Anabel Botella

OJOS AZULES
 EN KABUL

Primera edición en esta colección: abril de 2013

© Anabel Botella, 2013
 © de la presente edición: Plataforma Editorial, 2013

Plataforma Editorial
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Realización de cubierta:
 Lola Rodríguez

Depósito Legal:  B. 10.138-2013

ISBN Digital:  978-84-15880-23-3

 

 

 

 

A Juanjo, por ser el sol que me ilumina todos los días.

A Ían, por ser el hijo más maravilloso del mundo.

A Elena Martínez Blanco, por ser tan valiente como Saira y enfrentarte a tus miedos.

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Séis

Siete

Carta a Miriam

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Epílogo

Agradecimientos

La opinión del lector

CAPÍTULO UNO

 

Saira jamás había querido ser ella. Desde muy pequeña, rezaba todas las noches para ser como su hermana Mariam. A pesar de haberlo pedido con todas sus fuerzas, nada cambiaba en su vida. Vivía en Kabul y creía tener ocho años. Su madre nunca le hablaba del día en que nació, como tampoco se hablaba en casa de quién era su padre. Eran tantos los recuerdos dolorosos que acompañaban a su madre, que más valía olvidar. Lo que sí sabía con seguridad era que Mariam le llevaba más o menos cinco años y que era como la madre que no encontraba en Bahar.

Siempre se había refugiado en los brazos de su abuelo, que era lo más parecido a un padre que conocía. Hamid era un hombre tranquilo al que le gustaba contar cuentos y fumar en su despacho con un libro en las manos. De complexión robusta, había cumplido sesenta y cinco años. Su piel era acetrinada, brillante, y tenía los ojos oscuros y grandes. Le gustaba lucir bigote, «su orgullo», y aunque durante años vistió trajes de lana italianos, ahora su vestuario consistía en un kurta[1] y unos pantalones, y un chaleco de lana en invierno. Solía llevar sombrero, pero desde que los muyahidines llegaron al poder lo había cambiado por un pakul,[2] ya que se negaba a llevar turbante. A Saira le gustaba el olor de su abuelo; era un aroma que la tranquilizaba.

Hamid miraba el pasado con melancolía y aborrecía el futuro que se desplegaba ante su familia. Odiaba en lo que se había convertido su país y temía el incierto día a día, que se abría paso a costa de tantas vidas humanas. Añoraba las risas infantiles en las calles de Kabul, aquellos momentos de una niñez feliz que jamás podrían vivir sus nietas. Recordaba cómo corría por las calles sin temor a ser alcanzado por una bomba o cómo subía a las ramas del árbol más alto para ver ponerse el sol. ¿Dónde habían quedado esas tardes en que los niños jugaban a lanzar con tirachinas bolitas de caca de cabra a los ancianos desde lo alto de las tapias? ¿Dónde estaban aquellos niños que gritaban de emoción cuando se estrenaba una nueva película de Clint Eastwood?

Cuando Hamid miraba el pasado, no solo añoraba al niño que fue, también echaba de menos poder pasear con tranquilidad por su jardín. Su casa, construida en uno de los barrios nuevos de Kabul, llamaba la atención por los rosales del jardín. Se decía que desde el final de la calle se olía el aroma de sus rosas y que cuidaba las flores con el mismo arte con que escribía poemas a Amira, su mujer.

Hamid volvería a su pasado sin pensárselo dos veces, a los días en los que era feliz y podía imaginarse un futuro próspero para su única hija, Bahar. ¡Cómo añoraba los momentos que había compartido con sus compañeros de universidad! Durante horas, se encerraban en su despacho y charlaban sobre fútbol, sobre la última película que habían visto o sobre política, mientras fumaban tabaco rubio que compraban de contrabando. ¿Dónde habían quedado todos aquellos retazos de historia que se diluían como el humo?

A veces, el abuelo les decía a Saira, a su hermana Mariam y a su madre:

–No debéis temer a los djinn,[3] ni a las margaritas, ni a los libros, ni a los fantasmas. A quien debéis temer es a los hombres.

La primera vez que Saira oyó esa frase apenas tenía cuatro años, pero le llamó la atención. Años más tarde, antes de que el abuelo muriera, le preguntó si las margaritas podían causar algún mal. Hamid, con la paciencia que lo caracterizaba, la sentó en su regazo y le respondió:

–Sabes que, en ocasiones, las mujeres dejan ciertos asuntos a los designios de una margarita –le explicó con fingida voz femenina–. Seguro que Mariam ha jugado alguna vez a ese juego.

Mariam bajó la vista, se cubrió la boca con una mano, sonrojada, y negó con la cabeza mientras el abuelo y Saira se reían.

–¿Y los hombres también dejáis esos asuntos a las margaritas? –preguntó Saira.

–Si todo fuera tan fácil como deshojar una margarita, nuestro pueblo viviría en paz. Pero no, mi suri,[4] las cosas son más difíciles de lo que puedas imaginar. Hace tiempo que los hombres de este país perdieron el norte –contestó Hamid.

–¿Y por qué no se compran una brújula, como en esos libros que nos lees? –Saira siempre tenía una pregunta en los labios, pues, pese a su corta edad, ansiaba saber qué ocurría a su alrededor–. Así nadie se perdería.

La realidad era mucho más terrible de lo que podía imaginar la niña, pero Hamid trataba de disfrazar los hechos. Aún creía que los muyahidines entrarían en razón y su pueblo alcanzaría la paz. La época del horror acabaría, él podría volver a dar clases de farsi en la universidad y las mujeres caminarían solas por la calle sin temor a que las pararan y las castigaran por ello. Era optimista, aunque a veces se desesperaba y se preguntaba si los pastunes serían capaces de olvidar los rencores entre tribus para volver a empezar de nuevo. Esa era una de las razones por las que no se había marchado de Kabul: Hamid quería ser de los que tendieran la mano y ayudaran a reconstruir su país. Si él era capaz de olvidar todo el dolor y la amargura que había sufrido su familia, otras familias también podrían hacerlo.

–Bendita inocencia, mi suri. Inshallah[5] nunca la pierdas. –Hamid acarició la mejilla de la niña–. Si la vida te deja, algún día serás lo que tú quieras ser. Eres una niña muy especial e inteligente. Podrías comerte el mundo, si quisieras.

El abuelo miraba pensativo a Saira, su niñita rubia, la de la curiosidad insaciable. Pensaba que con la llegada de los americanos a Afganistán todo cambiaría, pues los talibanes habían huido a las montañas; pero todavía quedaba un país por reconstruir y muchas heridas por curar. Habían pasado casi dos años, y en las calles de Kabul aún se percibía la mano de los muyahidines. El régimen de terror al que habían sometido a la población había calado muy hondo; el miedo había conquistado el corazón de los kabulíes.

–¿El mundo? Creo que no voy a poder, es demasiado grande para mí.

–¿Quieres que te cuente un secreto? –Saira asintió con la cabeza–. Ya sé que para este viejo es un poco tarde, pero no lo es para ti. Si un día tienes la oportunidad de salir fuera del país, aprovéchala. Al Reino Unido, a Francia, a Alemania, a España… No lo dudes ni un segundo, mi suri. Y si algún día regresas, todo esto habrá cambiado, las mujeres podréis volver a la escuela y nosotros estaremos muy orgullosos de tener a mujeres tan listas como tú.

–Yo no quiero ir a la escuela. Yo quiero quedarme aquí contigo y que tú me enseñes.

–No, no digas eso. Poder ir a la escuela es un lujo, mi suri. Este viejo no tiene las respuestas a todas tus preguntas.

–Yo creo que eres el hombre más listo del mundo. Además, siempre dices que has leído más de dos mil libros. Esos son muchos libros.

Hamid suspiró. De todos los libros que Saira mencionaba, apenas le quedaban setenta, que permanecían guardados en el fondo de un armario, como si leer constituyera una vergüenza. Una noche, los talibanes entraron en su casa e hicieron una gran hoguera con su biblioteca, de la que estaba tan orgulloso. Los pocos libros que pudo salvar los tenía en su cuarto y los releía cada noche con pasión. Su casa era el único sitio donde aún podía permitirse el lujo de reír y donde les enseñaba a Saira y a su hermana a leer y a escribir, pues, con la llegada al poder de los muyahidines, a las mujeres se les prohibió ir a la escuela.

–¿Sabes cuántos libros hay en este mundo, mi suri? –Saira abrió mucho los ojos–. Hay millones y millones de ellos esperando ser leídos, y tú me hablas de poco más de dos mil. Yo poseo el conocimiento de unos cuantos y os enseñaré todo lo que sé, pero ni Mariam ni tú debéis conformaros nunca con lo que yo puedo mostraros.

Inshallah algún día tenga un millón de libros. Entonces sería rica.

–No es más rico el que más dinero tiene, sino el que más conocimientos atesora. Algún día todo cambiará para nosotros y las mujeres podréis volver a la universidad sin que nadie os mire mal por ello.

–Entonces tú serías mi profesor. Sí, dime que serás mi profesor.

–Alá es misericordioso y te escuchará, mi suri. Nada me gustaría más que estar en la universidad y teneros como alumnas a Mariam y a ti.

Aunque eran muchas las noches en las que no tenían nada que llevarse a la boca, Hamid se las ingeniaba para preparar chai[6] y contarles una de las numerosas historias que sabía. Una noche en la que el hambre era insoportable, Hamid convenció a Bahar para que cociera unas piedras mientras él contaba una historia.

–¿Cuándo estará la cena? –preguntó Saira.

–Antes de cenar debes escuchar esta historia, mi suri. –Hamid carraspeó y engoló la voz.

–¿Es muy larga? –interrumpió Saira sin dejar de mirar cómo su madre removía las piedras–. Esta sopa no huele a nada. Yo quiero chapati[7] y qorma shalgham.[8]

–¿Quién quiere cordero pudiendo comer sopa de piedras? Este es el cuento del anciano y el burro. La historia que voy a contaros sucedió en Herat.

–¿Y por qué en Herat? Yo nunca he estado en Herat. ¿Es más bonita que Kabul?

–No, mi suri, no hay ciudad más hermosa que Kabul. Ya sabes que hace muchos años Kabul era una de las ciudades más bellas y cultas del mundo.

–Tú no habías nacido, ¿verdad? –comentó Saira.

–No, no había nacido. Veo que escuchas atentamente mis historias. Pero ¿vas a dejarme terminar esta?

–Es que yo quiero cenar ya.

–Y cenaremos, mi suri. Bahar está preparando la mejor sopa que puedas imaginar. –Hamid comenzó su relato–: Había un anciano y un niño que viajaban con un burro de pueblo en pueblo. Llegaron a una aldea caminando junto al burro y, al cruzarla, un grupo de niños se rió de ellos, gritando: «¡Mirad qué par de tontos! Tienen un burro y, en lugar de montar en él, los dos caminan a su lado. Al menos, el viejo podría subirse al burro»…

–¿Es cómodo viajar en burro? –interrumpió Saira–. Yo nunca he viajado.

–Sí, es cómodo viajar en burro, aunque es más cómodo viajar en coche –respondió el abuelo–. Antes de que tu hermana y tú nacierais, teníamos un coche.

–Entonces eras rico, ¿verdad?

–Deja que continúe, anda; si sigues hablando no cenaremos.

–¿Ya vamos a cenar?

–No, no, mi suri; mientras Bahar prepara la cena, yo os contaré esta historia. La sopa de piedras requiere tiempo y mi relato no ha hecho más que empezar.

–Deja que el abuelo termine de contar la historia. Siempre haces lo mismo, Saira –le recriminó su madre.

–Está bien, puedes seguir. –Saira frunció el ceño, se retorció los dedos de las manos y se pasó la lengua por los labios resecos.

Bahar permanecía de pie al lado de la estufa dando vueltas a una olla con agua y cinco piedras que el abuelo había cogido en el jardín. Todavía les quedaban dos zanahorias para comer, que añadieron al agua, pues, como decía el abuelo, el secreto de la sopa de piedras eran dos zanahorias, ni una más ni una menos.

–Aún no huele a nada –dijo la niña.

–Paciencia, Saira. –Bahar se acercó a ella con la cuchara de madera en una mano y le golpeó la cabeza. La niña dio un bote en la silla y bajó la vista a sus pies–. Y no pongas esa cara, que no te he pegado tan fuerte.

Hamid fue a replicar, pero ante la mirada severa de Bahar prefirió no entrometerse.

–Entonces –siguió contando Hamid con una mueca traviesa–, el anciano se subió al burro y prosiguieron la marcha. Llegaron a otro pueblo y, al pasar por él, algunas personas se indignaron cuando vieron al anciano sobre el burro y al niño caminando a su lado. Entonces, un hombre con la cara tan arrugada como una pasa y al que le faltaba un ojo dijo: «¡Parece mentira! ¡Qué desfachatez! El viejo montado en el burro y el pobre niño caminando». Al salir del pueblo, el anciano y el niño intercambiaron sus puestos. Siguieron caminando hasta llegar a otra aldea. Cuando las gentes los vieron, exclamaron escandalizadas: «¡Esto es verdaderamente intolerable! ¿Habéis visto alguna vez algo semejante? El muchacho montado en el burro y el pobre anciano caminando a su lado. ¡Qué vergüenza!»…

–Ah, ya sé cómo acaba –soltó Saira–. Al final el burro se muere, ¿verdad que sí?

–Sí, al final se muere –dijo Mariam soltando una carcajada–. Saira tiene razón.

–No me dejáis terminar –replicó Hamid–. Ya sabéis que primero tenéis que escuchar la historia. La cena no está lista. ¿Acaso no sabéis que si probáis la sopa antes de tiempo no podréis comprobar el exquisito sabor de este caldo? Y, aunque no lo creáis, somos afortunados porque esta sopa solo la comía el sah de Persia. Así que podréis decir que en esta casa comemos igual que en un palacio.

–¡Mariam! –exclamó Saira relamiéndose los labios–, ¡vamos a tomar sopa de piedras! Venga, deja que termine de contar el cuento.

–Si eres tú la que no le deja hablar, yo estoy callada… –Mariam se encogió de hombros.

Bahar chistó e inmediatamente las niñas se callaron. Saira miró a su madre y bajó la cabeza. Aquella noche, su madre estaba más seria de lo normal. Bahar no era una mujer muy alegre, pero a veces sonreía cuando el abuelo contaba alguna de sus historias. Saira siempre había tenido la impresión de que su madre se avergonzaba de ella, y por eso se refugiaba en los brazos del abuelo.

Hamid siguió con el relato. Tras una hora de risas, en la que Hamid no paró de bromear, las niñas se durmieron encima de la mesa, con el plato vacío y sin haber probado bocado. Saira cogía la cuchara con tanta fuerza que se le marcaban los nudillos de la mano. El gesto de Mariam mostraba la paz que su madre no tenía. Bahar se sentó junto a su padre.

–Ya está, baba.[9] Míralas. Al final las ha vencido el cansancio. Esta noche tampoco cenarán. –Bahar miró a las dos niñas. Llevaban un día y medio sin comer y se habían dormido con una sonrisa en los labios. El cuento de Hamid había funcionado–. Y mañana ¿qué les contarás? Ya no nos queda nada. Sabes que las dos últimas zanahorias las he puesto en esa sopa absurda que te has inventado. ¿Por qué no les dices la verdad? Los cuentos no nos darán de comer.

–¿Y qué querías que hiciera, hija mía? –Mientras hablaba, su gesto cambió. Ya no se parecía al abuelo que bromeaba con las niñas y las hacía reír. En su rostro se reflejaba un cansancio extremo–. Me avergüenza no ser un hombre y tener que pedir fiado. Nadie quiere contratar a un viejo profesor como yo. Ni para limpiar cuadras me quieren.

–Podríamos marcharnos de aquí y empezar de cero en América. Escribe a tus amigos ingleses para que nos presten dinero. No nos costará adaptarnos. Hemos vivido fuera y eso puede abrirnos algunas puertas.

Hamid escupió en el suelo y Bahar cerró los ojos. Nunca hablaban de lo que sucedió aquella noche, pero cada vez que veía a Saira recordaba que no había sido un sueño, que la niña era el resultado de una pesadilla. El gesto de Hamid se volvió más duro si cabe, antes de seguir hablando.

–Ya es tarde para mí, y lo sabes.

–No, baba, no es tarde. No todos los extranjeros son iguales.

–No, pero no soportaría vivir en un país que nos ha robado parte de nuestra identidad. No podría mirar a un hombre a la cara y no saber si es el padre de Saira. ¿Tú puedes olvidarlo?

Bahar comenzó a balancearse adelante y atrás. Se había cubierto el pecho, como si con ello pudiera protegerse de lo que ocurrió aquella maldita noche. Le tembló el labio inferior, aunque se sobrepuso a las lágrimas que pugnaban por salir. Hacía años que había enterrado en lo más profundo de su alma la noche en la que perdió su dignidad como mujer. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Siete, quizás ocho? ¿Para qué contarlos? La noche que mataron a Said, a ella la violaron. ¿Para qué recordarlo? Ni siquiera apuntó el día en que la niña nació. «Saira no debería haber nacido», se decía cada vez que la veía por las mañanas al levantarse, porque, por mucho que Hamid la quisiera y la protegiera, ella jamás podría olvidar lo que perdió aquel día. Y si su padre quería que olvidara, Bahar tenía que irse muy lejos; no podía quedarse en un país que no quería recuperarse.

–¿Cómo voy a olvidarlo, si cada vez que la veo trato de sofocar los recuerdos que me asaltan y no me dejan vivir? –Bahar tragó saliva y su mirada se perdió en el fuego de la estufa.

Hamid se levantó y se colocó detrás de Bahar. Hacía tanto tiempo que no la reconfortaba con una palabra amable, que temía que su hija se derrumbara. Pero Bahar era más fuerte que él. Gracias a ella, él seguía manteniendo la cordura. Al final posó una mano sobre el respaldo de la silla. Bahar percibió la calidez del gesto. La última vez que sintió algo así, Said la había besado y le había regalado una rosa roja. Hacía años que no dejaba que nadie la reconfortara, pues la sola idea de que alguien le mostrara un poco de ternura la hacía temblar. Había construido un muro tan alto a su alrededor que nadie lograba traspasarlo.

–No podré aguantar mucho más aquí. –Bahar se cubrió la cara con las manos. Ya no le quedaban lágrimas que derramar–. Paga todo lo que debes y empecemos de nuevo. Todavía te quedan amigos que nos sacarían del país. Elige un lugar, podríamos ir a Inglaterra. Yo no quiero irme sin ti, eres lo único que me queda.

–Ramin me fiará como hasta ahora.

–No me gusta ese hombre, y lo sabes. Me mira mal –contestó Bahar con desdén–. Está en contacto con los talibanes y puede ser peligroso.

–Ramin no tiene queja de mí. Yo soy un hombre de palabra que paga hasta el último afgani que debe.

–¿Cuánto le debes? –quiso saber Bahar.

–Todavía me quedan algunas cosas que vender.

–Entonces vámonos de aquí. Los políticos no tienen ningún interés en solucionar nuestros problemas. Y nosotras no podemos salir a la calle, debemos seguir llevando esta cárcel de tela a cuestas. Además, ¿a quién le importa que una familia no tenga qué comer? ¿Qué futuro les espera a las niñas? ¿Y a Saira? Ella es la que más me preocupa. Si seguimos aquí, ¿quién va a quererla como se merece? Está marcada.

–Vamos a acostar a las niñas. Se ha hecho tarde.

–Pero, baba

Hamid dejó la conversación pendiente, como siempre que su hija sacaba el tema. Bahar frunció el ceño y terminó por aceptar la voluntad de su padre. Suspiró con resignación; sabía que en esa ocasión su padre se equivocaba. Pero ¿qué podía hacer? Nada. Hacía años que Bahar veía pasar los días mientras esperaba que llegara su fin.

Hamid pensaba que el peor pecado del hombre, por encima de cualquier otro, era la soberbia, pues se ponía en boca de Dios palabras que justificaban la barbarie de una guerra o la opresión de un pueblo sobre otro. Y, desde que conoció a Ramin, no hubo día en que no se arrepintiera de haber hecho tratos con él. Pero ¿qué podía hacer si sus nietas no tenían nada que llevarse a la boca y las últimas dos gallinas se las llevaron los muyahidines cuando huyeron al interior de las montañas? ¿Cómo no hacer tratos con el diablo si después de haber vendido casi todas las joyas de Amira ya no le quedaba ni un afgani con que comprar un puñado de arroz?

La llegada de Ramin a la casa de Hamid cambió todavía más el pequeño mundo de Saira. Todo lo que los talibanes no habían logrado eliminar de su hogar, él logró enterrarlo en menos de un día. Ni la falta de luz y agua ni las bombas habían podido con el inquebrantable Hamid; y sin embargo consiguió abatirlo un solo hombre.

Fue meses después de la famosa sopa de piedras. Una noche de mucho frío, oyeron cómo alguien revolvía en la cocina. En ocasiones entraban perros por la ventana en busca de lo poco que tenían para comer. Esta vez, sin embargo, era diferente. Mariam y Saira se levantaron de la cama y pegaron la oreja a la puerta de su cuarto. Desde allí oyeron la voz de Hamid y la de otro hombre, que hablaban en la cocina.

–¿Qué haces en mi casa, Ramin? ¿Me he retrasado unos días en el pago y vienes a buscarme a estas horas?

–Todos tenemos problemas.

–Hace casi tres años que te compro comida y hasta ahora nunca has tenido una queja de Hamid Khan.

–Me he cansado de esperar. Llevas más de un mes sin pagarme y yo también tengo que satisfacer a mis proveedores.

–Mañana pasaré por la tienda y pagaré todo lo que te debo.

–No, mañana es tarde. Lo necesito esta noche.

–Eres un kharami[10]

–Sí, un kharami que te da de comer, Hamid. Nunca lo olvides.

Mariam y Saira oyeron el ruido de una silla al caer al suelo.

–¿Qué pasa, Mariam? ¿Por qué está gritando el abuelo?

–No escuches nada de lo que dicen. Ven, vamos a acostarnos.

Mariam lloraba al lado de Saira y se limpiaba los mocos con la manga de su chaqueta de lana. Saira también se echó a llorar. En muy pocas ocasiones había oído al abuelo hablar en ese tono. Cuando los insultos empezaron a llenar el silencio de la noche, Mariam le tapó los oídos a su hermana.

–Mariam, tengo miedo. ¿Qué le está haciendo ese hombre al abuelo?

Las voces fueron aumentando de volumen y Saira temblaba entre los brazos de Mariam.

–No escuches, Saira. Deja que te cuente un cuento…

Mariam trataba de recordar un cuento, pero en esos momentos había olvidado todos los que había escuchado por boca de su abuelo. A Saira le flaqueaban las rodillas. Quería ayudar a su abuelo, abrir la puerta y cogerlo de la mano para que no gritara tanto. Sin embargo, la oscuridad le daba pavor. Desde el piso de arriba hasta la cocina no había ni una vela que alumbrara el pasillo. La última bomba que cayó cerca de su casa destrozó los cables eléctricos, y desde entonces no tenían luz. Se decía a sí misma que era una cobarde, y le daba vergüenza que Mariam y su abuelo supieran que era una miedosa que escondía el rabo entre las piernas a la primera dificultad.

De pronto, notó cómo se hacía pis encima y cómo su cuerpo comenzaba a convulsionarse de puro terror. Todas las noches, Mariam se levantaba cuando Saira tenía una urgencia. Sacaba el orinal de debajo de la cama y esperaba a que Saira terminara de hacer sus necesidades antes de volver a la cama. En esta ocasión, Saira estaba tan asustada que orinarse encima fue toda una liberación.

–Mariam –le temblaba el labio inferior–, no he podido aguantarme. Por favor, no se lo digas a mamá. No sé lo que me ha pasado.

–No te preocupes, Saira. Ven, tienes que cambiarte. Hace mucho frío.

–¿Verdad que no le va a pasar nada al abuelo? Ese hombre grita mucho. Haz algo, Mariam…

–¿Qué quieres de nosotros? –se oyó a Hamid–. Mañana por la mañana tendrás el resto. Aún me queda una joya que vender.

–Pretendes que me marche con veinte miserables afganis…

–Vete de mi casa antes de que te saque a patadas.

Mariam y Saira oyeron un golpe seco y algo pesado cayó al suelo. En ese momento, Bahar soltó un chillido desgarrador. Mariam sofocó un grito con una mano, cogió la de Saira, y ambas se escondieron debajo de la cama.

–Te pagaremos –decía Bahar una y otra vez–. Este collar de perlas perteneció a mi madre y vale mucho dinero…

Mariam y Saira oyeron el rasgado de una tela y a continuación varios golpes.

–¿Qué pasa, Mariam? –quiso saber Saira con el corazón a punto de salírsele por la boca.

–Nada, Saira, no pasa nada. No escuches. Ya me acuerdo de un cuento. Escucha, Saira, había una vez un príncipe que vivía en un palacio…

Pero los sollozos de Bahar impedían que Saira se concentrara en el cuento de Mariam. Durante la noche oyeron al hombre emitir tres gemidos prolongados. Saira no quiso preguntar, pues con cada gemido que escuchaban, Mariam sufría un espasmo. Aquello no podía ser bueno, se decía mordiéndose los labios hasta que le sangraron.

Poco antes de que el primer gallo cantara, Mariam y Saira oyeron cómo el hombre se dirigía a su madre y le decía:

–Ya puedes sacar la basura de la cocina.

Mariam y Saira permanecieron abrazadas y no salieron ni siquiera cuando escucharon la primera oración del día, ni cuando el sol iluminó su habitación. A partir de entonces, Hamid pasó a ser un recuerdo para Saira, y Ramin se quedó a vivir en la casa. La habitación y la cama de Bahar fueron ocupadas por el mismo demonio.

A la mañana siguiente, Mariam se hizo cargo de Bahar, pues su cuerpo era un mapa de cardenales y golpes; estaba más muerta que viva. Sin embargo, como en muchas otras ocasiones, Mariam se ocupó de que Saira no supiera nada. Le contó que su madre estaba muy enferma y que su enfermedad era contagiosa. Saira sabía que mentía, al igual que lo hacía su abuelo cuando le contaba ciertos cuentos. Esa mañana lavó por primera vez la ropa en una palangana, encendió la estufa de la cocina y calentó las sobras de la cena. Además, se encargó de ordenar la casa y subir bolsas de agua caliente hasta la puerta de Bahar.

Desde que Ramin irrumpió en la vida de Saira, todo se volvió más oscuro. Todas las mañanas, la niña veía a Bahar levantarse con un labio partido o un ojo hinchado. Su madre trataba de quitarle importancia diciendo que se había golpeado durante la noche, aunque Saira sabía que era Ramin quien le pegaba. Lo peor de todo era que Ramin también descargaba en ella la rabia que llevaba dentro.

«Kharami, eres una sucia kharami», era la frase que escuchaba últimamente cuando se encontraba con los niños de su calle. Por el modo en que lo pronunciaban sabía que kharami no podía significar nada bueno. Algunos arrugaban la nariz como si estuvieran oliendo boñigas de vaca, otros le tiraban del pañuelo para dejar al descubierto su pelo rubio, que ni el hiyab[11] lograba cubrir por completo, pues era demasiado fino y se desparramaba por su cara. Como con tantas otras cosas, Saira temía preguntar el significado de esa palabra, pero un día los niños de su calle le dijeron que kharami significaba «bastarda». Y Ramin empezó a recordárselo todos los días.

La primera noche que Ramin llamó kharami a Saira, Mariam bajó la mirada al suelo y se mordió los labios. Negó varias veces con la cabeza para que su hermana no le contestara; sin embargo, la niña le replicó.

–No me llamo kharami y no soy una bastarda. –Ramin se volvió hacia ella con los puños apretados–. Mi nombre significa «paloma». Es mucho más bonito…

No pudo terminar la frase, pues Ramin se acercó a ella y la acalló partiéndole el labio.

–Eres una vergüenza para esta familia, para este país. Tú tienes la culpa de todo, tú y los de tu especie, cuti gori.[12] No vales nada.

Mariam se quedó paralizada. Saira se había orinado encima y temblaba de pies a cabeza, mientras Ramin la insultaba.

–Tú serás lo que yo te diga que seas, ¿me has oído? –siguió diciéndole Ramin, y la levantó del suelo mientras Mariam y Bahar trataban de calmarlo. El labio de Saira sangraba y unas gotas de sangre mancharon el kurta blanco de Ramin–. Nada ni nadie podrá cambiar lo que eres. Tú has traído la desgracia a este país, a mi pueblo. Eres la hija de un asqueroso extranjero, pero vamos a acabar con todos vosotros, porque somos un pueblo orgulloso y nadie puede decirnos cómo tenemos que hacer las cosas.

A partir de entonces, Saira decidió que no volvería a responder a los insultos de Ramin. Así que, en cuanto este llegaba a casa, ella se escondía detrás de la puerta de la cocina y rezaba para que no la viera y no oyera el ruido que hacían sus piernas al temblar. Cerraba los ojos e imaginaba que Ramin no estaba, que no la veía, e incluso a veces se olvidaba de respirar. Y tras la puerta recordaba cómo era su vida antes de la llegada de Ramin. Aún podía escuchar la voz de su abuelo contándoles un cuento alrededor de la estufa mientras bebían chai.

Cuando Ramin terminaba de cenar, eructaba dos veces e inmediatamente después iba a fumar al patio. Saira no salía de su escondite hasta que estaba completamente segura de que no regresaría a la cocina. Entonces, Bahar, Mariam y ella compartían lo poco que él les había dejado para cenar.

Un día, Saira le preguntó a Mariam por qué Ramin vivía con ellas y el abuelo ya no estaba en casa. Su hermana le contestó que ahora era Ramin quien se ocupaba de ellas y que el abuelo jamás regresaría.

–Si se lo pido a Alá, quizás me escuche, Mariam. Así el abuelo regresará a casa y todo volverá a ser como antes. Ya no le pediré nada más.

–No vendrá, Saira. Tienes que hacerte a la idea de que el abuelo está en un sitio mejor que este.

–Yo quiero estar en ese sitio, con el abuelo. ¿Me llevarás algún día a verlo?

–Saira, el abuelo nunca volverá.

Mariam le explicó que el abuelo le debía dinero a Ramin y que, al no poder devolverle la deuda, Bahar tenía que saldarla. No había nada que hacer. Era la palabra de una mujer contra la de un hombre, y Ramin tenía muchos amigos poderosos.

–Pero mamá no ha hecho nada.

–No, mamá no ha hecho nada, pero… es una cuti gori… –Mariam perdió el brillo de su mirada al recordar. Era la primera vez que hablaban de ese tema–. Era de noche cuando unos hombres llegaron borrachos a casa. Uno de ellos se presentó como el secretario del embajador de Estados Unidos, y por eso el abuelo los dejó pasar. No sé qué venían buscando, pero tenían ganas de divertirse porque se reían mucho mientras se llevaban a mamá a la habitación… Y ella gritó y gritó, aunque nadie acudió a ayudarla. Decían que odiaban a nuestro pueblo porque se habían visto envueltos en una terrible guerra que no terminaba. El abuelo aseguró después que mataron a mi padre porque odian a los que son como nosotros. Después de aquella noche, los hombres salieron del país huyendo de un conflicto que no podían solucionar. Nadie se responsabilizó de lo que pasó. Supongo que la justicia no existe para nosotros, los pobres.

Ahora Saira comprendía por qué Ramin le decía que era una bastarda. Ella no era hija del padre de Mariam, y por eso Bahar no quería hablar del tema.

–El abuelo está muerto, ¿verdad?

Mariam la miró y, aunque no le contestó, Saira supo que estaba en lo cierto. Saira no quería que siguiera contándole esas cosas, pues veía cómo la mirada de su hermana se oscurecía, pero Mariam continuó:

–El abuelo decía que los talibanes habían traído la desgracia a nuestro país y que las mujeres somos las grandes perdedoras en esta guerra –terminó por decir Mariam–. Nuestra abuela, sin ir más lejos, conoció al abuelo en la universidad.

–¿Y qué le pasó a la abuela?

Mariam se tomó su tiempo para responder. Saira apenas se acordaba de su abuela, solo sabía que se llamaba Amira, que el abuelo le escribía poemas de amor y que le gustaban las rosas tanto como a Bahar. Cuando Saira pensaba que ya no le contestaría, Mariam siguió hablando:

–A la abuela también se la llevaron una noche. El abuelo siempre decía que tú te pareces mucho a ella, y yo también lo creo; eres tan preguntona como ella. Los muyahidines afirmaban que no acataba la ley de Alá porque se negaba a usar burka, y por eso se la llevaron.

Unos días después de celebrar la última noche del ramadán, Mariam dejó de dormir con Saira. Ahora lo haría con Ramin. Bahar se quedaba en el pasillo, sintiendo cómo miles de dagas la apuñalaban con cada gemido de Ramin. Saira no entendía por qué su madre esperaba allí, sobre el helado y duro suelo.

Desde la cama, Saira escuchaba cómo Mariam lloraba todas las noches, pero ¿qué podía hacer ella para ayudar a su hermana si la oscuridad le daba miedo? Y es que, una vez desaparecía la luz, rezaba para que volviera otra vez, para que nunca se apagara. Al final no sabía si era peor una oscuridad donde todo estaba en silencio o una oscuridad donde se advertían pequeños sonidos que poco a poco se acercaban hasta ella.

Tras escuchar los lloros y las súplicas de Mariam para que Ramin parara, Saira oía el crujir de los muelles de la cama y al hombre emitir un gemido prolongado.

–No tienes de qué avergonzarte, Mariam –le dijo Ramin la primera noche que su hermana no durmió con ella–. Tú eres una mujer, no como tu madre. Esto es lo que hacen los hombres y las mujeres. ¿Lo entiendes, Mariam?

Saira esperó a que Mariam contestara a la pregunta, pero Ramin volvió a preguntarle, y su grito despertó otra clase de miedo en ella:

–¿Lo entiendes, Mariam?

–Sí, baba.

–No me llames así. Yo no soy tu padre. Llámame Ramin.

A partir de aquella noche, Bahar llegaba a su cama instantes después de que los murmullos se apagaran. Se tumbaba al lado de Saira, de espaldas, y hundía la cabeza en la almohada. La oía llorar, tanto o más como lo había hecho Mariam momentos antes. Saira no se atrevía a hablar. Se quedaba quieta, mordiéndose el pulgar de la mano para que su madre no la oyera llorar también, hasta que se dormía. Inshallah su madre le dijera algo en esos momentos, pensaba Saira, porque prefería que la culpara a ella a que hubiera un muro de silencio entre las dos. Desde que no estaba el abuelo, ya nada era igual. Ya no se escuchaban risas en casa.

Todas las mañanas, Saira se levantaba en cuanto advertía el primer ruido en la casa. Entonces esbozaba una media sonrisa, pues la oscuridad se había ido y ya no tenía tanto miedo, y corría hasta la cocina, donde sabía que estaba Mariam. Ella, al igual que su madre, solía tener dos sombras oscuras bajo los ojos; era como si la oscuridad no se hubiera marchado del todo.

Bahar siempre le decía que debía peinarse una vez que se levantaba, pero a ella no le gustaba mirarse al espejo, pues veía su fea piel, tan blanca que a su madre le daba vergüenza mirarla a la cara. Nunca se lo había dicho, pero Saira, tras haber hablado con Mariam, sabía que era una bastarda y que su madre odiaba a algunos extranjeros. A la niña también le habría gustado que el color de sus ojos no fuera como el azul del cielo. ¿Por qué no podían ser de un negro intenso, como los de su madre, los de Mariam y los de todas las mujeres que conocía? Si fuera como Mariam, todos los días comería albaricoques secos, o almendras tostadas, o cualquiera de las cosas que le llevaba Ramin a su hermana cuando llegaba de trabajar.

A veces, Saira se preguntaba cómo conseguía Mariam ser dos personas en una. Por las noches la oía llorar y, sin embargo, por la mañana su aspecto era muy distinto. No sonreía como antes, pero al menos no lloraba. Saira creía que, si pudiera comer pistachos o piñones como hacía su hermana, sería feliz y sonreiría buena parte del día.

Sin embargo, Mariam se había aislado en un silencio que ni siquiera Saira era capaz de traspasar.

–Eres una desagradecida, Mariam, como esa sucia kharami de ahí –le dijo una mañana Ramin. Saira permanecía refugiada detrás de la puerta, como si de ese modo pudiera hacerse invisible a los ojos del hombre–. Eres una mujer afortunada por comer todos los días. Me mato a trabajar, y tú ¿cómo me lo agradeces? Con desprecio. Tu madre te llena la cabeza de tonterías y tú dejas que te convenza de que soy un mal hombre. Yo solo quiero más atención por tu parte. ¿Me escuchas?

–Sí, Ramin.

Entonces Mariam se levantó y le ofreció su silla a Ramin al tiempo que Bahar le servía una taza de té recién hecho, un poco de pan y unos albaricoques secos.

–En esta casa van a cambiar muchas cosas. Hamid era un viejo chocho. A los idiotas no los quiere nadie. Nuestro pueblo necesita hombres, no poetas. Y que sepáis que todo lo que os decía era mentira. Hamid era un sucio colaborador de los americanis, como vosotras. Dad gracias de que soy generoso. Os coméis mi comida y esperáis que yo no me dé cuenta. Primero comeré yo. Luego lo hará Mariam.

–Ramin –se atrevió a decir Mariam con una sonrisa triste–, por favor, deja que cuide de mi madre y de mi hermana. Te juro que entre las tres comeremos lo que come una sola persona.

Aquella no era la sonrisa de Mariam, y Saira lo sabía. Estaba esforzándose por mantener una mueca en los labios. La oscuridad le había robado su sonrisa, se dijo Saira, como también les había quitado a su abuelo, al padre de Mariam y a su abuela.

Cuando Ramin se marchó, Bahar se dio media vuelta y se echó a llorar. Saira le preguntó si estaba triste. La verdad era que no podía imaginarse a nadie más triste que ella. Odiaba la oscuridad porque solo traía cosas horribles.

Bahar se volvió hacia Saira y le contestó que no se preocupara cuando la viera llorar, pues no tenía importancia.

–Es por culpa de las cebollas –le dijo.

Pero Saira supo que su madre mentía; aquellas lágrimas eran amargas. Cada vez rezaba menos, y cuando lo hacía solo le pedía una cosa a Alá: que Ramin se marchara de una vez.

 

1. Camisa suelta que llega hasta las rodillas.

 

2. Sombrero flexible y redondeado masculino, generalmente confeccionado en lana.

 

3. Del árabe (yinn), genio, ser fantástico de la mitología semítica.

 

4. En farsi significa «rosa roja», aunque el abuelo sabe que en hebreo significa «princesa».

 

5. «Ojalá.»

 

6. Té.

 

7. Especie de pan.

 

8. Guiso de cordero de sabor dulce y amargo, cocinado con nabos, cebolla y azúcar.

 

9. Cariñosamente, «papá».

 

10. «Cabrón», «bastardo».

 

11. Velo.

 

12. «Perra blanca.»