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© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 68 - mayo 2022

 

© 2001 Deborah Siegenthal

En busca del destino

Título original: My Lady de Burgh

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2009 Deborah Siegenthal

Caballero oscuro

Título original: Reynold de Burgh: The Dark Knight

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-1105-743-1

Índice

 

Créditos

Índice

En busca del destino

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Caballero oscuro

Nota de la autora

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

Uno

 

 

 

 

 

Los de Burgh estaban malditos.

Robin estaba seguro de ello. Aunque la familia seguía siendo próspera y poderosa, y sus miembros eran sanos y fuertes, había una fuerza terrible que iba debilitando gradualmente sus flancos y dispersando a los de Burgh por todo el país. Y Robin sabía bien cuál era el nombre de esa fuerza. Matrimonio.

Cuatro años atrás, los siete hijos del conde de Campion estaban solteros y decididos a permanecer así. Luego, como guiados por una mano invisible, uno a uno, Dunstan, Geoffrey y Simon se habían casado. Incluso el propio conde había vuelto a casarse en Navidades. Y ahora Robin había sido convocado para asistir a la celebración de las nupcias de su hermano Stephen.

Al mirar a su alrededor en el gran salón del castillo de Campion, Robin no se alegró al ver a las distintas parejas. En vez de dar su enhorabuena, quería gritar escandalizado. No sólo lamentaba el destino de sus hermanos, sino que de los tres de Burgh que permanecían solteros, él era el mayor, certeza que le ponía tenso. Y con razón. Robin no tenía idea de cómo se sentían los otros dos al respecto, pero él estaba empezando a sudar.

No era que tuviera algo contra las mujeres. Representaban una agradable distracción de vez en cuando, algunas más que otras, claro, pero ni siquiera la más entretenida le tentaba en lo más mínimo hacia una unión duradera. La idea de estar atado a una de ellas para siempre le hizo levantar un dedo para aflojarse el cuello. Ya sentía cómo la soga le apretaba la garganta, amarrándolo para siempre a una mujer desconocida y sin nombre.

Aunque normalmente era el miembro más despreocupado de la familia, Robin comenzaba a agobiarse al contemplar su futuro. Siendo hombre y caballero, lamentaba aquel sentimiento de impotencia que lo asaltaba. Quería atacar, ¿pero de qué servía su habilidad con la espada contra un fantasma? Robin apretó los dientes al preguntarse cuánto tiempo le quedaría. Aunque sus hermanos parecían haber sucumbido sin luchar, él se negaba a aceptar su destino con tanta facilidad.

Tenía que haber una manera de evitarlo. Robin había aprendido que el razonamiento podía salvarle de casi cualquier situación, y normalmente le habría pedido consejo a su padre, pero el conde ya había sido víctima de la maldición. En ese caso, cualquier consejo que pudiera aportarle sería sospechoso. Y no tenía sentido pedirles ayuda a sus hermanos casados.

Las opciones de Robin iban disminuyendo, y sentía la presión de la desesperación. Siempre había pensado que los de Burgh eran invencibles, pues eran hombres poderosos y guerreros fuertes, entrenados en las más diversas artes. La riqueza, el privilegio y la capacidad habían resultado en una arrogancia innata que seguía demostrándose incluso en aquéllos que ahora se hacían llamar maridos, pero Robin sentía que su propia seguridad en sí mismo mermaba. Sólo quedaban tres de Burgh solteros; tal vez fuera el momento de unir fuerzas.

Tras tomar una decisión, Robin se puso en movimiento inmediatamente y buscó a Reynold entre aquéllos que abarrotaban el salón. Encontró al joven de Burgh sentado en un banco, con la espalda apoyada en la pared y la pierna lesionada estirada frente a él. Normalmente melancólico, Reynold se mostraba más sombrío que nunca, y Robin se preguntó si estaría contando también sus últimas horas de libertad.

Le dirigió una sonrisa a su hermano y se sentó junto a él mientras pensaba en qué decir. Ninguna vez había abordado abiertamente el tema de aquella súbita y alarmante propensión al matrimonio, y Robin no sabía cómo empezar. Por suerte, Reynold habló primero.

—¿Puedes creerlo? —preguntó, y señaló a Stephen con la cabeza—. Después de todas las mujeres con las que ha estado, jamás pensé que sentaría la cabeza. Ni que renunciaría a su gusto por el vino.

—Yo tampoco —convino Robin. Observó a Reynold cuidadosamente, pero la expresión de su hermano era inescrutable, como siempre. Sin embargo, estaba decidido a seguir adelante. Aunque los de Burgh preferirían morir antes que admitir una debilidad, en aquel caso se necesitaba sinceridad, y el tiempo estaba agotándose. Tal vez juntos pudieran poner fin a las bodas—. Jamás imaginé ver a nuestros hermanos casados. ¿No te parece extraño que todos estén haciéndolo? ¿Y tan deprisa?

Reynold se encogió de hombros. Jamás hablaba mucho, así que Robin no se sintió particularmente desalentado por su mutismo. Y no tenía sentido esperar más.

—Pues a mí sí —dijo—. Me parece muy extraño. De hecho creo que es obra de una maldición.

Reynold se volvió para mirarlo, pero Robin no se dejó amedrentar por el escrutinio.

—¿Cómo si no lo llamarías? —preguntó—. Hace unos años éramos todos solteros y nos parecía bien. Ahora, como si estuvieran manipulados por alguna fuerza misteriosa, los de Burgh van cayendo víctimas de las mujeres. Uno por uno. ¡Hasta nuestro padre! Debemos hacer algo antes de ser los siguientes.

Robin siguió la mirada de Reynold hasta la jarra que tenía en la mano y frunció el ceño. Había estado bebiendo demasiado vino, ¿pero quién no lo haría, enfrentado a la sentencia de su futuro? Sin duda hasta el implacable Reynold debía de estar preocupado.

—¿No te preocupa? —preguntó Robin.

—¿El qué?

—Ser atrapado por alguna mujer —señaló hacia sus hermanos, otrora solteros, que rondaban a sus respectivas mujeres—. Convertirte en uno de ellos.

—Sería una suerte —contestó Reynold con un resoplido.

—¿Suerte? ¡Te digo que están malditos! —protestó Robin.

Reynold lo miró como si hubiera perdido el juicio.

—Míralos, Robin —dijo—. ¿Crees que son infelices?

Robin miró obedientemente hacia el hermano que se encontraba más cerca en su línea de visión. Era Stephen, y Robin hubo de admitir que su encantador hermano parecía estar mejor que nunca, pero eso era probablemente porque había dejado de beber. Por supuesto, sonreía como un tonto, como todos los demás, incluso el arisco de Simon. En cuanto a Geoffrey, el estudioso, le canturreaba al bebé que tenía en brazos, como si lo hubiese traído él mismo al mundo, y Robin sintió una puñalada de algo extraño.

—Claro, todos parecen felices, de lo contrario no lo habrían hecho —dijo—. Pero te digo que todo es parte de una maldición sobre la familia.

—Casi todos los hombres venderían su alma por una maldición así —murmuró Reynold—. No hay ninguna maldición.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro de eso? —preguntó Robin, molesto por el escepticismo de Reynold.

—Porque yo nunca me casaré —contestó su hermano, se levantó y se alejó cojeando ligeramente.

Robin frunció el ceño. ¿Era su imaginación o acaso su hermano estaba más malhumorado que de costumbre? Probablemente fuese porque, de los siete hermanos de Burgh, él era el único que permanecía en Campion. Robin se preguntó si debería quedarse después de la celebración en vez de regresar a Baddersly, unas tierras que gestionaba para Dunstan. Pero la idea de todos los cambios que habían tenido lugar en su ausencia, incluyendo la llegada de una nueva dama del castillo, una madrastra, hizo que se estremeciera. Deseaba regresar al Campion de siempre, no a aquel lugar nuevo e inhóspito.

Parecía que había sido ayer cuando sus hermanos y él vivían juntos allí, gastándose bromas, confiando los unos en los otros. Habían sido como un clan grande y glorioso.

Pero ahora todo era diferente. Sus hermanos estaban dispersos por todo el reino, viviendo con sus esposas, y regresaban por Navidad o para alguna ocasión extraordinaria como aquélla. No era algo bueno. Robin se retorció angustiado ante el vacío que se abría ante él cada vez que pensaba en su familia. Aunque la suya no era una naturaleza amarga, se sentía traicionado de algún modo.

Aun así odiaba culpar a sus hermanos. Obviamente estaban cegados o bajo algún encantamiento. ¿Cómo si no explicar su comportamiento? Robin había crecido con ellos en una casa de hombres, vivía ahora rodeado de caballeros en Baddersly, y simplemente no comprendía aquella obsesión súbita por casarse.

Había empezado con Dunstan, el mayor, y el hombre al que Robin admiraba más en el mundo. Tras servir como caballero al rey, Dunstan había conseguido unas tierras propias, Wessex, y ahora era conocido como el lobo de Wessex. Al verlo casarse con Marion, la mujer a la que todos los de Burgh tenían en alta estima, Robin se había sobresaltado. Pero el matrimonio había sido obligado dadas las circunstancias, pues el tutor de Marion la había amenazado. Y dado que Dunstan ya vivía lejos, la unión apenas alteró las cosas en casa.

El pobre Geoffrey se había visto obligado a casarse por decreto real, en una unión diseñada para poner fin a la guerra entre Dunstan y su vecino. En aquella época, Robin se había sentido agradecido por haber escapado, aunque lo había lamentado por Geoff, cuya esposa era una criatura horrible. Desde entonces ella se había vuelto más amable, pero Robin aún sentía compasión por su hermano, aunque Geoff parecía tan devoto a ella como Dunstan a Marion. Aun así, las circunstancias que rodeaban a ambas parejas eran tan poco comunes que habían despertado las sospechas de Robin.

Pero eran las nupcias de Simon las que más le habían afectado.

Simon, el más feroz de todos, un guerrero por los cuatro costados, se había enamorado voluntariamente de la mujer que lo había superado en la batalla. Para cuando Robin y sus hermanos habían intentado ayudarlo, ya era demasiado tarde. Geoffrey había incluso insistido en hacer de casamentero entre los dos, un acto que Robin consideró una traición a los de su propia sangre.

Fue entonces cuando empezó a pensar que Dunstan, Geoffrey y Simon estaban poseídos. Y aquella celebración por Stephen, que era conocido por probar los encantos de todas las mujeres, había confirmado su opinión. Si Stephen podía casarse, entonces los demás estaban condenados. Sus hermanos habían mostrado sus debilidades y habían sucumbido, pero Robin no tenía intención de ser el siguiente en rendirse.

No era que no le gustaran las mujeres. Había estado con varias, y le habían proporcionado distracciones agradables. Muy agradables. Pero, fuera del dormitorio, su atractivo se desvanecía. Casi todas le parecían criaturas petulantes y exigentes, y no quería encadenarse a una vida así, sin importar lo felices que parecieran sus hermanos.

Tal vez Reynold anhelara un destino así, pero él no, y moriría antes que esperar sentado su propia ruina. Cuanto más lo pensaba, más decidido estaba. Con o sin ayuda, intentaría descubrir qué fuerza amenazaba a los de Burgh antes de que fuera demasiado tarde. Tomó aliento, decidido, pero su determinación se esfumó al darse cuenta de algo.

Por desgracia, no sabía nada sobre maldiciones ni sobre cómo levantarlas. El conde había criado a sus hijos para que fueran cultos, y se burlaban ante cualquier idea de brujas, sortilegios y cosas así. Aunque Robin siempre había estado más inclinado que los demás hacia el poder de los encantos y de los talismanes, no tenía idea de dónde encontrar un tótem que protegiera de las bodas. Por lo que sabía, no había un santo patrón de los solteros, a no ser que uno contara a los monjes, y Robin no tenía intención de hacer voto de castidad.

Rápidamente descartó a la Iglesia como fuente de ayuda en aquel asunto, pues su visión del matrimonio era bien sabida. No, necesitaba a alguien que fuese experto en la naturaleza mística. Pero las únicas personas que creía que podrían estar familiarizadas con eso eran los l’Estrange; la esposa de Stephen y sus parientes. Todo el salón había estado plagado de rumores sobre ellos desde que Robin llegara. Pero no creía que la novia apreciara que la acusara, aunque discretamente, de ser parte de un complot contra los de Burgh.

Robin frunció el ceño, pensativo. Aunque no podía acercarse a Brighid, ella tenía unas tías, y se rumoreaba que éstas tenían la capacidad de sanar y otras habilidades poco corrientes. Si no buscaba reparar los errores de sus hermanos mayores, condenados ya a sus esposas, sino que simplemente intentaba prevenir su propia perdición, tal vez pudiera persuadirlas para ayudarlo.

Dio un trago para tomar fuerzas, se levantó e inmediatamente lamentó el movimiento brusco, pues la cabeza le empezó a dar vueltas. Dejó la jarra vacía con un escalofrío, ya que no deseaba ocupar el lugar que había dejado vacío Stephen como borracho de la familia. Tomó aliento y se dirigió entre la multitud en busca de las l’Estrange.

No fueron difíciles de encontrar, pues llevaban vestidos muy coloridos que resaltaban entre los demás. La más bajita y regordeta llevaba una especie de campanillas cosidas a las mangas, un signo evidente de excentricidad. Sin duda ella podría ayudarlo.

—¿Señora l’Estrange? —preguntó, y fue recompensado por un tintineo cuando la mujer se volvió hacia él con una sonrisa.

—¡Milord!

—Por favor, llamadme Robin, señora.

—¡Por supuesto! Y yo soy Cafell. ¿Conoces a mi hermana Armes? —preguntó señalando hacia la más alta.

Robin asintió.

—He de decir que es un placer recibiros en nuestra familia.

—Vaya, gracias, lord Robin —dijo Cafell.

—Con Robin bastará —la corrigió Robin, e intentó llevársela a un lado. Por desgracia, su hermana los siguió, así que tuvo que dirigirse a ambas—. De hecho, considero vuestra llegada como un golpe de suerte para mí, pues necesito vuestros talentos especiales.

—¿Tienes una lesión que necesita curación? —preguntó Cafell.

—No. Mi problema es un poco más inusual que eso. Un asunto muy delicado, en realidad…

Armes lo interrumpió con una mirada aguda.

—Esto no tendrá nada que ver con la herencia de los l’Estrange, ¿verdad? —preguntó.

—Bueno, sí…

—¡Ah, bien! —exclamó Cafell dando palmas de alegría, a pesar de la mirada censuradora de su hermana. Robin las miró a las dos sin entender nada. Aunque Cafell parecía encantada con su petición, Armes permanecía alerta. Se preguntó qué habilidades tendría y si acabaría metido todavía en más problemas. Ya intentaba librarse de una maldición; no necesitaba otra a sus espaldas.

—¡Dinos! ¿Qué podemos hacer por ti? —preguntó Cafell.

—Hermana, no creo que… —comenzó Armes.

—Oh, Brighid no puede quejarse cuando ella… —la interrumpió su hermana.

—¡Pero es un de Burgh! —protestó Armes.

—¡Mucho mejor! —exclamó Cafell, frotándose las manos de un modo que comenzó a alarmar a Robin. Empezó a reconsiderar su plan y dio un paso atrás, pero entonces sintió la mano de Cafell en el brazo.

—¡No, lord Robin! —le dijo antes de volverse hacia su hermana—. Armes, al menos debemos escuchar lo que quiere, por cortesía aunque sea. Al fin y al cabo ahora estamos emparentados —añadió, lo cual no alentó a Robin en lo más mínimo. Se volvió hacia él sonriente—. Vamos, dinos qué te atormenta.

—Bueno —comenzó Robin. Miró a Armes receloso, pero finalmente ésta asintió con rigidez, lo cual él interpretó como un gesto para continuar.

—Adelante, querido —lo instó Cafell.

—Bueno, estaba pensando en todas estas bodas —dijo Robin—. Me parece extraño que se sucedan tan seguidas las unas de las otras, cuando hace sólo unos años todos los de Burgh estábamos solteros.

—¿Y qué tiene de raro? —preguntó Armes—. Siete jóvenes sanos en edad de casarse están destinados a buscar esposas, sobre todo lores de una familia tan importante.

—¡Para continuar la dinastía! —exclamó Cafell.

—Quizá —admitió Robin, aunque secretamente no aceptaba la explicación. Sus hermanos nunca habían pensado en reproducirse hasta después de estar casados. ¿Y por qué todos a la vez? Dunstan se había casado tarde, pero los otros lo hacían cada vez más jóvenes—. ¿Podría ser que alguien nos hubiera lanzado una especie de… hechizo?

—Probablemente vuestro propio padre —murmuró Armes, y Robin parpadeó, preguntándose si había oído bien.

—Oh, está bromeando, ¿verdad, Robin? —dijo Cafell—. Tu hermano ya nos advirtió que eras un bromista.

—Yo creo que habla en serio —dijo Armes, y ambas se quedaron mirándolo con renovado interés.

—Vaya, hermana, creo que tienes razón. Pero por qué querrías…

—Está preocupado por él mismo —dijo Armes en un tono asqueado que hizo que Robin se enderezara, aunque difícilmente podía ofenderse ante algo que era verdad.

—¡Oh, pobre chico! —exclamó Cafell—. Ojalá pudiéramos ver tu futuro, para tranquilizarte, pero a Brighid no le gustan esas cosas. Aunque admito que últimamente se muestra más abierta —Cafell miró a su hermana, la cual negó firmemente con la cabeza.

—No creo que ella apreciara ese tipo de interferencia con su nueva familia —dijo Armes.

—Tal vez conozcáis a alguien que pueda solucionar el problema —sugirió Robin.

—No es como si perteneciéramos a un gremio, jovencito —contestó Armes.

—Realmente no conocemos a nadie más con semejante talento más allá de nuestra familia —explicó Cafell amablemente—. Pero no desesperes. Pensaremos en algo.

Ambas mujeres intercambiaron miradas, luego Cafell frunció el ceño pensativa.

—Bueno, está el primo Anfri —dijo finalmente.

—¡Un completo charlatán! —respondió Armes.

—¿Y Mali?

—Muerto. Los l’Estrange no tienen mucha progenie.

Robin se preguntó si la unión con Stephen cambiaría eso, pero Cafell de pronto dio un grito y lo sobresaltó.

—¿Y qué hay de Vala? —preguntó.

—Oh, pobre Vala. Era una belleza, y con muchos talentos —respondió Armes.

—¿No se casó con uno de los príncipes galeses? —preguntó Cafell.

—Sí. ¿Cómo se llamaba?

—¿Owain ap Ednyfed?

—Eso creo —convino Armes—. Pero creí que había muerto poco después de eso.

—¿De verdad? Yo creí que no era seguro, pero es posible —dijo Cafell—. Ha habido muchas batallas por allí durante los últimos años. Un príncipe contra otro, o el propio Llewelyn, y por supuesto contra el rey. Tuvimos suerte de alejarnos de todo eso —hizo una pausa—. Pero creo que había una hija.

—No lo recuerdo —dijo Armes—. Fue hace mucho tiempo, y eran sólo rumores…

—Tal vez lord Robin pueda ir a ver —sugirió Cafell—. Vala tenía muchos talentos.

—¿Y dónde podría encontrarla? —preguntó Robin.

—Pues en Gales, por supuesto. Ahí es donde residen casi todos los l’Estrange, excepto nosotras, claro.

Robin se quedó mirando a ambas mujeres, que sonreían benignamente, y contuvo un gemido. Stephen y su esposa habían regresado de Gales con rumores de guerra a sus espaldas. Los príncipes galeses estaban arrebatando terrenos y enfrentando a la gente a Eduardo. ¿Acaso aquellas dos mujeres querían verlo muerto?

Las l’Estrange parecían ajenas al peligro y esperaban ansiosas su respuesta, de modo que les dio las gracias educadamente y se excusó. Mientras se alejaba, Robin se dio cuenta de que había llegado a un punto muerto en sus esfuerzos por levantar la maldición.

Pero su falta de éxito le resultaba difícil de aceptar, pues, si no hacía nada, acabaría casado. Y pronto.

 

 

Robin observó a su anfitrión levantar una jarra para brindar por los de Burgh y se preguntó qué diablos hacía en la frontera con Gales cuando había rumores de levantamiento. Ya fuera movido por su preocupación, ebrio por el vino, o ansioso por escapar de la gente de Campion, había abandonado su casa familiar en busca de la misteriosa Vala, en contra de su buen juicio.

Aun habiendo llegado sin avisar, el señor y la señora le habían dado la bienvenida y habían organizado un banquete en su honor, celebración con la que Robin se sentía ligeramente incómodo. A juzgar por las insinuaciones veladas, dedujo que pensaban que su inesperada visita, casi seguida a la de Stephen, significaba que sus hermanos y él estaban envueltos en una misión secreta para la corona. Robin se habría carcajeado de no ser por la atmósfera tensa que reinaba en el castillo.

Más tarde, tras ser entretenido con anécdotas sobre las transgresiones de Llewelyn y de su hermano David, Robin finalmente abordó el tema que le había llevado a la frontera de Inglaterra con Gales.

—Decidme, ¿sabéis algo sobre un príncipe llamado Owain ap Ednyfed o sobre su esposa, Vala? —preguntó.

Los señores del castillo se miraron.

—¿Qué pasa con ellos?

—Unos parientes en Inglaterra preguntaron por ella —contestó Robin.

—Murió hace mucho —contestó el señor con el ceño fruncido.

Algo en su respuesta le puso alerta, y negó con la cabeza cuando un sirviente le ofreció más vino, pues necesitaba estar despejado.

—¿Tuvieron descendencia? —preguntó.

Una vez más se intercambiaron miradas subrepticias, y pudo sentir los ojos del señor atravesándolo, buscando secretos. Sin duda lo creían al tanto de algún levantamiento o sobre el destino de sus posesiones. Poco sabían ellos que su interrogatorio tenía más que ver con un par de supuestas adivinas que con la independencia de Gales.

Por alguna razón Robin creía que su misión no les parecería divertida, de modo que se retiró temprano. No era ningún provocador, como su hermano Simon, y aquella visita le había hecho decidir darse la vuelta y regresar a tierra segura lo antes posible.

Por desgracia para los de Burgh solteros, parecía no sólo que había llegado a un punto muerto, sino al final del camino. Se preguntó qué pensaría el señor del castillo si le preguntara por la dirección de una hechicera local, tal vez alguna practicante celta, y resopló para sí mismo. La idea de encontrar a alguien que levantara una maldición le parecía absurda ahora que se había alejado de Campion y de las l’Estrange.

Siempre había sido fácilmente influenciable. Desesperado por evitar el mismo destino que sus hermanos, se había aferrado al primer plan que se le había ocurrido, sin importar lo descabellado que fuera, cuando lo mejor sería seguir caminos más tradicionales.

Tal vez debiera ponerse en contacto con algún monje, o incluso peregrinar a algún lugar sagrado, aunque no sabía a cuál. Santa Agnes era la patrona de la pureza, pero, dado que no era pureza lo que buscaba, Robin desechó esa idea con un gruñido.

El sonido, seguido rápidamente de otro, resonó por los muros del castillo y Robin aminoró la velocidad de sus pasos. Aunque había bebido y comido mucho, sus sentidos seguían alerta y, al llegar al oscuro pasillo situado frente a su habitación, sintió la presencia de otro.

Dado que la situación local era de inestabilidad, Robin agarró la daga que guardaba en el cinturón. Se dio la vuelta ligeramente, por si acaso una porra lo aguardaba detrás, una posibilidad nada desdeñable considerando que todos allí lo tenían por espía.

Pero, cuando se dio la vuelta para mirar, Robin no vio a ningún asesino, sólo al hombre que le había servido en la mesa. Aun así, el hombre tenía cierto aire furtivo que mantuvo alerta a Robin.

—Milord —susurró el sirviente.

—¿Sí? —respondió Robin.

—Ella no murió, huyó.

—¿Quién? ¿Vala?

El hombre asintió.

—Y había una hija, aunque todos lo nieguen ahora. Yo la vi.

Intrigado, Robin dio un paso hacia él.

—¿Dónde están ahora?

Pero en aquel momento se oyeron pisadas y el hombre salió corriendo.

—¡Espera! —exclamó Robin.

—Buscad en un refugio para mujeres en vuestro país, milord. Uno de ésos llenos de dolor —dijo el sirviente antes de desaparecer en la oscuridad y dejar a Robin contemplando el curioso episodio con pesadumbre. Justo cuando pensaba que el camino había acabado, se abría en todas direcciones.

¿Pero le interesaba seguirlo?

 

 

Robin se agitó inquieto sobre su caballo y se preguntó qué diablos hacía frente a un convento. Y no cualquier convento, sino el de Nuestra Señora de todos los Dolores.

Había sido un viaje largo y extraño. Aunque no había vuelto a ver al sirviente, Robin se había despedido de su anfitrión decidido a olvidarse de la mujer que se había casado con un príncipe galés. Pero por alguna razón, tras abandonar la frontera, había acabado en una abadía cercana, el único lugar que consideraba refugio para mujeres. Una vez allí, había preguntado por más hogares de ese tipo y, al oír el nombre de Nuestra Señora de todos los Dolores, sintió la necesidad de viajar allí.

Robin se decía a sí mismo que sólo estaba allí por curiosidad, pues las historias del destino de Vala interesarían a cualquiera. Y siempre le había gustado un buen misterio. Además, podría serle de ayuda a la familia de la esposa de Stephen, que sin duda se alegraría de saber que su pariente estaba viva. Tal vez incluso pudieran organizar un reencuentro.

Aun así, a pesar de aquellas promesas, Robin sentía una compulsión más profunda que lo instaba a seguir adelante. No estaba seguro de si era la preocupación por su propio futuro o el simple deseo de zanjar el asunto. Pero, cuando descubrió que el convento no estaba lejos de Baddersly, regresó a la propiedad de su hermano. Allí dejó atrás a sus escuderos para poder continuar solo el último tramo de un viaje que incluso él comenzaba a ver bizarro.

Y así se encontró a sí mismo aquel soleado día primaveral, frente a la puerta de una pequeña abadía rodeada de olmos. Enfrentado por fin a su destino, Robin sintió cierta vergüenza ante lo que le había llevado allí. Su deseo egoísta de evitar el matrimonio, que la Iglesia tanto alentaba, le parecía una blasfemia ante aquel lugar sagrado.

Nuestra Señora de todos los Dolores era obviamente un lugar de paz, de mujeres tranquilas, puras de alma y cuerpo, que entregaban su vida al culto. Y durante varios minutos Robin se quedó donde estaba, dudando si entrar al santuario y alterar la quietud, rota sólo por el trino de los pájaros en las ramas de los árboles.

Mientras consideraba qué hacer, un grito surgió del interior del convento y llegó a sus oídos. Al principio Robin creyó haber oído mal, pero pronto las palabras le llegaron con claridad. Aunque jamás había imaginado semejantes palabras saliendo de un hogar sagrado, no podía seguir ignorando aquella plegaria.

Robin atravesó las puertas mientras los gritos de «¡Ayuda!» y «¡Asesinato!» retumbaban en sus oídos.

Dos

 

 

 

 

 

Robin apenas se detuvo a atar a su caballo antes de correr hacia las puertas de la abadía. Dentro se encontró con un caos absoluto en el que las monjas y las sirvientas corrían hacia los gritos o huían de ellos. Se abrió paso entre ellas con la mano en la empuñadura de la espada hasta que salió a una especie de jardín interior.

Contempló la zona rápidamente y advirtió a un grupo de mujeres de pie que formaban un círculo. A un lado había una monja sentada sobre un banco de piedra, jadeando mientras otras dos intentaban tranquilizarla. El único hombre, probablemente un sirviente, parecía tan horrorizado como las mujeres y, al no detectar ninguna amenaza por su parte, Robin se relajó.

Aun así, mantuvo su arma preparada mientras se acercaba al grupo. Varias de las monjas se apartaron al verlo aproximarse, hasta que por fin pudo ver lo que había causado el escándalo. En el centro del círculo yacía una joven en la hierba, obviamente muerta.

Mientras contemplaba la escena, las monjas parecieron de pronto darse cuenta de su presencia, pues aquéllas más cercanas a él dieron un grito y se agruparon a un lado. Otras dos se quedaron aparte, aparentemente inalteradas. Robin se fijó en la más cercana de las dos, una mujer imponente cuyos ojos brillaban con inteligencia y preocupación. Asumió que sería la abadesa y abrió la boca para presentarse, pero una voz lo detuvo.

—Habéis venido a acabar con las demás, ¿verdad?

Robin se sobresaltó, sorprendido de que alguien pudiera acusarlo a él, un de Burgh, de cometer asesinato, y miró hacia donde la segunda mujer se encontraba, agachada junto a la víctima. De nuevo, se dispuso a hablar, pero, al verla bien, su boca dejó de funcionar. De hecho, durante varios segundos todo su cuerpo pareció detenerse, y lo único que pudo hacer fue mirarla.

Al igual que las otras, llevaba un griñón que dejaba ver muy poco de su rostro, pero lo poco que se veía era distintivo. Hermoso, de hecho. Su frente era suave y pálida, sus cejas delicadas, acabadas en punta y de un intrigante color rojizo. Se alzaban sobre unos ojos azules fascinantes. Aunque no podía verle el pelo, su cara era ovalada y terminaba en una barbilla pequeña y decidida adornada con labios testarudos. ¡Pero qué labios! Ligeramente curvados, poseían cierto color que le recordaba a las bayas exóticas o a la fruta madura.

Y de pronto sintió hambre. Fue como si notara el mundo girando bajo sus pies, impulsándolo hacia un futuro para el que no estaba preparado. Pero en el último momento tragó saliva, apretó los puños y se aferró a la vida que conocía. Y en ese instante la reconoció.

Ella era la elegida, la mujer que destruiría su existencia tal como la conocía, la que esclavizaría su mente, arrebataría su cuerpo y le quitaría la diversión del todo. Bien, eso no iba a ocurrir. Robin sintió que su boca se ponía en funcionamiento de nuevo. Con maldición o sin ella, no iba a casarse con aquella mujer. Jamás. Además era imposible. ¡Era una monja!

—Si la sangre os marea, será mejor que os sentéis —Robin escuchó aquella voz cargada de desdén y se dio cuenta de que la mujer estaba hablando. Obviamente ya no lo consideraba el asesino, sino que lo creía capaz de desmayarse ante la visión de la muerte. Robin no sabía qué presunción le resultaba más insultante.

—No soy un asesino, pero tampoco me desmayaré por un poco de sangre —contestó. Luego, con un gesto de desdén, se volvió hacia la abadesa—. Soy Robin de Burgh de Baddersly, donde me encuentro en nombre de mi hermano, barón de Wessex. Estaba fuera y he oído los gritos de ayuda.

—Milord —dijo la abadesa—, yo soy la abadesa. Es un honor contar con vuestra presencia, aunque nos encontréis en un apuro, pues parece que una de nuestras hermanas ha sufrido un accidente, o peor.

—No ha sido un accidente —dijo la otra—. Ha sido un asesinato.

—Ah. De modo que es a vos a quien he oído gritar —dijo Robin. Aunque sospechaba que era la otra monja, que seguía lloriqueando en el banco, no pudo evitar mofarse de la otra en respuesta a sus comentarios.

—¡No he sido yo! —respondió ella con fuego en la mirada.

—Ha sido a Catherine a la que habéis oído, y le estamos agradecidas por dar la alarma —explicó la abadesa—. De hecho, parece que sus gritos nos han venido bien, pues os han alertado a vos también, milord. Es toda una casualidad que os encontrarais aquí en ese preciso instante —Robin no intentó contradecirla. Tras lo ocurrido en la frontera, creía más conveniente ser discreto en lo referente a su interés en Vala l’Estrange. Y aquel desafortunado asunto podría resultar la oportunidad ideal para hacer averiguaciones sin revelar su verdadero propósito.

—¿Ha sido avisado el juez? —preguntó él.

—Creo que acaba de llegar —respondió la abadesa. Cuando Robin miró a su alrededor, la mujer sonrió—. Creo que vos sois el juez, milord. El hombre que lleva Baddersly siempre ha desempeñado ese oficio, aunque no se le ha necesitado en los últimos años, gracias a Dios.

—Pero puede que su súbita aparición no sea casualidad —dijo la otra mientras se levantaba, y la indignación de Robin quedó mermada por su curiosidad al verla. Era más alta de lo que había imaginado, pero aun así la coronilla apenas le llegaba a él a la barbilla. Parecía delgada, pero con curvas, y consiguió que su imaginación deambulara libre hasta que se dijo a sí mismo que no era apropiado especular sobre el aspecto que una monja tendría desnuda.

—¡Sybil! —la reprendió la abadesa—. No tienes razón para hablarle así a lord de Burgh, cuya ayuda será bien recibida.

De modo que se llamaba Sybil. Robin le dio vueltas en la cabeza y, de nuevo, tuvo aquella sensación de conocerla. Sybil. Su nombre recordaba a misterios antiguos, a oráculos y a trampas exóticas tendidas a hombres descuidados. Robin frunció el ceño. Por suerte, él no estaba entre esos hombres, pues desconfió de ella desde el principio.

—Como castigo a tus palabras, trabajarás con lord de Burgh en su investigación sobre la trágica muerte de Elisa y le brindarás toda la ayuda que pueda necesitar —dijo la abadesa.

Horrorizado por sus palabras, Robin abrió la boca para protestar, pero Sybil fue más rápida.

—¡Pero puede que él sea el asesino! —exclamó.

—¡Y también podría ser ella! —respondió Robin. Si Sybil era la elegida, ¿por qué tenía ganas de estrangularla? Seguro que sus hermanos no habían sufrido aquella reacción con sus esposas.

—No creo que ninguno de los dos seáis responsables, pero podréis vigilaros el uno al otro, si tan inquietos estáis —dijo la abadesa—. Eso si sois tan amable de ayudarnos, milord. Podría enviarle un mensaje al obispo, claro, pero ya que estáis aquí…

Robin volvió a mirar a la abadesa, sabiendo que la mujer lo había manipulado inteligentemente. Pero poco importaba en ese caso, pues él tenía sus propias razones para acceder.

—Desde luego. Estaré encantado de ayudar —dijo—. ¿Quién la ha encontrado? —preguntó mientras se arrodillaba frente al cadáver.

—Catherine y yo —respondió Sybil con tono beligerante, y Robin se preguntó qué podría tener contra él. Tal vez fuera una de esas monjas que odiaban a los hombres. O tal vez simplemente lamentaba su intrusión en su existencia ordenada. Aun así parecía demasiado descarada para ser una monja. Y demasiado guapa.

Robin contempló el cuerpo de la difunta.

—¿La habéis tocado?

—Por supuesto. ¡Teníamos que ver si estaba viva! —respondió Sybil, y su respuesta hizo que la monja Catherine comenzara a llorar de nuevo. Robin miró a Sybil con severidad, y su expresión rebelde le hizo preguntarse si toda aquella valentía ocultaría sus propios miedos. O su propia culpa.

Maravilloso. No sólo estaba destinado a una monja, abominación en sí misma, sino a una monja asesina. Eso la hacía ser peor que la esposa de su hermano Geoffrey, que había matado a su primer marido en defensa propia, pero al menos no pertenecía a ninguna orden religiosa. No, aquella mujer no estaba hecha para él, aunque pareciera ser la elegida. Era una mujer de Dios, y haría bien en recordarlo.

Robin negó con la cabeza e intentó concentrarse en el asunto que tenía entre manos.

—¿La habéis movido o estaba exactamente así cuando la habéis encontrado? —preguntó. El cuerpo de la difunta estaba retorcido. La parte superior yacía boca arriba, mientras que la inferior reposaba de lado. La sangre había manado de una herida hacia la parte trasera de la cabeza, pero ya no estaba fresca. Su aspecto seco y oscuro indicaba que probablemente hubiese muerto durante la noche, desde luego no en la última hora.

—Yo sólo la he vuelto ligeramente —contestó Sybil.

Robin siguió estudiando el cadáver. Cerca del cuerpo había una piedra contundente con sangre en la superficie que parecía corresponder con la lesión de la mujer. De hecho, la situación del cuerpo hacía parecer como si se hubiera caído y se hubiera golpeado la cabeza, aunque haría falta un tropezón muy poderoso para provocar tal daño. Robin miró a su alrededor y se fijó en el muro de piedra cercano. Mentalmente calculó la distancia desde lo alto hasta el suelo. Si Elisa hubiera intentado escalarlo durante la noche y se hubiera resbalado, podría haber muerto así.

—Tal vez no fuera un asesinato después de todo —dijo Robin—. Sino un accidente desafortunado.

Aunque no quería especular sobre las razones de la monja para intentar saltar la barrera de piedra, Robin sabía que no sería la primera de su condición en tener encuentros clandestinos.

—No. Elisa no estuvo junto al muro —dijo Sybil, como si hubiera leído sus pensamientos. Robin levantó la vista y la vio cruzada de brazos en una postura tan beligerante que no supo si reír o gritar exasperado—. Probablemente el asesino lo planeó todo en un esfuerzo por calmar a los crédulos.

Robin se enfureció ante el insulto, pero, en vez de discutir, le levantó la cabeza a la mujer muerta e inspeccionó cuidadosamente la herida para ver si coincidía con las marcas de la piedra. Hacía tiempo había aprendido el secreto de la concentración gracias a su padre y a su hermano Geoffrey, así que intentó concentrarse sólo en lo que estaba haciendo, a pesar de la voz de la abadesa mientras dispersaba a las monjas de la escena.

Todas menos Sybil. Ella se quedó y siguió quejándose. Y, aunque Robin no prestaba atención a sus palabras, definitivamente representaba una distracción. ¿Cómo diablos había llegado a ser monja? Obviamente aquella orden no seguía los votos de silencio, pensó mientras escuchaba su voz, y estuvo tentado de callarla con un beso.

Tras pronunciar una blasfemia en voz baja con la intención de ofenderla o, al menos, conseguir que se callara, Robin siguió examinando la herida. Durante sus años de estudiante le había interesado la medicina, así que la visión no le resultaba desagradable. Y tampoco iba a desmayarse, como había sugerido Sybil. Pero sí encontró algo interesante.

—Tenéis razón —dijo de pronto—. Ha sido asesinada.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabéis? —preguntó Sybil tras un silencio que, por desgracia, duró poco.

—Mirad aquí —dijo Robin mientras colocaba sobre el costado la parte superior del cuerpo de Elisa. Cuando Sybil se arrodilló junto a él, Robin intentó ignorar su aroma. Estaba demasiado cerca. Apretó los dientes y señaló un punto en la nuca de la víctima—. Otro golpe.

Sybil lo miró entonces con los ojos muy abiertos, y Robin se dio cuenta de que no eran sólo azules, sino de un color hermoso rodeado de un ribete de un azul más oscuro. Sintió que se tambaleaba y estuvo a punto de caerse antes de recuperarse. Tomó aliento y contempló a la víctima.

—Fue golpeada dos veces —explicó—. Obviamente la herida más pequeña no la mató, y vuestro asesino se vio obligado a asestar otro golpe. Si se hubiera caído sin más, sólo tendría una herida.

—Lo sabía —dijo Sybil junto a él, y su tono era tan excitante que despertó una respuesta en su cuerpo traidor. Contra su voluntad, Robin se sintió vivo, como si todo su cuerpo gritara por dentro: «Es la elegida». Tuvo que hacer un esfuerzo por respirar y ponerse en pie para saludar a la abadesa, que regresaba en aquel momento.

—Lo siento, abadesa, pero me temo que vuestras peores sospechas eran ciertas. Ha sido asesinada —dijo Robin.

La abadesa negó tristemente con la cabeza y miró a la víctima antes de devolver su atención a Robin.

—Entonces confío en vos para descubrir quién lo hizo, pues no podemos tener a alguien amenazando a las mujeres que viven aquí.

Robin asintió y la abadesa inclinó una vez más la cabeza hacia el cadáver.

—Ahora dejemos que se ocupen de Elisa.

—Como deseéis —respondió Robin—. He examinado las heridas, pero me gustaría echar un vistazo por aquí —añadió, a pesar de que la zona del jardín ya había sido alterada por aquéllas que habían llegado antes que él. Bordeó el cuerpo y se arrodilló para inspeccionar el suelo varias veces, pero no encontró nada extraño. Su avispado hermano Dunstan podría haber descubierto algo en las marcas sobre la hierba, pero las idas y venidas de los curiosos lo habían difuminado todo. Por supuesto, la certeza de que Sybil estaba mirándolo no ayudaba.

¿Sentiría ella la atracción entre ellos, o sería una monja ajena a esas cosas? Muy probablemente, pues parecía demasiado malhumorada para darse cuenta. Y tenía que cargar con ella durante su estancia allí. De pronto se preguntó si podría resolver el asesinato y evitar a Sybil al tiempo que se ceñía a su plan original de encontrar a Vala l’Estrange. Le parecía una misión compleja, pero Robin era un de Burgh y no se rendiría a las dudas. Aún no había fracasado en nada.

Aunque no había averiguado nada, estaba decidido a continuar la búsqueda fuera de los muros. Se levantó y se volvió hacia la abadesa.

—Voy a inspeccionar la zona al otro lado de los muros, y querría hablar con todas las monjas —le dijo.

—Lo organizaré para que se reúnan con vos en el salón —respondió la abadesa—. Y, por supuesto, os proporcionaremos alojamiento en la casa de invitados. Sybil puede mostraros las habitaciones.

La idea de estar a solas con Sybil hizo que Robin se pusiera alerta. Inmediatamente la miró, aunque contra su voluntad. Era una sensación completamente inquietante. Él siempre había sido el dueño de su destino, pero ahora sentía que se le escapaba el control de forma ominosa. ¿Sería así como se habían sentido sus hermanos? ¿Víctimas impotentes de algo que escapaba a su control? Aunque sentía la lujuria, allí había algo más que sexo, ¿pero cómo podía ser eso cuando apenas la conocía, y lo poco que sabía de ella le desagradaba profundamente? Aun así se sentía atraído hacia ella y ansiaba descubrirlo todo sobre su persona, sobre su historia, sobre sus secretos.

Robin sacudió la cabeza para despejarse y se dijo a sí mismo que aquella mujer no tenía poder sobre él. Pero, por alguna razón, seguía observándola mientras ella daba vueltas frente al cadáver, presumiblemente en espera de las enfermeras y las otras monjas… Otras monjas. La idea le produjo a Robin cierto alivio, pues no importaba el efecto que pudiera tener sobre su cuerpo, Sybil no estaba destinada para él.

Obviamente algo había salido mal en aquella ocasión y le había permitido escapar de la maldición, pues la elegida ya había respondido a otra llamada. Seguro de sí mismo nuevamente, Robin sonrió al ver a Sybil hacerse cargo del levantamiento del cuerpo, dando instrucciones que eran competencia de las enfermeras. Aparentemente, Sybil no hacía discriminaciones, sino que alienaba a todos los que entraban en contacto con ella.

Robin se habría carcajeado, de no haber estado tan exasperado. Se volvió hacia la abadesa, que estaba de pie a su lado.

—Muy enérgica para ser una monja, ¿verdad? —comentó.

—Oh, Sybil no forma parte de nuestra orden, aunque lleva tiempo con nosotras. Sigue siendo una novicia y nunca ha tomado los votos. A veces temo que esté destinada para el mundo exterior, con todas sus decepciones —dijo la abadesa, y Robin sintió cómo desaparecía su complacencia, junto con su sonrisa. No para su mundo, pensó con cierta sensación de pánico.