Portada. El pensamiento social de los católicos mexicanos

El pensamiento social de los católicos mexicanos

 


Roberto J. Blancarte (Compilador)

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 1996

Primera edición electrónica, 2011

D. R. © 1996, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-0758-4 (ePub)
ISBN 978-968-16-4688-2 (impreso)

Hecho en México - Made in Mexico

Prefacio

Este libro surgió de una inquietud: conocer cuáles son las propuestas que el catolicismo ofrece para la solución de los problemas que aquejan a nuestra sociedad. Originalmente, se pretendía la elaboración de un volumen acerca de la doctrina social cristiana en México. Sin embargo, tal empresa parecía inútil y riesgosa. Por una parte, existen bibliotecas enteras acerca de la llamada “doctrina social cristiana”, escritas con gran conocimiento del tema. Así, podía considerarse innecesario agregar una obra más a estos anaqueles. Por otro lado, existía el riesgo de ofrecer una visión unilateral del pensamiento social católico, en particular si se le reducía al elemento doctrinal. Pero al mismo tiempo, la oportunidad de ahondar en las especificidades de este pensamiento en el caso de México, así como de mostrar precisamente la gran multiplicidad de posturas dentro del mundo católico, nos llevó a aceptar el reto de coordinar este libro. Por esas mismas razones, la primera condición para su realización debía ser la pluralidad de opiniones, perspectivas y temas, que de entrada garantizaran la diversidad que se pretendía demostrar.

Definir cuáles son las principales corrientes dentro del pensamiento social católico en México no ha sido tarea sencilla. Todavía más complicada fue la selección de las personas que podrían colaborar. Para elaborar un libro de esta naturaleza era factible escoger diversos tipos de autores: se podía acudir a personalidades representativas de una determinada corriente de pensamiento para que explicaran sus posturas, o pedir a especialistas del tema que trataran de presentar de la manera más objetiva posible su visión del asunto. Al final, se decidió por un esquema mixto, en el cual se trataran de eliminar los defectos de ambos tipos de redacción: la apología de los participantes directos y el desconocimiento por la distancia de los que no están involucrados en el grupo analizado. De cualquier manera, todos los autores, tanto los “participantes” como los “observadores”, desarrollaron su mejor capacidad analítica y crítica para poder presentar textos accesibles, equilibrados y rigurosos, sin por ello pretender ser neutrales. El resultado arrojó un saldo que consideramos positivo, tomando en cuenta la inexistencia de este tipo de trabajos y la dificultad para superar las tradicionales barreras ideológicas y doctrinales de nuestra cultura religiosa. Este libro no es, en consecuencia, una serie de escritos apologéticos o panegíricos destinados a la exaltación de determinadas posturas sociorreligiosas. Pretende contribuir al mejor conocimiento del pensamiento social de los católicos mexicanos, que por fuerza es plural y diverso.

Por esas razones, el libro inicia con un capítulo acerca de la doctrina social católica, tal como la concibe, entiende y desarrolla el episcopado y tal como la pretende aplicar en el caso mexicano. Se distinguen las causas históricas que dan origen a esta doctrina o magisterio jerárquico y, sobre todo, se intenta describir las características esenciales de la corriente predominante dentro del episcopado. Ésta, definida como la postura doctrinal integral-intransigente, tiene como característica principal su rechazo absoluto a la modernidad y el liberalismo. La permanencia de esta corriente, predominante en Roma y en el episcopado mundial a lo largo de más de un siglo, explicaría en gran medida las dificultades que tiene la jerarquía católica para alcanzar un entendimiento con el mundo moderno.

Bernardo Barranco, por su parte, analiza el ascenso, esplendor y decadencia de una de las organizaciones más representativas del pensamiento social católico en México a lo largo del siglo XX: la Acción Católica Mexicana. Es a través del desarrollo de esta “organización paraguas” como se pueden entender los límites del pensamiento y acción social de los católicos que permanecen bajo la supervisión doctrinal e ideológica de la jerarquía.

Los movimientos católicos que aquí denominamos “de signo internacional”, como el Opus Dei o Comunión y Liberación, representan, en cierta medida, el relevo de una Acción Católica que se agota en la década de los años sesenta. Por eso, el análisis que de ellos hace Marta Eugenia García Ugarte es sumamente pertinente, ya que el hecho de constituir una respuesta a la secularización descristianizadora del mundo moderno los señala como movimientos con grandes posibilidades de expansión en nuestro país. De ahí que sus perspectivas de lo social sean importantes dentro del amplio abanico de posturas católicas.

En uno de los polos de este pensamiento social se encuentran los movimientos extremistas. Nora Pérez-Rayón y Mario Alejandro Carrillo muestran que las diferencias entre las entidades que profesan el pensamiento extremista católico en muchos casos son notables y expresan una gran diversidad de matices que se despliegan entre dos vertientes opuestas: una situada dentro de la llamada “derecha radical” y la otra en el interior de lo que se denomina “la ultraderecha”.

En conexión con esta vertiente más política, Víctor Manuel Reynoso examina las principales influencias del pensamiento social católico en los partidos políticos del México contemporáneo, sobre todo en aquellos donde la influencia doctrinal o la militancia confesional es más notoria. Reynoso distingue también entre lo católico y lo eclesial, así como entre la doctrina social cristiana y el pensamiento social católico, para aproximarse a la interrogante, apenas explorada en nuestro país, acerca de la relación entre convicciones religiosas y opciones políticas.

Rafael San Martín, a través de su texto sobre el compromiso social y el catolicismo en México, muestra una de las facetas más importantes del pensamiento social católico. En su trabajo describe y analiza el papel de instituciones como el Secretariado Social Mexicano y algunos de sus frutos organizativos: la Unión Social de Empresarios Mexicanos, la Confederación Nacional de Cajas Populares y el Frente Auténtico del Trabajo. Son éstas algunas de las acciones institucionalizadas más importantes de un catolicismo que podríamos calificar como “desarrollista”, porque busca la promoción del pueblo mediante proyectos socioeconómicos que quieren ser una alternativa popular y democrática a la economía neoliberal, sin pretender romper con el esquema de mercado, ni situarse en una perspectiva liberacionista más radical.

El texto de don Juan Sánchez Navarro es representativo de todo un sector del empresariado que ha sido influido por el magisterio social de la jerarquía católica y que busca, en consecuencia, desarrollar una nueva cultura empresarial que luche, dentro de una economía social de mercado, en contra del predominio absoluto del capital. Este connotado empresario mexicano señala incluso algunos ejemplos de empresas que están marcando quizá un camino a seguir, como es el de la propuesta de participación de los trabajadores en la propiedad de las empresas, o la de llevar a cabo un balance de la conducta ética de las mismas. El artículo de don Juan Sánchez Navarro es también una muestra de las grandes dificultades que tienen los empresarios católicos para impulsar un modelo económico que haga compatible el mercado con el papel del Estado, la libertad económica con la ética, la ganancia con el bienestar de los trabajadores y el crecimiento económico con el desarrollo autosostenido.

En el registro de un pensamiento católico distinto, aunque no necesariamente opuesto, sino complementario, se encuentran los trabajos de Luis del Valle y Luis Ramos. El primero presenta el conjunto de posturas y prácticas que se han catalogado bajo el rubro generalizador de Teología de la Liberación, sus antecedentes, raíces, justificación histórica y teológica, así como los ataques y críticas más frecuentes contra ella. De gran importancia es también la descripción de los diversos movimientos y organizaciones sociales que en México de alguna manera se identifican con esta corriente de pensamiento y desarrollan en la práctica sus contenidos.

Por su lado, Luis Ramos realiza un recuento de la participación de los religiosos de México en las cuestiones sociales. Parte de la fundación de la Conferencia de Institutos Religiosos de México (CIRM) para explicar su retorno a la vocación original de muchas órdenes, su compromiso creciente con los más necesitados a raíz del Concilio Vaticano II y la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Medellín, y el impulso de una actitud profética de la vida religiosa, muchas veces incomprendida por otros sectores de la Iglesia.

Finalmente, José Luis González toca el tema del catolicismo popular y su proyecto social. Este catolicismo nace y se desarrolla a partir de la dialéctica generada entre cultura de élites y cultura marginal para producir proyectos alternativos sociales y religiosos como reacción frente al poder absoluto del clero en la gestión de los bienes de salvación. González muestra, de manera brillante, las características específicas del proyecto social que emana de este catolicismo popular, así como sus contradicciones propias y sus reacciones ante la privatización de la experiencia religiosa y la secularización de la sociedad moderna.

La presente obra consta así de diez artículos escritos ex profeso por intelectuales, empresarios, religiosos y laicos. Intenta mostrar que el pensamiento social de los católicos mexicanos tiene relación con la llamada doctrina social católica o cristiana, pero no se agota en ella. Dicho pensamiento es profundamente diverso y se nutre de otras fuentes ideológicas y espirituales, locales y regionales, históricas y contemporáneas que le han dado su riqueza, así como su fortaleza y perdurabilidad.

Este libro hubiera sido imposible de elaborar sin la valiosa colaboración de muchas personas e instituciones. Quiero agradecer en primer lugar al director del Fondo de Cultura Económica y a su gerente editorial la oportunidad que me brindaron para preparar esta obra, así como su paciencia y comprensión a lo largo del tiempo que llevó su confección. Deseo hacer también un reconocimiento muy especial a Bernardo Barranco, quien me ayudó a elaborar el esquema original de este libro, así como a seleccionar a los autores. De la misma manera, a todas las instituciones que brindaron su apoyo para que diversos investigadores pudieran dedicar parte de su tiempo en este trabajo. En lo particular, agradezco a las autoridades de El Colegio Mexiquense por permitirme distraer algo de mi tiempo en esta empresa, así como a mi asistente René Rosas por su invaluable apoyo. Por último, y sobre todo, un particular agradecimiento al conjunto de colaboradores de este libro, quienes son, de manera evidente, los únicos responsables de sus eventuales méritos.

Roberto J. Blancarte

Zinacantepec, 6 de febrero de 1995

Introducción

Uno de los retos permanentes del sistema católico es el de conciliar la inevitable diversidad de opiniones con la aparente necesidad de mantener un mínimo de unidad doctrinal. El catolicismo es universal por vocación. Pero eso supone una adaptación a medios geográficos muy variados, una incorporación por grupos étnicos diferentes y una reinterpretación de acuerdo con las clases o grupos sociales que lo reciben. No debe sorprender, por lo tanto, que existan múltiples versiones del catolicismo, tantas como realidades sociales hay en el mundo.

Lo anterior significa que en el catolicismo, concebido como un sistema mundial, existe una tensión permanente entre, por un lado, fuerzas centrífugas, expresadas en los más diversos catolicismos regionales, y, por el otro, fuerzas centrípetas, simbólicamente representadas por el Vaticano, o más precisamente, por la Curia romana. ¿Cómo conciliar, por ejemplo, el catolicismo tal como se entiende y practica en China, con el de los Estados Unidos, el de Bélgica, el de la India o el de México? ¿Qué tienen en común los indígenas católicos de Chiapas con los nativos de Bombay, los campesinos de Sicilia o los descendientes de irlandeses en Boston? ¿Cómo lograr mantener una relativa unidad doctrinal, respetando las culturas locales? ¿Cuáles son los límites de la disidencia? ¿En qué momento se puede hablar de compartición de creencias o de participación en esta institución eclesial? ¿Cuándo se considera que alguien deja de ser miembro de esta Iglesia? ¿Por qué algunos luchan por permanecer en ella a pesar de no compartir sus aparentes postulados básicos, o por no estar de acuerdo con el camino que les señalan sus dirigentes? ¿Hasta dónde podemos hablar de una sola Iglesia? ¿Pueden coexistir, y hasta qué grado, interpretaciones diversas de lo social en el catolicismo?

Sería un error enfocar la cuestión de los diferentes proyectos sociales dentro del catolicismo como si fuera una serie de disidencias que luchan en contra de un modelo central paradigmático. No son éstos desviaciones de un “verdadero” catolicismo, sino expresiones teórico-prácticas tan válidas (teológica y doctrinalmente) unas como otras. Sin embargo, al mismo tiempo, es imposible negar que dichas formulaciones y experiencias religiosas se constituyen en referencia a un pensamiento doctrinal, alrededor del cual entran en competencia, critican, ignoran, buscan legitimidad, inspiración, se reflejan, rechazan o abjuran. En otras palabras, los diversos proyectos sociales del catolicismo pretenden todos formar parte de este sistema católico, sea para representar una opción específica de un grupo social, sea para luchar por la hegemonía de su propio esquema doctrinal.

Eso nos remite directamente al problema de la lucha por el poder dentro de la Iglesia católica. El controlar las estructuras institucionales no significa que se tiene la capacidad para imponer las prácticas culturales cotidianas, como tampoco dominar las conciencias, o tener los medios para llevar adelante un determinado proyecto sociorreligioso. De esa manera, el poder que aparentemente detenta la jerarquía católica es real y se sustenta en la hegemonía de su particular concepción doctrinal; pero al mismo tiempo se desvanece en la realidad de la experiencia religiosa cotidiana de la masa de fieles que se dice católica (y lo es), mas cuya práctica y horizonte teórico no se acerca a los postulados episcopales. Sin embargo, no es una cuestión que se desprenda de la supuesta ignorancia de las capas populares. Lo mismo se puede decir de las élites (por ejemplo, las empresariales) que pueden conocer en mayor o menor grado el pensamiento social que emana de la Santa Sede, pero cuya ética en los negocios y concepción de la economía se rigen por otros parámetros y experiencias.

Joachim Wach, uno de los grandes especialistas del siglo XX acerca de este tema, sostenía que “ciertos de los periodos más interesantes de la historia de las religiones están caracterizados por el conflicto entre carisma y función, entre espiritualismo e Iglesia, o entre profeta y sacerdote”.[1] Las tensiones existentes dentro del catolicismo mexicano reflejan, en buena medida, este tipo de conflictos, así como concepciones diversas de los problemas sociales, del papel de la Iglesia en ellos y sus posibles soluciones. En esta materia, la cuestión no sólo rebasa el aspecto relativo al poder dentro de la Iglesia, sino que se sitúa también en el plano de las relaciones de ésta con la sociedad que la rodea.

Lo que está detrás de la disputa entre la racionalización religiosa y la profecía no es únicamente una cuestión sobre las formas de dominación o de liderazgo, o sobre el control de lo que Weber llamó “los bienes religiosos de salvación”, sino un debate acerca de las distintas interpretaciones del sentido original, esencia, tradición y objetivos de la Iglesia. El pensamiento social católico es un campo de batalla en el que distintos combatientes luchan por imponer su específica reconstrucción del pasado y su propia memoria colectiva, a partir de los nuevos hechos del presente, que conducen a esta continua revisión.[2]

Es por esto que se vuelve inevitable una permanente tensión entre el dogma o la doctrina, tal como pretenden estar establecidos por el pensamiento jerárquico, y las nuevas recomposiciones del pasado (a partir de una nueva lectura desde el presente, insisto), que la mayor parte de las veces intentan retornar al espíritu original de la Iglesia. Sucedió en su momento, por ejemplo, con las órdenes mendicantes y sucede ahora con la Teología de la Liberación. La solución es siempre una forma de incorporación a la corriente principal católica, o su marginación. Como sostenía Maurice Halbwachs a propósito del misticismo:

[…] a partir del momento en que una experiencia personal se presenta así como la fuente de una corriente de pensamiento religiosa que arrastra a todo un grupo de clérigos y fieles a una devoción probada, la Iglesia ve lo que ganaría en aceptarla y los riesgos que correría en condenarla. Una sola razón la detiene: es el temor de que ese pretendido testimonio se revele incompatible con otros testimonios que son para éstas las columnas de la fe y las verdades capitales del cristianismo. En cuanto percibe que lejos de enfrentarse a las otras, las fortifica, y que esta nueva visión sobre la doctrina expande sobre todas sus partes más luz, la Iglesia la acepta; pero se esfuerza entonces en integrarla a su sistema, lo que no es posible a menos que la despoje poco a poco de un gran número de sus características originales…[3]

¿No es éste el caso, por ejemplo, de la Teología de la Liberación, o de la opción preferencial por los pobres? ¿O incluso de otros movimientos, como el de renovación carismática, o el mismo Opus Dei, que, por lo menos para algunos sectores de la misma Iglesia, siguen siendo sospechosos?

¿Cuáles son entonces los elementos que permiten una mínima unidad de acción de la Iglesia y cuáles les permiten vivir la diferencia? O puesto de otra manera, ¿cuál es la verdadera especificidad del pensamiento social católico, aun si éste se entiende en toda su diversidad? La respuesta a la posibilidad de una acción unitaria no es, evidentemente, “la ideología”, es decir las concepciones sociales seculares de la sociedad, puesto que éstas sólo contribuyen a dividir el espectro de posturas dentro de la Iglesia. La prueba de lo anterior no son sólo la ultraderecha católica o el izquierdismo de algunos militantes católicos, sino también las diversas posturas políticas que se expresan en los distintos partidos políticos del país.

Existen, por otra parte, elementos comunes, a veces incluso inadvertidos, en muchas de las corrientes del pensamiento social católico. Por ejemplo, la actitud antintelectual que comparten algunos grupos. Ello se explica, en parte, porque la tradición profética se opone a la racionalización y sistematización de la doctrina que, en un momento dado, el sacerdocio pretende fijar. De ahí que versiones sociales del catolicismo, como las de la Teología de la Liberación o las que persiguen la opción preferencial por los pobres, ya no digamos la religiosidad popular, tengan cierto tinte antintelectual y se concentren mucho más en la experiencia religiosa. De manera curiosa, en el otro extremo de las posturas sociales, la ultraderecha católica desarrolla también cierta actitud antintelectual, no siendo así en los casos del sacerdocio organizado, el cual a lo largo de la historia se convirtió incluso en el custodio de los conocimientos alcanzados y codificados.

Hay otros nexos y ligas que nos hablan de una relativa fluidez dentro del pensamiento social católico. No me refiero únicamente a los casos de relativa cercanía doctrinal, como podría decirse del Opus Dei y Comunión y Liberación, sino a paradójicas coincidencias entre corrientes en principio opuestas. El ejemplo más claro de esto es la crítica al neoliberalismo, que expresan tanto los grupos más conservadores como los más progresistas, pasando por los empresarios y el episcopado mexicano. Otra de estas extrañas cercanías es la desconfianza hacia todo aquello que signifique la penetración económica y cultural de los Estados Unidos de América en nuestro país. Desconfianza que se ha acrecentado desde la negociación y firma del Tratado de Libre Comercio.

Valdría la pena preguntarse si estas coincidencias se deben a una cercanía doctrinal o más bien a la influencia de la cultura nacional en el conjunto de la Iglesia. En este último caso, tendríamos que admitir que uno de los límites más claros al universalismo católico es precisamente el peso de las culturas locales, que tienden a poner un sello particular a las creencias y experiencias religiosas. Pero pudiera ser que influya también en esta actitud coincidente cierta matriz doctrinal que, consciente o inconscientemente admitida, se expresa en algunas de estas materias sociales. En ese sentido, la crítica al capitalismo liberal, a la corrupción política y al Estado opresor por intervencionista, es compartida por grupos de extrema derecha y progresistas o radicales de izquierda. De la misma manera, muchas de las soluciones que se ofrecen no hacen sino repetir algunos puntos del esquema de la doctrina social enunciada por la jerarquía: la solidaridad, la subsidiariedad, el fortalecimiento de los grupos intermedios, el rescate de los valores autóctonos frente a la amenaza externa, la defensa del pueblo y sus tradiciones, etcétera.

Por eso mismo, se debe evitar el error de pensar que a cada una de las posturas del abanico político le corresponde un equivalente católico. La ultraderecha católica debe ser, en ese sentido, sólo una manera de identificar a grupos más conservadores; pero que comparten con los más progresistas partes esenciales de su discurso. En otro ejemplo, la llamada religión popular puede producir las formas religiosas más avanzadas o las más retrógradas en materia social. Y no sólo por el individualismo creciente, sino porque el respeto a las “tradiciones” puede ocultar formas de dominación y control intolerantes y hasta represoras. Por su parte, la Teología de la Liberación rechaza también convertir al cristianismo en una ideología, negándose así a ser clasificada con parámetros extrarreligiosos. Lo anterior no significa que estas corrientes católicas no dialoguen o no reciban influencias del mundo político. Quiere decir, simplemente, que lo hacen a partir de una posición y perspectiva que pretende ser específicamente cristiana, y distinta, por lo tanto, a la que ofrecen los esquemas filosóficos y políticos del mundo secular.

Ciertamente, lo que puede señalar toda la diferencia respecto a los distintos proyectos católicos de sociedad es el énfasis que se imprime en ciertos temas. Mientras que la ultraderecha insiste en la familia y en el antiestatismo, la izquierda católica hace énfasis en la opción por los pobres y la defensa de los derechos humanos; nicho este último al cual, por diversas razones, se han orientado los esfuerzos de gran parte de los sectores progresistas del catolicismo. Pero ambas posturas, así como las que se sitúan entre ellas, comparten una visión integral, que pretende establecer una actitud política a partir de una concepción religiosa.

Es quizá ésta la clave de la diversidad unitaria del catolicismo: por un lado se comparten ciertos elementos claves del enfoque sobre la cuestión social, y por el otro, cada una de las corrientes resalta otros aspectos del mismo esquema. Al final, el sistema católico permite la diversidad dentro de ciertos límites, porque se sabe que, al mismo tiempo que se establecen claras divergencias, se están compartiendo algunas perspectivas y elementos centrales de la doctrina. Y si éstas no permiten la conformación de un solo proyecto social, por lo menos constituyen respuestas católicas, es decir propias, frente al asalto de la modernidad.

Roberto J. Blancarte

Zinacantepec, 8 de febrero de 1995

[Notas. Introducción]


[1] Joachim Wach, Sociologie de la religion, Payot, París, 1955. El Fondo de Cultura Económica publicó en español este libro, aunque actualmente se encuentra agotado. De hecho, Wach retoma en esta materia las aportaciones de Max Weber, en su Economía y sociedad.

[2] Esa es la tesis del libro de Maurice Halbwachs, Les cadres sociaux de la mémoire, PUF, París, 1952, publicado originalmente en 1925.

[3] Ibidem, p. 213.