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Prólogo

Nota a la traducción

Cumbres borrascosas

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Notas

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TIEMPO DE CLÁSICOS

• Los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo...» y nunca «Estoy leyendo...». • Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos. • Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual. • Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera. • Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura. • Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. • Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres). • Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima. • Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad. • Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes. • Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él. • Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía. • Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo. • Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Por qué leer los clásicos, Italo Calvino

Prólogo

Somos Heathcliff y todo lo demás

Cumbres Borrascosas es una novela sobre la que suelen correr rumores: es un folletón, es un melodrama decimonónico, es la enfermedad del amor romántico… Y sobre la que cuelgan las etiquetas correspondientes, sin mayores reparos. Es posiblemente una consecuencia derivada más de las versiones cinematográficas –en las que ha sido regla exaltar la pasión entre Catherine y Heathcliff llevándola más allá de la vida, y borrando la urdimbre y los contornos en los que esa pasión se sitúa– que de una lectura estrictamente literaria.

Ciertamente la trama, el encadenamiento de la acción, gira sobre esa relación y es ella la que da pie a todo lo demás. Pero no hay que confundir la trama con el argumento o tema, porque éste es muy superior y mucho más amplio que los sucesos que afectan a los dos protagonistas enamorados. De hecho, no estamos ante una visión psicológica del asunto, sino ante una visión panorámica, una cosmovisión en la que el amor es una fuerza más en un mundo regido por fuerzas desatadas, sin origen y sin control, que se despliegan a la vez sobre la naturaleza, la sociedad y los individuos. Y hasta el punto de que afirmar que Cumbres Borrascosas es una novela de amor resulta un pobre esquematismo.

Sólo con el juego de narradores que se trae este relato bastaría para indicar la complejidad de sus pretensiones. El principal es un narrador identificado en la figura de un forastero (urbano) que se deja caer por los páramos con la intención de encontrar un poco de sosiego y que va a darse de bruces con un Heathcliff ya amargado y resentido, sin otra perspectiva que la de envenenar las vidas de los que están cerca. Del recién llegado acabamos sabiendo que en realidad es el espejo inverso del protagonista: un ser medroso, incapaz de enfrentarse al compromiso y al que ha puesto en fuga la simple posibilidad de comenzar una relación con una señorita con la que se ha cruzado unas cuantas veces. Tan blando personaje habrá de contarnos una historia de pasión y locura, en la que el tejido de afectos, rencores y puntos de vista sobre los acontecimientos es una maraña en la que además abundan las zonas de sombra.

Se diría, sin temor a equivocarse mucho, que es un narrador del todo inadecuado, tanto por sus escasos conocimientos de los entresijos del alma humana, no digamos del alma retorcida de los sufrientes, como por sus escasos conocimientos de lo que parece dispuesto a contar. Entonces, ¿qué hace ahí? ¿No es más que un recurso a falta de otros mejores, una ocurrencia bastante convencional, por otro lado?

Pero al principio, aunque lo sospeche, el lector no sabe nada de esto, desconoce el grado de miseria y de epifanía al que podrá llegar una galería de personajes que va tomando forma –y deformándose– a medida que la información –y la contrainformación– avance. En cambio, cuando el relato se encuentre en mitad de la tormenta, azotado furiosamente por los antagonismos, caerá en la cuenta de que ese narrador blando e incompetente cumple una función gloriosa: la de observar con ojos deslumbrados y sin prejuicios morales (al menos esa clase de prejuicios que rondan los páramos y la vida rural de la época y del sitio) una devastación humana absoluta al tiempo que un canto a esa misma existencia, en la que el dolor y el amor, el éxtasis y la putrefacción, la pureza y el resentimiento se mezclan como las manifestaciones de un meteoro. Bien, es lo que se llama un narrador especular, un espejo que es fiel reflejo de lo que ponen delante de él, y donde su pulida falta de relieves permite que nos hagamos una idea confiable de la materia que se proyecta (tanto más pulido y fiel cuanto más arduo y enrevesado es lo que muestra).

Dado que el sujeto/narrador en cuestión carece de información de primera mano sobre lo que quiere contarnos y dado que tampoco parece muy capaz de conseguirla a base de propia iniciativa (segunda incompetencia), observamos cómo no le queda más remedio que servirse de alguien que sepa. Y así se nos presenta la señora Dean, que es la que de verdad domina los oscuros materiales de los páramos, a veces como testigo directo y otras como depositaria de las confesiones de los implicados. En algún momento, y comprobada la competencia de cada cual, el lector ha de preguntarse por qué no lo cuenta todo y directamente la señora Dean, qué necesidad hay de que las cosas tengan que ser filtradas por el narrador flojo. Parte de la respuesta ha sido dada más arriba (deslumbramiento y ausencia de prejuicio). La otra parte tiene que ver con lo que la novela aspira a contar, y ello no es una determinada peripecia amorosa, cargada de episodios singulares (aunque lo singular del amor es lo comunes que son todos sus episodios), sino a qué otros asuntos remite esa fuerza poderosa, de qué modo es constitutiva del mundo o, mejor, de qué modo el mundo la constituye. Y para eso no bastan los episodios ni la peripecia, ni los protagonistas, ni su amor, ni su desenlace. Para eso hay que comenzar en la perplejidad, sumergirse en la confusión y desafiar al caos. El único que está dotado para ello es precisamente ese narrador que considerábamos blando, para el que la existencia humana es un laberinto y para quien el universo es un escaparate de amenazas. Como Parménides, si queremos entender, es necesario viajar a la oscuridad del Hades: pero viajar desde la luz mortal, y sin tener miedo. Y lo curioso de nuestro narrador principal (especular) es que no tiene miedo a meterse ahí, o lo tiene y aún así persiste. Blando, pero al fin y al cabo valiente. Quiere enterarse: ¿qué le queda, si no? ¿Qué nos queda si ni siquiera nos enteramos de qué está hecho nuestro miedo?

Él ordena la historia, la confabula, dispone la claridad y las sombras…, mientras la señora Dean le entrega los suministros para que eso sea posible. Un narrador especular y otro secundario, aunque fundamental… A medida que progresamos en el texto la sospecha o la incomodidad es creciente acerca de un asunto, a saber: si Lockwood, ese forastero empeñado en conocer, está ofreciendo las palabras de la señora Dean o las suyas. ¿Hasta dónde debemos creerle? ¿Hasta dónde se escucha a la señora Dean y hasta dónde a Lockwood en cada una de las afirmaciones y cada uno de los secretos? El lector vivirá esa tensión subrepticia con el mismo estado de ánimo en que soportará las otras tensiones entre lo verdadero y lo falso, lo cierto y lo incierto, el amor y sus invenciones, fatalidades y mentiras consentidas…, entre el amor y todo lo demás.

Y es que la pasión está mirada desde muy arriba, desde una especie de ojo cósmico que en vez de engrandecerla la disminuye al mezclarla con las otras fuerzas de la existencia. Sigue ahí, desde luego, jactanciosa como una dueña de almas, pero zarandeada por otras pasiones y por otras violencias. Tanto es así que, en el comienzo de la narración, lo que nos encontramos son ya las consecuencias de ese amor –que al parecer fue tan grande– convertido en miseria y rencor: Heathcliff se halla en pleno despliegue de su venganza, destilando su mal, su impotencia y su tétrico desdén sobre las segundas generaciones de los páramos, que reproducen a las primeras con una simetría que pregona por adelantado la tragedia. Es decir, en el arranque no se habla de amor, sino de resentimiento, un resentimiento tan fuerte como el amor que lo precedió, pero con una extraordinaria capacidad de expansión. Y de hecho, en este segundo movimiento de la novela, que ocupa tanto como el de la relación entre Catherine y Heathcliff, uno puede preguntarse justificadamente si toda la historia no girará en realidad sobre la potencia destructiva del corazón humano más que sobre los afectos y su desbordamiento romántico. Desde luego, en el relato pesan por igual.

Pero ya hemos dicho que la psicología y lo estrictamente humano están convenientemente diluidos, o al menos relativizados, en un conjunto mayor en el que hay otras cosas que destacan. Es el caso de la naturaleza fisica que da título a la novela, cuya presencia e intervenciones son de tal magnitud y significado que da lugar a lo que se conoce como correlato objetivo, es decir, junto al de los personajes con alma hay un relato que debe ser leído paralelamente y que corresponde a un protagonista objetivo (de objeto), que también está contando lo suyo. Los páramos no son un paisaje ni un escenario aunque también lo sean: son, sobre todo, personajes del drama que aportan su particular carácter y sus conflictos. Se trata de una naturaleza semoviente, cambiante, en busca siempre de forma, cuyo rostro se modifica a cada paso y donde los protagonistas con alma, los seres vivos, tan pronto como se introducen, se pierden. Es el territorio en el que lo humano se anega, en contacto con una dimensión que le supera de principio a fin y donde late la amenaza de su desaparición. El mundo humano, sus conflictos, pasiones e intereses quedan reducidos a la mezquindad de sus verdaderas proporciones cuando entran en pugna con las auténticas fuerzas del todo. El ejercicio literario de la autora es aquí muy consciente, arrancando la semántica de la psicología y del espíritu mortal del campo de descripción de los objetos naturales, que tienen sus propias leyes y, por tanto, su lenguaje.

Otra fuerza que cruza el relato, sin un aparente protagonismo, pero con una eficiencia fuera de duda, es ese espacio exterior al ambiente centrípeto y angustiado en el que viven los personajes de estas cumbres, y en el que puede sentirse la presencia lejana, aunque intensa, de la ciudad, de las nuevas urbes que comienzan a despuntar en la revolución industrial y que ya están cambiando la fisonomía de la ciudad antigua tanto como carcomiendo la vida comunitaria del campo, que se resiente. De la ciudad llega Heathcliff en brazos de su padre adoptivo. Y de ella regresa también años más tarde, enriquecido y dispuesto a sacudir las jerarquías en su propio beneficio. Ambos episodios son oscuros. Ni el padre adoptivo dará explicaciones suficientes para que se conozcan los motivos de su acción, lo que podría alentar sospechas y sugerencias de vario tipo, ni el propio Heathcliff se mostrará nunca convincente acerca de los procedimientos que siguió para salir de pobre. Lo que resulta evidente es que el viaje a la ciudad o a las ciudades, el tránsito al espacio extraño es profundamente alterador. Cuanto se trae de allí tiene una extraordinaria capacidad de agitación, acaso porque la vida de los páramos se pretende inmóvil, sujeta a reglas que sin embargo no resisten el mínimo contacto con lo ajeno. Más aún cuando la nueva urbe, en la retina del lector de la época, está dotándose de una extraordinaria potencia transfiguradora y disolviendo a toda prisa los antiguos lazos que envolvían a la comunidad cognoscible, limitada y de papeles asignados por la tradición e incluso por la Historia.

En sordina, Cumbres Borrascosas hace sentir el latido de esa otra forma de existencia que sobreviene y que ya se ha presentado a las puertas de una sociedad que, tanto en lo civil como en lo moral, tiene los días contados. El derrumbe humano, la falta de grandeza que se van apoderando de los personajes y de las relaciones entre los personajes de la novela, así como el hastío y la indiferencia hacia la tierra, en lo físico y en lo simbólico, son una silenciosa metáfora de la evidencia de que hay un mundo que se acaba. Y toda caída y todo fracaso concluyen siempre, como escribió Benet, en un combate por la razón. Las tensiones y las contradicciones morales de estas almas implacables que tratan de sobrevivir a una destrucción que en parte ellas mismas han provocado, conforman otra de las grandes fuerzas del relato. Moral y vida, una vida que ha tomado rumbo desconocido, fuera y dentro del paisaje reconocible, luchan también apasionadamente dentro y fuera de los individuos.

En fin, que aunque la narración mantenga las apariencias casi canónicas de una historia de amor, en realidad se nos está describiendo un sistema de fuerzas: de fuerzas que luchan unas con otras, pero también de fuerzas que luchan dentro de sí. La Naturaleza pugna con el universo humano, pero también con el caos y en busca de un orden superior y de una divinidad que no llega; la sociedad debate con la Naturaleza y con los individuos, pero sus entrañas se revuelven de moral nueva y vieja, de antagónicos sentimientos de clase, de rivalidad extrema entre lo urbano y lo rural; los individuos tratan de sobrevivir en medio de todo ello, pero a la vez agitados por deseos contradictorios (en el que no falta el de destruirse y el de inmolarse a causa del propio deseo), por sentimientos de conquista y de renuncia, por aspiraciones al placer tan intensas como la propensión al dolor… Es decir, Cumbres Borrascosas.

He aquí, pues, una de las obras mayores de todos los tiempos, escrita además con esas palabras destinadas a pesar en el corazón humano y en el de la vida, y tan afiladas que atraviesan limpiamente las épocas y nos alcanzan como si hubieran sido escritas para nosotros, ayer mismo.

Cuando se habla de literatura inmortal, esa expresión manoseada hasta la bajeza e igualmente manipulable, el lector no puede dejar de pensar en este libro, porque nunca esa expresión se ha hecho tan exacta y tan radiante como cuando uno abre sus páginas.

Alejandro Gándara

Nota a la traducción

De todos es sabida la dificultad que entraña enfrentarse a obras que, como en ésta, no son las palabras lo que se traduce sino más bien un espíritu y una atmósfera absolutamente personales, obras que, como decía Charlotte Brontë, la hermana de Emily, han sido «talladas en un taller natural, con herramientas sencillas y materiales del lugar».

Ante todo he intentado preservar, por encima de la obsesión de que el texto adquiera el formato castellano (extensión de los párrafos que influyen en el ritmo y el movimiento sintáctico, ese oído interior que tiene que tener toda prosa), el espíritu de rusticidad y la atmósfera electrizante de que está impregnado. Decía también Charlotte –y ésta es una opinión que comparto al cien por cien– que esta novela es «agreste, árida y nudosa como la raíz del brezo». Por ello, y porque esta rusticidad me parece uno de los mayores méritos de Cumbres Borrascosas, he respetado la extensión de los párrafos tal y como aparece en el original, cosa que va en contra del criterio utilizado en casi todas las versiones castellanas. De todos es sabido que el idioma inglés, frente al español, es mucho más directo y sentencioso, menos barroco (fiel reflejo del carácter típicamente inglés, y aquí estamos ante personajes que no tienen pelos en la lengua), y es extraño que se pierda en alambicados párrafos, divagaciones y digresiones que no encuentran su fin.

Mi decisión de no juntar párrafos, de dejar a la vista el «nudo de la raíz del brezo», naturalmente, arrastra consigo su mayor o menor porción de fracaso (tal vez algunos puedan argumentar que el ritmo en castellano se trunca un poco...); pero había que correr el riesgo, y me atrevería a decir que ésta es la mayor novedad de la presente versión.

Y es que esta porción de fracaso siempre existe a la hora de traducir. En el caso de esta obra hay algo que es absolutamente imposible de reflejar: el acento de la zona de Yorkshire (zona al noroeste de Inglaterra de donde procedían las hermanas Brontë y que se aprecia muy bien en películas como Full Monty o Little Voice) del personaje del criado Joseph, cuyos matices (esa sorna taciturna y seca) no tienen equivalente en castellano e inevitablemente se pierden. Es como si alguien pretendiera encontrar un equivalente en otro idioma al acento andaluz, o al acento murciano.

Tarea también compleja ha sido la de seguir el formalismo que se dispensan entre sí los personajes. Como todos sabemos, en el idioma inglés no existe la diferencia entre el «tú» y el «usted», aunque sí hay otros indicativos que nos ayudan (el que un personaje se dirija a otro por el nombre de pila o el apellido, por ejemplo). A medida que iba avanzando en la traducción, me iba encontrando con que el propio tono de los diálogos me pedía saltar del «tú» al «usted» de una manera un tanto caótica e indiscriminada. Mi primer pensamiento fue el de unificar. Luego me di cuenta de que este vaivén en el trato (áspero y respetuoso en una misma página) entre los personajes también formaba parte del espíritu de la novela. Porque he de confesar que lo que más me llamó la atención la primera vez que leí Cumbres Borrascosas, y lo que aún hoy, después de conocerme el texto casi de memoria, me sigue dejando perpleja, es la crudeza y el desprecio que se dispensan los personajes entre sí, esa violenta explosión de las pasiones que todo lo envuelve.

Por último, mencionar también que sobre todo al comienzo de la novela, y puesto que se está hablando de tres generaciones y personajes que además están emparentados (hay dos matrimonios entre primos), resulta un poco difícil enterarse de quién es quién. Por ello, y para comodidad del lector, adjuntamos un árbol genealógico.

Cristina Sánchez-Andrade

CUMBRES BORRASCOSAS

Capítulo I

1801.– Acabo de regresar de una visita al casero... el vecino solitario con quien voy a tener que vérmelas durante un tiempo. Éste es un paraje realmente hermoso. No creo que hubiera podido dar con un lugar tan alejado del mundanal ruido en toda Inglaterra. El edén perfecto para misántropos, y el señor Heathcliff y yo somos la pareja ideal para compartir la desolación. ¡Un tipo formidable! Lo que seguramente nunca imaginó es el regocijo que experimentó mi corazón cuando, al acercarme a caballo, contemplé que sus ojos negros se replegaban con aprensión bajo las cejas, y cómo luego sus dedos se hundían aún más en su chaleco, refugiándose allí con una recelosa determinación al anunciarle mi nombre.

–¿El señor Heathcliff? –pregunté.

Asintió con la cabeza.

–Soy el señor Lockwood, su nuevo inquilino, señor. He querido venir a visitarle en cuanto he llegado para decirle que espero no haberle causado molestias con mi insistencia en solicitar el alquiler de la Granja de los Tordos; ayer oí que albergaba usted alguna duda...

–La Granja de los Tordos es mía, señor –interrumpió él esbozando una mueca de disgusto–, y si puedo evitarlo, no permitiré que nadie me cause molestia alguna. ¡Pase!

Masculló aquel «pase» entre dientes, como si estuviese diciendo «váyase al cuerno». Incluso la cancela contra la que se apoyaba parecía hacer oídos sordos a la invitación; y creo que esa circunstancia fue precisamente la que me animó a aceptarla: sentía interés en conocer a aquel hombre que parecía exageradamente más reservado que yo.

Sólo cuando advirtió que el pecho de mi caballo empujaba con decisión la cancela, alargó su mano para abrir. A continuación, con ceño hosco, me condujo por el empedrado voceando al entrar en el patio:

–¡Joseph, llévate el caballo del señor Lockwood y sube el vino!

«He aquí todo el servicio doméstico de esta casa», pensé al oír la doble orden. «No me extraña que la hierba crezca entre las lajas y que las vacas sean las encargadas de recortar los arbustos.»

Joseph era un anciano, o mejor dicho un viejo, tal vez un viejo muy reviejo, aunque robusto y nervudo.

–¡Que el Señor nos asista! –prorrumpió (y aquello era más un rebuzno malhumorado que otra cosa) mientras se hacía cargo de mi caballo. Me escrutaba con tanta acritud que me dio por pensar, de modo caritativo, en lo mucho que iba a costarle aquel día hacer la digestión, y que su piadosa jaculatoria nada tenía que ver con mi intempestiva visita.

Cumbres Borrascosas es el nombre de la morada del señor Heathcliff. «Borrascosas» es un significativo adjetivo local que hace referencia a la perturbación atmosférica a la que se expone la región en época de tormentas. En contrapartida, jamás les faltará ahí arriba una perfecta ventilación. Uno intuye el poderío del viento norte soplando sobre los contornos en el vaivén desmesurado de unos pobres abetos desmedrados al fondo de la casa, así como en una hilera de espinos esmirriados que estiran sus ramas en la misma dirección, como mendigando la luz del sol. Menos mal que el arquitecto tuvo la precaución de construir una casa recia: las angostas ventanas están profundamente insertadas en la pared, y las esquinas defendidas por enormes contrafuertes de piedra.

Antes de traspasar el umbral me detuve unos instantes. Pude admirar la profusión de grotesca decoración cincelada en toda la fachada, pero sobre todo como ornato de la puerta principal. Sobre ella, en torno a un amasijo de grifos en ruinas y niños impúdicos, divisé la fecha «1500» y el nombre «Hareton Earnshaw». De haber sido por mí, habría hecho algún comentario y hasta me habría interesado brevemente por la historia del lugar, pero la actitud del propietario en la puerta me decía que entrara rápidamente o que me fuera de inmediato. En todo caso, no tenía ganas de acrecentar su impaciencia precisamente en el momento de estar a punto de inspeccionar el interior.

Un escalón nos condujo a la salita de estar, sin que hubiera un vestíbulo o pasillo introductorio: en esta región suele recibir el nombre de «la casa». Consta generalmente de cocina y sala, pero creo que en Cumbres Borrascosas la cocina quedaba relegada a otra estancia, porque me pareció que del fondo salía un cotorreo y un repicar de utensilios de cocina; además no había señal alguna de que sobre el fuego se asara, hirviera o cocinara nada. Tampoco refulgían las sartenes de cobre o los pucheros de estaño. En cambio, en una de las paredes del fondo sí se reflejaban espléndidamente la luz y el calor que emitía una inmensa vajilla metálica, entreverada de jarras y copas de plata amontonadas en filas y hasta el techo en un vasto aparador de roble. El techo no había sido revocado nunca, de modo que exhibía su estructura ante las miradas curiosas, excepto donde quedaba oculto por un bastidor de madera cargado con tortas de avena, cecina de vaca, de oveja y jamones. Sobre la chimenea reposaban varias escopetas desparejadas y viejas, así como un par de pistolas de arzón. A modo de decoración había tres botes de latón pintados de manera chillona y dispuestos sobre la cornisa. El suelo era de piedra blanca caliza; las sillas, pintadas de verde, tenían un respaldo alto, con un diseño anticuado: una o dos, más pesadas, relucían negrísimas en la sombra. En un arco bajo el aparador dormitaba una enorme perra perdiguera del color del hígado, rodeada por una camada de cachorritos que chillaban; otros perros bullían por escondrijos y rincones.

De haber pertenecido a un vulgar granjero del Norte con semblante huraño y robusto, vestido con calzones y polainas, el aposento y mobiliario no habrían tenido nada de particular. Este individuo, sentado en su butaca con la jarra de cerveza espumeante sobre una mesa redonda, se puede encontrar en cualquier sitio de estas lomas a cinco o seis millas a la redonda, siempre y cuando uno se presente a la hora adecuada después de comer. Pero ocurre que el señor Heathcliff ofrece un contraste muy particular con su morada y con su estilo de vida. Su tez lora le confiere un aspecto agitanado, aunque su indumentaria y sus modales sean los de un caballero, es decir, todo lo caballero que puede ser un hombre de campo: tal vez un tanto descuidado, pero sin que su desaliño llame la atención gracias a su porte erguido y atractivo. Es, además, un tipo de alma encallecida, al que algunos podrían achacar en el carácter una prestancia soterrada, aunque hay algo que me dice que no se trata de eso. Estoy convencido de que esta reserva se debe a su reticencia a la hora de exhibir los sentimientos, más concretamente a las manifestaciones de cariño. Amará y odiará con igual secreto, y considerará una impertinencia ser, a su vez, amado y odiado. Pero estoy yendo demasiado lejos, le estoy dotando de mis propias cualidades alocadamente. El señor Heathcliff debe de tener razones muy distintas a las mías a la hora de retirar la mano cuando se encuentra con un posible amigo. Digamos simplemente que mi espíritu es un tanto peculiar. Mi querida madre solía decirme que nunca tendría un hogar acogedor, y hasta el pasado verano no quedó demostrado que era indigno de tenerlo.

Cuando disfrutaba de un mes de buen tiempo a orillas del mar, di con la criatura más fascinante de la tierra, una auténtica diosa, por lo menos para mí, en tanto le era indiferente. Nunca le declaré mi amor1, al menos verbalmente; aunque, si es verdad que las miradas hablan, cualquier idiota habría podido advertir que estaba absolutamente embobado. Por fin ella se dio cuenta y me correspondió con la mirada más dulce que se pueda imaginar. Y entonces, ¿qué es lo que hice? Me da vergüenza confesarlo: replegarme fríamente sobre mí mismo, como un caracol, mientras que a cada mirada de ella me iba alejando cada vez más. Finalmente, la pobrecita empezó a dudar de sus propios sentidos y, abrumada por la supuesta confusión, persuadió a su madre de que se fueran.

Debido a estos cambios bruscos en mi disposición me he granjeado fama de hombre deliberadamente frío, aunque yo sea el único que pueda juzgar lo inmerecida que es.

Me senté en el extremo opuesto de la chimenea al que se dirigía mi casero, guardando silencio durante un rato mientras intentaba acariciar a la perra, que se había alejado de su camada para acercarse a hurtadillas a mis piernas, el labio encrespado y los colmillos blancos al aire, babeando del gusto ante la dentellada que me iba a lanzar.

Mi caricia provocó un gañido largo y gutural.

–Es mejor que deje usted a la perra en paz –gruñó el señor Heathcliff casi al unísono, en tanto que le propinaba un puntapié para corroborar sus palabras–. No es una perrita de compañía y por tanto no está acostumbrada a que la mimen.

Entonces, dirigiéndose hacia una puerta trasera, volvió a gritar:

–¡Joseph!

Joseph rezongó confusamente desde las profundidades de la bodega, pero no hizo ademán de subir; por lo que su señor se sumergió en su búsqueda, dejándome cara a cara con la perra bruta, así como con un par de perros pastores lúgubres y greñudos que compartían con ella la celosa vigilancia sobre todos mis movimientos.

Como no tenía la menor intención de tomar contacto con sus colmillos, permanecí inmóvil en mi puesto. Pero imaginando que no entenderían los insultos tácitos, opté con desatino por rebajarme a hacer guiños y gestos al trío, cosa que irritó a la dama, que de repente desplegó toda su furia y se abalanzó sobre mis rodillas. Conseguí arrancármela de encima e interpuse la mesa como parapeto. Pero esto hizo que toda la jauría se alterara. Media docena de cuadrúpedos de todo pelaje surgió de los más recónditos rincones para arrejuntarse en un mismo punto. De pronto sentí cómo mis tobillos y los faldones de mi levita eran objeto de ataque; y mientras me defendía como podía de los combatientes más voluminosos con el atizador, me vi obligado a pedir ayuda en alto para que alguien en la casa restableciera la paz.

El señor Heathcliff y su hombre remontaron la escalera del sótano con una flema irritante. No creo que se movieran ni un segundo más rápido de lo habitual, a pesar de que la estancia era ahora un campo de batalla.

Menos mal que alguien más dispuesto salió de la cocina; se trataba de una mujer lozana con los faldones arremangados, brazos desnudos y mejillas arreboladas, que se nos interpuso blandiendo una sartén. De hecho, ésa fue el arma que esgrimió, junto con su lengua, hasta el punto de que la tormenta se aplacó como por ensalmo. Se quedó sola en el centro, el pecho alborotado como un mar después de un huracán, cuando su señor entró en escena.

–¿Qué diablos está ocurriendo? –preguntó él, lanzándome una mirada que a duras penas podía tolerarse después de su inhóspita acogida.

–¡Eso digo yo!, ¡diablos! –refunfuñé–. Porque ni una piara de cerdos endemoniados habría albergado peores intenciones que esos animales suyos, señor. Es como si se le ocurriera a usted dejar a un extraño con una manada de tigres.

–No incordian a las personas que no tocan nada –colocó la botella frente a mí y la mesa en su sitio–. Los perros cumplen su función de guardianes. ¿Quiere un vaso de vino?

–No, gracias.

–Pero no le han mordido, ¿verdad?

–Si así hubiera sido, ya me habría ocupado yo de dejar mi marca en el perro correspondiente.

El gesto de Heathcliff se relajó con una mueca.

–Venga, hombre –dijo–, no se sulfure, señor Lockwood. Ea, beba un poco de vino. Vienen tan pocos huéspedes a mi casa que tengo que confesar que ni yo ni mis perros sabemos cómo recibirlos. ¡A su salud, señor!

Me incliné y acepté sus excusas, pues empecé a darme cuenta de que era absurdo permanecer sentado lamentándome por la descortesía de un puñado de perros. Además, estaba poco dispuesto a ofrecerle a aquel tipo más entretenimiento a mi costa, pues, a la vista estaba, ahora él se encontraba de buen humor.

Probablemente movido por las prudentes consideraciones acerca de lo descabellado de ofender a un buen inquilino, suavizó un poco su lacónico estilo de sincopar pronombres y verbos auxiliares; introdujo lo que supuso sería un tema de interés para mí, un discurso sobre las ventajas y desventajas de mi actual emplazamiento de retiro.

Me pareció muy inteligente en los temas que tratamos; de modo que antes de emprender el regreso a casa ya estaba dispuesto a volver a visitarle al día siguiente.

Evidentemente, él no deseaba volver a verme. A pesar de todo me pasaré por allí. Es increíble lo sociable que me siento en comparación con él.