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Flavia Company

 

 

Con la soga al cuello

 

 

 

 

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Flavia Company, Con la soga al cuello

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-538-5

 

© Flavia Company, 2009

© De la fotografía de cubierta: Museum Ludwig, 2009

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 114

 

 

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Una vida

 

La cocinera dijo que no se casó porque no tuvo tiempo. Cuando era joven trabajaba con una familia que le permitía salir dos horas cada quince días. Esas dos horas las empleaba en ir en el tranvía 38, hasta la casa de unos parientes, a ver si habían llegado cartas de España, y volver en el tranvía 38.

 

Adolfo Bioy Casares

 

 

 

 

 

 

Inma, para ti,

ahora que por fin estás aquí

 

En tránsito

 

Un tren arranca. Dentro del tren viajan muchas per-sonas. Quizás la mayor parte cree saber adónde va. Incluso puede que lo sepan y estén seguros, puesto que en algunas ocasiones el destino deseado se alcanza.

En ese tren viaja, que sepamos al menos, una mujer que duda. Observa el paisaje a través de la ventana y se identifica con él porque no se detiene, no es nunca el mismo, no se deja atrapar. El paisaje queda atrás como también lo ha hecho parte de la vida de esa mujer. Atrás se puede volver, lo sabe. Pero también sabe que eso no es exactamente así. Los pasos que se caminan se habrán sumado para siempre.

La mujer que duda no sabe olvidar, y subirse a los trenes le sirve para recordarlo. Abre la puerta de la memoria y, como si fuera la de una nevera, un frío largamente acumulado se abalanza sobre ella. Recorre entonces con la vista los estantes en donde ha ido guardando todo lo que pretendía conservar y una mueca de dolor asoma sin que lo quiera al comprobar cuántas de aquellas cosas se han echado a perder.

El tren avanza, sigue su ruta. Fuera, atardece. El mundo no se detiene; la vista de la mujer tampoco, porque duda. No puede asegurar que su deseo fuese viajar. Más bien diría que ha sido inevitable. La tierra se ha movido bajo sus pies como una cinta mecánica. Quiso bajar, parar, llorar, negarse. No pudo.

La mujer está inquieta. Quiere leer, quiere entretenerse, quiere descansar. No puede. Le gusta tanto que en el tren sólo haya desconocidos que desea concentrarse en ese placer. A nadie le importa lo que haga, lo que diga y menos aún lo que sienta. En caso necesario, sin embargo, algunos a buen seguro la auxiliarían. Sin la certeza de obtener algo a cambio. Al desconocido le basta con su hazaña.

En el tren una voz anuncia las paradas. La mujer no reconoce la suya. Una vez arriba, le cuesta bajar. Otras personas, en cambio, arrastran convencidas sus maletas, se sonríen entre ellas, han llegado.

La mujer piensa que llegar es raro. Ella no tiene equipaje. No necesita trasladar nada a ninguna parte. Las cosas de su propiedad pueden quedarse donde estaban. Eran su límite.

Hojea una revista. Enseguida se cansa. La revista es todo el rato la misma, como la vida que la mujer que duda está dejando atrás.

La tristeza, intocable como el aire tal vez fresco que sopla fuera del tren, está ahí ensimismada, lógica como un deseo, mejor como una necesidad, como un bicho, como un río. La mujer la mira y la respira, hasta lo más hondo, la siente llegar a sus pulmones y allí expandirse como metralla, como si los pulmones fueran de pronto el lugar donde se aloja lo que ella estaría dispuesta a llamar alma. Y un alma llena de metralla no es broma. Es un acontecimiento.

Casi cualquier cosa puede ser ahora un acontecimiento para la mujer que duda. Pero los acontecimientos ya no son sucesos que la anclan. Al contrario, le parecen oportunidades para seguir ricamente insegura. La inseguridad le parece un arte, la posibilidad de vivir en vilo, como si la vida fuera otra cosa, algo de lo que nunca nadie ha hablado. Vista desde su asiento en el tren, la vida es algo de lo que nunca nadie le ha hablado. Por lo menos a ella. Le han hablado de necesidades, de ideas, de propósitos, de tantas cosas, pero no de la vida. Probablemente esa es la razón de que le parezca un descubrimiento repentino, la fuente de la confusión entre aquel tren y su existencia.

Pasa el revisor. Parece conforme. La mujer lleva, por casualidad, el billete adecuado. La primera sorprendida es ella. Casi cualquier cosa puede parecerle un acontecimiento. Dirige una mirada rápida al resto de viajeros: ninguno se asombra por que su billete sea válido. Hay algo simbólico en ese hecho que se le escapa.

Le gusta que se le escapen algunas cosas. Podría seguir persiguiéndolas. Lo que se alcanza empieza a quedar atrás en el mismo instante de alcanzarlo. Presentir es su modo.

El tren, de golpe, se detiene por completo. Ha llegado al final de su trayecto. El tren; la mujer que duda, no. La mujer que duda presiente que el suyo acaba de empezar. Otra vez.

 

Una vida en común

 

Es curioso cómo algo, de pronto, se convierte en sospechoso. Se ha estado observando lo mismo muchas veces y sólo en determinado momento el cerebro decide darle de comer aparte y elaborar una teoría que fundamente lo que ya de forma inevitable va a ser una sospecha.

En el caso de Miriam todo tuvo que ver con los yogures naturales desnatados que sacó Rita de la bolsa de la compra justo de la misma manera en que lo había hecho otras muchas veces sin que Miriam reparara en absoluto en ellos, en ella o en detalle alguno que le hiciera pensar nada extraño. Primero se alegró. Le gustaban mucho los yogures y hacía días que no los compraban. Le salió del alma y gritó con júbilo:

–¡Yogures!

Eran tan pocas las cosas que había para guardar en la vieja nevera que siempre bastaba y sobraba una sola de ellas para hacerlo.

–Cualquier día hace plaf –dijo Rita–. Este ruido de moto escacharrada no es buena señal.

Fue entonces cuando Miriam se acercó y se percató del estado de los yogures. Estaban magullados, y era evidente que alguien había intentado adecentarlos. Además, vio que estaban caducados. Acostumbrada a comerlos en el bol en el que Rita solía servirlos, nunca se había fijado en los envases. Su inveterada aprensión le produjo un escalofrío.

En un primer momento Miriam pensó, angustiada, que Rita estaba perdiendo facultades y que los del supermercado se aprovechaban de su avanzada edad para encajarle lo invendible. ¡A ella, que había sido quisquillosa como una gata de angora! Se preguntó entonces si Rita también detectaría en ella signos del deterioro inevitable que acarreaban consigo sus casi setenta y cinco años. Qué mayores estaban. ¡Cuarenta años juntas, ya! ¿Cómo habían podido pasar tan deprisa? ¿Por dónde? En ese instante se acercó ronroneando la bisnieta de la primera de sus gatas.

–Ven aquí, Alzheimer, ven aquí –la gata subió de un salto no muy ágil a lo alto de la mesa y Miriam empezó a acariciarla. Le habían puesto aquel nombre para conjurar la enfermedad: «Que todo el Alzheimer que entre en esta casa sea tu nombre». De momento, había funcionado.

Se sentaron a la mesa de la cocina. Miriam observó una vez más cómo Rita se recomponía el moño en un plis plas con sus dedos largos y finos y esos gestos suyos ya no tan enérgicos como en el pasado. Su cabello era ahora de color blanco grisáceo; antaño de un precioso rubio oscuro.

–¿Quieres una infusión? –ofreció Rita.

–¡Venga! –aceptó Miriam como si lo que le hubiese ofrecido fuera un buen whisky. Ya no podían permitírselo. Ni por la salud ni por el bolsillo.

Días más tarde Miriam encontró en la bolsa de la compra un paquete abierto de embutido. Le pareció extraño. ¿Se lo habría dado una vecina? A veces, alguna de las jóvenes que vivían en el mismo bloque les regalaba una cosilla u otra para comer, con disimulo, siempre con alguna excusa, que si lo he preparado yo misma, que si nos han regalado tres garrafas y se nos caducarán. Quien más quien menos, todo el mundo sabía que su situación económica no era buena; los movía la piedad.

Miriam siempre decía: «Pues no tendremos una situación boyante, vale, pero bollera sí que es, no me lo negarás, ¿eh?».

Y reía con tantas ganas que al final Rita se contagiaba y, tapándose la boca, se entregaba acalorada a la risa. Siempre había considerado poco adecuadas las bromas desinhibidas de Miriam y muchas veces, sobre todo si no estaban solas, se ruborizaba al oírlas y exclamaba con una ternura inusitada: «Por todos los santos, mi amor, mira que eres bruta».

Tras el paquete de embutido abierto, los envases de yogur adquirieron la categoría de sospechosos. Miriam empezó a vigilar los pasos de Rita. Se dio cuenta de que, bien pensado, era imposible que con el dinero del que disponían pudiese pagar lo que compraba. Desde su jubilación, siempre había sido Rita la encargada de llevar las cuentas, las pocas que podían hacerse con la ridícula pensión que le había quedado a Miriam; sólo ella había cotizado en la Seguridad Social. A veces Rita le decía: «Aguanta, viejita mía, que a ver de quién vivo yo si te me mueres. Y una pensión de viudedad… no sé yo si me la iban a dar». Y Miriam contestaba enfadada: «No hables de eso, caramba. Además, ya sé que sólo me quieres por mi dinero». Y se reían y se besaban.

Por suerte el piso era propio. A nombre de las dos.

Rita pareció darse cuenta de la atención que de pronto Miriam prestaba al asunto de las compras y los gastos, cuando nunca antes había mostrado el menor interés. Se ofrecía a acompañarla a la compra, le preguntaba qué hacía falta en casa.

–¿Crees que te estoy sisando?– le dijo Rita por fin un día medio en serio medio en broma–. Si quieres te ocupas tú, oye.

Miriam se dispuso a ser más sutil. Decidió ir al supermercado y darle conversación a la rubia de la caja. Más de una vez Rita le había dicho: «Si no hubieras pasado de los setenta años, lo intentarías, confiesa». Y Miriam mentía: «Ni hablar, no es mi tipo. A mí sólo me gustas tú». «Mentirosa», la acusaba Rita. «Pues no preguntes», reía Miriam. Lo cierto es que Miriam se había quedado más de una vez embelesada ante el escote veraniego de la cajera, pero eso formaba parte de su más recóndita intimidad. Algo de pudor aún conservaba.

La cuestión es que había llegado a pensar que alguno de los empleados hacía el agosto con Rita, vendiéndole barato lo que en realidad estaba para tirar. O casi.

Las primeras palabras de la rubia la dejaron fuera de juego:

–Vaya, usted por aquí. ¡Cuánto tiempo! El otro día lo comentábamos con la de la carnicería, ¿qué se habrá hecho de las hermanas aquellas del bloque de enfrente?

En todas partes creían que eran hermanas. Les había pasado desde jóvenes. La gente notaba entre ellas una relación especial y ni se les ocurría pensar que eran una pareja.

De modo que Rita llevaba tiempo sin ir por allí. En ese caso, ¿dónde compraba? ¿Y por qué las compras llegaban a casa en bolsas de aquel supermercado?

Miriam contestó enseguida:

–Hemos estado fuera unos días, visitando a otras hermanas de la misma congregación –aquello la dejaría fuera de juego, pero que pensaran un poco, hombre, que no era tan difícil acertar–. No os preocupéis, no nos hemos ido a la competencia.

Y entró a comprar algo con los pocos céntimos que llevaba en el bolsillo. Una botella de lejía era creíble. Eso cogió. Pasó por caja, disfrutó del escote, pagó y se fue.

Llegó a casa indignada. Rita le estaba mintiendo. ¿Por qué? No era la primera vez, y la anterior había sido muy dolorosa. Prefería no acordarse de aquel desliz de juventud por culpa del cual estuvieron a punto de separarse. Miriam nunca había llegado a entender que Rita pudiera haberse acostado varias veces –nunca supo con exactitud cuántas– con aquella guarra. Y encima mientras ella estaba lejos trabajando, dando unos cursos. Mejor correr el tupido velo de siempre. Recordar aquello seguía sacándola de quicio. Aunque, en cierto modo, le gustaba sentir que aún le hervía la sangre.

Dispuesta a cantarle las cuarenta subió silbando en el ascensor mientras preparaba un buen discurso. Rita no estaba. Miriam se preguntó en qué lugar escondería algo Rita si quisiera ocultárselo. No tardó en concluir que lo colocaría en su sitio. Rita no tenía malicia. Era transparente. Se la veía venir. Así que Miriam fue a la cocina y abrió el cajón en el que guardaban las bolsas de plástico. Allí estaban, nuevos y flamantes, dos paquetes de bolsas del supermercado. Miriam guardó la lejía y dejó allí la bolsa a modo de señal. «Lo sé», quería decir.

¿Pero qué era lo que sabía? ¿Por qué Rita fingía comprar donde siempre?

Bastó con seguirla unos días. Por fin descubrió que recorría un circuito fijo. Cinco o seis restaurantes le daban lo que tenían para tirar. ¡Su Rita! ¡Su princesa quisquillosa!

Miriam intentó recuperar la bolsa que había dejado junto a las otras días atrás. Quería borrar el mensaje. Quería eliminar aquel «lo sé» acusador. Pero su bolsa ya no estaba. (Las doblaban de un modo distinto o, mejor dicho, Rita las doblaba de una manera perfecta para que ocuparan el mínimo espacio posible y ella no las doblaba en absoluto). Rita, sin embargo, no había dicho nada. No había dejado ninguna señal, ningún mensaje oculto. Había seguido como si tal cosa.

Aquella noche, y a partir de aquella todas, Miriam alabó más que nunca el plato que Rita había preparado y, como quien no quiere la cosa, alabó de paso su facilidad para hacer milagros con el poco dinero que tenían.

–Si es que pareces aquel, el de los panes y los peces, cariño.

Rita sonrió satisfecha. Qué bueno ese silencio de Miriam. De ella, que durante tantos años no había podido callarse nada.

Miriam tuvo que contenerse. Estaba a punto de llorar. La edad la había reblandecido. Para ocultar la emoción, dijo:

–Esta noche, tomate.

Y empezó a reír con tantas ganas que al final Rita se contagió y, tapándose la boca, se entregó acalorada a la risa. Exclamó con una ternura inusitada:

–Por todos los santos, mi amor, mira que eres bruta.