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Roger Bartra

Territorios del terror
y la otredad

Fondo de Cultura Económica

Primera edición (Pre-Textos), 2007
Primera edición (FCE), 2013
Primera edición electrónica, 2013

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Índice

Prólogo

I. Las redes imaginarias del terror político

II. Alegorías de la creatividad y del territorio

III. Culturas líquidas en la tierra baldía

IV. Los salvajes de la modernidad tardía: arte y primitivismo en el siglo XX

V. La mitología francesa y el féretro del romanticismo

VI. Las obras del castor: la vida de Lewis H. Morgan

VII. Doce historias de melancolía en la Nueva España

Índice analítico

Prólogo

EL SIGLO XX NACE EN OCCIDENTE BAJO LOS SIGNOS DEL TERROR y la otredad. Estas dos figuras tienen una larga historia, pero hoy su presencia parece más agigantada que nunca. Este libro ofrece una aproximación antropológica a los problemas actuales generados por el terror y la otredad, una pareja inseparable en nuestra cultura. El terrorismo hunde sus raíces en la defensa de alteridades religiosas, étnicas o nacionales que se sienten amenazadas. ¿Puede el relativismo antropológico justificar los escalofriantes actos terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y del 11 de marzo de 2004 en Madrid? Propongo discutir al respecto las ideas de algunos pensadores y escritores para buscar soluciones al conflicto entre tolerancia democrática y agresividad fundamentalista. ¿Es necesario tolerar y respetar expresiones religiosas o políticas intolerantes?

El relativismo —que acepta como igualmente válidas todas las expresiones culturales— ha contribuido a implantar la tolerancia en la cultura moderna. Pero al mismo tiempo corre el riesgo de legitimar actos de terrorismo y crueldad que atentan contra la civilidad democrática. El fundamentalismo actúa con la fuerza de las profundas raíces que crecen en los territorios culturales. Se cree que este problema es agudizado por la llamada globalización, que produce la desterritorialización de las culturas y el trágico desarraigo de las expresiones artísticas. ¿Cómo afectan las fronteras entre los diversos territorios a la creatividad de los pueblos que los habitan? ¿Cómo valorar las emanaciones artísticas y literarias que provoca la pertenencia real o mítica a una tierra?

Los miedos que despierta la otredad no sólo provienen de los crecientes flujos migratorios que erosionan las homogeneidades culturales tradicionales. Son estimulados por una compleja cosmografía de otredades míticas que describe las angustias del Occidente posmoderno. Por ello, conviene dar una ojeada a las imágenes de la otredad salvaje que nos han legado los artistas vanguardistas. Conviene además observar la manera en que se han visto los mitos antiguos y primitivos como expresiones de una misteriosa otredad. Como complemento, este libro ofrece un breve examen de la forma en que uno de los padres de la antropología —Lewis H. Morgan— concibió el lugar de las otredades salvajes y bárbaras en el gran teatro del progreso humano hacia la civilización. Y como punto final, se invita a un relampagueante viaje al pasado lejano por el exotismo de la locura melancólica, un inquietante y esponjoso espacio de alteridades transgresivas.

Las partes de este libro componen un mosaico extraño armado para invitar al lector a la reflexión y a la discusión. De ninguna manera pretenden ofrecer una exploración exhaustiva de los territorios del terror y la otredad. Sí buscan, en cambio, tocar algunos puntos sensibles y acaso dolorosos o incómodos que me parecen reveladores de los tiempos que vivimos.

I. Las redes imaginarias del terror político

EL PODER SUELE FASCINAR A LOS ANTROPÓLOGOS PORQUE NOS ofrece un variado abanico de espectáculos atractivos, mitos reveladores y simulacros curiosos. Las formas modernas del poder no son menos floridas que las antiguas y tradicionales. Desde mediados del siglo XX, por ejemplo, los militares en los Estados Unidos han realizado un simulacro ritual, cuatro veces al año, en los extensos territorios de Fort Bragg, en Carolina del Norte. El simulacro consiste en que han inventado un país llamado Pineland donde durante 19 días un grupo selecto de soldados se entrena en la lucha, apoyando a un grupo de rebeldes nativos, contra un gobierno represivo y tiránico. El juego se practica en una zona boscosa y en una extensa área poblada que abarca 10 condados rurales, y suele solicitar la actuación de civiles y fuerzas de la policía local para dar realismo a los combates. Los militares actúan vestidos de civiles con armas reales, pero con municiones de salva. El sábado 23 de febrero del año 2002 un par de soldados que se entrenaban en Pineland circulaban en un camión conducido por un civil que actuaba como colaborador nativo. Transitaban por una carretera del condado de Moore, cerca del pueblo de Robbins. A esa misma hora, hacia las dos y media de la tarde, un sheriff del condado vigilaba la carretera. Nadie le había advertido que se hallaba en el mítico país de Pineland, creado por los militares. Vio pasar un vehículo sospechoso y lo detuvo para investigarlo. Los soldados vestidos de civil estaban convencidos de que era un reto que formaba parte del simulacro. Ellos debían mostrar sus habilidades tácticas y capacidad de supervivencia. En lugar de identificarse, se defendieron e intentaron sacar sus armas de la mochila, creyendo que el sheriff era un actor en Pineland. El sheriff, nervioso y más rápido que ellos, les disparó. Uno de ellos murió y el otro quedó gravemente herido. El portavoz de Fort Bragg declaró después que había habido un malentendido y falta de comunicación, y que los atuendos civiles se habían usado siempre en ejercicios diseñados para probar las habilidades en el trato con la gente, así como para entrenarlos en ética, capacidad de juicio y agilidad en la toma de decisiones en ese país ficticio que es Pineland.[1]

¿Ficticio? Es posible que este universo paralelo sea inventado, pero lo que allí sucede no ha escapado a la mirada escrutadora de los antropólogos. Una antropóloga que vivía en la región, Catherine Lutz, se dio cuenta del profundo significado de lo que ocurre en ese país exótico e imaginario, y escribió al respecto un artículo iluminador en el New York Times.

La profesora de la Universidad de Carolina del Norte, que ha estudiado durante años la cultura militar de Fort Bragg, señala que detrás de Pineland descubrimos otras historias sobre lo que han hecho realmente los militares estadunidenses en Guatemala, El Salvador o Vietnam al apoyar a gobiernos corruptos y dictatoriales. Relata que cuando visitó el pueblo de Robbins, donde ocurrió el incidente con el sheriff, para conversar con la gente sobre el suceso, se topó con un hombre que tenía al frente de su taller de reparación de automóviles dos enormes banderas decimonónicas del ejército de los estados esclavistas confederados, al lado de un cartel que anunciaba agresivamente: «This is not Mexico».[2] Se advierte así a los trabajadores latinos de que aquello no es México, y no se les aclara que están en ese país imaginario donde los soldados yanquis encuentran un pueblo amigo que les ayuda a derrocar un gobierno maligno. Pero los sheriffs del gobierno, como en las buenas películas del Oeste, desenfundan rápido su pistola, eliminan a los extraños forajidos y nos devuelven a la realidad.

Legitimidades posmodernas

¿A la realidad? Eso que llamamos nuestra realidad política contemporánea no se puede comprender sin tomar en consideración las extensas redes imaginarias del poder. Estas redes permiten explicar las nuevas formas que alimentan y reproducen la legitimidad de los Estados posmodernos, como complemento cada vez más indispensable de los tradicionales mecanismos de representación democrática. He desarrollado esta idea desde hace varios años, y la he aplicado a las condiciones europeas de los años setenta, vierte así a los trabajadores latinos de que aquello no es México, y no se les aclara que están en ese país imaginario donde los soldados yanquis encuentran un pueblo amigo que les ayuda a derrocar un gobierno maligno. Pero los a la vida política mexicana de los años posrevolucionarios y a las reacciones del gobierno de los Estados Unidos después del fin de la Guerra Fría.[3] Estas redes imaginarias generan constantemente los mitos polares de la normalidad y la marginalidad, de la identidad y la otredad, y cristalizan en simulacros estrechamente ligados a los procesos de dislocación crítica típicos de las sociedades posmodernas. He contado el incidente en el país ficticio de Pineland porque de forma sintética permite dibujar una imagen de las funciones legitimadoras de las redes imaginarias. Se trata de un proceso de estimulación y creación de franjas marginales de terroristas, sectas religiosas, enfermos mentales, desclasados, indígenas, déspotas musulmanes, minorías sexuales, guerrilleros, emigrantes ilegales exóticos, mafias de narcotraficantes y toda clase de seres anormales y liminales que amenazan con su presencia —real e imaginaria— la estabilidad de la cultura política hegemónica. En este escenario lleno de peligrosos enemigos, los superhéroes de la normalidad democrática occidental y los representantes de la mayoría silenciosa deben prepararse para combatir al mal: se trata de batallas con un alto contenido imaginario y alegórico, pero no son inexistentes o irreales. Es curioso y sintomático que un portavoz de Fort Bragg declarase orgulloso que soldados que regresaban de la guerra en Afganistán habían afirmado que su tarea allá había sido «una imagen en espejo» de cuanto habían entrenado en Pineland. Aparentemente los militares veían los combates en el país real como «imágenes» de lo que habían experimentado en el país ficticio. Y ahora resultaba que el simulacro, gracias al despistado sheriff, también era peligroso.

La caída del muro de Berlín y la globalización del poderío de los Estados Unidos han cambiado el escenario de la imaginería política. En los años setenta del siglo pasado las amenazas encarnaron en grupos terroristas como la banda Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas italianas que asesinaron a Aldo Moro, la OAS (Organisation de l’Armée Secrète) de Raoul Salan en Francia, el ala llamada «provisional» del IRA (los «provos» del Irish Republican Army) o el Ejército Rojo Unido (Rengo Sekigun) de Japón, y en sectas religiosas como la encabezada por el coreano Sun Myung Moon, los adeptos de la Conciencia de Krishna o la Iglesia de la Cienciología. Desde luego, no se trata de grupos marginales inocuos, pero es evidente que su poder simbólico e imaginario es enormemente mayor que su fuerza táctica. Este poder imaginario genera una especie de halo que es estimulado, ampliado y manipulado por los gobiernos establecidos con el fin de aumentar la cohesión de la sociedad y su legitimidad. Con la desaparición del bloque socialista el tejido de las redes imaginarias se expande extraordinariamente. La crisis final que liquida la Unión Soviética coincide con la guerra del golfo Pérsico: en 1991 los bombardeos sobre Bagdad contra un tirano que parece hecho por encargo para el gran espectáculo abren el telón de un nuevo escenario. Después, junto con los grupos de viejo cuño supervivientes, como la ETA en España, surgieron amenazas reales e imaginarias nuevas, que cristalizaron en la masacre de la rama davidiana de los Adventistas del Séptimo Día en Waco, Texas, en 1993, el atentado sangriento de Timothy McVeigh exactamente dos años después en Oklahoma, la extraña mutación guerrillera que se encarna en los zapatistas del subcomandante Marcos y, desde luego, el terrible y devastador ataque de los fundamentalistas de Al Qaeda, inspirados por Osama Bin Laden, en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001.

Querella sobre la civilización occidental

El hecho es que con el nuevo siglo se han ampliado espectacularmente lo que podrían llamarse las redes imaginarias del terror político, y resulta innegable que ello forma parte de un profundo cambio en la organización del poder a escala planetaria. Evidentemente, la expansión internacional de las redes informáticas ha magnificado el proceso. La dimensión imaginaria radica en la construcción de un escenario omnipresente donde se enfrentan, por un lado, la civilización occidental democrática avanzada y, por otro, un amplio imperio maligno de otredades amenazantes, primitivas y fanáticas. La reducción de la complejidad política a este esquema binario es sin duda escalofriante, pero inmensamente eficaz para estimular formas renovadas de legitimidad y cohesión. Y no obstante, se trata de un simulacro donde la cultura y la política desempeñan un papel fundamental. El espectáculo ha vuelto a colocar en el centro de nuestra atención el problema del carácter de la cultura occidental y su relación conflictiva con la periferia de alteridades. Al respecto, quiero resucitar y rescatar —porque la considero muy ilustrativa— una áspera discusión mantenida hace medio siglo entre dos brillantes intelectuales, un antropólogo y un escritor. En 1952 Claude Lévi-Strauss publicó un folleto, titulado Raza e historia, donde intentaba explicar la superioridad de la civilización occidental y al mismo tiempo defender la diversidad de culturas.[4] Esta empresa temeraria provocó la reacción crítica de un nativo, no de alguna de las culturas salvajes que el antropólogo defendía, sino de la misma etnia a la que él pertenecía: el reputado escritor francés Roger Caillois publicó un ensayo titulado «Ilusiones a contrapelo», donde denunciaba con vigor el contrasentido de querer determinar el valor de alguna cultura a partir de tesis relativistas.[5]

A Roger Caillois, quien al igual que Lévi-Strauss había pasado por una importante experiencia sudamericana, le indigna la exaltación de valores no occidentales al establecer la superioridad, por ejemplo, de los australianos en la organización y armonía de las relaciones familiares; en ellos habría que saludar que hubieran sido los precursores de la sociología general y los auténticos introductores de la medición en ciencias sociales. Los melanesios habrían llegado a las más altas cumbres alcanzadas por la humanidad en la integración de los productos más oscuros de la actividad inconsciente a la vida social. Caillois muestra que el texto de Lévi-Strauss está lleno de calificaciones valorativas sobre la superioridad o inferioridad de elementos culturales provenientes de diversas sociedades. Y sin embargo, estas valoraciones se hacen en nombre de un relativismo elaborado a partir de la crítica del falso evolucionismo social, ya que se establece que todas las culturas son equivalentes e incomparables, y aquellas que disponen de técnicas completas no han hecho prueba de más genio e inteligencia que aquellas que usan técnicas rudimentarias: las culturas superiores sólo lo son debido a azares felices o porque se han apropiado el trabajo de otras.

El punto de partida de Lévi-Strauss lo lleva a plantear la imposibilidad de que, desde cualquier cultura, se pueda emitir un juicio verdadero sobre otra, pues toda apreciación es prisionera de un «relativismo inapelable». No obstante, dice que hay que atender a lo que sucede en el mundo desde hace un siglo: «Todas las civilizaciones reconocen, una tras otra, la superioridad de una de ellas, que es la civilización occidental». ¿Cómo explica esta situación paradójica? Este peculiar consentimiento —que en realidad es fruto de la ausencia de opciones— acepta la hegemonía de una civilización que ha logrado su poderío mediante un proceso combinatorio. Este proceso se puede entender gracias al cálculo de probabilidades: toda sociedad contiene potencialmente un Pasteur, y la probabilidad de que una cultura totalice la combinatoria de invenciones que llamamos civilización es función del número y la diversidad de las culturas con que participa en la elaboración de una estrategia común. A Roger Caillois le parece «poco razonable atribuir la prosperidad de las naciones al azar» y sostiene que no es la ruleta, imagen invocada por Lévi-Strauss, la que permite explicar el ascenso de una civilización. Él prefiere la imagen del rompecabezas, que comienza a armarse con grandes dificultades y que, conforme se reconstruye la imagen, avanza más rápido; pero advierte enseguida que la civilización no es una imagen que deba ser reconstruida, sino una herencia que crece sin cesar.

Tengo la impresión de que el antropólogo y el escritor, en su pleito, fueron tejiendo unas redes imaginarias como las que he explicado. En ellas van apareciendo los salvajes y los civilizados, los marginales y los dominadores, como actores no se sabe si de un drama o de una comedia. Ellos mismos, Caillois y Lévi-Strauss, encarnaron estas figuras imaginarias. Ante las críticas del primero, el antropólogo montó en cólera y contestó agresivamente en un artículo titulado «Diógenes acostado», donde se burlaba de Caillois, a quien suponía acostado y dormido, después de volver al revés la historia, para «proteger así contra toda amenaza su contemplación beata de una civilización —la suya— a la que su conciencia no tiene nada que reprochar».[6] En dicho artículo insiste en la clasificación binaria de la historia: «una historia progresiva, adquisitiva, que acumula los hallazgos y las invenciones para construir grandes civilizaciones, y otra historia, tal vez igualmente activa y que pone a operar a igual número de talentos, pero a la que le faltaría el don sintético que es el privilegio de la primera». El cálculo de probabilidades le permite explicar el éxito de la primera forma de historia, la occidental: «existe una estrategia gracias a la cual las culturas, como los jugadores, pueden esperar resultados cada vez más acumulativos: les basta jugar en coalición». Sin embargo, a lo largo de este proceso entra en acción lo que Lévi-Strauss llama la «antinomia del progreso»: la diversidad inicial es sustituida inevitablemente por la homogeneización y la unificación, lo que por obra de una verdadera entropía sociológica conduce a la inercia del sistema. Este resultado no puede evitarse, sólo frenarse mediante la inyección de diferencias en el sistema cultural: es decir, diferenciación interna mediante el desarrollo de clases sociales y diferenciación externa gracias al colonialismo y al imperialismo. El pesimismo de Lévi-Strauss ya se había manifestado en su ensayo Raza e historia, donde explica que desde el punto de vista de la acumulación de energía disponible por persona, la «civilización occidental en su forma estadunidense irá a la cabeza, las sociedades europeas, soviética y japonesa la seguirán, llevando a rastras a una multitud de sociedades asiáticas y africanas que en seguida se harán indistintas». Podemos suponer que, en la lógica de la entropía social, el curso de la civilización occidental conduce a la homogeneización y, con ella, a la inercia, el estancamiento y la decadencia.

Lo que más encolerizó a Lévi-Strauss es un aspecto que me parece muy significativo. Caillois define el pensamiento del antropólogo como la versión sabia, sistemática, coherente y rigurosa de un estado de ánimo intelectual difuso que en Europa rezuma decepción y rencor contra los ideales de la cultura occidental. Sostiene que hay una revuelta que exalta los instintos, el inconsciente, la violencia y lo absurdo, una reivindicación de la barbarie y un gusto por las imágenes de los sueños, las aberraciones de la lujuria, los delirios de los locos, los dibujos de los niños y las esculturas de los primitivos. Critica «la convicción pasional de que la civilización en la que se participa es hipócrita, corrupta y repugnante, y que hay que buscar en otra parte, no importa dónde, pero con mayor certeza en las antípodas geográficas y culturales, la pureza y la plenitud cuya falta se resiente». Caillois asigna arbitrariamente a Lévi-Strauss afinidades con tendencias surrealistas, surrealizantes o dadaístas, y denuncia la ingratitud de quienes llama «civilizados hambrientos de salvajismo».

La polémica espectacular entre estos dos actores occidentales, uno en el papel de salvaje rencoroso y el otro como bufón civilizado, llegó a extremos de inaudita insolencia. Más vale detener aquí la resurrección del pleito para no derramar veneno en una problemática inquietante y fundamental. A pesar de todo, ellos tuvieron el mérito de debatir abiertamente un tema que es considerado tabú por muchos y que por ello ha sido eludido. Creo que podemos insinuar un balance de la vieja polémica. En primer lugar, comprobamos un fracaso del estructuralismo en su intento por explicar la llamada «superioridad» de la propia cultura de la que emana, la cultura occidental. No ganamos mucho al creer que la superioridad de Occidente no se halla en el destino ni en el carácter, sino en la contingencia. Nosotros, los occidentales, no seríamos personajes de una tragedia de Shakespeare ni de una comedia de Molière. Lévi-Strauss parece sugerir —según mi interpretación— que en realidad estamos dentro de una novela de Camus o de Sartre. Las inclinaciones relativistas propias de la antropología debieron impedirle a Lévi-Strauss abordar el problema. Pero se arriesgó y naufragó en el intento.

Contracultura y otredad

Por su parte, como ensayista y escritor, Roger Caillois no pudo renunciar a las influencias literarias que lo llevaron a asumir trágicamente el malestar de su propia cultura y a buscar los perfiles del genio en el carácter de los personajes de la cultura occidental. Pero su extraña aversión a las diversas manifestaciones contraculturales de la primera mitad del siglo XX contribuyó a oscurecer sus interpretaciones. El fenómeno que no logró digerir ninguno de los dos polemistas es el de la presencia y expansión —en el seno de la civilización moderna— de fuerzas que se rebelan contra la propia cultura y que erosionan las raíces de la sociedad. Estas fuerzas, aunque con frecuencia actúan en nombre de una otredad externa oprimida y se conectan con el llamado Tercer Mundo, emanan de las entrañas mismas de la civilización occidental moderna.

Es cierto que estas fuerzas con frecuencia utilizan ideas relativistas para justificarse. Si el modelo occidental y sus variantes orientales y africanas son una emanación de la globalidad del imperio posmoderno, parecería razonable aceptar todas las expresiones culturales, artísticas e intelectuales como igualmente válidas. No sería posible aceptar la existencia de reglas morales o estéticas de aplicación universal para aquilatar desde el exterior cada una de las muy diversas expresiones culturales, pues con ello se legitimaría el dominio de un poder hegemónico explotador. Cada elemento de cultura forma parte de una estructura que trae consigo sus propias normas internas de juicio, y estas reglas serían las únicas que permiten determinar la calidad y la corrección de las ideas, los objetos o las instituciones que integran un sistema. Al reflexionar sobre este problema Lévi-Strauss concluye: «El bárbaro es, antes que nadie, el que cree en la barbarie». Caillois contesta tajante: «Tal frase conduce nada menos que a hacer de los griegos y los chinos los bárbaros por excelencia, en la medida en que se definieron como los civilizados en relación con la barbarie que los rodeaba, por encima de la cual tuvieron el mérito y la gloria, a pesar de todo, de haberse elevado. A tales errores son conducidos los más prudentes cuando los arrastra un rencor insidioso y tenaz». Lévi-Strauss, explica Caillois, denuncia con toda justicia la tendencia de los hombres a considerar como ridículas, grotescas y bárbaras las formas culturales que difieren de las suyas, y señala que ésta es una de las peculiaridades más características de la mentalidad de los «salvajes». Así que al llamarlos de este modo nos conducimos precisamente como ellos, sostiene Caillois. Lévi-Strauss contestó que reconocer atributos de barbarie entre los griegos y los chinos no le impedía admirar el grado excepcional de refinamiento que alcanzaron. Esta discusión es una muestra de la forma en que el relativismo se convierte en un círculo vicioso, en un laberinto sin salida.

Es muy difícil que el laberinto relativista pueda convertirse en el hermoso jardín multicultural regado, como desea Lévi-Strauss, por la tolerancia y la igualdad. Ernest Gellner ha señalado con razón que, para que este modelo funcione bien, se requieren dos condiciones por lo menos: primera, que todas las culturas sean internamente relativistas, igualitarias y tolerantes; segunda, que los linderos entre cada cultura sean identificables y estables, hasta cierto punto.[7] Nada de esto parece ocurrir en este mundo y no es pertinente suponer que sucederá en los años venideros. Muchas expresiones culturales marginales o periféricas están teñidas de un autoritarismo sectario y dogmático tan intolerante como el de los defensores a ultranza del canon colonial o imperial. Por otro lado, las fronteras entre las identidades son cada día más difusas, indefinidas y borrosas, aunque paradójicamente van aumentando las luchas por el control material o ritual de los territorios. El problema ahora es que el antioccidentalismo de dadaístas, surrealistas, anarquistas, primitivistas y demás grupos contraculturales de la primera mitad del siglo XX es un simpático juego de niños comparado con la masiva y cada vez más violenta eclosión de movimientos de corte fundamentalista, nacionalista y radical. A Roger Caillois lo escandalizaba la devoción que muchos surrealistas sentían por el dalái-lama: hoy su actitud simplemente nos hace sonreír, si pensamos que además de las pasiones de orientalistas y primitivistas por el budismo o las cosmogonías indígenas americanas ha surgido un aprecio por el fundamentalismo de grupos como el que encabeza Osama Bin Laden.

A comienzos del siglo XXI nos enfrentamos a una situación radicalmente nueva. Cuando Caillois y Lévi-Strauss debatieron, ambos tenían en mente una idea de civilización que 50 años después parece muy anticuada. Pensaban en la civilización occidental como una formación no tan diferente de esa imagen que la historia ha proyectado de las grandes culturas antiguas, como la china, la mesopotámica, la egipcia, la griega o la romana. Lévi-Strauss explicaba que la historia moderna occidental, desde la revolución científica e industrial, duraba apenas medio milésimo de todo el tiempo vivido por la humanidad. Apenas un pestañeo, que duraría un poco más antes de disolverse en la inercia. Caillois rechazaba, tal vez para buscar cierto alivio, lo que llamó la ilusión de Paul Valéry, en referencia a la conocida frase del poeta: «Nosotras, civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales». Por el contrario, Caillois pensaba que las civilizaciones nunca mueren completamente y que, a veces, incluso resucitan o continúan enriqueciendo el espíritu de los hombres. Pero lo que estamos experimentando es algo de naturaleza totalmente diferente: esa peculiar mutación que impulsó la hegemonía del Occidente moderno se está consolidando ante nuestros ojos como un fenómeno global que rebasa con creces la idea de civilización. La noción de imperio, para calificar la nueva hegemonía de los Estados Unidos, es acertada en muchos sentidos, pero queda pequeña ante la extensión del proceso. Los conceptos de «globalización» o de «fin de la historia» que se han usado para señalar el fenómeno tampoco son completamente convincentes, tal vez debido al viejo aroma hegeliano que despiden. ¿Está llegando por fin la verdadera historia universal? ¿Se ha detenido la historia al alcanzar a la culminación de la universalidad?

Legitimidad y estabilidad

Comoquiera que sea, deseo señalar solamente algunos problemas referidos a la temática que estoy analizando. Ante todo, resulta evidente que han dejado de existir alteridades completamente «auténticas» y «verdaderas». La erosión de las otredades es antigua, y parece que esta historia sí ha llegado a su fin. La forma más radical y virulenta de alteridad, el fundamentalismo musulmán que se confronta violentamente con la democracia liberal, es un proceso gestado por entero dentro del espacio occidental. Por ello la idea de un choque de civilizaciones resulta inservible para entender lo que sucede: la confrontación forma parte de un proceso interno a eso que cada vez es más difícil llamar civilización occidental. Hay que añadir, como ya he señalado, que el choque con las nuevas alteridades es parte de la expansión de esas formas de legitimidad posdemocrática que he bautizado como redes imaginarias del poder político.

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