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BREVIARIO

del
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

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EL GRABADO EN MADERA

San Cristóbal (según un grabado de mediados del siglo XIV)

El grabado en madera

por
PAUL WESTHEIM

Fondo de Cultura Económica

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO

Primera edición en alemán, 1921
Primera edición en español, 1954
Segunda edición en español, 1967
   Cuarta reimpresión, 2013
Primera edición electrónica, 2014

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A
ERNEST RATHENAU
testimonio de una vieja amistad

La imprenta ha sido para mí un milagro parecido al del grano de trigo que se vuelve espiga. Milagro de todos los días y por eso más grande aún: se siembra un solo dibujo y se cosecha muchísimos.

VINCENT VAN GOGH

PREFACIO

Esta edición popular de mi libro sobre el grabado en madera, publicado por primera vez en Berlín en 1921, conserva íntegramente el contenido original. Al revisar el texto, que parte del modo de trabajar del grabador, tuve la satisfacción de comprobar que lo reconocido por mí en aquel entonces sigue siendo válido en nuestros días.

Suprimí en la nueva edición algunos nombres de artistas (aunque ninguno de grabador) que en el continente americano no suenan ni siquiera a los conocedores de arte. Por otra parte, pude agregar algunas láminas. Añadí, además, un nuevo capítulo sobre el grabado en madera y linóleo en México, que desde la Revolución ha estado desempeñando, junto a los murales, tan importante papel en la producción artística del país y puede considerarse una de las principales expresiones de la nueva voluntad de arte.

Cuando escribí este libro no conocía aún este nuevo grabado de México, como tampoco lo conocían los mismos mexicanos. El ensayo de Jean Charlot Un precursor del movimiento de arte mexicano, nada menos que la revaloración artística de Posada, apareció en 1925. En 1930, Frances Toor publicó la primera monografía de Posada, con introducción de Diego Rivera. Francisco Díaz de León descubrió a Picheta en 1938. Y casi todos los artistas que en el México contemporáneo han impreso su sello al grabado en madera empezaron a trabajar en la tercera década del siglo: Fernando Leal y Francisco Díaz de León en 1922, Leopoldo Méndez en 1926.

Al ponerme a escribir este capítulo comprendí que, dado el carácter de mi libro, sería indispensable completar las notas sobre el desarrollo de la xilografía en México y los comentarios a la producción de los diversos artistas con una investigación estética y estilística del nuevo grabado en madera mexicano, que todavía estaba por hacer —el instructivo libro de Erasto Cortés Juárez acerca de El grabado contemporáneo, cuyo mérito es reunir un material biográfico completo, se limita a esbozar un panorama histórico, según lo expresa en la introducción el mismo autor—. Espero que mi análisis del curso evolutivo y de la actitud estética de los grabadores en cuya obra éstos se reflejan con mayor claridad contribuya a una mejor comprensión de ese nuevo arte mexicano, comprensión desde sus propios y peculiares supuestos.

En los últimos treinta y tantos años la xilografía ha atraído a muchos artistas del Viejo y del Nuevo Mundo. En el curso del siglo XIX, que, pensando en Delacroix, Chasseriau, Díaz, Gavarni, Guys, Daumier y Toulouse-Lautrec, podríamos llamar el siglo de la litografía, el grabado en madera, extraviado por caminos errados, había perdido su vigor y originalidad. Su renacimiento en los primeros decenios de nuestro siglo se debe a que los intensos efectos que con él se pueden lograr se ajustan perfectamente a la visión y postura artística de esta época nuestra, más inclinada a la simplificación expresiva que al refinamiento. Es cierto que la abundancia de la producción xilográfica no puede hacernos olvidar que la aplastante mayoría de los trabajos, y precisamente los que ocupan el mayor espacio en las historias del grabado moderno, son grabados en madera sólo en el sentido de que para su confección se usó una tabla de madera. Casi todos ellos —tengan importancia artística o no— son, una vez más, meros dibujos trasladados a una plancha, en que los grabadores no aprovecharon la fuerza creadora de forma inherente al material y a la técnica —probablemente porque ni la sospechaban.

Haciendo abstracción de este fenómeno, vemos que el grabado en madera de estos últimos treinta años es una ampliación y profundización del modo de crear desarrollado a principios de siglo, en su época de gestación, que, hirviendo en inquietudes, se había lanzado a la búsqueda de una renovación técnica y de valores auténticamente expresivos. Su finalidad es conservar y aprovechar para nuevas creaciones los recursos plásticos que resultan de una técnica primitiva de artesano. Lo que queremos decir en concreto lo documenta la asombrosa estampa de Ernst Ludwig Kirchner (fig. p. 195), obra que grabó antes de poner fin a sus días. Una composición gráfica que, en cuanto a grandeza de visión y maestría técnica, no tiene nada que envidiar a las xilografías del Ars memorandi (fig. p. 80) o de la Biblia de Colonia (fig. p. 95). Los artistas que trabajaron en este periodo son en gran parte —tanto en Francia como en Alemania o en los países escandinavos— los mismos que habían participado en aquella revolucionaria transformación del arte del grabado. Edvard Munch murió apenas en 1944, Käthe Kollwitz en 1945, Ernst Barlach en 1939 y Christian Rohlfs en 1938. La mayoría de ellos —Nolde, Schmidt-Rottluff, Heckel, Pechstein, Feininger— sigue viviendo y trabajando. En Francia —mencionemos a De Vlaminck, Dérain, Dufy, Léger— pasa lo mismo. Aristide Maillol murió en 1944. Los artistas de la nueva generación que les han seguido no tienen motivo para rebelarse contra sus antecesores. El camino señalado por éstos no sólo no cohíbe ni limita su idiosincrasia creadora, sino que los estimula para desplegarla libremente y les brinda inagotables posibilidades productivas. (Para no destruir la unidad del libro, las reproducciones de esas nuevas obras se hallan insertas en la parte que trata del grabado de nuestro siglo. El asterisco en el índice de ilustraciones orienta al lector sobre las estampas agregadas en ese capítulo.)

Pues el nuevo grabado en madera, cuyo prototipo establecieron Gauguin y Munch, no es un mero estilo o movimiento, sino manifestación de un íntimo anhelo de la época: el de reducir la creación artística en general a sus elementos radicales con el fin de restituirle su carácter prístino e intenso. Es ésta la meta que desde Cézanne y Van Gogh rige toda creación que nuestro tiempo considera esencial. Barlach (figs. pp. 206 y 207) escribe en una carta a su hermano: “…Quisiera convertirte al grabado en madera. Es una técnica que invita a la profesión de fe, a decir categóricamente lo que en última instancia se quiere decir. Obliga a cierta validez universal de la expresión y rechaza los efectos superficiales de los procedimientos cómodos y de atractivo barato. Tengo concluidos varios grabados en madera de tamaño grande, relacionados todos con la miseria de nuestro tiempo…” No es raro, pues, que los expresionistas se hayan apoderado con entusiasmo de un procedimiento tan propio para plasmar sus vivencias anímicas en la forma más inmediata, más intensa, más violenta —más expresiva, en fin—. De algunos de ellos se puede decir que sus grabados en madera no sólo son lo mejor, sino también lo más “expresionista” de su obra. “On ne peut se montrer plus fauve qu’avec du noir!”, dice Claude Roger-Marx. Pero aunque no cabe duda que los expresionistas, empezando por Gauguin y Munch, descubrieron en la escritura lapidaria del nuevo grabado en madera un medio ideal para realizar sus visiones, sería erróneo identificar este último sin más ni más con el expresionismo. Siendo un tipo de creación artística que parte de ciertos elementos formales, como la superficie, la línea, los contrastes entre masas blancas y masas negras, encaja también dentro de otros movimientos artísticos de nuestra época, máxime que en casi todos ellos predomina una tendencia hacia lo expresivo. Basta señalar el grabado de Picasso que reproducimos (fig. p. 218). En Francia, los numerosos artistas que, inspirados por Gauguin, habían empezado a usar esta técnica —sobre todo Dufy, Dérain, De Vlaminck y Galanis— “abandonaron de pronto el grabado en madera como una moda obsesionante”, según expresa Claude Roger-Marx en su libro French Original Engravings from Manet to the Present Time. Hasta indica una fecha: el año de 1923. Desde la primera exposición del Salon des Indépendants Peintre-Graveurs “presenciamos un resurgimiento de la litografía”. Y agrega que muchos de estos artistas fueron “renegados del grabado en madera”.

La excepción es Aristide Maillol, cuyas maderas (figs. pp. 211 y 212), litografías y aguafuertes son de lo más noble que nuestra época haya creado en el terreno de las artes gráficas. En sus grabados en madera parte del estilo lineal de los xilógrafos renacentistas italianos. Ya en 1912 empezó a grabar las planchas de las ilustraciones para las Églogas de Virgilio, obra que no se publicó hasta 1925. Siguieron después, en 1935, el Ars amandi de Ovidio (en parte grabados en madera, en parte litografías) y, en 1937, Dafnis y Cloe de Longo, con cuarenta y nueve grabados en madera.

Un nuevo grabador que en poco tiempo logra fascinar a un gran público en todas partes del mundo es Frans Masereel, admirado también como pintor de puertos y escenas callejeras. Se sirve de la xilografía para predicar un humanismo muy elevado, afín al ethos que se expresa en la obra de Käthe Kollwitz. Ha elaborado para sus creaciones gráficas un idioma plástico propio, muy suyo, que, bastante ornamental en sus primeros tiempos, se acendra con los años, se va volviendo parco y expresivo y acaba por condensarse en una especie de taquigrafía, adecuada para formular con claridad y precisión lo que le importa decir. No describe nada, no dibuja el objeto aislado. Se expresa en grandes contornos; con vigor y exquisita sensibilidad contrasta masas blancas y masas negras. Para la propagación de sus ideas inventa un nuevo género gráfico: la novela en estampas. Idea, El sol, Urbe son los títulos de algunas de estas “novelas”, que más que esto son sermones en imágenes, en principio algo parecido a los libros de horas en que se deleitaban los grandes señores de la época gótica, aunque estilísticamente hay poca semejanza entre la gracia de las miniaturas medievales y esas xilografías lacónicas y tajantes, destinadas a sacudir las conciencias empedernidas e insensibles del hombre del siglo XX.

Frans Masereel grabó las ilustraciones para varias obras maestras de la literatura mundial: el Ulenspiegel y Lamme Gœdzack de Charles de Coster (fig. p. 223), el Juan Cristóbal de Romain Rolland y otras. En 1947 apareció entre las obras póstumas de Romain Rolland un argumento de película intitulado La révolte des machines, con ilustraciones y proyectos escenográficos grabados por Masereel en íntima colaboración con el poeta.

Es natural que el surrealismo, empeñado en fijar espontáneamente las experiencias del subconsciente sin recurrir a la voluntad o a la reflexión, haya considerado el grabado en madera como un procedimiento incompatible con sus intenciones. Debía temer que la conservación consciente de los primeros impulsos, al través de un trabajo premeditado, controlado por el entendimiento, destruyera precisamente aquello que le importaba más que todo: lo impulsivo. Así es que los surrealistas no hicieron ningún intento en la plancha de madera. A Max Ernst, espíritu inquieto, infatigable buscador de recursos idóneos para plasmar sus visiones o alucinaciones, se le ocurrió aprovechar también la estampa en madera para su método de collage. Lo que le atraía no era el grabado en madera en sí, sino el dépaysement de los objetos a que esa técnica se presta. En la serie Les malheurs des Immortels emplea las ilustraciones xilográficas de varios libros populares del siglo XIX para estructurar composiciones plásticas surrealistas (fig. p. 217), representativas de uno de los aspectos de su obra, lo fantástico del objeto, e íntimamente afines a los experimentos realizados por Man Ray con 1a “fotografía sin cámara”.

En Francia, recientemente también en los Estados Unidos, algunos cultos editores —Henry Kahnweiler en París, Albert Skira en Lausanne, Curt Valentin en Nueva York—, estimulados por el ejemplo de Ambroise Vollard y henchidos de la pasión por el libro bello que tenga categoría y valor de obra de arte, han encargado a artistas de renombre la interpretación xilográfica de los textos. Precisamente el nuevo grabado en madera, que renuncia al dibujo dentro de los contornos y a la indicación de detalles por medio del rayado, ofrece, mucho más que cualquier otro procedimiento gráfico, la posibilidad de fundir texto e ilustración en una sola unidad tipográfica. En esos libros sobrevive una tradición condenada a desaparecer en una época únicamente interesada en la producción en serie. Citaré los más conocidos de entre ellos. Arp: Dreams and Projects (1952); Bonnard: Paul Verlaine, Parallelèrnent (nueve grabados en madera); Claude Anet: Notes sur l’amour (1922); Braque: Erik Satie, Le piège de Méduse; Dérain: Guillaume Apollinaire, L’enchanteur pourrissant; Max Jacob: Les œuvres burlesques et mystiques de Frère Matorel, mort au couvent; Rabelais: Pantagruel (1946); Dufy: Fernand Fleuret, Triperies (1924); Gischia: Shakespeare, The Phœnix and the Turtle (1944); Gromaire: L’homme de troupe; Lascaux: Antonin Artaud, Tric-trac du ciel; Laurens: Teócrito, Les idylles (1945); Léger: André Malraux, Lunes en papier; Picasso: Honoré de Balzac, Le chef-d’œuvre inconnu (sesenta y siete grabados en madera, 1931); De Vlaminck: Communications, histoires et poèmes de mon époque (1927).

Con frecuencia los artistas están empleando, en lugar del grabado en madera, el procedimiento más cómodo del grabado en linóleo. Matisse, que lo aprovechó en las ilustraciones de Pasiphaé de Montherlant (fig. p. 216) —delicados dibujos de contorno incisos en el fondo negro—, analizó en una ocasión el carácter peculiar de esta técnica: “A menudo comparo este procedimiento con un violín y su arco: una superficie y una gubia —cuatro cuerdas tensas y unas cerdas de caballo—. La gubia, lo mismo que el arco, responde directamente a la sensibilidad del artista… La menor distracción al trazar la línea se traduce en una presión involuntaria de los dedos sobre la gubia y modifica el carácter del trazo. Análogamente, una leve presión de los dedos que sostienen el arco del violín cambia el sonido de suave a fuerte…”

Tal como en México, el grabado en madera y linóleo se ha utilizado en estas tres últimas décadas en todos los países latinoamericanos como medio adecuado para dar mayor resonancia a una producción artística deseosa de emanciparse de modos europeo-académicos. Pienso en Oswaldo Goeldi, en el Brasil; en Oswaldo Guayasamín y Eduardo Klingman, en el Ecuador; en Julia Codesido, en el Perú; en Víctor L. Rebuffo, Pablo Ginco, Rodolfo Castaño y Pompeyo Audivert, en la Argentina; en A. Posse y Peñalver, en Cuba, y en el uruguayo Antonio Frasconi.

En la URSS y las nuevas democracias populares, últimamente también en China, se está aprovechando en gran escala el grabado en madera como instrumento de la instrucción del pueblo y de la propaganda política. De acuerdo con el “realismo socialista” que rige esta producción artística, los grabadores parten de los nuevos contenidos que les toca popularizar. Todavía es prematuro vaticinar cómo será el estilo que resultará de esa actitud. La tarea que encierra su progama es tan compleja que, comparando lo hecho hasta ahora, por ejemplo, con la obra de Käthe Kollwitz y de Frans Masereel, no podemos menos de comprobar que su repertorio plástico se limita todavía a formas y recursos convencionales, consagrados por la tradición.

Es de esperar que los grabados que hemos agregado en esta edición y que por cierto no pueden ser más que una selección —aunque, creo yo, una selección característica—, contribuyan a dar una idea del sesgo que ha tomado el grabado en madera en estas tres últimas décadas.

LA EVOLUCIÓN DEL GRABADO EN MADERA DESDE EL SIGLO XIV HASTA EL SIGLO XX

S

EIS SIGLOS de evolución europea, rica en vicisitudes, ha recorrido el grabado en madera desde sus principios. En nuestros días es la pasión de la joven generación de artistas, que parecen haber encontrado en él un recurso peculiarmente propicio a sus intenciones creadoras y para quienes el trabajo en la plancha de madera significa la satisfacción —por lo pronto casi la única— de uno de sus más intensos anhelos: el retorno a un modo de crear primitivo y al trabajo manual del artesano. Para las generaciones anteriores —todo el siglo XIX, siglo de la enciclopedia, del periódico, de la revista ilustrada y de las “ediciones de lujo”— el grabado en madera fue cosa distinta, y no sólo estilísticamente distinta: fue un método ideal y ampliamente aprovechado para ilustrar libros y revistas y, en general, ediciones de grandes tiradas. Las más altas realizaciones artísticas alcanzadas con este método son las viñetas de Menzel para el Cántaro roto de Kleist y las estampas, igualmente de Menzel, en torno a la figura de Federico el Grande. Debido al desarrollo de los procedimientos de reproducción fotomecánica, la xilografía pudo emanciparse.

Ese empleo del grabado en madera como técnica reproductora de dibujos se basaba en un procedimiento ideado a principios del siglo XIX por el inglés Bewick. En el fondo no se trataba del grabado en madera propiamente dicho, sino de una variante: el grabado en madera de pie, cuyo objeto primordial era la reproducción fiel y exacta de dibujos, con todos sus tonos y matices pictóricos. Tal aplicación práctica parecía por lo pronto la salvación de la xilografía. Los siglos XVII y XVIII habían optado en amplia medida por el grabado en cobre, ante todo por el aguafuerte, más dúctil, de técnica más fácil, más rico en matices, más en consonancia con el ideal de la época. Artistas y conocedores abandonaron casi totalmente el grabado en madera, cuyo carácter lineal, anguloso, nada pictórico, opuesto a las imperantes intenciones creadoras, no era susceptible de mayor refinamiento: un proceso que no carecía de cierta lógica interna. Los artistas del siglo XVI, siguiendo en ello a Durero, habían sometido la xilografía a exigencias que casi rebasaban sus posibilidades técnicas. Cuanto menos las tomaban en cuenta, cuanto más procuraban dotar las reproducciones de sus dibujos de la gracia de su escritura artística, cuanto mayor sutileza trataban de imponer con ello al bloque de madera, tanto más profunda era la desilusión que les causaba la aparente insuficiencia y lo complicado del procedimiento. Fue un error, una meta equivocada, pedir a la madera los efectos de la plancha de cobre; todos los esfuerzos dirigidos a este fin estuvieron condenados a fallar. A pesar de ello, la xilografía tuvo precisamente en el siglo XVI la más amplia aplicación, lo que se explica por la fácil e ilimitada posibilidad de imprimir directamente y por la enorme divulgación que de tal manera se garantizaba a las estampas.

Debido a estas propiedades, le tocó en la era de la Reforma —preñada de inquietudes y efervescencias, innovadora en todos los terrenos— una misión de alta trascendencia: asegurar, sobre todo en Alemania, una difusión en gran escala, insospechada hasta entonces, de las ideas y del repertorio formal de los más conspicuos espíritus renacentistas. Pero en la medida en que se ponía al servicio de esta tarea, fue perdiendo su originalidad.

La xilografía primitiva de los siglos XIV y XV se desarrolló, un poco desdeñada por las capas dirigentes, al margen de la verdadera voluntad de arte de la época, como asunto de una clase media no del todo culta y de gusto retrasado. Era aprovechada en los talleres de los artesanos, donde se vivía del arte más que para el arte, a fin de satisfacer un consumo en masa de tipo sencillo y basto. En un principio no fue ni quiso ser más que un procedimiento destinado a sustituir el trabajo de los calígrafos y dibujantes. Pero entre las manos de simples maestros grabadores, más convencionales que ingeniosos, sometidos, por inveterado objetivismo de artesano y sin la menor intención artístico-estética, a las condiciones de la técnica, surgió un capítulo de las artes gráficas que, en cuanto a originalidad, seguridad estilística y fuerza expresiva, no ha sido superado hasta ahora.

Ante aquellos documentos de los primeros tiempos, casi podemos considerar un camino errado la evolución que tomó la xilografía desde el siglo XVI, evolución que relegó a segundo término al artesano —o sea al grabador—, lo convirtió en órgano ejecutor subordinado al dibujante y confió a éste la tarea de la creación original. Y parece que ha quedado reservado a los intentos contemporáneos, realizados con otros recursos y encaminados hacia otras metas, provocar un nuevo desarrollo de las poderosas posibilidades expresivas inherentes al grabado en madera. Si esta fase reciente no consistiera sino en una adopción más o menos libre de los medios creadores de antaño; si una vez más se tratara de eclecticismo, tendríamos harta razón de desconfiar también de tal evolución. Pero precisamente la semejanza exterior es lo que no existe, según demostraremos con diferentes ejemplos. Lo que hay de común son ciertas tendencias plásticas, que obedecen a idénticos impulsos internos: afán de monumentalidad, tendencia a imponer a la superficie una estructura tectónica y rítmica, y aspiración a la sencillez del oficio. Una semejanza, pues, basada tanto en la identidad de decisivas intenciones artísticas como en el hecho, muy concreto, de que los artistas hayan vuelto a coger ellos mismos la plancha y la navaja y hayan llegado a comprender al través de su mano, intelectualmente, lo que el xilógrafo antiguo había conocido en forma ingenua: las posibilidades expresivas del procedimiento.

Seguramente no es un azar que la xilografía se empobrezca cada vez más a medida que va sacrificando las bases elementales de su técnica. Estamos lejos de proclamar, con mezquina actitud purista, un llamado estilo xilográfico y de rechazar, apoyados en un dogma fácil de establecer, todos los resultados que pueda dar el ingenioso y soberano juego de los recursos técnicos. Pero si hiciera falta una prueba, la historia del grabado en madera nos demostraría que la falta de expresividad y la adopción de finalidades erróneas conducen irremediablemente a la violación y al abuso de un procedimiento.

F

UERON impulsos de orden estético los que llevaron al artista del siglo XX hacia el grabado en madera. Tropezó con él en búsqueda de una ampliación e intensificación de sus posibilidades expresivas. Muchos jugaron con el japonismo, atraídos por sus encantos decorativos. Munch, como la mayoría de los artistas que después de él se dedicaron al grabado en madera, ensayó todos los procedimientos gráficos: el aguarfuerte, la litografía, el grabado en madera en blanco y negro y en colores; lo movió un afán parecido al de Van Gogh, que, para enriquecer su paleta, para operar con medios de expresión más simples y a la vez más intensos, recurrió al azul de Prusia, al amarillo cromo y al verde veronés, colores todos ellos que en el curso de una evolución en declive habían caído en descrédito por demasiado fuertes y dominantes.

Naipes (alrededor de 1400)

Muy distintas fueron las causas que convirtieron en impresor de breves al pintor de breves. (Breve se llamaba a todo escrito corto.) Éste, según nuestros conceptos actuales y según su posición en aquellos tiempos, no era propiamente un artista, un hombre de emociones y aspiraciones creadoras. Artesano, al margen del arte, ejercía este oficio suyo, que era una especie de arte aplicado que cubría la pequeña demanda diaria de trabajos escritos y pintados. Entre otras cosas, confeccionaba por encargo de los conventos representaciones de la Pasión e imágenes de santos, que se distribuían entre los fieles en las peregrinaciones y procesiones y que la gente colgaba en las paredes de su casa: por ejemplo, la de san Cristóbal, particularmente solicitada porque, según una creencia popular, quien la mirara estaba protegido durante ese mismo día contra una muerte repentina. Aquel pintor tenía también la tarea de producir en grandes cantidades las llamadas “estampas de preservación”, en que se veía igualmente algún santo patrono, en la mayoría de los casos san Sebastián —o bien el signo del rocío—, y a las que el pueblo atribuía la virtud de librar de la peste a quien las tuviera en casa. Aumentó constantemente la demanda de bulas de indulgencia, que se presentaban en forma cada vez más suntuosa y que al final ya no podían prescindir de la ilustración. No menos importante fue la demanda de estampas profanas, de hojas de calendario y, aún más, de barajas. En todo esto se trataba de “artes gráficas aplicadas” de tipo corriente. Claro que ocasionalmente se recibían pedidos de obras de lujo por parte de la sociedad cortesana, del alto clero o del patriciado de las ciudades, y podía suceder que a un maestro particularmente apreciado se le encargara un trabajo primoroso aun desde el punto de vista artístico.

Planetario

Piedad (alrededor de 1440)

Las grandes masas no exigían tal esfuerzo especial. Al pueblo que rendía culto al demonio del juego en las casas de baño y en las tertulias de las hilanderas, en ferias y posadas, por los caminos reales y en el vivaque, le interesaba bien poco el aspecto del naipe y la persona que lo había confeccionado. Y por lo que hace a la demanda litúrgica, sólo era menester que las representaciones fueran correctas desde el punto de vista canónico; y eran tanto más populares cuanto más estrictamente se atenían a los modelos tradicionales. Rara vez se exigía algo extraordinario. Abstracción hecha de los pocos encargos excepcionales, que estimulaban al artesano a hacer alguna cosa fuera de lo común, un taller de ésos se dedicaba día por día y casi exclusivamente a la reproducción mecánica, más o menos fiel, de originales consagrados; es decir, a una labor de copista cuyos diferentes procesos de trabajo se ejecutaban separadamente. Uno escribía los textos, otro trazaba las figuras; uno las iluminaba con este color, y el otro con aquél. Es natural que a consecuencia del brusco aumento de la demanda se empezara a pensar en la posibilidad de simplificar el procedimiento y producir más, y más rápidamente. Así es que en un momento dado se le ocurrió a algún cerebro ingenioso reproducir mecánicamente el dibujo, que era siempre el mismo y que había que copiar una y otra vez. Para ello no se requería un invento.

En los talleres de orfebrería reinaba desde mucho tiempo atrás el uso de estampar los ornamentos repetidos constantemente sobre un papel de calca y mediante una pieza de metal ennegrecido. También era conocida la técnica del estampado de telas, importada del Asia oriental, probablemente en el siglo XIII. La idea de recurrir a este procedimiento, que daba buenos resultados y que podía adoptarse sin más ni más, se impuso cuando ya no pudo dar abasto a la demanda el trabajo manual, monótono hasta la fatiga, y casi por completo mecanizado. En el fondo, los mismos impulsos fueron los que condujeron, algunos decenios más tarde, al invento de la impresión con caracteres movibles.

De una edición xilográfica de la Biblia pauperum, Noerdlingen, 1470

De una edición xilográfica de la Biblia pauperum (siglo XV)

También en este caso se trata de una demanda cada vez mayor, de un consumo del mismo tipo y de la necesidad de remplazar procedimientos complicados y lentos —como la escritura de libros y la estampación con planchas de madera— por un modo de trabajar más productivo.

No cabe duda que la intención de Gutenberg fue sustituir —mediante una técnica mecánica y más barata— el códice manuscrito, que subsistía como privilegio aristocrático de unos cuantos, en una época en que el afán de ilustración y cultura ya se había apoderado de amplias capas del pueblo. En el fondo simplemente trató de crear una imitación. Y ésta es la razón por la cual la gente del gran mundo, por ejemplo los Médicis, veían con desprecio esa mercancía impresa y no la admitían en sus bibliotecas.

No es muy arriesgado afirmar que un hombre como Fust, carente de escrúpulos éticos y con mentalidad de mal patrono, no habría invertido en el nuevo invento el dinero necesario sin la intención de hacer pasar por manuscritas las obras confeccionadas mediante la nueva técnica; si no hubiera jugado con la idea de reducir con ella los gastos y cobrar, a pesar de esto y sin rebajas, la misma cantidad que, según las reglas del gremio, se cobraba por trabajos escritos. Y es un hecho que fue a París y vendió allí como manuscrito una de las primeras Biblias impresas.

Exactamente lo mismo sucedió con el grabado en madera. En un principio se quiso sustituir con él a la miniatura y no existía el menor propósito de crear algo nuevo, algo que por su técnica se diferenciara de lo anterior. Todo lo contrario: si hubieran surgido dificultades al traducir el dibujo a pluma al nuevo procedimiento, probablemente se habría renunciado a él o se habría procurado suprimir estas diferencias. De cualquier modo, se procuraba obtener un resultado final idéntico. Se trataba de remplazar el dibujo manual e imitarlo en forma tan ilusoria que el consumidor creyera que seguía recibiendo lo mismo que antes —aunque probablemente esto le tenía muy sin cuidado—. Pues todas esas imágenes de santos, esos naipes y hojas volantes no eran sino bagatelas, a las que no se pedía gran cosa, con tal que el tema mismo y su representación correspondieran a los conceptos usuales.