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Primera edición digital: diciembre 2015
Fotografía de la portada: Luis Louro | Shutterstock.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Fernández Rivero
Revisión: Cristina Ducrós Aguirre

Versión digital realizada por Libros.com

© 2015 Miguel Ángel Navarrete Poyatos
© 2015 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16616-28-2

Miguel Ángel Navarrete

La llama de Pokhara

 

 

Esta es una historia de ficción.

A pesar de contar con muchos sucesos reales, cualquier interpretación cercana a la realidad es mera opinión del lector a quien, por otro lado, animo a hacerla.

«Pide que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que llegues —¡con qué placer y alegría!—
a puertos nunca antes vistos».

Ítaca. Konstantinos Kavafis

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Intro
  5. Cita
  6. Prefacio
  7. I. Capilaridad
  8. II. Los gemidos del hielo
  9. III. My timing is off
  10. IV. La caja negra
  11. V. La convicción de la ignorancia
  12. VI. El brutal descenso
  13. VII. Horizonte de sucesos
  14. VIII. Azul
  15. IX. El disfraz de la lluvia
  16. X. El olor de la sangre
  17. XI. La hermana bastarda del amor
  18. XII. Los tempos del vals
  19. XIII. La casualidad de Dios
  20. XIV. La humanidad de Dios
  21. XV. Los orígenes nómadas
  22. XVI. Las crecidas del tiempo
  23. XVII. El abismo de las acacias
  24. XVIII. El observador de vidas
  25. XIX. El recuerdo de la Luna
  26. XX. A veces, la vida es muy bella
  27. Epílogo
  28. Mecenas
  29. Contraportada

Prefacio

Los desérticos páramos

Los Andes…

Hacía tiempo que soñaba con esa cordillera. Y después de escalar el monte Elbrus (5.642 m) en los Cáucasos (frontera entre Rusia y Georgia), me decidí a probar suerte en alguno de los colosos andinos. Buscaba altitud extrema, por lo que todas las miradas se posaron en Aconcagua (6.962 m). Pero francamente no me apetecía otra montaña comercial, llena de expediciones. Y existe otra cumbre en los Andes, de altura similar al Centinela de Piedra y totalmente aislada y solitaria; el nevado Ojos del Salado (6.934 m, III Región, sector andino de Atacama, Chile. Volcán más alto de la Tierra). Ubicado en el corazón del desierto de Atacama, en esta zona los Andes no forman un cordón montañoso, sino que se elevan sobre un altiplano enorme a unos 4.500 metros de altitud del que emergen, aislados y solitarios, enormes volcanes. Es un paisaje diferente, sin duda. Pero esta montaña guarda a fuego su reputación.

Hay varios factores a tener en cuenta en el Ojos antes de acometer su ascenso. El primero, es un zona de bajas presiones a nivel de la troposfera sobre el desierto de Atacama y Andes centrales, que hace disminuir la presión parcial del oxígeno y por tanto, reducir un poco más su disponibilidad, haciendo que los grandes seismiles de esta zona se comporten como pequeños sietemiles a efectos de oxígeno disponible. Asimismo, la ausencia de vegetación en cientos de kilómetros a la redonda que emita un mínimo de oxígeno a la atmósfera agudiza mucho este efecto. Es la llamada «puna» del Atacama, que se hará notar con fuerza en nuestras cabezas. Otro factor es la extrema aridez del entorno (el Atacama es la región más árida de la Tierra, con una humedad relativa en torno al 10-18%), que pasará factura en nuestras gargantas y mucosas. Aquí es necesario beber de tres a cinco litros de líquido al día pues te deshidratas con el simple hecho de respirar. Por último, y como consecuencia de este segundo factor, el agua para consumo no existe en toda la expedición, a excepción de los últimos días donde conseguirla derritiendo hielo de campos de penitentes[1] y viejos neveros. Estos colosos presentan realmente muy poca nieve fuera de su época invernal.

Es extraño ver estos montañones de más de seismil metros desprovistos de nieve. Este hecho hace que se deba transportar toda el agua desde el inicio de la expedición, acortándose por tanto los días de la misma por simples problemas logísticos. Si para Aconcagua se suelen emplear de quince a veinte días para su ascenso en condiciones normales, o en cualquier ochomil unas tres semanas para alcanzar la cota de 7.000 metros (esto depende mucho de cada persona y su nivel de preparación y aclimatación), en el Ojos del Salado deberemos hacer el ataque a la cumbre en tan sólo diez días. Aquí el período de aclimatación se reduce bastante y se reducen, por tanto, las probabilidades de conseguir la cima, al tiempo que se elevan las opciones de sufrir algún episodio agudo de mal de altura que pueda generar, en última instancia, un edema cerebral o pulmonar. Aquí uno se prepara a conciencia para lo que viene y, si el cuerpo aguanta el envite, tal vez consiga la cima.

Pero en eso no pensamos cuando, tras haber volado desde Santiago de Chile a Copiapó, haber revisado nuestros equipos y habernos conocido todos, partimos al día siguiente rumbo a Valle Chico, a 3.000 metros de altura, donde montaríamos nuestro primer campo.

Nada más salir de Copiapó, nos adentramos en las áridas planicies del Atacama, disponiéndonos a no ver a nadie más que a nuestro grupo en muchos días. Copiapó es el lugar habitado más cercano al Ojos, y se encuentra a casi trescientos kilómetros de su base.

Para llegar a la base del Ojos del Salado deberemos hacerlo en vehículos 4x4, hasta los 5.200 metros en que se localiza el campo base Atacama. Lógicamente, habrá que ir parando a distintas cotas y realizando caminatas de aclimatación, por lo que en vez de estar subiendo y bajando todos los días por el mismo sitio como se haría en otra montaña siguiendo un programa básico de aclimatación, aquí iremos cruzando el desierto de Atacama y realizando ascensiones a diferentes picos, hasta llegar a la base de la montaña. Una tipología de ascenso distinta pero a mi parecer, mucho más amena.

A medio día llegamos a Valle Chico, donde la presencia de un poco de agua es capaz de generar un bonito vergel rodeado de la más cruda aridez. Allí pasamos nuestra primera noche en altura, con temperaturas aún bastante buenas.

Al día siguiente nos dimos un paseo por los alrededores y subimos a un pico de 3.500 metros, desde el que pudimos contemplar las tonalidades cromáticas del Atacama y cómo, paulatinamente, las llanuras altiplánicas comenzaban a ganar altura. De vuelta en el campamento, recogimos el material, cargamos las camionetas y nos dirigimos rumbo a nuestro siguiente campo; la laguna Santa Rosa (3.700 m). De camino, tras cruzar el paso del Inca, divisamos la laguna aún lejana y el nevado Tres Cruces, de 6.749 metros. «Qué poca nieve hay», pensé. No parece que esa montaña tenga la altura que tiene… Pero aquí todos los cerros tienen dimensiones descomunales, y solamente te das cuenta de ello cuando comienzas su ascenso. Un poco más de camino y llegamos a la hermosa laguna en la que anidan, como si se tratase de un remoto paraíso en mitad del desierto, flamencos andinos.

Al fondo se divisa el Cerro Ocho Patos, de 4.890 metros, que subiremos al día siguiente para seguir con nuestro proceso de aclimatación. A simple vista parece una loma que se subiera en una hora, pero nos costará más de cuatro horas conseguir su cumbre.

Y una vez que se pone el sol, poco hay que hacer más que meterse en nuestros sacos. Ya aquí, en la laguna Santa Rosa, a tan sólo 3.700 metros de altitud, comenzaremos a notar un curioso dolor de cabeza al levantarnos por la mañana. A partir de aquí ya hay que hacer todos los movimientos con tranquilidad, lentamente. Me sorprende sentirme así a tan poca altura, y es cuando empiezo a comprender eso que llaman la «puna» del Atacama.

Al día siguiente nos levantamos un poco más temprano, pues tenemos pensado subir al Ocho Patos (4.890 m) y el viento en el Atacama es implacable. Todos los días a media mañana se levantaba un fuerte viento que nos acompañaba todo el día hasta entrada la noche cuando volvía a calmarse un poco. Día tras día, segundo tras segundo, el viento nos azotaba y nos machacaba poco a poco, de ahí el interés de hacer estas marchas de aclimatación temprano en la mañana, para que el viento nos sorprendiera llegando a cumbre y en la bajada.

Desde la cima, contemplamos como el salar que acompaña a la laguna, el Salar Maricunga, se extiende muchos kilómetros más de los que éramos capaces de ver desde nuestro campo. Bajando, ya con un viento impresionante con rachas que casi nos tiraban al suelo, comenzó a formarse un formidable hongo sobre la zona de la laguna y el nevado Tres Cruces. Si se me permite la licencia, era una especie de cúmulo lenticular que giraba en torno a su centro e iba engullendo las nubes que llegaban hasta él arrastradas por los fuertes vientos del oeste. Era algo impresionante.

A veces, en uno de los giros del enorme hongo, el sol pasaba a través de algún hueco iluminando las orillas opuestas de la laguna. Poco más quedaba por hacer salvo volver a refugiarnos del frío en nuestras tiendas.

A la mañana siguiente nos levantamos, recogimos el campamento y nos dirigimos rumbo a Laguna Verde, a 4.350 metros, otro duro reto para nuestra cabeza en las largas noches que estábamos pasando. De nuevo a las camionetas, avanzando sin cesar por el Atacama.

Camino de Laguna Verde apareció al fin ante nosotros el nevado Ojos del Salado (6.934 m). Qué poca nieve presentaba el coloso volcánico también. Y eso, como entendería más tarde, no era muy buena noticia. Pero allí estaba, al fin, ante nosotros, el objetivo por el que había venido a los Andes. El volcán más alto de la Tierra descansaba, imponente e imperturbable, sobre el frío altiplano del Atacama dominando a los demás nevados de la zona. Su visión era espectacular.

Pero el Ojos aún debería esperar. Seguimos nuestro camino hacia Laguna Verde, la cual apareció de repente tras unos cerros con su característico color turquesa. El fuerte oleaje que se observa, y que mece sin cesar las aguas termales de esta laguna, se debe al viento helado que sopla día sí y día también en este lugar.

Cae la noche tras montar el campamento y de nuevo, intentamos descansar todo lo posible para afrontar las caminatas previstas para el día siguiente. Una larga noche nos acompaña, hasta la salida del sol.

Buff, qué dolor de cabeza… Al dormir, nuestro ritmo cardíaco y respiratorio disminuye, por lo que el cerebro es regado con menos oxígeno aún y al levantarte, una espesa masa densa y consistente, como si fuera una brutal resaca, acompaña cada movimiento de tu cabeza golpeando fuerte en la frente al ritmo de tu pulso, cada vez que te mueves. Yo no tomaría aún analgésicos, pues debía acostumbrar mi cuerpo a este dolor o si no, en los siguientes campos de altura sería insoportable. Dormir la cuarta noche a 4.350 metros y bajo el aplomo de la puna, iba a pasar factura en nuestras cabezas. Por mi parte, desde ese día iba a tener dolores continuos durante la noche y al despertar, que los calmaba bebiendo mucho líquido y comiendo abundantemente en el desayuno. Y es curioso porque un año antes en el Elbrus, durmiendo a 3.700 y 4.050 metros, no tuve ningún problema. Cuando preguntabas a alguno de los miembros de la expedición, su repuesta era siempre la misma; la puna del Atacama. Y en verdad que se hace notar… A partir de aquí, la obsesión por beber líquido iría en aumento, y te pasabas el día bebiendo lo que fuera para intentar aplacar la sequedad de mucosas y el dolor de cabeza. Aquí la altura se nota más que en cordilleras más húmedas, como la Blanca en Perú o la Real en Bolivia, o en cotas similares en Pamir o Himalaya. Francamente, es un ambiente bastante duro.

Hoy tocaba día de descanso, por lo que me fui con dos compañeros de grupo a dar una vuelta por la laguna. El viento era fortísimo. El resto del día pasó lento, cada uno descansando como podía y ocupando su tiempo con cualquier cosa, pues el fuerte viento no dejaba hacer mucho fuera de las tiendas.

Una hora después del amanecer del día siguiente nos levantamos y nos dispusimos a alcanzar la cota 5.500 metros en las faldas del cerro Mulas Muertas, de 5.897 metros. No subimos a la cima por no realizar un desgate excesivo (más de 1.500 metros de desnivel trabajando ya a esa cota, además de encontrarse muy lejos debido a que la cumbre se encuentra en el extremo opuesto de un enorme plató cimero), ni porque el viento estaba aquellos días totalmente intratable. Viento muy fuerte. Y no a rachas, sino viento continuo. Viento, viento; siempre viento.

Tras pasar todo el tiempo que pudimos en altura, comenzamos de nuevo el descenso hacia la laguna; el viento nos estaba destrozando.

Y como siempre, tras cenar a eso de las 18:30-19:00 horas, el sol se ocultaba y poco era lo que se podía hacer fuera del saco. Otra larga noche esperaba.

El dolor de cabeza no remite al despertar aunque pasen los días, pero me siento muy bien después de desayunar e hidratarme bien. Todo marcha bien, por ahora. Este día lo dedicamos a recoger el campamento y poner rumbo al verdadero objetivo de esta expedición. ¡Al fin nos dirigimos hacia la base del Ojos! El campo base Atacama, a 5.200 metros de altitud, nos espera.

Rápidamente, nos pusimos en marcha y tras desayunar, recoger el campamento y cargar las camionetas, volvimos de nuevo a los áridos páramos del Atacama en dirección al Ojos del Salado.

Unos kilómetros antes de llegar al campo Atacama, nos bajamos de los vehículos y recorrimos el camino a pie, en un intento por mejorar un poco nuestra aclimatación para esa noche. Tras un par de horas llegamos al campo Atacama, a 5.200 metros de altitud. Allí arriba, tras las lomas que defienden el campo Tejos (5.830 m) se eleva la cima del Ojos del Salado (6.934 m). Desde aquí, más de 1.700 metros de desnivel nos separan de ella.

Qué cerca se ve… Cómo engañan estos enormes montañones.

Rápidamente, pues la fuerza del viento no hacía más que aumentar, empezamos a levantar las tiendas en las corraletas existentes que, curiosamente, estaban llenas de arena fina. Todo un paisaje extraño, sin duda. Páramos arrasados de arena y ceniza volcánica, de los que emergían por doquier campos de afiladas agujas de hielo, se mezclaban con montañas colosales alzándose imponentes desde su base. Parecíamos estar en otro planeta. Y viento; mucho viento.

Pero el día no daría para más, así que después de cenar, y cuando el sol se hubo ocultado, notamos con fuerza el brusco descenso de temperatura fruto de estar mil metros más arriba que en nuestro anterior campamento. Un frío bestial recorría el campo Atacama cada vez que el sol dejaba de bañarnos con su luz, a la vez que el viento hacía descender mucho la sensación térmica. No había nada más que hacer que estar dentro del saco e intentar descansar. Esta era nuestra primera noche a 5.200 metros; a ver qué tal transcurría.

Mala. No, peor. Una noche horrible nos acompañó a todos en nuestro primer contacto con el campo Atacama. Además, la aridez de entorno se hizo notar muchísimo y amanecimos casi todos con las gargantas arrasadas. Y al incorporarte en el saco para empezar a vestirte, el terrible dolor de cabeza acompasando cada movimiento de mi cuerpo, cada pulso de mi acelerado corazón. Qué mal momento ese de levantarse y salir de la tienda. Aquí, cualquier movimiento costaba mucho, cualquier desplazamiento, cualquier suave pendiente del terreno parecía una cuesta enorme. La puna era una losa que caía a plomo sobre nuestras cabezas. Pero todo mejoraba después de desayunar y beber mucho líquido. Beber, beber, beber… Siempre igual; son las leyes del Atacama.

Esta mañana, una persona de la organización, que había estado ya dos veces en la cima del Aconcagua, junto con dos de los compañeros del grupo, tuvo que ser evacuada a Copiapó al presentar unos niveles de saturación de oxígeno en sangre muy bajos y un «apunamiento» bastante severo. De haber seguido en altura, habrían desarrollado un principio de edema cerebral o pulmonar, por lo que se perderán el resto de expedición. Al mismo tiempo, dos suizos que se habían dado la vuelta a 6.600 metros por problemas de altura en su intento a cumbre, tuvieron que ser rescatados y estabilizados con oxígeno en el campo base por encontrarse en las últimas. Ese fue el recibimiento que nos dio el Ojos en su base. Nos advertía, nos mostraba su cara más dura, para que fuéramos preparándonos para la batalla.

Después del desayuno nos equipamos para hacer el porteo de material y comida al campo de altura Tejos, a 5.830 metros, en lo que se iba a convertir para mí en la mayor altura alcanzada hasta la fecha. Cargamos nuestras mochilas, preparamos el equipo y nos pusimos en marcha, atravesando campos de penitentes, hasta llegar al campo Tejos. Desde aquí, el Ojos parece un sueño al alcance de la mano. Pero qué lejos está su cima. Tras permanecer un rato en este campo de altura pretendiendo aclimatar un poco, iniciamos de nuevo el descenso hacia el campo Atacama donde volveríamos a pasar esa noche.

Horas más tarde regresamos de nuevo al campo base, donde cenamos y volvimos a nuestros sacos a intentar descansar y recuperarnos. Al día siguiente subiríamos al campo Tejos para intentar dormir allí todo lo posible e iniciar a la madrugada siguiente el ataque definitivo al Ojos.

Tras levantarnos (mal, como siempre. Esta noche tomé por primera y última vez un paracetamol, que por cierto, no me sirvió de nada) y desayunar, volvimos a cargar nuestras mochilas con todo el equipo de cumbre y la comida necesaria, y emprendimos el ascenso hacia el campo Tejos. Al llegar, nos dirigimos a un campo de penitentes cercano, para coger todo el agua necesaria para ese día y el de cumbre. Tocaba romper pequeños trozos de hielo y derretirlos con nuestros hornillos para poder disponer de agua líquida.

Por la tarde, el expedicionario local Rodney inició la ceremonia de ofrecimiento al Ojos del Salado, en la que ofreciendo a la tierra algunos de nuestros bienes, en este caso comida, pedía a los dioses de la montaña que nos dejaran morar por su cima sin tener que pagar más precio que nuestro esfuerzo para alcanzarla. Pedía benevolencia al tiempo, y a la montaña. Después cada uno de nosotros hizo lo mismo, enunciando alguna ofrenda o petición, echándonos parte de la comida deshidratada por encima como si fueran cenizas, y enterrando parte en la tierra.

Mientras tanto, el Ojos del Salado observaba altivo, a la vez que por el cerro El Muerto (6.488 m) enormes cúmulos se marchaban furiosos, amenazantes.

Después de aquello, nos dispusimos a cenar una sopa caliente, preparar bien todo el equipo y meternos en nuestros sacos para intentar descansar todo lo posible, pues dormir sabíamos que nos iba a resultar difícil. Y por delante, nada menos que 1.100 metros de desnivel por cotas a las que nunca antes había estado. Cada vez veía más lejana la opción de alcanzar la cima de esta montaña. El cuerpo recuerda la altura a la que ha estado con anterioridad, y aclimata antes y mejor a esas cotas. Lo que yo pretendía hacer suponía un duro reto que francamente, veía difícil de realizar. Pero no me obsesionaba la cumbre; con superar los 6.000 metros y haber participado en esta magnífica expedición, me daba por satisfecho.

Madrugada del día 10

Son las 00:45 a.m. cuando suenan nuestros relojes y empezamos a preparar un temprano desayuno. Hay que calentar agua, y eso llevará mucho tiempo. Tras comer lo que pudimos y preparar y revisar el equipo, sobre las 2:15 a.m. salimos para cumbre. La mayoría de mis compañeros tomaron «cosas…», fármacos para prevenir el edema y mejorar la aclimatación, aunque yo opté por una ración doble de galletas con membrillo que fue lo que «desayunamos» (casi podría decir lo que cenamos, dada la hora que era). Si mi cuerpo no era capaz de aguantar por sí solo lo que se me venía encima, simplemente me daría la vuelta contento por el intento realizado.

Tenemos buena temperatura; -20 ºC, bajando la sensación térmica a -25/-30 ºC cuando soplan rachas de viento. Esta temperatura nos acompañará toda la noche, subiendo a -15 ºC al salir el sol. Para estar a la altura que estamos y ser aún primavera austral, no nos podemos quejar.

Paradójicamente, hoy me he levantado sin dolor de cabeza y encontrándome muy bien, a diferencia del resto de mis compañeros. Pero, por el contrario, nada más empezar a caminar me siento muy cansado y me cuesta mucho avanzar. «Joder», pienso, «no me digas que me ha tocado estar mal el día de cumbre…». Pero parece que es así. A diferencia del resto de días, en los que iba muy fuerte, hoy mis piernas no quieren responder completamente y empiezo a notar una enorme fatiga.

Comenzamos el ascenso atravesando dos campos de penitentes que nos harán sufrir bastante. Estos son de pequeña altura, unos 80-100 cm, por lo que la idea de una caída aquí, en un campo de afiladas agujas de hielo, es totalmente desaconsejada. Y la completa oscuridad sólo rota por la luz de nuestros frontales no ayuda. Al salir de estos seguimos el avance por una enorme pala de tierra y piedras hasta llegar a la zona de zetas que asciende paralela al glaciar hasta alcanzar su parte superior. Qué duro se está haciendo esta parte de tanta pendiente. Son varias las veces que pienso en volverme o quedarme sentado hasta que el segundo grupo que salió un poco por detrás de nosotros me alcancen. Pero entonces me digo, «ánimo, chaval, espera al menos a que amanezca; el sol te ayudará». Sí, el sol… Hay que fijarse metas, establecer distancias a recorrer. Y yo he decidido esperar al sol. Después ya veré.

Y poco a poco, los cerros comienzan a iluminarse y el cielo adquiere un bello color anaranjado. Ya viene el sol…

Decidimos hacer un descanso una vez cruzado el glaciar, el cual lo bordeamos por su parte superior dando un poco más de vuelta, pues presentaba un aspecto poco deseable; hielo vivo y penitentes por todos lados. La escasez de nieve lo ha dejado impracticable.

Nos encontramos por encima de 6.500 metros y la altura se nota mucho. Además, el terreno no puede ser peor; piedra suelta sobre una capa de arena y ceniza cubriendo la roca, el típico terreno en el que subes tres pasos y bajas uno. Y cada vez que resbalas, caes hacia el suelo, te frenas con la mano, y esa masa densa y compacta de tu cabeza choca contra tu frente explosionando en un latigazo de dolor que recorre tu cabeza hasta la base de la nuca. El corazón se dispara cuando te levantas y vuelves a subir, tanteando el terreno, y al hacer el impulso, la bota que vuelve a resbalar, el esfuerzo para no caer, un traspiés rápido, y el corazón que quiere volver a salirse del pecho. Y al levantar la vista, la enorme travesía que desde el glaciar, te da acceso al cráter del Ojos.

Qué dura se hizo esta parte. Entre 5.500 y 6.500 metros iba cansado, es normal, pero por encima de 6.500 metros no era más que un saco de músculos y huesos destrozados avanzando como mejor podía, resbalando en aquella pedrera infernal, respirando por la boca buscando el aire que faltaba, destrozándome la garganta sin darme cuenta. Pero me había planteado llegar al cráter como siguiente meta y después ya vería qué hacer. Poco a poco, resbalón tras resbalón, fui llegando hasta alcanzar la entrada al mismo. Y desde allí, pude contemplar la cumbre casi al alcance de la mano.

Aquí ya dabas unos cuantos pasos y te parabas a respirar, muchas veces, pensando cómo sería posible no poder avanzar en un terreno de tan poca pendiente dentro del enorme cráter. Pero nos encontramos cercanos a los 6.800 metros y el cansancio acumulado se notaba ya mucho. Hicimos un pequeño descanso a la entrada de este, para comer algo y beber, y pensar cada uno cómo se encontraba. Por delante nos esperaban los últimos metros de ascenso y el último gran bastión que defiende la cumbre del Ojos del Salado: el muro de la torre oeste.

A diferencia del Aconcagua, el Ojos presenta un último paso técnico en su vía normal. Este es un muro sin mucha complicación, que no pasa de IV en graduación UIAA, pero que al estar localizado a 6.900 metros hay que acometerlo con mucha decisión. Aquí no vale descuidar la respiración, la cabeza, las fuerzas. Una caída en este muro, a esta cota, supondría un compromiso muy serio. Con decisión, seguimos hacia la base del muro dispuestos a conseguir la cumbre.

Estos últimos metros se harían eternos, pues se pasa a trepar por una zona de bloques que terminarían de machacarme. Pero al fin llegué a la base del muro, en el que montamos cuerdas fijas y aprovechamos las viejas existentes.

Todos subieron encordados, aunque yo no lo vi necesario. Eso sí, dejé la mochila abajo y me subí el arnés para bajar más tarde asegurado. Había llegado la hora de la verdad; la cima del Ojos esperaba treinta metros más arriba. Me encaramé al muro y comencé a escalarlo. Había buenos agarres por casi todos sitios, pero la escalada vertical hacía disparar mi corazón. Respirar hondo, respirar hondo… Aquí no puedo desfallecer ni siquiera por un segundo; voy sin cuerda. Supero la primera parte del muro y encaro otra un poco más peliaguda, en forma de placa. Esta parte es un poco más técnica, con apoyos más distantes entre sí y bastante vertical, debiendo extremar la atención en cada movimiento, sin descuidar la respiración que atendiera a mi corazón que latía a muchas pulsaciones por minuto.

Pero a medida que me encuentro más cerca de la cumbre mis fuerzas se renuevan. Me siento muy fuerte escalando el muro, y muy feliz. Poco a poco, metro a metro, la montaña va cediendo, y después de superar el muro accedo a la delgada arista cimera tras la cual, el horizonte se vuelve infinito y todos los días de expedición, todas las noches de insomnio, todos los momentos amargos, desaparecen para brindarte un espectáculo difícil de expresar con palabras. Al fin, tras muchos días de aclimatación y muchas horas de durísimo ascenso, alcanzo la cima del nevado Ojos del Salado, a 6.934 metros de altitud. Y ante mí, todo el vasto desierto de Atacama congregando la mayor concentración de seismiles de los Andes…

Es difícil describir qué se siente al llegar a una gran cima como esta, o cuál es el motivo por el que montañeros y alpinistas nos adentramos en empresas tan arriesgadas y duras. Es tan sólo ese difuso recuerdo que aún conservo lo que, con el paso de los días posteriores, te hace valorar esos brutales momentos y hacerte feliz con tanto sufrimiento experimentado. En cumbre, la realidad se convierte en una brumosa experiencia pues, como bien explicó en su día Reinhold Messner, uno se queda ciego tanto hacia fuera como hacia dentro. Hacia fuera, pues nuestros ojos no están evolucionados para abarcar distancias tan enormes y no somos capaces de percibir la enorme lejanía. Y hacia dentro, pues en situaciones de escasa presencia de oxígeno disponible en altura, nuestro cerebro es regado con una sangre muy pobre en el imprescindible gas, factor que le hace procesar de manera muy lenta toda esa información que es enviada desde nuestros ojos. En cumbre, la realidad es una onírica nebulosa que ralentiza la vida, como si vivieras por unos instantes dentro de un extraño sueño del que despertarás una vez desciendas de cota y los días posteriores te hagan procesar con calma los distorsionados recuerdos que un cerebro maltrecho fue capaz de guardar en aquellos intensos momentos.

Tras pasar unos minutos en cumbre, toca comenzar el descenso, pues se adivina largo y duro. Mientras espero a que algunos compañeros destrepen la arista y el muro, echo un último vistazo hacia el cráter, con el cerro Vicuña (6.067 m) elevándose majestuoso ante nosotros sobre el altiplano del Atacama. Hacia el este se observa el nevado Tres Cruces (6.749 m) y hacia el norte, junto con un sinfín de volcanes extintos, el Walther Penck (6.682 m) en primer plano y detrás a su izquierda el cerro Nacimientos (6.463 m). Muy lejos al fondo descansa el enorme monte Pissis (6.833 m), el segundo volcán más alto de la Tierra. Mientras, me coloqué el arnés y con una cinta plana hice un nudo machard simple como autobloqueante en caso de caída. Mis compañeros seguían bajando.

Llegado mi turno, destrepé el muro sin problemas, liberando poco a poco el nudo a medida que iba descendiendo. Y una vez en la base, recogí mi mochila y empecé contento el descenso, sabiendo que la cumbre estaba ya conseguida. Pero al dar unos pocos pasos y ver que seguía cansándome mucho incluso bajando, faltándome el oxígeno, supe que iba a ser un descenso muy largo.

Hicimos una parada a la salida del cráter, en el mismo sitio donde paramos en el ascenso, para recuperar un poco las fuerzas y beber algo antes de salir del cráter y encarar las fortísimas pendientes del Ojos camino del campo Tejos.

A partir de aquí, mis piernas, ya apenas sin fuerzas, eran incapaces de frenarme cada vez que me escurría y, resbalón tras resbalón, me daba de bruces contra el suelo en caídas más o menos aparatosas pero que me resultaban muy cómodas, pues te sentabas por un momento y descansabas. No sé cuántas veces perdí la vertical; casi parecía absurdo. Pero la pendiente y la piedra suelta eran una combinación letal yendo tan cansado.

Allá abajo se observaba, minúsculo, el campo Tejos (5.830 m) en el que deberíamos recoger el equipo y proseguir el descenso hasta el campo Atacama (5.200 m), acumulando un desnivel desde la cumbre de más de 1.700 metros de descenso. Qué duro se hizo… Pero poco a poco, metro a metro, caída tras caída, llegamos a Tejos, recogimos el material y proseguimos el descenso hasta el campo Atacama donde nos esperaba una suculenta cena y en principio, una noche en la que descansar.

Al día siguiente y habiendo dormido lo justo, nos levantamos dispuestos a recoger el campamento y largarnos a la costa, a Bahía Inglesa, a comer buen marisco y descansar a cero metros sobre el nivel del mar, al fin.

Por delante, muchos kilómetros de desierto, rumbo al Pacífico…

I. Capilaridad

 

Sentado junto al pequeño embarcadero de Bahía Inglesa, Chile, con el océano Pacífico derramando suaves olas a sus pies, su cuerpo aún maltrecho, Miguel escribió una carta que no sabía muy bien a qué dirección enviarla. No sabía dónde comprar un sello, o dónde habría una oficina postal. El grupo se encontraba recogiendo todo el equipo de montaña tras haber completado con éxito una expedición al nevado Ojos del Salado, sector andino de Atacama, volcán más alto de la Tierra. Esa misma tarde cogerían un avión de Copiapó a Santiago de Chile, donde finalmente cada expedicionario embarcaría rumbo a casa. Era la primera expedición internacional en la que había participado.

Y mis palabras no eran más que un hilo de voz empujadas por la impertinente mano de la conciencia, del razonamiento, de esa supuesta verdad que nos indica, prepotente, el camino a seguir. Y truncadas como espinas, una a una, iban surgiendo, hiriendo, brindando la potestad de un comportamiento digno, de una ilusión destrozada.

Ahora guardo tu tacto, tu olor, en una caja color verde desesperanza, junto al amargor cálido de los rincones de tu cuerpo que no he explorado, los parajes de tu persona que no he conocido, los días que aún esperaba por llegar y los momentos por compartir. Fuerza, supongo, o tal vez tan sólo tiempo. Pero inevitable es la desolación de saber que tal vez estas sean las últimas líneas que te escribo (y al mismo tiempo, las primeras).

Y así mismo agradecerte el que devolvieras la ilusión a mi cuenta de otoños sin decoro ni palabra, sin júbilo ni esperanza, aunque sólo haya sido por este tiempo, que el tiempo jamás me arrebatará. Y aunque ahora el dolor, en el ensayo a mi estupidez, se encargue de recordármela, no cambiaría ni un solo segundo, ni un solo momento. Qué locos hemos sido huyendo, y qué felices. Lástima que sea la tristeza el billete de esta historia, a la terminal del olvido.

Miró la carta con ojos cansados, entornados por el terrible esfuerzo desarrollado días antes. Levantó la vista y contempló las aguas del Pacífico, el pequeño embarcadero. Se quedó mirando la lejanía, el ceño fruncido por la luminosidad de aquella tarde de diciembre, el reflejo del sol sobre el agua similar a cientos de pequeños faros tintineantes. Volvió a mirar la carta. Palabras inconexas, nombres y conceptos por definir. Una absurda carta de amor, escrita para nadie. Le pareció patética hasta la saciedad.

Apuró de un trago la botella de aquel excelente Merlot del 94 que durante los días posteriores al de cima le había acompañado y que hoy, en una triste pero casi ansiada despedida de su expedición andina, le había servido de inspiración para escribir aquella carta. «Vaya», pensó, «tal vez acabe de encontrar la oficina postal que buscaba…». Y aunque se sentía ridículo haciendo aquello, poco importan incluso tus propios reparos después de experiencias tan intensas y a veces devastadoras como el ascenso de grandes montañas. Miguel recuerda cómo el papel se arrugó un poco por el borde enrollado al tocar el fondo de la botella, al tiempo que el poco vino que quedaba ascendía rápidamente por capilaridad, tiñendo de bermejo cobrizo aquella carta con firma, sin destinatario. Se quedó un rato observando el ascenso, cada vez más lento, del vino a través del papel enrollado, sintiendo en ese momento que siempre había querido meter una carta dentro de una botella. Olió el corcho que aún desprendía un agradable olor afrutado, casi confitado, y tapó la botella hasta que este quedó totalmente enrasado con la boquilla. Y sí, miró hacia atrás buscando posibles observadores antes de ver que nadie reparaba en él, antes de sentir la contracción de sus abdominales, el movimiento arqueado de su brazo, la tensión en el tríceps al momento de soltar la botella; su vuelo.

El último recuerdo que guarda de su expedición a la cordillera de los Andes es el movimiento titubeante del cuello de aquella botella en el azul grisáceo del agua, alejándose lentamente de la costa hacia el enorme abrazo del Pacífico.

Toda mi ilusión a la deriva en una botella, sin saber siquiera si algún día llegará a manos de alguien. Todo mi amor en un papel mojado, en la profundidad del océano, hundido, como hundido estoy yo. Como tantas promesas que hice, como tantos sueños olvidados, como tantas veces, juntos, caminamos de la mano. Todo mi amor en una botella, y mi vida a la deriva.

Escribió estas palabras de vuelta a España, antes de caer rendido al sueño en el avión que sobrevolaba el otro gran océano, al recordar la soledad de aquella botella alejándose poco a poco, la soledad de aquella carta con una simple fecha por encabezado.

Miguel volvió a la rutina de sus días de trabajo, de pareja. Desde muy joven sintió una inquietud enorme por conocer, por explorar, necesitando devorar libros de astrofísica, de relatividad y mecánica cuántica con apenas catorce años. Necesitó descubrir distintos tipos de deportes e intentar llegar al máximo en ellos, conocer a todo tipo de gente; viajar. Y desde que hubo terminado sus estudios, sintió que quería recorrer el mundo viviendo los países, trabajando en ellos, conociendo sus culturas y sus gentes. Desde joven sentía que vivía dentro de una jaula, confortable y acogedora, pero cárcel al fin y al cabo, que no le dejaba dar rienda suelta a sus alas a pesar de no saber siquiera el rumbo hacia el que le gustaría caminar.

La pasión a lo desconocido es la energía que mueve nuestras vidas, ese tren que de forma ineludible debemos coger o que, de lo contrario, nos hará preguntarnos durante años qué hubiera ocurrido de haberlo hecho. Como la oscuridad a través de la ventana en el pasillo de un tren de madrugada. Como ese oscuro rincón que cada uno guardamos con cariño y recelo en lo más profundo de nuestro recuerdo.

¿Y después? Después nada. Duda, ilusión, certeza, desconocimiento. Después, simplemente, otro día más en tu vida. Otro dato que almacenar en la caja de recuerdos del pasado; ni buenos ni malos, tan sólo experiencias vividas que nos aportarán, algún día, el conocimiento suficiente para saber morir en paz. Para poder decir, llegado el momento, «tuve una vida plena; no deseo nada más».

Muy a su pesar, cada vez que llegaba a conocer a fondo una actividad, un trabajo, una ciudad…, irremediablemente se cansaba de ello, sentía que perdía la capacidad de sorprenderse y notaba la asfixiante presencia de la rutina que le susurraba al oído: «márchate de aquí…». Incluso con las personas a las que amó llegó a sentirlo. Cuando todo estaba bien, cuando la vida era una suave caricia, cuando no había un reto o algo que superar, todo caía en un tranquilo mar de estanqueidad que lo asfixiaba.

Y qué puedo decir… El amor es una indeterminación que matará mi determinación de ser feliz, pues jamás aprendí a amar siendo amado.

En cualquier relación, él sentía gastar muy rápido una enorme pasión que irremediablemente se consumía como la pólvora en el transcurso de los primeros meses, o años, dejando más tarde un escenario vacío en el que rostros y objetos conocidos le gritaban la necesidad de empezar un nuevo camino por recorrer. Una nueva meta que alcanzar. La certeza de saber que cualquier evento en su vida era cíclico y por tanto, con un principio y un final, algunos más largos que otros, pero siempre alejados de esa supuesta linealidad y constancia que su cultura y sociedad habían impuesto a la mayoría de sus conceptos.

«No existen el compromiso y el esfuerzo en la felicidad, y si han de existir, no conocemos la felicidad», pensaba siempre. La constancia, la rutina, la inamovilidad, no deberían existir en la línea de sucesos de la persona libre. La libertad supone elección y la elección, cambios. Y dichos cambios son necesarios para alcanzar cualquier estado de superación, de progreso, de realización. Tal vez aquel quien se siente realizado sin cambios en su vida, o se miente a sí mismo, o nunca tuvo el valor suficiente de mirar cara a cara a su ilusión. O tal vez él se engañaba a sí mismo buscando una supuesta y forzada libertad.

No hay mayor cárcel que uno mismo, la muerte ya lo sabe, y es más sabia; nunca pregunta. Y la soledad no es más que una compañera de celda, tan imaginaria como la libertad, que en la más compleja de las paradojas creamos para amarla, para amarnos, para hacernos daño.

Y en mi hora más oscura, no había soledad sino amor a mi lado, como el suspiro de una estrella antes de morir, como la respuesta a esa pregunta que somos incapaces de formular. La continua búsqueda de caminos inacabados e historias por terminar, todas ellas con finales definidos, incapaces de unirse a sus principios. Como la persona que idealizamos y más tarde conocemos, y escapa al unirse su principio y su fin; que escapa al dejar de ser un camino por recorrer, por explorar.

La pasión que se esfuma tras conocer; el amor que, incompleto, queda entonces tras de sí.

Corría el invierno de 2010 y el frío se cernía sobre las calles desiertas del casco antiguo de Úbeda en aquel domingo de enero, de cielo magenta. La luz de la tarde comenzaba a ser tan sólo una sombra del día que se escurría camino de los cielos de poniente; hacia la luz. Desde la ronda de miradores, Miguel contemplaba el vasto valle del Guadalquivir, franqueado por las sierras de Cazorla, Segura y Las Villas por el este, Sierra Mágina por el sur y la comarca de la loma por el norte, desde la que él oteaba aquel mar de olivos que tantas veces había surcado corriendo entre sus caminos, bajando hasta el río; entrenando montañas.

Aún afectado por la expedición al coloso andino, caminaba lento, deteniéndose cada cierto tiempo, observando con ojos cansados en la lejanía cómo el sol caía hacia el Jabalcuz y la sierra sur de Jaén, bañando con tonos anaranjados todo el valle, y su cara. En esos momentos, cerraba los ojos y levantaba su cabeza hacia el cielo, respirando profundamente por su nariz, sintiendo el aire helado de aquel día, recordando el aire gélido de aquellos devastadores días pasados. Y al abrir los ojos, volvía a quedar inundado por esa cálida luz anaranjada que avisaba de la venida de la noche; del frío.

—Qué pereza tener que ir mañana a Córdoba… —se dijo en voz baja.

Pero en efecto, tras aquel extraño domingo, dos días después de haber vuelto de los Andes, debería ir a Córdoba y seguir con su vida; trabajar.

Volvió a mirar hacia el oeste desde aquella magnífica atalaya desde la que contemplar el fértil valle de olivos y campiñas. El sol comenzaba a ser un pequeño gajo que se ocultaba con enorme velocidad por el horizonte.

«Qué rápido se mueve el sol cuando hay una referencia para percibirlo», se dijo, a medida que su ceño se iba relajando a la vez que la luz directa dejaba de bañar su cara. Miguel se quedó contemplando el lugar por el que el sol se acababa de ocultar, coloreado por cálidos tonos rojizos que ya comenzaban a teñirse de aquel frío magenta que venía conquistando desde el este, huyendo del gris ceniciento que daba paso a la noche. Miró al suelo y suspiró hondo. No sabría decir cuánto tiempo estuvo mirando la nada, pero cuando levantó los ojos y volvió a observar la lejanía, no quedaba ya ni rastro de algún tono cálido en aquella tarde de enero. Los vientos de ladera ascendían desde el fondo del valle provocando una helada brisa que cortaba su cara. Se subió hasta arriba la cremallera de su chaqueta, levantando la barbilla para no pillarse la barba, y metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de unos vaqueros viejos y anchos de los que se negaba a deshacerse. Volvió su cara y miró hacia el este, hacia las estribaciones de la Sierra de Segura, donde las primeras estrellas comenzaban ya a tintinear en un cielo repleto de magenta ceniciento y vacío. Volvió a mirar al suelo, a la nada, y volvió a suspirar. Cada noche de aquel invierno, desde que la devastadora expedición al Ojos del Salado le hubiera destrozado por fuera y mucho más por dentro, sentía que con cada atardecer, al contario que las nubes que viajaban dócilmente hacia cielos de poniente, hacia la luz, él se quedaba oteando desde distintas atalayas cómo esa luz se iba día a día. Cómo él seguía en el mismo lugar, soñando con romper algún día aquellas cadenas que lo mantenían atado a una vida que siempre creyó, sería más apasionada.

Hundió el cuello en sus hombros y comenzó a caminar, acompañado por el silencio a través de las callejuelas que desde la Puerta de Granada ascendían hacia su casa.

Antes de irse a la cama, habiéndose despedido ya de sus padres, abrió su viejo cuaderno de notas y escribió, como tantas veces hacía, palabras que necesitaban ser gritadas y que sin embargo, quedaban atrapadas en esa cárcel de papel y tinta de la que jamás escaparían.

Ahora comprendo el camino que siempre recorro, que siempre Miguel recorre, la distancia que separa el deseo de la realidad; la frontera que la felicidad marca para no ser eterna, para no ser real. No es fácil aceptar que nuestros deseos y esperanzas no sean más que ilusiones en la distancia. Que la distancia las mantenga vivas. Que la realidad las marchite. A veces creo que la soledad fue siempre mi mejor amante, aquella a quien poseer en la distancia, aquella a quien la compañía no abruma, a quien la realidad no aparta, y a la vez te consume su escasa presencia, como una vela en la oscuridad antes de apagarse.

Y a veces creo divagar, sentir estar perdido aun sabiendo mi lugar, pensar que todo será más fácil cuando otro ocupe mi sitio y yo me haya marchado a lo lejos, buscando un poco de felicidad. A veces creo que sentir y pensar son una misma cosa, que cuando sentimos pensamos borrachos y cuando pensamos sentimos sobrios, que tan sólo es, cómo actuar… Porque no hay motivos ni razones, héroes ni vencidos; porque tan sólo es caminar.

Si alguna vez te quedas solo, y piensas que lo has perdido todo, sincérate contigo, lo has perdido todo. Y si alguna vez llegas a tenerlo todo y sientes haber perdido la pasión, sé sincero contigo, te has quedado solo. El amor es una búsqueda infinita…

Los días pasaron lentos en aquel final de invierno, bajo la escasa presencia de lo novedoso, de la ilusión. Cada noche, aquel león que dormía en su interior rugía con fuerza, se removía por dentro, entre recuerdos devastadores y sueños que ni siquiera él concebía. Cada madrugada, al despertar por cualquier motivo muchas veces incluso abrazado a la persona con la que aquellos días compartía su vida, escuchaba ese murmullo interno, ese canto a la añorada y ni siquiera conocida libertad que día a día lo consumía.

Como bien había dicho tiempo atrás Leonard Cohen, «no es fácil coger la mano de alguien que quiere alcanzar el cielo (…)». Y tal vez Miguel, así lo pretendía.

Todas sus ilusiones pendían del mismo hilo, a la deriva en un mar de dudas, y una pregunta que rayaba y desgarraba el recuerdo de un futuro lejano, corrompiéndolo, acallándolo; «¿y si hubiera…?».