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BUCÓLICAS

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN DIRIGIDA POR

PABLO JAURALDE POU

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Virgilio entre las musas Clío y Melpómene.

Mosaico romano (s. III d. C.) encontrado en Sousse. Museo del Bardo, Túnez.

PUBLIO VIRGILIO MARÓN

 

 

BUCÓLICAS

(ÉGLOGAS)

 

 

TRADUCCIÓN DE

FRAY LUIS DE LEÓN

 

 

 

EDICIÓN, INTRODUCCIÓN Y NOTAS DE

ANTONIO RAMAJO

 

 

 

 

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Primera edición impresa: mayo 2011

Primera edición en e.book: octubre 2011

 

© de la edición: Antonio Ramajo Caño, 2011

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2011

www.edhasa.es

 

Ilustración de cubierta: Tintoretto: El verano (h. 1546, detalle).

National Gallery of Art, Washington D.C.

Diseño gráfico: RQ

 

ISBN 978-84-9740-440-2

 

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INTRODUCCIÓN BIOGRÁFICA Y CRÍTICA

 

 

I. VIRGILIO

 

...ut uidi, ut perii

(VIII, 41)

 

 

VIDA DE VIRGILIO

 

Publio Virgilio (en realidad, Vergilius[1]) Marón nació en los Idus de octubre (el 15) del 70 a. C. en Andes, aldea no lejana de Mantua[2]. Cuando el poeta contaba unos doce años (por el 58 a. C.), la familia se trasladó a Cremona, donde el niño pudo realizar estudios. Y allí permaneció el grupo familiar hasta que Virgilio tomó la toga viril, a los quince años, justamente el mismo día (15 de octubre, idus, del 55 a. C.), según algunas Vitae, en que murió el poeta Lucrecio[3]. Entonces la familia se traslada a Milán, donde se fortalecen los estudios del futuro poeta. No le faltaron, en su formación, asignaturas como medicina y matemáticas, en las que se incluían la astronomía y la astrología, materias que dejaron huella en el joven Virgilio.

Por el año 50 a. C. llega el futuro poeta a Roma. Hizo algún intento de dedicarse a la oratoria, pero no se afianzó en tal mester, a pesar de que contaba con una bella voz, que modulaba con correcta pronunciación acompañada de oportuno gesto. Pero al joven le apasiona la poesía y se relaciona con otros poetas, poetae noui, neotéricos, empapados de helenismo: rechazaban las obras largas, cuidaban exquisitamente la forma, buscaban ante todo el arte por el arte y Calímaco era su modelo. Nos interesan, en particular, los nombres de L. Vario Rufo (el editor, al lado de Tucca, de la Eneida: vid. n. IX, 49-57), Asinio Polión (vid. n. III, 118-120) y Helvio Cinna (n. IX, 49-57), porque tendrán presencia en la poesía de Virgilio (no pudo tratar a Catulo, muerto supuestamente el 55 a. C). Virgilio comenzó a escribir las Bucólicas hacia el 42 a. C. Antes debió de ejercer también su musa, pero sobre la cuestión no tenemos sino polémicas. No se sabe si la llamada Appendix Virgiliana[4], de naturaleza neotérica, le pertenece en su totalidad, en parte, o si de ninguna manera se le puede aplicar la firma del gran vate.

La Appendix debió de ser escrita en la década de los cincuenta a. C. Eran años turbulentos. Cicerón sufrió destierro, aunque luego regreso a la Urbe. Y el clima de acoso a las instituciones republicanas se intensificaba día a día. En el 53 a. C. muere Craso, derrotado por los partos, y quedan Pompeyo y César frente a frente. Enseguida vendrá la guerra (49-48 a. C.), el triunfo del segundo y una dictadura que acabará en el 44 a. C., con años turbulentos que remitirán lentamente, gracias a Octavio, el sobrino adoptivo de Julio César, quien poco a poco obtendrá todo el poder.

Por el 50 a. C. (año en que acaso nace Tibulo) Virgilio se encamina a Nápoles[5]. Allí vivirá años dichosos y se entregará, bajo la dirección de un tal Sirón, al estudio del epicureísmo. Su doctrina ejercerá influjo en nuestro poeta. El gusto placentero de la naturaleza (destacamos la invención de la Arcadia como espacio espiritual[6]), el afán por adivinar las causas secretas que mueven el orbe, pueden explicarse por estos años de familiaridad epicúrea. Pero Virgilio no tendrá cabida completa en este marco. Según veremos, rompe la frialdad de los dioses propia de los epicúreos para ofrecer una religiosidad en que los hombres no son ajenos a las divinidades[7]. En todo caso, Virgilio guardará siempre en la memoria estos años napolitanos (vid. Geórgicas, IV, 563-564), en los que, por ejemplo, se reencontró con el citado L. Vario Rufo y conoció al gran Horacio, amigo ya para el resto de su vida[8].

Pero los acontecimientos en Roma alcanzan una extraordinaria gravedad. Tras la muerte de Julio César en el 44 a. C., los partidarios de la República, encabezados por Bruto y Casio, se enfrentarán a dos personajes que empiezan a brillar: Marco Antonio y el citado Octavio (Lépido también desempeña su papel al formar con los otros dos el llamado segundo triunvirato en el 43 a. C.; pero abandonará su oficio en el 35 a. C.[9]). Los cesaricidas, es decir, los republicanos, serán derrotados en la batalla de Filipos en octubre del 42. A partir de este momento, surgen las temidas proscripciones. Las tropas de los vencedores han de recibir soldadas a base de tierras. Los campesinos de varios lugares quedan despojados de ella. Cremona, vecina a Mantua, sufrió intensamente tal desgracia –partidaria de los republicanos, las tierras de Cremona no bastaron y Mantua, la patria de Virgilio, también se vio afectada–; por otra parte, Cremona era partidaria de Marco Antonio en el enfrentamiento que este tuvo en el 40 a. C. con Octavio[10]. Las proscripciones debieron de ocurrir precisamente en ese año. Virgilio abandonó su querida tierra napolitana para acudir al norte, a la patria natal, decidido a velar por su patrimonio. El gran poeta ha plasmado, de manera poética, en su primera y novena bucólicas, que tuvo él también dificultades en tales momentos para conservar sus fincas. Virgilio era dueño, en efecto, de un peculio familiar que tentaba a los militares, pero no sabemos los detalles de tales angustias. Desconocemos la cronología de las dos églogas: ¿cuál es la primera? Remitimos al lector a los comentarios que al pie de los oportunos textos se hacen. Ciertamente, ansiedad hubo. Pero también es verdad que el posterior decurso biográfico de Virgilio muestra que, a la postre, se convertiría en amigo de Octavio y su vida ya no iba a sufrir quebrantos económicos. En esos momentos algunos personajes como Asinio Polión, partidario de Marco Antonio, Alfeno Varo, legado de Octavio, y Cornelio Galo (vid. n. VI, 113-120), gran poeta, cobran particular relieve, y dejarán huella en las Bucólicas. Probablemente intentaron ayudar al poeta, pues con todos ellos trabará amistad, sobre todo con Polión (que lo impulsó, parece, a la escritura de las églogas) y Galo. Pero, insistimos, se nos desvanecen los matices.

Termina en Roma la convulsa década de los cuarenta antes de Cristo. La hegemonía de Octavio se va afianzando aunque todavía le hace sombra Marco Antonio[11]. Y un nuevo personaje aparece en el marco vital de Virgilio: Mecenas, secretario de Augusto. Mecenas procurará rodear al emperador de una prestigiosa corte de poetas e intelectuales. Es seguro que en el 38 a. C. Virgilio ya tiene amistad con el ínclito cortesano y se atreve a presentar ante tan poderoso personaje a Horacio, que, enseguida, ingresa en la importante elite. Y nuestro poeta comienza a gozar de una situación económica ventajosa que le otorgará libertad completa para la creación literaria. Poseerá no sólo una casa en el Esquilino romano, sino, además, retiros en la Campania, junto a su querida Nápoles, y en Sicilia. El éxito extraordinario de las Bucólicas le granjeará una buena situación social. Y en esos años treinta escribe las Geórgicas (parece que Mecenas fue quien le instó a ello). En el verano del 29 a. C. ya están terminadas, pues el poeta y Mecenas leen la obra a Octavio, cuando el dux[12] regresa de Oriente, tras la batalla de Actium en el 31 a. C., en la que destruye a Marco Antonio y se convierte en el amo definitivo de los avatares romanos[13].

Y ya Virgilio se encaminaba hacia su obra cumbre, la Eneida, que empieza a elaborar en el 26 o 25 a. C. Augusto quería conocer parte de ella y se la reclamaba desde Hispania[14]. Seguramente, el poeta había comenzado la empresa años antes, acaso en el 29 a. C. Poco después del 23 a. C. ya tenía una parte escrita, tal vez los libros segundo, cuarto y sexto. En ese 23 a. C. había muerto Marcelo, el hijo de Octavia, la hermana de Augusto. Y Marcelo caminará por el libro VI de la Eneida (vv. 860-887), como figura destinada a una mors inmatura. Cuando el poeta recite el pasaje en que negros presagios se ciernen sobre la figura amada, Octavia, presente en el selecto auditorio, se desmayará empapada de emoción (Vita de Donato, 32[15]).

En estos años parece como si Virgilio sólo se dedicara a su magna tarea, tal es el desconocimiento que de su vivir se nos ha transmitido. Y cuando llega el 19 a. C., y ya la obra está cercana a su conclusión, el poeta quiere viajar a Grecia para observar los paisajes que ha retratado, para captar una impresión más viva que acaso le sirva para pulir los versos. Y se irá, en efecto. Llegará a Atenas, donde encuentra a Augusto, que regresa a Roma, y decide el poeta volver con él. No va a cumplir su propósito inicial de tornar a ver las tierras helénicas. Y no sabemos por qué toma tal decisión. Acaso preveía su fin. Se anima todavía a visitar Mégara, la patria de Teognis, y allí lo aplana un sol terrible. Vuelve a Italia. Desembarca en Brindis. La muerte lo acecha, y él lo sabe. Quiere que arrojen a las llamas el manuscrito de la Eneida. Por fortuna, ni Vario ni Tucca, sus albaceas, con la admonición de Octavio, le obedecen. Se salva la obra. ¿Por qué Virgilio querría quemarla? Acaso por un escrúpulo de perfección[16] –la Eneida tiene, incluso, algunos versos inacabados–; acaso porque el poema se había convertido en un objeto artístico que sólo era bello y no posibilitaba un acceso al Logos inefable, al Logos que es la Verdad, sustancia que explica el cosmos y la vida de los hombres, según una complicada hipótesis, metafísica y religiosa, que no se conforma con la primera explicación[17]; acaso porque el magno creador se sentía decepcionado con su papel de poeta propagandista de un gran príncipe[18]. Pero la Eneida se salvó.

Virgilio muere el 22 de septiembre del 19 a. C[19]. Llevaron su cuerpo a Nápoles y lo enterraron en la vía de Pozzuoli. La tradición cuenta que sobre su tumba se grabó un dístico tan famoso que requiere su copia:

 

Mantua me genuit, Calabri rapuere, tenet nunc

Parthenope; cecini pascua, rura, duces

 

(‘Mantua me engendró; Calabria me arrebató; ahora me guarda

Parténope[20]: yo canté pastos, campos y caudillos’).

 

 

LAS BUCÓLICAS[21]

 

Virgilio introduce en Roma el género bucólico, género en el que tiene como gran precedente al poeta de lengua griega Teócrito (IV-III a. C.), nacido en Sicilia[22]. No obstante, las diferencias entre ambos son importantes, pero el latino se complace en resaltar la deuda con su maestro.

La bucólica I de Virgilio nos introduce ya en temas capitales que vertebrarán el poemario. En ella late la idea de que la Tierra es sagrada. No todo el mundo puede dedicarse a su cuidado. Un dios (deus, I, 6-7) propicia su cultivo. El soldado ocupador es un impius (I, 70), un barbarus (I, 71) ‘extranjero’. Y si el deus (que no es otro que Octavio) estimulaba el cultivo de la agricultura, a la vez concedía un tiempo oportuno para la música, para tocar el caramillo (“... ludere... calamo permisit agresti”, I, 10). Así que el exilio que Melibeo sufre de los novalia (1, 70), ‘campos de labor’, supone el final de la música. Dirá el pastor expulsado: “Carmina nulla canam” (I, 77). Melibeo no podrá cantar fuera del espacio adecuado. Porque las Bucólicas se desarrollan en el locus amoenus. Conviene precisar que el locus amoenus no es un simple “escenario de la poesía bucólica”, o un objeto de pintura retorizante, como dice Curtius al tratar del “paraje ameno”[23]; es sencillamente el cosmos, con el que el hombre, microcosmos, puede relacionarse[24]; cosmos purificado, en lo que cabe, de los avatares históricos, que en cada texto puede concretarse en un espacio geográfico diferente: en la égloga IX los alrededores de Mantua construyen el locus; en la X es Arcadia el soporte de la pasión, Arcadia convertida ya, desde su raíz geográfica, en camino de sueño y de poesía[25]. El marco virgiliano es el espacio de la música, pero no es un lugar ocioso (bien se verá en las Geórgicas), sino que en él, al menos en ocasiones, gobierna el trabajo. Y fuera de ese hortus no es posible la música.

La música es el símbolo de la unidad cósmica. La música brota habitualmente del canto o del tañido de los instrumentos, pero no se queda confinada al hombre sino que embarga a toda la naturaleza[26]. Ante el canto de Sileno, en la égloga VI, “pulsae referunt ad sidera ualles” (84), ‘los valles, golpeados [por el canto] resuenan hasta el cielo’[27]. El cielo está contento de escuchar la música mágica del sátiro. Y, cuando la caída de la tarde apaga la voz del contador de historias maravillosas, sentirá el desconsuelo de perder tal armonía: el Olimpo, el cielo, se resignará con disgusto, inuito... Olimpo, 86.

El canto surca una y otra vez los poemas[28]. Los pastores se responden musicalmente en los llamados versos amebeos. Muy significativa es, en este sentido, la bucólica VII, por cuanto Coridón y Tirsis reflejan dos temas capitales en sus melodías: la veneración por las diversas divinidades (Ninfas, Diana, Príapo): la savia religiosa vertebra el poemario[29]; y la exaltación de la fuerza del amor: es pasión tan poderosa que la presencia de la persona amada hace brotar fecunda la naturaleza y su ausencia la agosta por completo. Esos versos amebeos se constituyen en el corazón del poema. Melibeo dirá: “Alternis igitur contendere uersibus ambo / coepere, alternos Musae meminisse uolebant” (VII, 18-19: ‘ambos empezaron a competir con versos alternos, pues las Musas querían que alternos los ejercitaran’). Y es que la alternancia es ritmo, es decir, conciencia del movimiento del cosmos, con el que se alía el microcosmos.

Las Bucólicas, ansiosas de armonía, buscan captar los elementos acordes con el Universo. Por ello, el amor se yergue como personaje esencial de la semántica de los versos. El amor es buena parte de la música omnipresente. En las Bucólicas los personajes ansían construir su máscara teatral más seductora. La soledad es la muerte; la vida es amor y comunicación.

La bucólica II, elegíaca, se enlaza con la X, dedicada a cantar la pena amorosa de Galo, el poeta amigo de Virgilio. Pero en las Bucólicas los poemas elegíacos se presentan en distancia. No es el poeta el que canta su propia pasión, sino el pastor o los pastores, en forma parateatral, en monológo o en diálogo[30]. El marco natural hace que el sustrato elegíaco de estos poemas difiera, con todo, de las propiamente llamadas elegías, como las que desarrolla Ovidio en sus Amores. La elegía ovidiana, y la de Tibulo o la de Propercio (con el antecedente de los poemas catulianos), es urbana[31]. Entran en juego unas relaciones humanas más complejas, los amantes necesitan del disimulo, del lenguaje no verbal. Aparecen tópicos urbanos como el exclusus amator[32]. El erotismo es más explícito (vid. Amores, I, 5: “Aestus erat mediamque dies exegerat horam”), mientras que en las Bucólicas se pretende guardar una especie de decoro campesino, sin que ello quiera decir que la pasión erótica no sea profunda[33]. Pero, como decimos, el amor en las Bucólicas es un elemento que es preciso situar en el cuadro general de armonía cósmica[34].

La fuerza del amor no carece de dramatismo en las églogas. En la bucólica VIII Damón canta la historia de un pastor abandonado por su amada. En su desesperación, llega a suicidarse. En el mismo poema, Alfesibeo refiere la pasión de una hechicera, privada de su Dafnis. Para hacerlo volver, emplea todos los recursos mágicos[35]. Y parece que lo consigue. La historia de Damón concluye mal; y bien la de Alfesibeo. La utilización de la magia casa bien con el marco natural de las bucólicas, pues la magia busca la unidad entre elementos diversos, en la creencia de un secreto orden cósmico.

Si en las Bucólicas se pretende resaltar la unidad cósmica, es comprensible que Virgilio busque marcar, por medio de comparaciones, la relación entre el hombre, microcosmos, y el gran universo, macrocosmos. Los seres naturales alientan pasiones comparables a las de los hombres: los establos de ovejas no quieren saber nada de los lobos; los maduros frutos aborrecen las lluvias; los árboles se quejan de los vientos: a Dametas le dañan los accesos de ira de Amarilis (III, 80-81). La naturaleza y los seres humanos bullen en movimiento, sin descanso, arrastrados por vendavales de pasión. Los animales persiguen sus apetitos, como los hombres, porque “trahit sua quemque voluptas”, ‘a cada uno lo arrastra su placer’ (II, 65). Los seres inertes no lo son, en realidad, sino que guardan un alma capaz de sufrir o gozar los afanes de las personas. El Ménalo no es un simple monte, sino que escucha atento los amores de los pastores (VIII, 23). La naturaleza está impregnada de una fuerza órfica, presta a seguir la música tañida por un eficaz Orfeo. Y esa naturaleza, como los hombres y como los animales, no siempre es risueña: depende del afán del día presente. Y cuando Galo muere de amor, llora desconsolada (X, 13-15). La semántica de las Bucólicas nos ofrece no un paraíso estático, de afanes sedados, por conseguidos, sino un marco de trabajo y esfuerzo (el gran tema de las Geórgicas); es un paraíso imperfecto, por cuanto el dolor y la muerte no le son ajenos; es un paraíso humano, es decir, necesitado de una construcción incesante. Es un paraíso que tendrá su correlato en otro mundo, diáfano y alegre, perfecto: el que Dafnis contemplará en la bucólica V.

Ciertamente, a los hombres –y a otros seres– acechan, en su decurso vital, no sólo la muerte, sino pasiones que los desasosiegan sin cesar. Precisamente, el poemario se cierra con la bellísima décima dedicada a Galo. Es una bucólica elegíaca, en la que Virgilio ofrece una idea que tendrá fortuna en las letras europeas, la del amor como enfermedad[36], y la de la difícil o imposible curación de tal dolencia[37]. El poeta ofrecerá terapias paliativas de la pasión[38]: todo en vano. Acaso el consuelo resida en que el amor, en su fuerza, engendra poemas que lo cantan, poemas que lo eternizan.

En efecto –conviene insistir–, en las Bucólicas no se hurta la presencia del dolor y de la muerte. Con todo, notas consolatorias pueden hallarse. Es muy significativa la bucólica V, donde Mopso y Menalcas cantan la desaparición de Dafnis. Pero lo importante del poema, en nuestro entender, es la expresión de la armonía cósmica, tanto en el dolor por la muerte del héroe cuanto en la alegría de todos los seres al contemplarlo como dios, en su apoteosis. La muerte se sublima en eternidad. Y no olvidemos que esta bucólica se halla fijada en el corazón del poemario.

Las Bucólicas pintan una realidad quintaesenciada pero no desprovista de hondos desgarros. Ya hemos deslindado, rápidamente, fronteras con respecto a las elegías. Los hombres protagonistas de sus versos se han desnudado o, lo que es lo mismo, se han vestido de pastores. Esa desnudez sirve para que el poeta y el lector entrevean al ser humano en una sencillez que la historia le escatima. Y en esa sencillez se pueden estudiar mejor los afanes existenciales. Por ello, los acontecimientos históricos quedan siempre alejados, aunque sus efectos pueden herir las vidas de los personajes.

La realidad histórica no está ausente de las Bucólicas, insistimos, pero Virgilio la refleja en cuanto que es la superficie de una profundidad que es preciso traer ante la mirada del lector. En la bucólica IX se repara en que Menalcas, pastor-poeta, ha sido despojado de sus tierras, y apenas si ha podido salvar la vida. Para el pastor Lícidas el crimen, scelus (19), contra el gran poeta, si se hubiera llegado a perpetrar, sería un golpe mortal contra el Universo, pues “Quis caneret Nymphas? Quis humum florentibus herbis / spargeret aut uiridi fontis induceret umbra?” (19- 20): ‘¿Quién cantaría a las Ninfas? ¿Quién cubriría el suelo con hierbas en flor y quién cobijaría las fuentes con verde sombra?’. El crimen contra el poeta destruiría la unidad del Universo, que no puede existir si alguien no la canta. Lo importante no son los meros hechos históricos, en su apariencia, sino la fuerza moral y poética que en ellos se encierra. La posible realidad biográfica e histórica queda así sublimada por la profundidad metafísica.

El contacto desnudo del hombre con el cosmos propicia la reflexión sobre su origen y sobre la historia humana. A tal inquietud etiológica responde la bucólica VI. En ella un sátiro, Sileno, lleno de sabiduría, en un canto (otra vez la música) refiere a unos jóvenes diversos temas: cosmogónicos (31-42) y mitológicos (43-81). El canto pretende dar un sentido al Universo y trazar historias que han pasado al conocimiento común, es decir, que han creado una colectividad cultural. La bucólica VI no es ajena al tono eglógico, como se suele afirmar[39], sino que se sitúa plenamente en su esencia[40].

Si la música, como elemento unitivo, vertebra el poemario, no tiene nada de extraño que el virtuosismo formal en las Bucólicas sea extremo. Si los pastores son músicos, músico es Virgilio. La maestría del mantuano ha sido resaltada una y otra vez por los estudiosos. A manera de ejemplo sólo copiaremos cuatro versos de la bucólica III. Dice Dametas:

 

Triste lupus stabulis, maturis frugibus imbres,

arboribus uenti, nobis Amaryllidis irae (80-81).

 

Responde Menalcas:

 

Dulce satis umor, depulsis arbutus haedis,

lenta salix feto pecori, mihi solus Amyntas (82-83).

 

Los pastores, en sus versos amebeos, en sus versos que se responden, componen líneas rítmicas que saltan ante el oído y la mirada del lector. Es clara, en estos versos, la antítesis de “tristedulce”. En el primer verso de Dametas (80) brota un quiasmo: lupus stabulis-maturis frugibus imbres, es decir: nominativo, dativo-dativo, nominativo. El quiasmo se repite, pero en el segundo verso de Menalcas (83) con nominativo, dativo-dativo, nominativo.

Virgilio cuida pulcramente la dispositio de cada égloga. Los filólogos se han fijado detenidamente en esta cuestión. En la primera égloga, los cinco versos iniciales de Melibeo (1-5) se corresponden con los cinco finales de Títiro (79-83). El verso 42 en el que se exalta a un iuuenem, que no es otro que Octavio, se sitúa en el centro exacto del poema. En la égloga II, el primer verso se cierra con la palabra Alexin; así sucede con el último (73): Alexis es el principio y fin de la vida de Coridón, aunque este al final intente olvidarlo[41].

Pueden, en efecto, encontrarse relaciones entre los poemas y entre elementos interiores de cada uno de ellos. El primor virgiliano se ofrece no sólo en cada égloga en particular, sino en lo referente a la trabazón del conjunto. Virgilio traza un verdadero tejido arquitectónico. Así, por ejemplo, un eco dispositivo en el texto resalta la línea estética que el poeta quiere seguir en su obra. Así, I, 2: “tenui... avena”, ‘con humilde flauta’, se relaciona con VI, 8: “tenui... harundine”, ‘con humilde flauta’. Ambas expresiones se sitúan al comienzo del poemario y en el inicio de la segunda parte del mismo, respectivamente. Virgilio quiere expresar su voluntad de escribir una poesía humilde y pastoril, frente a la encumbrada poesía épica (acaso haya que matizar que se trata, más bien, de una poesía aparentemente humilde, dado el sustrato elevado que la rige[42]). Las palabras de Cristóbal, al respecto, son muy pertinentes: “... el conjunto de las diez Bucólicas se constituye como un gran poema en el que unas piezas se responden con otras formando anillos en torno a un centro, coronado todo ello con una égloga, la X, epifonemática y responsiva de la égloga central, la V[43]”.

El orden de presentación de las Bucólicas no se ajusta, como es bien sabido, a la cronología de su composición. Se puede intentar comprender la disposición de los poemas (y algo hemos avanzado ya, al reproducir las palabras de Cristóbal): es obvio que se ha buscado una alternancia entre bucólicas en diálogo y bucólicas en monólogo. Establecer iuncturae entre los distintos poemas no resulta difícil. Si la égloga I se cierra con la llegada de la tarde, lo mismo acontece con la X, la que clausura el poemario (ahora bien, es preciso tener en cuenta que la égloga décima es posterior a las anteriores, pues es del 37 a. C). Visto el poemario en su primera confección como un conjunto de nueve poemas, la primera y la novena cierran la obra con la presentación de problemas personales del autor: la suerte varia que sufrieron las tierras de Virgilio ante las confiscaciones de los lugartenientes de Octavio, antes señaladas. Por otra parte, la égloga V, con la muerte y apoteosis de Dafnis, el más bello de los pastores, con la tristeza y alegría consiguientes, con el aire fúnebre y la posterior consolatio, se levanta como momento de clímax en el tejido del verso. Las églogas segunda y octava rodean el poemario con un aire elegíaco, de amor desesperado en el lamento de Coridón, o en los amores que refieren Damón y Alfesibeo. Las églogas IV y VI ciñen esa quinta nuclear con poemas de tono elevado con respecto a la medida pastoril: se exalta la llegada de una Edad de Oro, en la cuarta; se narra la formación del cosmos e importantes historias mitológicas, presentes en la imaginación de la cultura grecolatina, en la sexta. Y los poemas tercero y séptimo ofrecen el paralelismo de pastores que en versos amebeos se responden en competencia cantando “los amores y las vidas” (Garcilaso, soneto XI, 8). Son círculos que van colaborando a la perfección con la música virgiliana[44].

Hemos señalado que el orden de las Bucólicas no se ciñe a la cronología de su composición. La égloga X, según se ha dicho, hay que desgajarla del poemario; es la última, del año 37 a. C. Parece ser que la segunda, tercera y quinta serían las primeras que Virgilio compuso. Son, desde luego, anteriores a la cuarta, pues esta señala que el poeta ya se había ejercitado en el género pastoril, al desear elevar el tono de su musa. Y la quinta es posterior a la segunda y a la tercera, pues a ellas se refieren en sus versos finales (V, 86-87). La sexta pudo ser compuesta en vecindad con la cuarta, pues resulta cercana por tratar temas que, aparentemente, no tocan a lo pastoril y, además, en ella se advierte que el autor ya ha cultivado la musa eglógica (VI, 1ss). No hay elementos para datar la séptima, aunque el formosus Alexis puede remitir a la segunda, de la que sería posterior. Sobre la octava ya nos pronunciaremos, enseguida, en cuanto a la cronología absoluta. Las églogas I y IX, unidas indisolublemente por los malhadados acontecimientos de las confiscaciones de tierras, se sitúan probablemente en el año 40 a. C., momento en que Cremona y Mantua sufren un terrible desgarro.

En consecuencia, podría trazarse la siguiente línea cronológica: las églogas II, III y V serían anteriores al año 40, acaso remonten hasta el 42, cuando Virgilio cumplió veintiocho años, momento en que la tradición marca el inicio de la escritura de las Bucólicas. La égloga IV se escribió en el 41 o en el 40, según esté dedicada a Asinio Galo, hijo de Polión (nacido probablemente en el 41), o a su hermano Salonino (nacido a fines del 40). Por ese mismo año 40 habría que fechar la sexta. Y también en el 40 debieron de componerse, según se ha apuntado, la I y IX. Queda el misterio de la VII, y la octava sería del 39, por la posible alusión a Polión y a su victoria sobre los partines[45].

Virgilio escribió una armoniosa obra que superó las barreras de su tiempo. Su huella en la literatura posterior ha sido intensa, pero no podemos nosotros tratar esta apasionante cuestión en un espacio tan reducido[46]. En España, con todo, digamos, que las Bucólicas y las Geórgicas no aparecen reflejadas literariamente hasta Juan del Encina[47]. Las églogas de Garcilaso, empapadas del espíritu virgiliano, se constituyen en el modelo de los poetas que en el Siglo de Oro cultivan tal género[48].

 

 

LAS GEÓRGICAS

 

El gran poema de las Geórgicas[49], en cuatro libros, se presenta en apariencia como una excelsa manifestación de poesía didáctica. El poeta pretende enseñar el cultivo del campo y el buen cuidado de los animales[50]. Sin embargo, en nuestra opinión, las Geórgicas se elevan desde la medianía didáctica a la altura de un himno apasionado que anhela cantar la gloria del trabajo rural, hasta el punto de que el poeta parece situar en tal actividad el sentido de la vida humana: el hombre es un ser que trabaja, y que trabaja, sobre todo, la tierra, su madre.

Pero no es el laboreo una actividad exclusivamente humana, digna en sí misma, sino que, además, se encuentra amparada por la mirada de las divinidades, que no son indiferentes, como querían los epicúreos, a los afanes de los mortales[51]. De hecho, son ellos, y en particular Júpiter, quienes imponen tal ocupación a los hombres[52]. Y en esa imposición ha de mirarse no tanto un castigo como una oportunidad para los humanos de ejercer su poder creador en el cosmos y su poder, sobre todo, conservador del mismo[53]. La naturaleza, en efecto, el espacio del agricultor, destaca en su faceta fecundante, como que los dioses la impelen a la creación. Incluso el propio Júpiter la fecunda (II, 325-327). El trabajo del campo se inserta en una labor esencialmente creadora y sacerdotal. El campesino es un sacerdote de los dioses, que propicia el nacimiento de los frutos. Y esa naturaleza fecundante es bañada por un aire primaveral, según se verá al hablar del himno a Italia. Al poeta le interesa particularmente tal estación por su carácter de momento germinativo, tanto que le dedica un himno (II, 323-345). Le parece que en esa época del año se cifra la esencia de la vida, como si el resto de los meses no fueran sino preludio o epílogo. La primavera es imagen de los primeros tiempos: “uer illud erat, uer magnus agebat / orbis...” (II, 338- 339), ‘aquello era la primavera, la primavera invadía todo el orbe’.

El trabajo rural, ciertamente, no deshumaniza, por cuanto se acompasa al ritmo de la naturaleza y, así, es cíclico de acuerdo con el fluir estacional (II, 401-402). El agricultor, en el devenir del tiempo, extiende la mano del dios, y, si aquel crea, este continúa el camino divino. Explicable es, pues, que en las Geórgicas se exhorte a la veneración de los dioses: “In primis uenerare deos...” (I, 338: ‘lo primero es venerar a los dioses’)[54]. Hay que respetar la religiosidad tradicional (I, 338-350). Y los labradores conservan el culto a los dioses, los sacra deum (II, 473). Son quienes mejor se acomodan al programa de Augusto, para quien el respeto a los viejos dioses resulta imprescindible si se pretende armonizar un sociedad herida por tantas disensiones.

No es el agricultor, pues, un ser inferior ni despreciable. Manda con imperio sobre la tierra, como Roma manda sobre el mundo (los paralelismos entre campos semánticos diferentes en las Geórgicas son abundantes). Es un ser poderoso, pues “... labor omnia uicit / improbus...” (I, 145-146), ‘el trabajo infatigable todo lo dominó’. Y en ese poder el agricultor, en expresión moderna, “se realiza”, pues obtiene gloria, como la consigue el pastor músico de las Bucólicas y el guerrero de la Eneida[55].

Las Geórgicas exaltan, además, la figura del agricultor desde un ángulo moral. Cuando la Justicia abandonó la tierra, al final de la Edad de Oro, dejó huellas, uestigia (II, 474), entre los campesinos. No es sorprendente que en la casa del labrador, casta... domus, se conserve el pudor, la pudicitiam (II, 524). Bien puede pensarse, aunque el poeta no lo diga explícitamente, que el labrador tiene en su hogar a la perfecta casada[56], en un tiempo de turbulencias matrimoniales, como queda recogido en algunos versos de Ovidio (Amores, I, 4).

Pero la naturaleza no es simplemente un lugar de producción de bienes. Es, sobre todo, bella, si es que no es la Belleza misma. La naturaleza, lo hemos dicho, es sagrada. El poeta se complace en captar los elementos estéticos que su contemplación le sugiere. El agua sirve, claro, para regar, pero su deslizamiento impele al poeta a cantar: “... illa [unda] cadens raucum per leuia murmur / saxa ciet...” (I, 109-110), ‘la onda del agua, al caer por las pulidas piedras, emite un ronco murmullo’. Sensaciones visuales y auditivas se mezclan con maestría, en un adelanto, de las exhibiciones sinestésicas de parnasianos y simbolistas[57].

El labrador vive, en efecto, en un espacio geográfico dotado de vida. La naturaleza, en las descripciones virgilianas, no se presenta como un conjunto de átomos inertes, sino como un ser con alma sensible, contagiada de los afanes y sentimientos humanos. Los montes y los litorales, azotados por vientos indómitos, se lamentan quejumbrosos como personas (I, 334). Seres animados e inanimados lloran la muerte de Eurídice, en un cuadro elegíaco (IV, 460-463). Al tiempo, el poeta gusta de acercarnos cuadros de la naturaleza captados en todo su dinamismo. Las gavillas se nos ofrecen arrebatadas por las tempestades, verdaderos escuadrones guerreros (“uentorum... proelia uidi”: ‘vi el combate de los vientos’: I, 318: vid. I, 315-335). La naturaleza, en efecto, forma un Cosmos, una unidad, a veces en sosiego, a veces en guerra. Por ello, algunos elementos, como el Sol, la Luna o los animales pueden emitir signos que anuncian cambios atmosféricos (I, 351-497). La naturaleza, sensible, como hemos dicho, a los acaecimientos humanos, se erige en profeta de desastres, como los posteriores a la muerte de Julio César, cuyo trágico final provoca la conmoción de diversos seres (I, 466-488).

El objetivo de convertir las Geórgicas en un himno, sin embargo, resultaba arduo, pues el autor partía del peldaño de la poesía didáctica. Era menester una gran capacidad creativa que evitara caer en un prosaísmo desolador para el lector, que comunicara el hondo mensaje interior de la obra: la glorificación de la tierra y de su sacerdote. Pero Virgilio consigue insuflar profunda vibración en sus versos. Las Geórgicas, en efecto, huyen continuamente de la acechadora monotonía de un texto de aparentes fines modestos. Y el poeta apura recursos varios para animar su escritura. Eficaces, en este sentido, son las comparaciones, que no son meros recursos retóricos, simples exornos. Las comparaciones enlazan los diversos seres del cosmos. La constancia del trabajo rural, así, se compara con el infatigable decurso de la hormiga (I, 186). El desamparo de Orfeo tras la muerte de Eurídice recuerda al ruiseñor cuyo nido ha quedado despojado de los tiernos hijos (IV, 511-515[58]). El poeta vierte sobre el ave un tono elegíaco: “... miserabile carmen / integrat...” (IV, 514-515: ‘[el ruiseñor] renueva su lamentable canto’. Las aves, como el poeta tracio, como los poetas elegíacos, sienten hondas penas que exhalan en versos impregnados de tristeza. Los lazos más insospechados surgen con este procedimiento literario. La plantación de la vid, por ejemplo, en su disposición semeja a una legión romana que se extiende presta para entrar en el combate (II, 279-283)[59]. Y es que el trabajo del labrador es fuerte cometido, como el del soldado[60].

No siempre las comparaciones son explícitas, pero sí se percibe que el poeta establece alianzas con otros campos semánticos. Virgilio desborda la acotación temática de su poema para adentrarse en otros géneros. Así, el mundo épico irrumpe en las Geórgicas al trazar el poeta el combate entre abejas (IV, 67-87)[61], recuerdo, para el lector, de las innumerables batallas humanas, cantadas por Homero y, luego, por el propio Virgilio[62]. Y ese mundo épico penetra en la obra sin dificultad, tanto más cuanto que en ella se canta el esfuerzo por la excelencia, pues no todos los labradores son iguales. El poeta premia a los que se afanan noche y día en sus tareas, aunque vivan humildemente, como el anciano de Tarento, IV, 116-148. Como los guerreros, los agricultores difieren en sus obras; difieren como los reyes de las colmenas, en las cuales, de dos, sólo vence uno, pues, necesariamente, ha de reinar el mejor: “... melior... regnet...” (IV, 90)[63]. Acaso Virgilio, en las Geórgicas esboce la semblanza de un campesino ideal, como, desde otra forma literaria, Cicerón plasma en el De oratore el retrato del perfecto hombre dedicado a las artes retóricas.

Virgilio es maestro en el deslizamiento de un género literario hacia otro. Gustará, según vemos, de insuflar un aire elegíaco a sus poemas. Y lo hace, a veces, de manera en extremo concisa, pero eficaz. Cuando alude, por ejemplo, al cultivo del abeto, apunta: “... et casus abies uisura marinos” (II, 68), ‘el abeto que habrá de contemplar las desgracias de los marineros’. Anota, de pasada, los riesgos de la navegación y deja implícita su condena, de acuerdo con una práctica frecuente en los poetas elegíacos[64].

En efecto, Virgilio propende a introducirse en el campo de la elegía. En el libro III, al hablar de los animales y de los cuidados que requieren, el poeta encanta al lector al convertir a los toros en verdaderos amantes propios del carmen elegíaco, toros que sufren hondísimas pasiones amorosas, que los arrastran al combate con los rivales y a la desesperación cuando pierden (III, 209-241)[65]. Y es que Amor omnibus idem (III, 244), ‘el Amor para todos es el mismo’, como ya había anotado Virgilio en las Bucólicas. Los animales se hermanan con los humanos. Unos y otros arrastran un decurso biográfico semejante: para ellos lo mejor está en la juventud. Luego viene la vejez y el poder de la durae... mortis (III, 68). Impresiona ver cómo el poeta, ante los bueyes moribundos, se plantea la tópica pregunta, propia de la elegía funeral reservada a las personas: “quid labor aut benefacta iuvant?” (III, 525), ‘de qué le sirven [a los bueyes] sus trabajos y los servicios prestados’[66].

La invasión de la mitología en el texto será recurso privilegiado para evitar la monotonía, como recursos son algunos fragmentos con himnos y descripciones, que rompen la línea textual, por ejemplo aquellos en los que se traza una Laus Italiae (II, 136-176), o una exaltación de la primavera (II, 323-345); o como en el fragmento en que describe la vida pastoril en Libia y en Escitia, donde anota la crueldad del invierno (III, 339-383), o como en el que figura la descripción de la epizootia (III, 474-566)[67]. Ha de tenerse en cuenta que en la naturaleza rural se han desarrollado las escenas mitológicas, intemporales, ensambladas con el elemento telúrico[68]. Virgilio se sirve de un procedimiento que utilizarán los poetas elegíacos: la comparación entre seres reales y seres mitológicos[69]. Así, al hablar de veloces caballos el poeta se acuerda del nombre de algunos famosos en los relatos mitológicos (III, 89-94), como Cílaro, el caballo de Cástor, hermano de Pólux. El frenesí laboral de las abejas en las colmenas recuerda al poeta la actividad intensa de los cíclopes: “si parua licet componere magnis” (IV, 176: ‘si es que se puede comparar lo pequeño con lo grande’).

Pero la descripción del mundo agrícola en su belleza y religiosidad no supone evasión de los conflictos de la Roma circundante. Precisamente, el agro representa para los nuevos gobernantes un elemento que ha de ser cuidado con mimo, si se quiere que una equilibrada economía ayude a reestablecer un buen orden político[70].

El poeta sitúa la acción del labrador en un tiempo concreto. El campesino no pude aislarse en un ángulo apartado, parafraseando a Lope de Vega (El villano en su rincón). El final de la Geórgica I (498-514) nos hace ver los desastres tras la muerte de Julio César, a la par que se levanta una plegaria por la paz y el desarrollo de la agricultura: que no se sigan convirtiendo en espadas las herramientas necesarias para el cultivo rural; que Octavio César ayude a los romanos para que vengan tiempos propicios, que hagan olvidar los impia... saecula (I, 468: nótese el epíteto), la edad nefanda que siguió al fin del primer César.

Las Geórgicas tienen, ciertamente, un asiento itálico, frente al carácter más impreciso, en lo espacial, de las Bucólicas. Virgilio piensa en el agricultor de Italia, ante cuya tierra se inflama de ardor patriótico. Ello explica que inserte, en el libro II, un verdadero himno de elogio a la tierra italiana, una laus Italiae (II, 136-176), que ya hemos citado[71]. En el himno a la primavera (II, 323-345) se esmera en la elocutio, con un magistral uso del poliptoton (II, 323-324): uer-uer-uere, para cantar tal estación que se extiende prolongadamente en el risueño suelo de la patria. El poeta se recrea en exaltar la fecundidad de Italia, de frutos y de varones, en alianza íntima, en unidad cósmica[72]. Y entre los varones destaca Octavio, “máxime Caesar”, al que se dirige en segunda persona (II, 170): de nuevo, el caudillo restaurador de la paz y exaltador de las labores campesinas. Octavio late siempre en el poema[73].

Las Geórgicas constituyen una obra equilibradísima, en la que late una honda pasión que el poeta sabe comunicar con serena belleza. Un aire alegre, lo hemos anotado, se extiende por casi todos los versos –es excepción la descripción de la epizootia–: ya hemos hablado de la importancia de la primavera, como estación símbolo de la Edad de Oro. Y es que el canto de la paz de la vida campestre no está tanto en las Bucólicas como en las Geórgicas. El poeta se complace particularmente en exaltar la dicha de los campesinos en II, 458-540, que no es del todo perfecta, por cuanto no saben que la gozan: “O fortunatos nimium, sua si bona norint, / agricolas...” (‘¡Oh dichosísimos campesinos, si tuvieran conciencia de sus propios bienes...!’). Es en las Geórgicas donde se mira con envida la vida rural, alejada de las pasiones de la urbe y de las violencias de la guerra. Ese ritmo lento del mundo natural recuerda los tiempos de los antiguos romanos y los de la Edad de Oro, del aureus... Saturnus (II, 538), antes de que llegara Júpiter (es el espíritu del Beatus ille horaciano).

En las Geórgicas, como en las demás obras, Virgilio consigue una cuidadosísima elocutio, que será modélica para generaciones de posteriores poetas y lectores (algún ejemplo ya hemos anotado). Es difícil para quien lea el poema olvidar un quiasmo tan puro como el de I, 299: “Nudus ara, sere nudus” (‘ara desnudo, desnudo siembra’)[74]. No podemos anotar aquí un inventario de las figuras tan sabiamente empleadas en el poema; nos limitaremos a señalar algún procedimiento relevante, como por ejemplo el hermoso epifonema que resume la actividad febril de las abejas: “tantus amor florum et generandi gloria mellis” (IV, 205: ‘tan grande es su amor por las flores y la gloria de producir miel’), que recuerda a la Eneida, I, 33: “Tantae molis erat Romanam condere gentem” (‘tanto trabajo era el fundar la nación romana’). En este sentido, merece la pena reparar en el eficaz poliptoton de IV, 6: “In tenui labor; at tenuis non gloria...”, ‘la obra versa sobre tema humilde, pero no es humilde la gloria’. El poeta, consciente de la levedad de la materia –no está cantando la gran poesía épica–, sabe que, con maestría, puede obtenerse, en territorio modesto, también la gloria[75].

Virgilio se sirve en las Geórgicas de una fórmula que le resultará eficaz en la Eneida: el paso, en la narración, de la utilización de la tercera persona a la segunda, con lo cual consigue un acercamiento a los seres aludidos y dota al poema de un tono elegíaco. Virgilio se servirá de tal desplazamiento de persona verbal cuando, en la Eneida, por ejemplo, trace el catálogo de guerreros que acompañan a Turno y a Eneas. Y en las Geórgicas pasará revista a los diversos vinos (II, 83-108) de manera semejante a los versos épicos citados. Por dos veces utilizará tal fórmula: II, 95-96: “... et, quo te carmine dicam, / Rhaetica?”, ‘¿Y con qué versos te celebraré, vino Rético?’; II, 102-103: “Non ego te... / transierim, Rhodia...”, ‘No te dejaré en olvido a ti, vino de Rodas’[76]. Particularmente eficaz resulta el procedimiento en otra ocasión: cuando el poeta canta la dolorosísima impresión que hiere a Orfeo con la muerte de Eurídice. Súbitamente Virgilio escribirá: “... te, dulcis coniunx, te solo in litore secum, / te ueniente die, te decedente canebat” (Geórgicas, IV, 465-466: ‘a ti, dulce esposa, a ti en las riberas solitarias, a solas te cantaba; te cantaba al nacer el día, te cantaba al ponerse’)[77].

Las Geórgicas constituyen una obra acabada. Después de la exquisitez de las Bucólicas, el poeta consigue un libro que “sólo la madurez serena es capaz de propiciar”[78]. En la tríada de obras virgilianas, cada una de ellas representa un peldaño bien diverso, a pesar del hermanamiento en un estilo personal. Si en las Bucólicas la realidad histórica ya había aparecido, pero de forma velada por pliegues poéticos, en las Geórgicas el poeta se acerca más a un suelo hollado por los humanos, aunque la exultación hímnica lo mantenga siempre en una altura religiosa. Con la Eneida Virgilio descenderá a la historia de Roma, aunque para darle un sentido y, en ese menester, necesitará siempre del mito y de la alta poesía. Virgilio se enfrenta siempre al problema del existir humano, pero desde perspectivas diferentes: desde la abstracción de la vida pastoril hasta la singularidad de los combates que contribuyeron a forjar un pueblo llamado a altos destinos.

Las Geórgicas han tenido honda repercusión en la literatura española[79] y también en libros de carácter científico[80]. Nos preguntamos si el aprecio que en el teatro áureo se siente hacia la figura del labrador, hacia la castidad de las labradoras, no tendrá que ver con ese cuadro virgiliano de alabanza de la vida rural (sin olvidar el Beatus ille horaciano[81]), sin menosprecio de otras circunstancias presentes en el solar hispano, como las de índole económica e incluso religiosa (el labrador se consideraba un cristiano viejo[82]).

 

 

LAS ENEIDA[83]

 

La Eneida es un colosal poema de propaganda del caudillo Augusto y de Roma, la gran ciudad, convertida en cabeza de un imperio. Pero Virgilio, para conseguir su objetivo, dirige la mirada a lo lejos, a los tiempos remotos y oscuros, cuando un héroe, antepasado genealógico del primer emperador romano, según la creencia legendaria, tras una larga navegación se asienta en las riberas del Tíber para poner los cimientos de la futura gran ciudad capital del mundo conocido. Virgilio traza el linaje de Augusto y la historia mítica de su patria. Sabe el poeta que no existe país sin historia, y esta ha de ser, en mayor o menor medida, mítica, es decir, dotada de sentido: con un origen y con un destino. Roma tendrá origen: la unión de los pueblos itálicos con el extranjero Eneas, que viene acompañado de prófugos troyanos. Y tiene un destino: regir el mundo entero. Como las Odas horacianas, la Eneida surge en el particular ambiente, favorable a Augusto, creado a partir de la victoria octaviana en Actium el 2 de septiembre del 31 a. C.