronal es capaz de colorear su vientre cuando piensa en rojo, y otros organismos de la misma especie lo pueden contemplar e identificar, entonces nos acercamos a nuestra realidad: el exocerebro cultural del que estamos dotados realmente se pone rojo cuando dibujamos nuestras experiencias con tintas y pinturas de ese color. Hay que decir que la idea de un cerebro externo fue esbozada originalmente por Santiago Ramón y Cajal, quien al comprobar la extraordinaria y precisa selectividad de las redes neuronales en la retina, consideró a éstas como un segmento periférico del cerebro.8

Yo quiero recuperar la imagen del exocerebro para aludir a los circuitos extrasomáticos de carácter simbólico. Se ha hablado de los diferentes sistemas cerebrales: el sistema reptílico, el sistema límbico y el neocórtex.9 Creo que podemos agregar un cuarto nivel: el exocerebro. Para explicar y complementar la idea, me gustaría hacer aquí un paralelismo inspirado en la ingeniería biomédica que construye sistemas de sustitución sensorial para ciegos, sordos y otros discapacitados.10 La plasticidad neuronal permite que el cerebro se adapte y construya en áreas no afectadas circuitos que sustituyen a los que funcionan con deficiencias. Si trasladamos al exocerebro este enfoque, podemos suponer que importantes deficiencias o carencias del sistema de codificación y clasificación, surgidas a raíz de un cambio ambiental o de mutaciones que afectan seriamente algunos sentidos (olfato, oído), auspiciaron en ciertos homínidos su sustitución por la actividad de otras regiones cerebrales (áreas de Broca y Wernicke) estrechamente ligadas a sistemas culturales de codificación simbólica y lingüística. La nueva condición presenta un problema: la actividad neuronal sustitutiva no se entiende sin la prótesis cultural correspondiente. Esta prótesis puede definirse como un sistema simbólico de sustitución que tendría su origen en un conjunto de mecanismos compensatorios que remplazan a aquellos que se han deteriorado o que sufren deficiencias ante un medio ambiente muy distinto. Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se transmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico.

He utilizado diversas metáforas con el objeto de explicar de manera sencilla y breve una hipótesis sobre la conciencia y el exocerebro. Ahora es necesario desglosar la idea central para buscar con algún detalle los datos científicos que pueden dar base a mi interpretación. Pero he querido anticipar algunas ideas troncales para que cuando nos sumerjamos en los pormenores no perdamos de vista el objetivo de la búsqueda.


1 Gerald M. Edelman, Bright air, brilliant fire. On the matter of the mind, 1992. Dos años después Antonio Damasio popularizó la crítica en su libro Descartes’ error. Emotion, reason, and the human brain, 1994. Un ejemplo de esta interpretación dualista, aunque un tanto contradictoria, puede leerse en el libro de Arturo Rosenblueth, Mente y cerebro.

2 Stevan Harnad, “No easy way out”.

3 Roger Bartra, Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro.

4 No me adhiero, de ninguna manera, al viejo reclamo que solía hacer Skinner, quien sostenía que estudiar el cerebro era una forma de buscar equivocadamente las causas de la conducta dentro del organismo, en vez de hacerlo en el mundo externo (Burrhus F. Skinner, About behaviorism).

5 Antonio Damasio, The feeling of what happens. Body and emotion in the making of consciousness, pp. 135 y ss.

6 José M. Carmena et al., “Learning to control a brain-machine interface for reaching and grasping by primates”.

7 Colin McGinn, The mysterious flame. Conscious minds in a material world, p. 11.

8 En su trabajo “La rétine des vertébrés” considera a la retina “como un verdadero centro nervioso, una especie de segmento cerebral periférico” (p. 121). Hoy se habla también de un “segundo cerebro” en referencia al sistema nervioso entérico, una red de circuitos casi autónomos que regula todas las facetas de la digestión, de comienzo a fin entre el esófago y el colon, incluyendo al estómago y a todos los intestinos (Michael D. Gershon, The second brain).

9 Me refiero a las ideas de Paul D. MacLean, A triune concept of the brain and behaviour. Se refiere a tres tipos de cerebro: reptílico, paleomamífero y neomamífero.

10 Paul Bach-y-Rita, Brain mechanisms in sensory substitution.

II. LA EVOLUCIÓN DEL CEREBRO

LA MASA encefálica que, extendida en mi escritorio como el pañuelo imaginario que podría revelar los secretos de la mente, ocupa, estrujada, entre 1 200 y 1 500 centímetros cúbicos dentro del cráneo de los humanos anatómicamente modernos. El ancestro del Homo sapiens, el Homo erectus que apareció hace aproximadamente un millón y medio de años, tenía entre 850 y 1 100 cc de masa encefálica. Y, mucho antes, el cerebro del Homo habilis, que apareció hace unos dos millones y medio de años, ocupaba solamente entre 510 y 750 cc. Este proceso evolutivo se inició hace unos seis millones de años, cuando un grupo de grandes simios se diferenció y dio origen a diversas especies de bípedos: los australopitécidos. Para algunos científicos este periodo de seis millones de años es demasiado corto en términos evolutivos para dar lugar al surgimiento de las capacidades intelectuales y cognitivas propias del Homo sapiens. Se argumenta que el único mecanismo que puede explicar el rápido proceso evolutivo tiene un carácter cultural y social. Michael Tomasello sostiene que no ha habido tiempo suficiente para que se trate de un proceso normal de evolución biológica, el cual implica que la variación genética y la selección natural han creado una por una las habilidades cognitivas capaces de inventar y desarrollar complejas tecnologías y herramientas, formas sofisticadas de representación y comunicación simbólica y estructuras sociales elaboradas que cristalizan en instituciones culturales.1

Aunque estoy convencido de la enorme importancia de los circuitos culturales en la formación de la conciencia individual, creo que no debemos verlos como la varita mágica que resuelve los misterios del origen del cerebro anatómicamente moderno. Tomasello rechaza la idea de que una mutación haya creado el lenguaje. Para él la clave radica en que en los humanos evolucionó biológicamente una nueva manera intencional de identificarse y de entenderse con miembros de la misma especie.2 La continuación del proceso, a partir de esta única adaptación cognitiva que permite reconocer a los otros como seres intencionales, habría tenido un carácter enteramente cultural y produjo el desarrollo de formas simbólicas de comunicación. Este desarrollo, sostiene Tomasello, transcurre a una velocidad que ningún proceso de evolución biológica puede igualar. Stephen Jay Gould ha afirmado, por el contrario, que sí hay tiempo suficiente para un cambio en el nivel biológico. Gould comienza por advertir contra la peligrosa trampa que supone definir la evolución como un flujo continuo. El cambio ocurre mediante la transformación puntuada de subgrupos aislados en especies, y no a través de un cambio anagénico, a un lento ritmo geológico, de la totalidad del grupo.3 Gould demuestra que es una falacia creer que el crecimiento de la capacidad craneana que ocurre durante el periodo que separa al Homo erectus del Homo sapiens representa un ejemplo de velocidad evolutiva extraordinaria, algo tan raro que sólo se explicaría por las maravillosas capacidades de adaptación y de retroalimentación de la conciencia humana. Es decir, que la velocidad del cambio sólo se explicaría por la intervención de procesos culturales. En realidad no se trata de un ritmo de cambio extraordinario, sino que es perfectamente normal que la masa encefálica haya doblado su tamaño en 100 000 años (unas tres mil generaciones).4 Gould explica que el cambio de Homo erectus a Homo sapiens fue un proceso rápido de surgimiento de una especie que probablemente ocurrió en África entre 250 000 y 100 000 años atrás.5

No debemos centrarnos únicamente en el crecimiento (absoluto y relativo) de la capacidad craneana. Un estudio ha señalado la importancia de observar también la forma que adopta el cerebro, y ha descubierto la existencia de dos tendencias en la evolución de la forma del cerebro del género Homo. Los dos procesos llegan a un tamaño similar de la capacidad craneana, en un caso el hombre de Neandertal y en el otro el humano moderno. El primer patrón de desarrollo de la configuración craneana muestra que en la medida en que aumenta el tamaño decrece la distancia interparietal. Este patrón se observa en la evolución que va de los especímenes más arcaicos hasta los neandertales. Pero el proceso de cambio que desemboca en los cráneos humanos modernos muestra un salto evolutivo que se aparta del patrón señalado, e inaugura una nueva trayectoria. La nueva tendencia produce, con la ampliación de la capacidad craneana, una mayor expansión parietal, lo que da como resultado una configuración más esférica (braquicéfala) del cerebro. Esto parece indicar que las capacidades cognitivas de los humanos modernos no son una mera expansión de las habilidades arcaicas sino la adquisición de nuevas aptitudes. Los neandertales y los hombres modernos representan dos trayectorias evolutivas distintas e independientes.6

En este contexto es posible insertar la hipótesis sobre el funcionamiento de la conciencia. Un subgrupo de homínidos en África, hace un cuarto de millón de años, relativamente aislado y geográficamente localizado, sufrió rápidos cambios en la estructura, configuración y tamaño de su sistema nervioso central. Estos cambios se sumaron a las transformaciones, seguramente muy anteriores, del aparato vocal que permite la articulación del habla tal como hoy la conocemos. Podemos suponer que las mutaciones en estos homínidos arcaicos afectaron las funciones, la forma y el tamaño de la corteza cerebral, pero además ocasionaron transformaciones en los sistemas sensoriales que les dificultaron su adaptación al medio, como podrían ser cambios en la receptividad olfativa y, acaso, modificaciones en la capacidad de localizar las fuentes de los sonidos, así como alteraciones de las memorias olfativas y auditivas. Sus circuitos neuronales serían insuficientes y las reacciones estereotipadas ante los retos acostumbrados dejarían de funcionar bien. Acaso podríamos agregar el hecho de que grandes cambios climáticos y migraciones forzadas los enfrentaron a crecientes dificultades, por lo que quedaron en desventaja frente a otros homínidos que, mejor adaptados al medio, respondían con mayor rapidez a los retos cotidianos.

El primigenio Homo sapiens deja de reconocer una parte de las señales procedentes de su entorno. Ante un medio extraño, este hombre sufre, tiene dificultades para reconocer los caminos, los objetos y los lugares. Para sobrevivir utiliza nuevos recursos que se hallan en su cerebro: se ve obligado a marcar o señalar los objetos, los espacios, las encrucijadas y los instrumentos rudimentarios que usa. Estas marcas o señales son voces, colores o figuras, verdaderos suplementos artificiales o prótesis semánticas que le permiten completar las tareas mentales que tanto se le dificultan. Así, va creando un sistema simbólico externo de sustitución de los circuitos cerebrales atrofiados o ausentes, aprovechando las nuevas capacidades adquiridas durante el proceso de encefalización y braquicefalia que los ha separado de sus congéneres neandertales. Surge un exocerebro que garantiza una gran capacidad de adaptación. Se podría decir que el exocerebro sustituye el desorden de la confrontación con una diversidad de nichos ecológicos por el orden generado por un nicho simbólico estable.

Esta interpretación se enfrenta a un problema: hay un lapso de tiempo borroso que separa el surgimiento en el proceso evolutivo de los humanos anatómicamente modernos y el momento en que tenemos registros arqueológicos de una actividad cultural basada en formas de comunicación simbólica aprendidas. Adam Kuper ha observado que los humanos claramente modernos aparecen por lo menos unos 60 000 años antes de la presencia de una cultura desarrollada. Por lo tanto, supone, la cultura entró en escena muy tardíamente, pero en cuanto lo hizo la evolución cultural avanzó a una velocidad mucho mayor que la impuesta por las lentas mutaciones de la evolución biológica.7 Estos cambios ocurrieron durante la transición del Paleolítico medio al superior, cuando la industria lítica musteriense de los neandertales, probablemente incapaces de pensamiento simbólico, fue sustituida por la lítica auriñaciense de los modernos cromañones, hombres dotados de lenguaje, agrupados socialmente, practicantes de rituales y con una economía recolectora y cazadora organizada.

Hay una explicación para este hiato entre la adquisición de rasgos físicos modernos y el desarrollo de una cultura simbólica. Ian Tattersall encuentra la clave en la llamada exaptación.8 A diferencia de la adaptación, aquí se trata de innovaciones espontáneas que carecen de función o que juegan un papel muy diferente al que finalmente tienen. El ejemplo más conocido son las plumas, que mucho antes de ser útiles para volar funcionaron como una capa para mantener el calor del cuerpo. Tattersall cree que los mecanismos periféricos del habla no fueron una adaptación sino una mutación que ocurrió varios cientos de miles de años antes de que quedaran circunscritos por la función de articular sonidos. Y posiblemente, según este científico, las capacidades cognitivas de que nos jactamos también fueron una transformación ocurrida hace 100 000 o 150 000 años que no fue aprovechada (exaptada) sino hasta hace 60 000 o 70 000 años cuando ocurrió una innovación cultural que activó en algunos humanos arcaicos el potencial para realizar los procesos cognitivos simbólicos que residían en el cerebro sin ser empleados.9 Según Tattersall el detonador de este proceso cultural fue la invención del lenguaje. Aquí introduce una hipótesis que parece dudosa: supone que la habilidad lingüística tenía ya un cableado neuronal inscrito en el cerebro y que sólo faltaba el estímulo externo para ponerlo a funcionar. El disparador pudo haber sido algo tan sencillo como una invención realizada por un grupo de niños durante sus juegos. Una vez hecha esta maravillosa invención el conjunto de la sociedad debió de adoptarla y difundirla a otros grupos.10

No queda claro el motivo por el cual los hombres tardaron varias decenas de miles de años en descubrir las potencialidades dormidas de su cerebro. ¿Fue el producto del mero azar? No parece una explicación adecuada. Creo que debemos aceptar que la transformación neuronal comenzó a tener consecuencias desde el momento en que un subgrupo de homínidos tuvo que enfrentarse a retos que superaban los recursos normalmente usados. No fue el azar de un juego de niños el que descubrió la habilidad de dotar a los objetos de un nombre. Lo importante en un proceso de exaptación es la refuncionalización de las modificaciones no adaptantes llamadas spandrels por Gould, que toma un término de la arquitectura: esos espacios triangulares que no tienen ninguna función y que quedan después de inscribir un arco en un cuadrado (tímpano, enjuta) o el anillo de una cúpula sobre los arcos torales en que se apoya (pechina). Las pechinas cerebrales podrían haber sido circuitos neuronales abiertos a funciones inexistentes, a memorias inútiles o a señales externas que no llegan, o bien a mecanismos no relacionados con procesos cognitivos. Gould explica que el número de pechinas aumenta considerablemente con la complejidad del organismo: son pocas las que hay en el espacio cilíndrico umbilical de un gasterópodo, comparadas con la gran cantidad que alberga un cerebro humano, pechinas que sobrepasan considerablemente el número de cambios adaptantes que ocurren con la expansión de la masa encefálica.11

Mi hipótesis sobre el exocerebro, como he explicado más arriba, implica una situación en la cual el individuo está sometido a un sufrimiento ante las dificultades para sobrevivir en condiciones hostiles. Al respecto quiero traer en ayuda de mi argumento las reflexiones de Antonio Damasio, quien se preguntó por el disparador que pudo impulsar las formas complejas de comportamiento social. Supone, me parece que acertadamente, que las estrategias sociales y culturales evolucionaron como una manera de enfrentar el sufrimiento en individuos dotados de notables capacidades memorativas y predictivas. La clave de la interpretación de Damasio radica en que este sufrimiento es algo más que el dolor que siente el individuo como una señal somatosensorial provocada por una herida, un golpe o una quemadura. Al dolor sigue un estado emocional que se experimenta como sufrimiento. El dolor es una palanca para el despliegue adecuado de impulsos e instintos, explica Damasio. De la misma manera el organismo despliega los dispositivos emocionales del sufrimiento para impulsar medios que lo evitan o lo amortiguan. Algo similar ocurre con el placer, una sensación que genera estados emocionales adicionales.12

Habría que dar un paso más: buscar las posibles consecuencias neuronales del sufrimiento en condiciones para las cuales el individuo no encuentra los medios orgánicos para evadirlo. A fin de cuentas el sufrimiento es el resultado de una carencia, una ausencia, una privación. En estas condiciones el organismo siente la necesidad de sustituir los recursos que le faltan: no sólo agrega un estado emocional propicio, sino que además acude a los mecanismos simbólicos y cognitivos que residen en su cerebro como pechinas y enjutas alojadas sobre los arcos de su arquitectura neuronal. Esto puede implicar desde luego el uso de armas y herramientas, pero sobre todo la asignación de voces a los objetos y a las mismas emociones o a las personas, la aplicación de signos en los caminos o en las fuentes de recursos, la ejecución de ritmos y movimientos rituales para simbolizar la identidad y la cohesión de los grupos familiares o tribales, y el uso de técnicas de clasificación como memorias artificiales.

No es seguro que haya habido un vacío de unos 60 000 años, un extraño intervalo de transición durante el cual los hombres ya anatómicamente modernos, dotados de un cerebro como el nuestro, habrían vivido sin desarrollar las capacidades simbólicas de los seres que hace más de 30 000 años crearon las figuras en marfil halladas en la cueva Hohle Fels, en el Jura suabo, y las pinturas de la cueva Chauvet en el sur de Francia. Es muy posible que sea en gran parte un vacío de información que descubrimientos venideros podrían llenar. De hecho, ya tenemos huellas de estos nuevos descubrimientos en las excavaciones de la cueva de Blombos, en África del Sur, donde es posible que haya indicios de actividad simbólica humana de hace 75 000 años.13 Por otro lado, seguramente una parte de las huellas tempranas de las actividades cognitivas más rudimentarias, realizadas con materiales perecederos, no ha sobrevivido. Los restos más antiguos de seres humanos modernos, asociados a lítica propia del Paleolítico medio han sido hallados en el sur de África. Según la teoría más aceptada fue en ese continente donde se originó el Homo sapiens. Probablemente llegó a Europa en la época en que el último periodo glacial alcanzaba las más bajas temperaturas, hace más de 45 000 años. Durante ese periodo debió de expandirse el exocerebro humano, un conjunto de procesos culturales estrechamente conectados al sistema nervioso central. A partir de estos y otros indicios, Tomasello ha dicho que “la conclusión ineluctable es que los seres humanos individuales poseen una capacidad biológicamente heredada para vivir culturalmente”.14 Yo más bien creo que adolecen de una incapacidad genéticamente heredada para vivir natural, biológicamente. Esto nos lleva a la búsqueda de esos circuitos neuronales que se caracterizan por su carácter incompleto y que requieren de un suplemento extrasomático.


1 Michael Tomasello, The cultural origins of human cognition, pp. 2-4.

2 Ibid., p. 204.

3 Stephen Jay Gould, The structure of evolutionary theory, p. 913.

4 Ibid., pp. 851 y ss. y 915.

5 Ibid., p. 916.

6 Emiliano Bruner, Giorgio Manzi y Juan Luis Arsuaga, “Encephalization and allometric trajectories in the genus Homo: evidence from Neanderthal and modern lineages”.

7 Adam Kuper, The chosen primate. Human nature and cultural diversity, cap. 4.

8 Ian Tattersall, The monkey in the mirror. Essays on the science of what makes us human, pp. 51 y ss. Véase la primera formulación del concepto en Stephen Jay Gould y S. Vrba, “Exaptation — a missing term in the science of form”.

9 Ian Tattersall, The monkey in the mirror, pp. 153 y 182.

10 Ibid., pp. 160-163.

11 Stephen Jay Gould, The structure of evolutionary theory, p. 87.

12 Antonio R. Damasio, Descartes’ error. Emotion, reason, and the human brain, “Post scriptum”.

13 Christopher S. Henshilwood et al., “Emergence of modern human behavior: Middle Stone Age engravings in South Africa”. Véase también Kate Wong, “The morning of the modern mind”.

14 Michael Tomasello, The cultural origins of human cognition, p. 53.