MUERTE DE UN APICULTOR

 

 

 

Lars Gustafsson

 

Traducción de Jesús Pardo de Santayana

Título original: En biodlares död

© 2016 Carl Hanser Verlag München Wien

© De la traducción: Jesús Pardo de Santayana

Edición en ebook: junio de 2016

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16440-97-9

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

 

 

 

 

 

—¡Bestias!, ¡ayudantes de verdugo!,

¡principescos torturadores!,

¿es que no habéis comprendido?,

¿vosotros, los que ponéis tenazas a calentar al fuego?,

¡yo no soy más que un asno!,

¡pero con corazón y voz de asno!,

¡nunca me rindo!

(1972: «Varma rum och kalla»1)

1 «Lugares fríos y calientes», por Lars Gustaffson. (N. del T.).

Contenido

Portadilla

Créditos

Cita

Autor

 

Preludio. El autor se despide una mañana en las montañas de Chiso

Examen de las fuentes originales

1. La Carta

1

2

3

4

5

6

Febrero de 1975

7

2. Un Matrimonio

8

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3. Una Infancia

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4. Entreacto

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5. Cuando Dios despertó

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6. Memorias del Paraíso

40

7. El cuaderno de notas desgarrado

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Contraportada

Lars Gustafsson Västerås

(1936-2016)


Filósofo, novelista y poeta sueco. Está considerado como uno de los principales representantes de la literatura sueca contemporánea. Se licenció en Filosofía por la Universidad de Uppsala y ha sido profesor en la Universidad de Texas (Austin) hasta mayo de 2006, fecha en la que se ha jubilado. Como escritor con formación y dedicación a la filosofía, en sus novelas intenta poner orden en una realidad aparentemente caótica, que sus personajes afrontan con dificultad. Su obsesión por el tiempo y la identidad le han hecho ser considerado como «el Borges sueco».

Preludio.

El autor se despide una mañana en las montañas de Chiso

La luz del sol no había descendido aún hasta la garganta. Un pájaro me despertó con su voz clara y penetrante. El frío cortaba. Me salí del saco de dormir, encontré mis zapatos en la oscuridad y me liberé como pude del mosquitero.

Justo al mismo tiempo penetraban los primeros rayos del sol, agudos como punzones, hasta las cimas orientales. Entrecerré los ojos para mirar hacia los perfiles pesados e imponentes de Casa Grande.

La increíble luz que avanzaba ahora hacia la cima dio a la cerrada e inabarcable ladera de la montaña el aspecto de una sombría fortaleza de dimensiones superiores a las que levanta el hombre, una obra defensiva para ángeles o demonios que se ha visto abandonada por toda su guarnición.

Cuando la luz hubo llegado un poco más arriba se reflejaron sus rayos contra la metálica ladera occidental, cuyas columnas solitarias y enhiestas, cortadas en arenisca, se transformaron en un panorama de órganos, en una fachada barroca de órganos, en todo un órgano de luz. Todo se concertaba en los tonos rojos de la roca.

A la vocecita clara del pájaro posado en la mata de cactus ásperos y toscos junto al sendero de herradura se unió ahora un coro de extrañas voces aladas: los graznidos sardónicos de los grandes cuervos negros dominaban el concierto, pero dos enormes buitres se cernían sin ruido alguno sobre la garganta. Estaban completamente inmóviles a doscientos metros sobre nosotros en la brisa matinal.

John Weinstock, profesor de islandés antiguo de la Universidad de Austin y alpinista empedernido, con pantalones cortos muy gastados y rotos, se sentó junto al infiernillo de alcohol.

Me tendió un tazón de metal lleno de café amargo.

La mañana propiamente dicha había terminado ya. Dentro de unas pocas horas habría treinta, quizá treinta y cinco grados en la garganta. El altiplano mexicano comenzaba a liberarse lentamente de la neblina solar por la única apertura de la cadena de cimas que nos permitía verlo: «La Ventana».

Allá abajo, del lado mexicano, tenía que hacer ya mucho calor. La llanura estaba a varios miles de metros a nuestros pies. Corría una mañana de octubre de 1974. Bebí el café amargo, caliente. Allá abajo, como un tenue hilo de plata reluciente en blanco, se percibía Río Grande a través del humo solar.

Pensé:

Es curioso. No creo tener ya mucha vida espiritual. En mi interior todo parece claro y sereno y vacío. Son las voces de los pájaros, es el juego de la luz roja contra esa pared de órganos, es el gusto a café amargo, fuerte, puro y sin azúcar. Pero ni un remordimiento, ni un recuerdo, ni una inquietud. Estoy suspendido en un giroscopio. Estoy vacío, limpio y claro.

A lo mejor es que por fin lo he conseguido. A lo mejor, narrándolo, me he liberado de ello.

Would you like some more coffee?

El viento ha amainado. Ha terminado la tormenta. Ya no sopla. O quizá sea que me he enseñado a mí mismo a calmarme con la rapidez del viento, por lo que ya no lo noto.

Amables lectores, curiosos lectores. Empezamos de nuevo. No nos rendimos. Iniciamos el quinto y último de nuestros cinco relatos. Como sabuesos ladinos y veteranos en una cacería de alces en Västmanland, en pleno octubre, husmeamos la pista donde la habíamos dejado y la seguimos hasta alcanzar a la presa sanguinolenta.

Recomenzamos. Corren principios de la primavera de 1975, la nieve empieza a fundirse. La escena es el norte de Västmanland.

El exmaestro de escuela primaria de Våla Occidental, su nombre es Lars Lennart Westin, pero con frecuencia lo apodan «la Comadreja», se jubiló anticipadamente aprovechando que se iba a demoler la escuela primaria del lugar, en Ennora, junto a la orilla norte del lago. Ahora se las arregla haciendo un poco de todo, pero más que nada vendiendo miel de sus abejas, a cuya cría se dedica a veces con verdadero ahínco. Al divorciarse se afincó en una casita situada en la lengua de tierra, a la altura de los pueblos de Vretarna y Bodarna, pero, naturalmente, en la orilla oriental del lago. Allí tiene un pequeño huerto, con su campo de patatas, un perro. A veces lo visita algún pariente. Tiene teléfono y televisor, y está suscrito al diario Västmanlands Läns Tidning. Después del divorcio dejó prácticamente de tener contacto con mujeres.

La Comadreja no se puede decir que sea viejo. Nació el 17 de mayo de 1936. Pero lo que ocurre es que aparenta más años de los cuarenta que tiene. Está gastado y delgado, su pelo es ralo. Usa unas gafas con marco fino de metal, que acentúan esta impresión de delgadez. Económicamente vive con la mayor sencillez, pero no es éste su problema.

Lo que viene a continuación son las notas que él mismo dejó. Y si digo dejó es porque fue en esta primavera de 1975 cuando, precisamente al fundirse la nieve, descubrió que dejaría de existir antes de la llegada del otoño. Tenía un cáncer mortal que, poco a poco, y demasiado tarde, acabó localizándosele en el bazo, con metástasis cancerosas en tejidos circundantes.

La voz que vais a oír a continuación es la suya, no la mía, y ésta es la razón de que ahora yo me despida de vosotros.

Examen de las fuentes originales

1. El cuaderno amarillo

Hallado en el estante de encima del fregadero de la cocina. Sin pautar, formato 16 por 6 centímetros, ochenta hojas de las que setenta y seis están escritas. La tapa es amarilla, con el membrete Asociación Nacional Sueca de Apicultores.

Contiene las anotaciones más personales y, al tiempo, las más impersonales. A estas últimas pertenecen una lista de gastos domésticos, mes por mes, anotaciones de recuerdos y notas sobre diversas medidas a tomar en relación con sus colmenas. De éstas, naturalmente, aquí sólo tendremos en cuenta algunas sobre la manera de evitar las picaduras. Comenzado en febrero de 1970.

2. El cuaderno azul

Hallado sobre los libros de la última balda de la estantería. Formato A4, pautado, tapa azul en la que se lee, impreso, Librería Sjöbergs, Västerås. Contiene ciento doce hojas de las que noventa y siete están llenas de escritura por ambas caras. Contiene diversos recortes de periódico pegados, extractos de las lecturas de Westin y sus propios relatos. Comenzado no antes del verano de 1964.

3. El cuaderno desgarrado

Es un bloc de notas telefónicas. La parte inferior de la cubierta está arrancada. Impreso: ¿Quién llamó? Hallado junto al teléfono, sobre la repisa, enfrente del fregadero de la cocina. Contiene números de teléfono locales, algunos también de otros lugares y unas pocas notas sobre el desarrollo de su enfermedad.

Comenzado no antes de 1970.

1. La Carta

1

. . . soplaba muy fuerte, y era un viento muy caliente. Estábamos a finales de agosto del año pasado, el perro se había escapado a todo correr, y yo salí a buscarlo, temiendo que se perdiera, a eso de las once de la noche. El cielo estaba cubierto de nubes, y la oscuridad era tal que no se veían las copas de los árboles, aunque se oía cómo las agitaba sin cesar el viento. El mismo viento, siempre igual, fuerte, extrañamente cálido. Recuerdo haber visto algo parecido, pero no consigo localizarlo en el tiempo.

Cuando bajaba por el camino hacia la casa de los Sundblad, junto al lago, aspirando el olor del agua y oyendo el golpear de las olas invisibles en la oscuridad, sentí claramente el salto de una rana muy pequeña sobre uno de mis zapatos.

Hice entonces algo que no había vuelto a hacer nunca desde los años cincuenta. Me incliné rápidamente y cerré las manos como una copa sobre la orilla húmeda adelantándome un poco al lugar donde debiera estar la rana.

Esta vieja treta da siempre resultado. La rana se me metió de un salto en las manos; la sentí cogida en la mano como en una jaula, tan pequeña era.

Allí se quedó un momento completamente paralizada, y yo agrandé cuanto pude la jaula de mis manos.

Estuve quieto, con una rana encerrada en las manos como en una jaula, escuchando el mismo viento caliente y terco que pasaba entre los árboles. Un olor ácido me llegaba de todos los pantanos que bordeaban el bosque orillero. Sentía con gran claridad el temblar de la rana en mis manos.

Y de pronto se me hizo pis en las manos.

Pienso que ésta, en cierto modo, es una experiencia que pocas personas han tenido.

El pis de las ranas es frío como el hielo. Tan sorprendido me quedé que abrí las manos y la dejé escapar de un salto. Y seguí allí, completamente encantado, emocionado, el viento sobre mí entre las copas de los árboles y mis manos frías por el pis de la rana.

Empezamos de nuevo. No nos rendimos.

(Cuaderno amarillo I:1)

2

Di con el perro en casa de los Sundblad. Había pasado allí la tarde entera, y le habían dado galletas y agua. Lo más molesto es que cuando quise llevármelo conmigo él no quería. Se resistía, hincaba las pezuñas en la estera de retazos de la cocina.

Era molesto. Los Sundblad podían pensar que se negaba a seguirme por lo mal que lo trato. Pero eso no es verdad.

Pero hay otra cosa, aunque no consigo explicarme lo que pueda ser. Se diría que el perro, inexplicablemente, hubiera cogido miedo, y por tercera vez en sólo un par de semanas. Lo cierto, sin embargo, es que ahora lo trato exactamente igual que siempre, y ya hace once años que está conmigo. Puede ocurrir que a veces me ponga un poco firme con él, pero jamás lo asusto. Él me conoce muy bien, y no ahora, sino desde que era un cachorrillo.

No hay más que una explicación plausible, y es que está envejeciendo mucho y comienzan a producirse sutiles cambios en los recuerdos olfativos que alberga su cerebro. Y por eso no me reconoce del todo.

Creo, además, que ve muy mal; también hay que tener en cuenta que para él la vista no es muy importante.

Una vez, un invierno de comienzos de los años sesenta, iba yo por una pista de esquiadores en las alturas del lago de Märr. Era yo aún por entonces maestro en la vieja escuela primaria de Ennora, antes de que la trasladasen a Fagerstå, y sólo podía esquiar los sábados y los domingos. Era un bello domingo de febrero y había mucha gente por la pista; al salvar una cima vi delante de mí a un viejo con anorak azul a sólo treinta metros de distancia.

El perro me precedía corriendo a cosa de dos metros, y sólo entonces debió ver al viejo, aunque sin duda llevaba varios kilómetros sintiendo su presencia en forma de perfil olfativo, una eflorescencia en el cerebro olfativo del perro.