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Primera edición digital: febrero 2016
Colección Calibre 44

Fotografía de la portada: Guy Sagi | Dreamstime.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Fernández Rivero
Revisión: Tandro Quijada

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Rafael González-Palencia
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16616-40-4

Rafael González-Palencia

Llovió la muerte

«Allí donde hay mucha luz,
la sombra es más intensa».

Goethe

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Cita
  5. Llovió la muerte
  6. Mecenas
  7. Contraportada

0. Esperanza

 

Otra carretera oscura, otro salpicadero con olor a nuevo.

El rocío pegajoso de la madrugada se coló por el aire acondicionado, añadiendo resina y flores tardías al aroma de concesionario.

La luz de los faros sobresaltó a los conejos arremolinados en una rotonda. Sus cuerpos, diminutos y rígidos, rompieron a vibrar al son de las pupilas frenéticas, los hocicos temblando de ansiedad.

El motor de la furgoneta lanzó un quejido. Un puñado de grava suelta tintineó contra los bajos.

Sentado en el asiento del copiloto, Kaki se frotaba tranquilamente la nuca contra el reposacabezas, y con cada respiración acunaba bajo la chaqueta su pistola nueva: una Glock tres cero, calibre cuarenta y cinco, con tres leones rampantes grabados en la culata.

El tío Roberto se la regaló. Dijo que se la había ganado al póker a un soldado inglés en un garito del puerto. Sucedió la noche antes de que al difunto capitán James Livermore, extirador de élite de las SAS británicas y empleado a tiempo parcial por varios infames contratistas privados, lo pelaran como a una ciruela en una casa vacía del barrio de Los Mateos por excederse en sus deberes de interrogador el verano anterior.

Su pecado contra Alá: dejar sin párpados, testículos ni ojos —por este orden— al sobrino de un gerifalte de Al Qaeda del Magreb.

Para hacerlo, usó un cortapizzas oxidado.

Kaki había probado la Glock de los tres leones por primera vez aquella misma mañana. Contra el perro. Durante los últimos dieciocho meses, el viejo Brujo había padecido lo peor de una enfermedad degenerativa de la espina dorsal, una mielopatía, similar a la esclerosis humana, que normalmente afecta sólo a los pastores alemanes.

Pero aquel mastín grisáceo, enjuto y babeante la desarrolló por sí mismo, sin aparente razón genética.

A veces, las circunstancias que deciden la vida no tienen justificación, ni siquiera pueden explicarse. Tan sólo aparecen y no queda más remedio que afrontarlas.

Iban a sacrificarlo al día siguiente, pero a Kaki le pareció más honesto matarlo cara a cara, sin jaulas de dos metros cuadrados. Sin extraños ni camillas heladas.

El percutor de titanio chasqueó, liviano. La detonación del arma sonó igual que la palmada con la que una madre manda callar a sus hijos: familiar pero no exenta de cierta crueldad.

El maltrecho Brujo no apartó la vista de su dueño hasta que el impacto le giró violentamente la cabeza hacia atrás. Medio cerebro le saltó por los aires y aterrizó como una plasta rosácea sobre una lona de plástico en el suelo. Sus patas huesudas crujieron, se estiraron de pronto y luego se desplomaron junto a él, desordenadas.

Kaki lo envolvió con cuidado en la lona antes de enterrarlo en el jardín, debajo del naranjo y su perfume, aquel territorio que tantas veces había marcado el animal.

El fragante azahar lo volvió a asaltar en la furgoneta, pero no era nostalgia, sino una señal de que estaban llegando a su destino. Kaki se miró con curiosidad las manos nervudas. Estaban tan firmes como el mármol.

Después volvió la cabeza y sonrió con sincera calidez al gitano Martín, quien conducía con una cadencia señorial, bien equilibrado sobre su corpachón.

Desde detrás de su nariz, mezcla de jefe apache y boxeador, el gitano le devolvió el gesto pero no la sonrisa. Kaki apretó el botón del comunicador.

—Silencio a partir de ahora. Silencio.

Su voz sonaba metálica, afilada. En la caja de la furgoneta, dos o tres de los ocho hombres armados y forrados de Kevlar de arriba a abajo respiraron con fuerza, como si se permitieran hacerlo por última vez antes de lo que les aguardaba.

Otro de los hombres, de barba pelirroja y ojos casi opacos, como los de un tiburón, examinó con cuidado, tomándose su tiempo, los de todos los demás. En ellos encontró inquietud, pero también fiereza. Kaki volvió a hablar:

—Recordad: cuando yo diga «esperanza».

Soltó el comunicador y observó sus manos otra vez. Seguían como piedras.

«Hemos venido aquí a matar a estos hijos de puta. Hemos venido aquí para matarlos a todos, joder», se arengó mentalmente, intentando que aquellas palabras, inyectadas de ímpetu juvenil, forzaran algún tipo de efecto en su cuerpo.

Pero no sucedió nada. La furgoneta cogió varios baches, rebotando despreocupada. Al fondo de la carretera oscura, una luz vaporosa se derramó sobre una verja metálica.

Alguien les hizo una señal con la mano.

Los estaban esperando.