POR FAVOR, DÉJAME ODIARTE

V.1: Febrero, 2016


Título original: Ti prego lasciati odiare de Anna Premoli

© Newton Compton editori s.r.l., 2013

© de la traducción, Elena Rodríguez, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Petar Chernaev


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-16223-47-3

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

POR FAVOR, DÉJAME ODIARTE

Anna Premoli


Traducción de Elena Rodríguez

1

Capítulo 1


Puedo conseguirlo, puedo conseguirlo, ¡tengo que conseguirlo!

Pero después cometo un error: miro el reloj. Buf, es imposible.

Estoy corriendo como una loca por las calles de Londres porque por primera vez en mi vida, en casi nueve años de carrera impecable, llego al trabajo con un retraso garrafal. Yo, empleada perfecta y jefa del mejor equipo de cerebros de asesoría financiera de todo el sector bancario, llego tarde precisamente el día en que tenía programada una reunión con un cliente importantísimo.

En cuanto me acerco a los tornos, vacío mi bolso en el suelo para no perder tiempo buscando el pase. Tengo flato por la carrera y los nervios, y encima no encuentro la maldita tarjeta y debo hacerlo rápido o rodarán cabezas. Concretamente la mía.

Me pongo de rodillas y rebusco desesperadamente entre miles de objetos hasta que por fin la encuentro. Sin perder un minuto más, lo guardo todo en el bolso. O casi todo, qué más da. Ese brillo de labios que se aleja rodando por el suelo tampoco era tan especial.

Bien, aquí estoy, dos horas tarde.

—Qué situación más divertida. ¿Dónde está la cámara oculta? —pregunta con perfidia una voz masculina a mi espalda.

Mi mano se queda suspendida en el aire y aprieto con fuerza la tarjeta magnética que iba a pasar por el lector del torno. No necesito darme la vuelta para saber a quién pertenece esa voz.

Vale, ya es oficial: no voy a lograrlo…


***


Una parte de mí siente la tentación de pasar la tarjeta y acceder al vestíbulo sin ni siquiera darme la vuelta, pero podría parecer que estoy huyendo, y solo escaparé de Ian Saint John cuando se proclame el fin del mundo. Y a pesar de todas las maldiciones y profecías de los mayas y las películas de Hollywood, parece que ese día todavía está por llegar.

—Una hace todo lo posible por entretener a los compañeros de trabajo —replico mientras giro la cabeza ligeramente.

Por el rabillo del ojo noto que su silueta alta y amenazadora se acerca peligrosamente. Paso la tarjeta magnética por el lector y cruzo el vestíbulo corriendo. Después aprieto con furia el botón del ascensor. Tengo mucha prisa, por si el cacharro no lo ha entendido.

—Nunca habría imaginado que presenciaría una escena semejante —comenta la voz que tenía detrás de mí y que ahora, en cambio, está… a mi lado. Maldición.

Parece que los dos estamos esperando el ascensor, que no llega nunca. Tanta tecnología para verse en esta situación: no poder evitar a ese compañero de trabajo al que no quieres ver ni en pintura. Me pregunto si habrán inventado alguna app que evite ridículos como el que acabo de hacer.

Incluso sin mirarlo, siento que me observa con curiosidad. En su lugar, yo también lo haría.

Alzo un poco la vista y me quedo paralizada por culpa de los ojos más azules que existen sobre la faz de la tierra. Bajo rápidamente la cabeza, como si me molestara ese resplandor. Qué lástima, unos ojos tan intensos desperdiciados en una criatura tan engreída, altiva y odiosa.

Pero la curiosidad es más fuerte que mi voluntad y, mientras echo un último vistazo, se me escapa una risita.

Frunce el ceño en señal de desconfianza y baja las cejas. Es una expresión que le he visto muy a menudo. Sospecho que practica delante del espejo para parecer lo más inquietante posible cuando está frente a mí. No es que lo consiga, que conste.

—Me alegra hacerte sonreír en un día tan difícil para ti. ¿No tenías una reunión importante, digamos… hace una hora, Jenny? —pregunta plenamente consciente de que da en el clavo.

—Capullo —murmullo mientras entro por fin en el ascensor.

Ups, creía que me había limitado a pensarlo, pero evidentemente no es así.

Ian me sigue y ríe socarronamente.

—Yo llego exageradamente tarde, pero ¿cómo es que tú entras a estas horas? Alguien tan cumplidor con el deber no desperdicia una oportunidad para ser el centro de atención —digo con la amargura de una mora recogida prematuramente.

—Tenía un desayuno con una cliente —responde con tono neutral sin dejarse afectar por mi acusación.

Claro, Ian se lleva por ahí a todas las clientas. Dicen que se desmayan frente a él.

Para ser sinceros, es posible que se desmaye toda la población femenina de este edificio. Y también del edificio de enfrente. Y del que está en la calle de al lado.

Me encanta ser la única que no se desmaya.

Una mano se levanta detrás de mí y pulsa el botón del quinto piso.

—Dado que llegas tan tarde, al menos podrías apretar el botón del ascensor —comenta con sarcasmo.

La verdad es que me he distraído, maldición, y esta mañana no necesito más estorbos.

El ascensor empieza a subir con un leve salto.

—Vamos Jenny —insiste—, cuéntame qué te pasa. Nunca llegas tarde…

Al final me giro para enfrentarme a Ian, que me observa como un cazador a punto de disparar a su presa. Un mechón rebelde de pelo negro le cae sobre la frente. Lo aparta con un gesto estudiado y haciendo gala de esos ojos tan intensos. Si fuera una mujer imparcial, reconocería que un tipo así es realmente imponente, pero afortunadamente no soy nada imparcial cuando se trata de Ian, así que su aspecto físico me importa un carajo. Mis compañeras pueden babear todo lo que quieran por él.

—Aclaremos una cosa —digo enfadada—, en primer lugar no es asunto tuyo por qué llego tarde esta mañana y, en segundo lugar, no hace falta que finjas que te importa, porque sé perfectamente que te importa una mierda.

Al principio parece que mi frase no ha causado reacción alguna, pero después, esos labios tan bien esculpidos adoptan una impertinente sonrisa de mofa.

—Jenny, Jenny, cómo puedes pensar algo así de mí… —responde como si estuviera hablando a un niño pequeño justo cuando el ascensor se detiene en nuestra planta.

Me doy la vuelta para salir de esa trampa mortal cuando oigo un cambio de registro a mi espalda. Ahora la voz suena enojada. Con cierta satisfacción me doy cuenta de que he tardado unos dos minutos y medio en hacerle perder los papeles. Impresionante, pero todavía mejorable.

—De todos modos, es asunto mío desde el momento en que me han llamado para calmar la ira de Lord Beverly, que espera a su asesora financiera desde hace una hora exacta.

Y con esta frase demoledora se dirige rápidamente hacia la sala de reuniones. Me quedo aturdida por un momento, después salgo corriendo para alcanzarlo.

Llego hasta él justo cuando abre la puerta de la sala; no puedo hacer otra cosa que seguirlo al interior.

Mientras tanto, han montado una especie de sala de té y la escena sería de cabaret si no supiera que soy la única responsable de este espectáculo improvisado.

El temido Lord Beverly sorbe su té mientras nuestro jefe, Colin, lo entretiene. Colin está rojo de ira y muy nervioso. Y él nunca se pone nervioso.

No obstante, hoy tiene una excusa perfectamente válida, porque todo el mundo se pone nervioso frente a Lord Beverly, un hombre de aspecto a la vez pomposo y amenazador. Tiene toda la arrogancia que se podría esperar de un noble inglés que cree vivir todavía en el siglo xviii y también el engreimiento de poseer una auténtica montaña de dinero.

Generalmente, los nobles de hoy en día lo han perdido casi todo, y nosotros, los comunes mortales, nos limitamos a ver cómo se han reducido sus fortunas. Pero no es el caso de Lord Beverly, él se considera superior por nacimiento y por dinero. Ha sabido explotar de forma extraordinaria lo que su familia posee desde siempre gracias a unas minas en Nueva Zelanda.

—¡Ian, ahí está mi chico! —dice un afable Beverly, y se levanta para saludarlo.

Niego con la cabeza, estoy soñando. ¿Beverly amable? ¿Qué le habrá puesto Colin en el té?

Ian le da un apretón de manos y sonríe con naturalidad. Sí, naturalidad, cómo no…

—¡Lord Beverly! Es un placer volver a verle —comenta Ian, relajado.

Claro, no es él quien llega tarde, así que se lo puede permitir.

—El placer es mío. ¿Tu abuelo está bien? Hace tiempo que no lo veo en el circuito, espero que todo vaya bien —se informa Beverly educadamente, como si fuera un ser humano igual que todos nosotros.

Colin y yo nos miramos con preocupación. ¿Y si nos vamos y los dejamos con sus asuntos aristocráticos?

Pero justo cuando estoy a punto de batirme en retirada, Lord Beverly se percata de mi presencia. Debería haber sido más rápida.

—Ah, señorita Percy… Aquí está… Por fin. —Su constatación sabe a condena de muerte. El tono ha mutado al instante y se ha vuelto frío como el Polo Norte.

—No sé cómo disculparme por el retraso —trato de justificarme, pero me interrumpe inmediatamente con un gesto de la mano y una mirada dura. Alguien debería recordarle que no soy su perro.

Parece que está a punto de echarme la caballería cuando Ian interviene.

—El retraso se ha debido a un grave problema familiar, Lord Beverly. Espero que acepte la disculpa de mi compañera.

Beverly, que estaba a punto de mandarme a freír espárragos hace un momento, se queda callado y me observa. Su rostro me dice que está indeciso. Y por otro lado es evidente que mi problema familiar no le importa un pimiento. Lo que sí le interesa, en cambio, es granjearse la simpatía de Saint John. Es curioso: pensaba que Beverly no había necesitado hacerle la pelota a nadie en toda su vida.

—Bien, imagino que todo el mundo tiene problemas familiares de vez en cuando —cede finalmente. Se nota que lo dice a regañadientes, pero tiene que hacerlo.

Sorprendente. Por un instante me quedo con la boca abierta. Saint John gana a Beverly 1 a 0.

Por una parte estoy algo decepcionada, pero por otra, mi lado más racional se ha tranquilizado. Vuelvo a respirar. Y pensar que ni siquiera me había dado cuenta de estar en apnea…

—Le agradezco su comprensión —digo teatralmente.

Colin decide intervenir.

—Dado que está todo arreglado, propongo que dejemos a Lord Beverly con su asesora financiera. Ian y yo os dejaremos trabajar en paz.

Tras pronunciar estas palabras, Colin se dirige hacia la puerta, pero Lord Beverly tiene otros proyectos en mente.

—Colin, estaba pensando… ¿Qué le parecería si Ian también estuviese presente en la reunión?

Mi mandíbula cede y me quedo con la boca abierta. ¿Ian en una reunión conmigo? Beverly no es consciente de lo que pide.

Pero Colin no ha olvidado la época turbulenta en que Ian y yo trabajamos juntos y chocamos, chocamos y volvimos a chocar. Y el pánico surca su rostro, blanco como la nieve. Pobre hombre, esta mañana acaba de entrar en su top 10 de los días más nefastos de su vida.

—Lord Beverly, creo que Ian tiene una reunión… —tartamudea Colin para tratar de salvar la situación.

Pero Beverly no es la típica persona que se deja intimidar por los compromisos que tengan los demás. Lleva esperando una hora en esta sala de reuniones, bebiendo té y comiendo galletas de mantequilla, y sabe perfectamente que se le concederá todo lo que pida.

—Debo insistir, Colin —se limita a decir.

Maldita sea, sabe que con eso ha ganado.

Nuestro superior asiente con resignación.

—¿Crees que puedes organizarte, Ian? —le pregunta.

—Dame un par de minutos. Vuelvo en un momento —responde el hombre más solicitado del día. Y desaparece.


***


No. No puedo hacerlo, esto es demasiado.

Tengo el tiempo justo para sacar la documentación de mi bolso antes de que Ian regrese. Está a sus anchas, sonríe y tiene una mirada decidida. Esta mañana se lo está pasando en grande, y todo el mérito es mío.

Sin duda, este es el día más asqueroso de mi vida. Hasta ahora ese honor le correspondía a la mañana en que me operaron de apendicitis y vomité sin parar al despertarme de la anestesia, pero hoy… oh, ¡esto es mucho peor!

Mi enemigo número uno se ha puesto cómodo en una butaca de piel negra junto a Lord Beverly, ansioso por oír mis brillantes planes para la optimización fiscal del cliente.

Por un momento me siento catapultada hacia el pasado: nobleza contra plebe.

Lord Beverly, hijo de un marqués, e Ian Saint John, nieto del duque de Revington, hijo de un marqués, además de heredero del título y, por tanto, conde de no sé qué que ahora no recuerdo, me escrutan desde sus posiciones y esperan saber, con impaciencia mal disimulada, qué diablos se me ha ocurrido para su caso.

Bueno, dado que en el fondo soy la mente más brillante que este banco tiene en activo, a pesar de que el conde de mala muerte no esté de acuerdo, empiezo mi genial presentación y les demuestro lo que valgo.

Capítulo 2

Estoy agotada y tengo la cabeza a punto de explotar. El dolor me acompaña desde el dramático momento en que he abierto los ojos esta mañana y me he dado cuenta de que:

a) no había oído el despertador dos horas antes;

b) llegaba tarde a la reunión con la R mayúscula;

c) era víctima de la primera borrachera de verdad de mi miserable vida.

Siempre he sido una chica fuerte, decidida, determinada, nada ni nadie me ha intimidado nunca, pero ayer por la noche me derrumbé frente a mi enésimo fracaso sentimental. Y el golpe de gracia no ha sido que mi novio me haya dejado plantada, sino la terrible certeza de que él no me importaba un carajo.

Cuando me dijo que no se sentía preparado para que viviéramos juntos, me sentí aliviada. Casi se me escapó una sonrisa. Otra vez.

Esta es mi tercera relación que naufraga poco antes de la convivencia, y ayer por la noche finalmente comprendí que la culpa no es de los pánfilos de mis novios, sino mía. Yo soy la causa de mis fracasos sentimentales, soy el motivo por el que me dejan: tarde o temprano comprenden que no me importan en absoluto, que solo me estoy engañando a mí misma, así que huyen.

Yo, en su lugar, escaparía incluso antes.

Esta repentina toma de conciencia me dejó tan desanimada anoche que Laura y Vera me obligaron a salir. Anduvimos de pub en pub y bebimos como esponjas.

Lograron con éxito su misión: hacer que me olvidara de todo, incluso de mí misma. Bebí tanto que dejé de pensar en mis aburridísimos novios y en mis fracasos, en por qué los había elegido o en por qué eran seres insignificantes que no habrían podido tener relevancia en mi complicada vida.

Detesto no tener el control de la situación y en las relaciones de pareja siempre acabo eligiendo personas que no puedan obstaculizar mis planes de ningún modo, personas que se dejen guiar por mí.

Lástima que al despertarme haya vuelto a la realidad. Y es horrible.

Lo he recordado todo justo mientras soltaba datos e información frente a Lord Beverly e Ian, dos capullos consumados, sin duda, pero que al menos considero, por alguna perversa razón, que están a mi nivel.


***


Durante una temporada pensé que Charles, mi último novio, era perfecto para mí: enseña Filosofía en la universidad, es increíblemente serio y reflexivo, detesta a los conservadores y sueña con cambiar el mundo. No obstante, sueña pero no actúa, aunque al menos sueña las cosas correctas.

Mi familia lo adoró desde el principio y encontró en él esa afinidad que siempre ha faltado conmigo. Soy un error genético que a día de hoy siguen sin comprender.

El enésimo fracaso con Charles me obliga a trabajar en serio conmigo misma. Tengo que encontrar la persona adecuada, una que me guste a mí y no a mi familia.

Una llamada de teléfono me saca de mis desvaríos. Es Vera. Respondo enseguida al ver su nombre en la pantalla.

—Hola guapa —digo sonriendo.

—¡Bueno, estás viva! —responde aliviada.

—Eh, más o menos… —confieso.

—¿Cómo ha ido la famosa presentación?

—Oh, no podía ir mejor —digo con ironía—. Me he dormido, he llegado dos horas tarde y después de arrastrarme hasta el trabajo descubro que mi cliente adora rodearse de gente como él, así que he tenido que fingir que me sentía cómoda mientras le ilustraba no solo a él, sino también a su magnífico semejante. Ian.

—Ahí va…

Vera lo sabe todo acerca de la hostilidad que hay entre Ian y yo desde hace años, ha pasado noches enteras escuchando mis quejas y conoce prácticamente todos los detalles de nuestras célebres peleas.

Creo que a día de hoy todavía se las cuentan a los nuevos empleados del banco, para que quede claro que es mejor no acercarse a nosotros.

Ella está convencida de que el rencor que hay entre nosotros se debe a una especie de lucha de clases. Yo, en cambio, me limito a pensar que él es un capullo integral y que la diferencia de clase social no pinta nada. Que sea un noble no cambia la esencia, es decir, es y seguirá siendo un cretino egoísta.

—Sí, ya puedes decirlo. Ahí va…

—¿Ha sido muy terrible? —pregunta con temor.

—Ha sido peor que eso. Pero soy una mujer apañada, así que he salvado la situación de milagro. Aunque debo admitir que Ian no se ha ensañado conmigo y ha estado extrañamente callado durante la presentación.

—Eso es bueno, ¿no? —pregunta Vera.

—Pues no sé, no estoy muy segura. Tal vez si se hubiera tratado de otra persona… Pero no puedo fiarme de Ian, ya lo sabes. Tengo la impresión de que hoy ha evitado enzarzarse conmigo porque tiene un plan diabólico en mente.

Vera ríe.

—Eres una paranoica, querida, ¿te lo ha dicho alguien alguna vez?

—Por supuesto que lo soy, soy asesora financiera, ¡estoy obligada a ser paranoica!

Vera sigue riendo cuando veo a Colin. Viene hacia mí y me hace un gesto para que me acerque a él.

—Tengo que colgar —digo a Vera—, el gran jefe quiere verme. Cruza los dedos por mí.

—¡Dalo por hecho!

—Hasta luego.


***


Alcanzo enseguida a Colin, que está frente a la máquina del café.

—Te has salvado por un pelo esta mañana —dice el jefe. Pero el tono no es de reproche.

—Lo sé, Colin. Sé perfectamente que he puesto en riesgo la relación con un buen cliente. Ha sido un error, un error que no tengo la más mínima intención de repetir.

Colin inserta un par de monedas en la máquina, pulsa un montón de botones y poco después me ofrece un café hirviendo. Lo pruebo y pienso que está demasiado dulce.

—¿Extra de azúcar? —pregunto.

—Lo necesitarás… —dice con tono misterioso.

—Entonces será mejor que me siente.

—Eres una mujer fuerte, estoy seguro de que lo aguantarás sin necesidad de sentarte. —Me guiña un ojo.

—Vamos, Colin, sabes perfectamente que no sé sobrellevar las malas noticias —confieso con estoicismo.

En realidad empiezo a intuir a dónde quiere ir a parar y no me gusta nada de nada.

—Y tú, Jenny, sabes perfectamente de qué se trata, o no pondrías esa cara después de haber bebido el café más dulce de tu vida.

Parece que tengo un jefe muy sabio.

—Sé de qué se trata, pero no quiero ahorrarte el mal trago de tener que decírmelo.

—Eres una chica perversa… Bien, si no quieres facilitarme las cosas, que sepas que Lord Beverly insiste en que Ian y tú trabajéis juntos.

—Ah.

Soy incapaz de decir nada más. Lamentablemente había captado las vibraciones correctas.

—Nuestro cliente desconoce vuestros problemas pasados y, sinceramente, después de lo de hoy, preferiría que no los supiera nunca —añade.

—Mira Colin —digo seria—, soy una persona que asume sus responsabilidades. Soy consciente de que la cagué y, de algún modo, tengo que pagar por ello, pero esto… esto es demasiado. Es posible que Lord Beverly no sepa nada, pero sabes qué pasó, y por tanto sabes a qué nos arriesgamos.

Colin remueve nerviosamente su café sin mirarme.

—Eso fue hace cuatro años, Jenny, esperaba que dos personas inteligentes y adultas pudieran superar en ese tiempo sus discrepancias.

—Por supuesto, suponiendo que Ian fuera remotamente adulto o inteligente. Pero creo que a día de hoy carece de ambas características.

Mientras hablo mi cara es la de un ángel, tal vez un poco maleducado, pero un ángel al fin y al cabo.

En los ojos de Colin, en cambio, se percibe cierto nerviosismo.

—Jenny… —me advierte.

Pero ni siquiera dejo que termine la frase, sé perfectamente lo que va a decir.

—Tienes razón, hoy he cometido un error y debo asumir las consecuencias.

Colin cambia de táctica.

—Intenta verlo así: vas a pagar por un error que has cometido tú solita, pero Ian… él se ha encontrado en esta situación sin comerlo ni beberlo. Así que puede que ahora mismo él tampoco esté dando saltos de alegría.

Dicho así, la cuestión vuelve a ser interesante. En el fondo, ¿quién soy yo para negarle a Ian la gran alegría de tener que trabajar conmigo?

—¿Lo sabe él ya? —pregunto, animada por una nueva energía.

Nunca hay que subestimar el efecto de hacerle la vida imposible a alguien.

Colin sonríe con resignación.

—Veo que determinados trucos siempre funcionan. Sois dos niños, Jenny —me reprende con cordialidad.

—Perdona, pero dado que soy dos años mayor, el niño es él.

—Por supuesto, esos dos famosos años de diferencia…

—Esos dos fundamentales años de diferencia —le recuerdo.

La verdad es que todo esto empezó hace cinco años precisamente por una cuestión de edad: cuando crearon el primer equipo mixto de asesoría financiera, formado por economistas y abogados, se vieron obligados a tomar una decisión difícil e incómoda. ¿Quién poner al mando?

Entonces yo tenía veintiocho años y una carrera asombrosa y meteórica a mis espaldas. Ian tenía veintiséis años y lo habían contratado después que a mí, aunque sobre él se contaban historias increíbles. Decían que era un economista extraordinario y brillante y que los clientes comían de su mano.

Pues bien, tras haber hecho una criba entre varios candidatos, finalmente el banco tuvo que elegir entre nosotros dos y nombrar un responsable. Ambos esperábamos ser los elegidos.

La decisión fue muy difícil pero al final, el consejo, ante la incapacidad decantarse por uno u otro, acabó premiando a la persona más adulta, es decir, la susodicha. Nos dijeron que necesitaban a alguien con un mínimo de «veteranía».

En el fondo pensé que ese motivo no era más que una excusa y que tenía todas las aptitudes para el puesto. Ser responsable de un equipo no solo significa ser el mejor —aunque lo soy—, sino también saber guiar e incentivar al grupo. Por lo que sé, Ian solo sabe guiarse a sí mismo.

Él se tomó fatal aquella decisión. En un primer momento todos pensábamos que renunciaría al trabajo para irse a otra empresa, pero en lugar de eso adoptó una estrategia mucho más hipócrita. Decidió quedarse, pero desde ese día solo tuvo un objetivo en mente: amargarme la vida.

Durante los primeros meses su hostilidad estuvo bien camuflada, pero luego derivó en una verdadera guerra. Nuestras reuniones de equipo se volvieron legendarias e interminables.

Si yo decía A, él decía B. Si yo decía blanco, él negro. Y así hasta el infinito.

Al cabo de un año de luchas incesantes, la situación se volvió insostenible. Al principio intenté ignorar sus provocaciones y concentrarme en mi trabajo, pero tras la enésima descortesía por su parte —quiso desacreditarme delante de un cliente—, perdí los papeles. Discutimos en su despacho, yo le dije alto y claro lo que pensaba de él e Ian, a su vez, me insultó hasta quedarse afónico.

La cosa acabó fatal. Me dejé llevar por toda la rabia que había acumulado en el último año de peleas y al final le di un puñetazo en la nariz. Parece que lo hice bien, porque Ian acabó con el tabique nasal roto y yo con una fisura en la mano.

Hasta ese día, yo no le había hecho daño ni a una mosca.

Por supuesto, el incidente llamó la atención de todos los empleados, así que para intentar minimizar los daños, la empresa decidió sabiamente que nunca más tendríamos que trabajar juntos. Nos pusieron al frente de equipos distintos y, llegados a ese punto, la guerra se desplazó al plano profesional. Cada uno de los grupos obtenía resultados extraordinarios intentando superar al otro, también porque pugnábamos por el trono del «mejor».

A día de hoy nos encontramos en un empate constante.


***


—Entonces, ¿crees que podréis tener algunas reuniones juntos sin llegar a las manos? —La voz de Colin me devuelve a la realidad.

—Han pasado cinco años desde que todo esto empezó. Creo que al menos podemos intentar ser civilizados —respondo y me sorprendo por lo que acabo de decir.

Colin parece gratamente satisfecho. La diplomacia nunca ha estado entre mis virtudes. Vuelve a sonreír. Al menos hay alguien que todavía puede sonreír.

—No sabes lo feliz que me haces. De verdad, Jenny, no te lo puedes ni imaginar…

En realidad sí me lo imagino. Sé lo importante que es para él poder contar con personas tolerantes. Reconozco que en los últimos cinco años no ha habido muy buen rollo entre estas paredes. Por una vez, debería hacer algo por él, dado que siempre me ha defendido y después de aquel famoso incidente me salvó el puesto de trabajo.

En el fondo, fui yo quien dio el puñetazo, y a ojos de los demás, la culpable era yo. Pero Colin sabía que si había reaccionado así fue porque alguien me hizo perder los papeles.

—¿Prefieres que hable yo con Ian? —pregunta el jefe.

Tengo treinta y tres años y no necesito una niñera. Sería bonito, no obstante, pero es hora de que asumamos nuestras responsabilidades.

—No es necesario, aunque te lo agradezco. Ya hablaré yo con él —digo resignada—. Me toca hacerlo.

Colin me da un apretón en el hombro.

—Mucha suerte.

Algo me dice que la necesitaré.


***


La idea no me ha parecido tan descabellada cuando me lo ha propuesto Colin, pero al volver a mi despacho me parece una utopía. Me he quedado pegada a la silla todo el día, dándole vueltas.

Soy despreciable, lo sé… y no es propio de mí. Así que decido ponerme en marcha y pasar a la acción.

La oficina está prácticamente vacía y se ha hecho de noche. Hace rato que debería haber cenado. Menos mal que mañana es sábado y la gente intenta salir pronto para irse de fin de semana o acudir a alguna cita romántica.

George, mi compañero, asoma la cabeza en el despacho.

—¿Todavía estás aquí? —pregunta incrédulo.

—Eso parece…

Me mira con compasión.

—Mucha suerte —dice. Sé por qué lo dice. A estas alturas, probablemente todo el mundo ya lo sabe.

—Gracias, George. Buen fin de semana. Pásalo bien —respondo.

Una parte de mí desea que Ian se haya ido ya. De ese modo, podría pasar el fin de semana relativamente tranquila y esperar al lunes para enfrentarme a él, pero hoy la mala suerte se cierne sobre mí.

Resoplo mientras me levanto de la silla y, sin titubeos, opto por mandar al garete mis dos días de tranquilidad. La luz del despacho de Ian es cegadora; está al fondo del pasillo y es difícil de ignorar incluso desde lejos.

Nunca he sido de esas personas que se echan atrás frente a un desafío. Por primera vez, lo lamento.

Camino con paso ligero por el pasillo y veo que Tamara, la compañera de Ian, se ha marchado a casa. Decisión sabia. Ni siquiera lo coladita que está por su jefe ha conseguido retenerla en el trabajo hasta las nueve de la noche de un viernes.

Nada de titubeos ni de vueltas atrás mientras llamo con decisión a su puerta. Acto seguido, y sin esperar una respuesta, la abro. Es mejor pillarlo por sorpresa, eso me da una ventaja psicológica.

En efecto, creo que lo he pillado desprevenido. Su mirada desprende estupor. Aunque apenas dura un segundo porque enseguida pasa a la actitud cautelosa y letal. Al instante, sus ojos límpidos se oscurecen y un velo desciende sobre ellos.

Es curioso, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que mi presencia le condicionaba. Hace un segundo tenía delante un hombre relajado; ahora estoy frente a un enemigo preparado para la batalla.

Ian está sentado cómodamente en su butaca de piel negra. La pantalla del ordenador le ilumina el rostro. Mis ojos se fijan en el cuello desabrochado de la camisa y en el nudo de la corbata aflojado. Sostiene un montón de papeles que apoya con decisión en la mesa en cuanto se percata de mi presencia.

—Me pregunto por qué llamas a la puerta si no piensas esperar a que responda —reflexiona en voz alta.

—¿Es necesario que malgaste saliva? —digo, y me siento frente a él.

Ian curva la comisura de los labios en un intento por sonreír.

—Por supuesto que no, puedo llegar a la respuesta yo solito. Has llamado porque así has respetado unos ciertos modales, pero te importa un pimiento mi respuesta porque así cuentas con el factor sorpresa. ¿No es cierto?

Me obligo a sonreír. Por supuesto que tiene razón.

Lo cierto es que el cerebro de Ian siempre ha sido un problema. Generalmente puedo superar en ingenio a cualquiera, pero en este caso su pérfida inteligencia está al nivel de la mía. Lo que es humillante.

Ian relaja los hombros y se deja acunar por la silla.

—¿A qué debo el honor? —pregunta mientras me escruta con esos ojos de un azul muy intenso.

Ahora que estoy aquí no sé muy bien por dónde empezar. Mentalmente había construido una especie de escaleta lógica, pero ahora mismo tengo un vacío de memoria.

—¿Tal vez has venido para darme las gracias? —sugiere irónicamente el bicho.

—¿Darte las gracias? —repito consternada—. ¿A santo de qué?

El tono de mi voz ha subido repentinamente.

Ian ríe.

—Por lo de esta mañana, por haberte salvado el culo con Beverly —me recuerda.

Lo interrumpo inmediatamente.

—En realidad el culo me lo he salvado yo solita con Beverly.

—Claro, pero lo has logrado porque mi presencia lo ha tranquilizado. Y solo por eso has podido salvarte el culo tú solita —puntualiza.

Sé que lleva razón, pero me ha jugado tantas malas pasadas que ni siquiera mil acciones como la de esta mañana le ayudarían a igualar las cuentas pendientes entre nosotros.

—Que quede claro, habría salvado la situación incluso sin tu petulante presencia, Ian.

Me lanza una mirada muy dudosa.

—Eso tendrías que demostrarlo, querida.

La forma en que lo dice me provoca un escalofrío.

Durante unos instantes nos quedamos mirándonos. Ninguno de los dos quiere ser el primero en apartar la vista. Al final es Ian quien pone fin a la espera:

—Me encantaría quedarme aquí toda la noche, pero dentro de diez minutos tengo que estar fuera de la oficina porque tengo una cita importante, así que te agradecería que fueras al grano —dice con una voz repentinamente gélida.

Se acabó el decoro.

—La cuestión es que Beverly —empiezo decidida— quiere que trabajemos juntos con él.

—Por supuesto que lo quiere —insiste Ian, como si fuera algo normal—, ha oído que somos las dos mentes más brillantes de la división y quiere que los dos trabajemos con él. Lo comprendo. Tú trabajarás en su proyecto y cuando hayas terminado, me lo presentarás para que pueda sugerirte mejoras —dice con toda la calma del mundo.

Y es raro, porque normalmente Ian puede ser cualquier cosa excepto un hombre previsible. En el peor sentido de la palabra, por supuesto.

—Es comprensible que la zorrita que te llevas a cenar esta noche te esté nublando el cerebro, pero intenta no perder la concentración durante unos minutos, por favor —le reprendo, molesta.

Mi frase hace diana porque un instante después, se levanta de la silla, se agarra al borde de la mesa y se acerca peligrosamente a mi cara.

—¿Una zorrita? —repite airado. Sus ojos muestran rayos azules.

La situación me hace reír.

—Siempre lo son. ¿O acaso has cambiado de gusto últimamente? —pregunto con una expresión de inocencia absoluta.

Ian me agarra de la cara y, haciendo un esfuerzo por no triturármela, dice:

—Solo Dios sabe cuánto me gustaría callar de una vez por todas esa bocaza que tienes. Sería la mayor satisfacción de mi vida.

En sus ojos veo una rabia difícil de controlar. Le he hecho perder los papeles. Bien.

Con un movimiento decidido me deshago de él y doy un paso atrás para restablecer una distancia de seguridad entre nosotros. Le rompí la nariz una vez, no me gustaría tener que volver a hacerlo.

—En primer lugar, Beverly quiere que trabajemos juntos en su expediente y nosotros dos, grandes profesionales y personas adultas, lo haremos —le explico—. En segundo lugar, nada de equipos, solo tú y yo trabajaremos en esto. No es necesario implicar a nadie más en esta locura —añado enseguida.

Su expresión es una mezcla de irritación y comprensión. Creo que empieza a intuir a dónde quiero ir a parar.

—En tercer lugar, cuando nos tiremos de los pelos, en sentido figurado, por supuesto, será lejos de esta oficina. A ojos de todos los demás, nos llevaremos genial y estaremos de acuerdo en todo mientras dure el trabajo. Nuestras inevitables peleas tendrán lugar fuera de este edificio —concluyo.

—Es decir, no quieres testigos —responde Ian, que no está nada sorprendido.

—Por supuesto que no, igual que tú. Las peleas de la otra vez estuvieron a punto de costarnos nuestras carreras, y no quiero que esta vez se repita una situación similar.

—Ni yo, ya me tuvieron que recolocar la nariz una vez —menciona molesto.

—Nunca en la vida querría estropear lo que tu cirujano plástico recolocó con tanta perfección —replico sarcástica.

Sé que Ian no se operó la nariz después de mi puñetazo, pero insinuarlo me da satisfacción porque es un tema sensible para él. Su obsesión por el aspecto físico es vox populi, pero también lo es su pánico a hospitales y operaciones.

—Lo que me habría gustado que el cirujano recolocara en su sitio —dice enseguida, enfadado.

—Te lo juro, estás más obsesionado con la forma de tu nariz que una mujer. Yo tengo una nariz fea y vivo perfectamente —comento con sabiduría.

—Tú nariz no es fea —dice con convicción—, tienes una nariz normal y perfectamente adecuada para tu cara.

Eso me deja de piedra. ¿Ian hablando bien de mi nariz? ¿Pero hacia dónde está derivando esta conversación?

—Pero si quieres que hablemos de tu pelo —añade rápidamente—, entonces tengo unas cuantas observaciones al respecto.

Ah claro, las críticas las entiendo mejor. De todos modos, para que conste, tengo un pelo castaño normalísimo, de un tono muy común y de una longitud media extremadamente común. Hay poco que criticar.

—Entonces, ¿trato hecho? —pregunto ignorando el comentario. Me levanto y le ofrezco la mano. Profesionalidad ante todo.

—¿Qué alternativa tengo? —dice resignado.

—Ninguna —replico recuperando un tono amable.

Ian suspira.

—Entonces, trato hecho —constata. Observa con suspicacia mi mano durante tanto rato que llego a pensar que no me dará la suya para ratificar el pacto. Pero por fin se decide y me estrecha la mano. Aprieta con seguridad, sin dejar lugar a la duda.

Levanto los ojos y me encuentro con su mirada. Evidentemente ha sido un error: sus tristemente célebres ojos azules me aprisionan y luchan por dejarme ir. Entiendo por qué tiene a todo Londres a sus pies; de verdad, puedo ser imparcial y reconocer a un hombre objetiva y rabiosamente atractivo. Dicen que la prensa amarilla escribe a menudo de él: es noble, será duque, es el principal heredero de un imperio de valor incalculable y tiene un aspecto físico que no pasa inadvertido. Es fácil hablar de él y de la fila de mujeres con las que se deja fotografiar. Son modelos o relaciones públicas pseudotrabajadoras, que fingen tener un empleo mientras esperan cazar a algún hombre rico. Por supuesto, si las pusiéramos todas juntas no alcanzarían el coeficiente intelectual de una persona media, pero eso no importa. Ian solo quiere que le idolatren, el resto le da igual.

Libero mi mano como si me hubiera quemado y aparto la mirada. Es mejor volver a la realidad.

—Entonces que vaya bien la noche y buen fin de semana —le digo magnánima y orgullosa de mi superioridad.

Ian arquea la ceja, como siempre, en un gesto irónico. Mis buenas intenciones para enterrar el hacha de guerra se deshacen como la nieve al sol. Me dirijo hacia la puerta y le digo:

—Vamos, muévete, ya sabes que las zorritas no tienen paciencia. Nunca hagas esperar a una.

Y como colofón le guiño el ojo y mi silueta desaparece en la oscuridad del pasillo.

Regreso a mi despacho y, por primera vez desde que he abierto los ojos esta mañana, tengo ganas de sonreír. Gracias Ian, gracias de todo corazón.

Capítulo 3

Meto la marcha con decisión mientras mi coche circula ruidosamente por los campos de la periferia de Londres. Estoy en el campo, cerca de la casa de mis padres.

Aquí todo es biológico y políticamente correcto.

Mis padres son criaturas extrañas, al menos para una mente cuadrada como la mía. Son ingleses pero antimonárquicos, son vegetarianos, veganos para ser más precisos, antirreligiosos o al menos más cercanos al budismo que a cualquier otra religión, no están casados sino que son pareja de hecho, y colaboran con todas las ONG posibles. Han traído tres hijos al mundo: Michael, mi hermano, que es médico y trabaja para Amnistía Internacional y otros grupos que ayudan a los refugiados de todo el mundo; y mi hermana Stacey, que es abogada y ofrece sus servicios gratuitamente a quien no puede permitírselo.

Es fácil comprender por qué me siento un pez fuera del agua en mi familia. ¡Soy asesora financiera! A sus ojos me dedico a ayudar a los ricos para ser todavía más ricos, así que soy la encarnación de la maldad, una especie de Satanás con falda.

Pero también soy la pequeña, así que hacen un esfuerzo por tolerarme. Si hubiera sido la mayor, me habrían repudiado hace mucho tiempo. Eso por no mencionar que cuando Charles formaba parte de mi vida, mi propia familia me veía con mejores ojos.

Ahora, sin él, volveré al final del ranking familiar.


***


Nada más aparcar en el camino del jardín, me acoge como siempre el grupito de ocas. Intentan morderme la mano.

Las ocas libres son felices, según mi madre. Suelo no estar de acuerdo con ella, pero todavía no he reunido el valor para decírselo.

Además, no entiendo por qué mis padres crían ocas si luego no se las comen. Las ocas son malvadas, lo sabe todo el mundo. Y mis padres están criando ocas dictatoriales y viles.

Como ya estoy acostumbrada, me dirijo con paso firme a la puerta de entrada realizando un eslalon entre gatos y perros que duermen bajo el porche. Después de años de práctica continuada, he adquirido una habilidad destacable y en pocos segundos estoy a salvo dentro de casa. La oca asesina, que desde el principio me había perseguido, aletea al otro lado de la puerta. Qué satisfacción.

—¡Mamá, he llegado! —grito para que me oigan.

—Estoy en la cocina —responde la voz persuasiva de mi madre.

Y, efectivamente, ahí está, dispuesta a preparar un cocido que huele, como mínimo, raro. No hay que preguntar qué ingredientes utiliza en sus platos, o podrías morir del susto.

—Por fin apareces, Jenny, estábamos preocupados, llegas una hora tarde —dice enseguida mi madre, que hoy lleva un vestido amarillo chillón. Probablemente podría considerarse una especie de saludo al sol, dado el color cegador.

—No llego tarde. He avisado de que llegaría a la una, y es la una y aquí estoy, puntual como un reloj suizo.

Que quede entre nosotros, pero cuando voy a casa de mis padres intento ser puntual. Hay que evitar por todos los medios llegar un minuto antes, o correría el riesgo de recibir un alud de preguntas incómodas.

—Déjame verte, querida. Sigues con esta cara tan gris. ¿Pero qué diablos comes? ¿No será carne? —pregunta mi madre, visiblemente perturbada por la mera idea.

Me han criado dos vegetarianos y está claro que no como carne, pero de vez en cuando me concedo un poco de pescado o un huevo. Pero nunca me atrevería a confesárselo a mi madre, le daría algo si supiera que soy una vegetariana laxa y no absoluta.

—No, mamá —respondo—, nada de carne, es solo estrés.

Por su expresión comprendo que he apretado la tecla equivocada.

—Bien… Francamente, es lo que te mereces por haber escogido ese trabajo. En serio, Jennifer, ¿qué se te pasó por la cabeza cuando elegiste el ámbito fiscal? Y encima trabajar para un banco mercantil… ¿Pero te das cuenta? ¡Son la causa de la caída de nuestro sistema financiero y económico! —repite por enésima vez. Me ha soltado este discursito tantas veces que podría anticipar palabra por palabra lo que está a punto de echarme en cara con un mínimo margen de error.

—Pensaba que estabas feliz por la caída del sistema —digo.

Mi madre se queda con el cazo suspendido en el aire y se gira para mirarme.

—¡Por supuesto que me hace feliz! Por fin los demás se dan cuenta de lo que tu padre y yo llevamos años diciendo. —Los ojos le brillan al pronunciar esas palabras, parece mucho más joven.

—Entonces deberías estar incluso más feliz, sabiendo que he contribuido a hacer caer el sistema. De una forma u otra —añado casi sonriendo.

Soy lista y mi madre lo sabe. Se da la vuelta resignada para volver con su olla.

—¿Y Charles? ¿Cómo es que no ha venido contigo? —pregunta mientras sigue removiendo la comida.

Vaya, esperaba que no se dieran cuenta, al menos no tan pronto. Pensaba que las recriminaciones a mi trabajo me ayudarían a ganar algunos minutos más.

—Es verdad, Jenny, ¿dónde está Charles? —dice mi hermano, que aparece por arte de magia a mi lado.

—Hmmmm —murmullo. Y por ese breve sonido que acabo de emitir, mi madre explota.

—¡Oh, Dios mío, habéis roto!

—Bueno…

Michael intuye mi titubeo y trata de echarme un cable.

—Vamos, mamá, no seas tan dramática. Seguro que Charles tenía algún compromiso, ¿verdad?

Sabe perfectamente que hemos roto, no tiene ni un pelo de tonto, pero parece que hoy no es el día adecuado para una noticia de este calibre. Mi madre, que suele ser una persona muy tranquila, ha dado rienda suelta a su ira solo con pensar que ya no estamos juntos. Es mejor postergarlo.

—Pues claro, está fuera en un congreso —miento con convicción. Llevo años practicando.

—Qué lástima. Te prepararé una fiambrera con lo que sobre. Ya sabes lo mucho que adora mi comida.

Reconozco que debería haberme casado con él solo por eso. Nunca encontraré otro hombre que aprecie la comida de mi madre. Charles la adoraba, de verdad, y no era por una cuestión de sabor, sino filosófica: según decía, los ingredientes son éticos y lógicos, y por tanto también lo es el resultado. Prescindiendo del sabor.

Porque el sabor es discutible. Y lo digo con todo el amor de una hija.

—Venga, la comida está lista —anuncia mi madre poco después.

La seguimos hacia el comedor. Un recorrido desnudo, como dictan las nuevas reglas del feng shui.

Sentado a la mesa de madera natural —nada de materiales fríos en esta casa—, espera mi padre, absorto mientras charla con Tom, el marido de mi hermana Stacey. Ellos también tienen una granja biológica a pocos kilómetros de aquí. Sus dos hijos, Jeremy y Annette, se persiguen alrededor de la mesa.

Mi hermana está entreteniendo a la novia de Michael, Hannah. Es una doctora alemana y se conocieron hace unos años en un campo de refugiados. Desde entonces se aman con locura. La boda debería estar a la vuelta de la esquina, pero por ahora lo impiden sus compromisos laborales.

En realidad llevan más de un año intentando casarse, pero las continuas guerras, de las que parece que la humanidad no puede prescindir, los mantienen bastante ocupados. Tengo que la impresión de que si esperan un momento de paz mundial, no se casarán nunca, pero ¿por qué debería echar por tierra los sueños de los demás?

Estoy rodeada de gente unida por ideales y convicciones, son personas apasionadas, comprometidas. Y yo aquí no pinto nada.

La verdad es que he crecido tan sensibilizada respecto a las atrocidades del mundo que he tenido que construirme una defensa personal. Así que elegí hacer algo totalmente opuesto a sus convicciones, algo que para ellos fuera frívolo y estúpido, pero que me ha permitido poner distancia entre ellos y yo. Descubrí quién era cuando corté los nexos de unión con ellos. Siempre he sentido la necesidad de existir como entidad aparte y no como parte de una entidad común donde todo el mundo tenía que compartir las mismas ideas.

Y ser una de las mejores estudiantes de Oxford me permitió consolidar esa distancia que después me ayudaría para marcharme a Londres a reinventarme.

No es que a día de hoy lo haya logrado, al menos desde un punto de vista humano. Mi carrera es lo único que me mantiene a flote, y no me gusta reconocerlo.

—Hola, Jenny —me saluda mi padre—. ¿Hoy no viene Charles? —Su tono, afortunadamente, es cordial y no nervioso como el de mi madre hace un rato.

—No, compromisos universitarios —repito, mintiendo con habilidad.

—Entonces está perdonado —dice con voz solemne.

Para que conste: a mí no se me perdona nunca si tengo que trabajar durante el fin de semana y no puedo venir a verlos.

—Bueno, ¿qué os contáis por la City? —pregunta Tom.