Zoografías

Literatura animal

Edición crítica de Mariano García

Textos de Apollinaire, Aristóteles, Balzac, Browning, Chaucer, Darwin, Defoe, De L’Isle Adam, Di Benedetto, Marosa di Giorgio, Emily Dickinson, Dostoievski, George Eliot, Flaubert, Théophile Gautier, Góngora, Thomas Hardy, Heine, Hoffmann, Homero, Hudson, Huysmans, Samuel Johnson, Kafka, Kipling, D.H. Lawrence, Sheridan Le Fanu, Pierre Loti, Lovecraft, Lucano, Lucio V. Mansilla, Maquiavelo, Melville, Mérimée, Gérard de Nerval, Olga Orozco, Platón, Plinio, Rimbaud, Raymond Roussel, Saki, Shakespeare, José Asunción Silva, Robert L. Stevenson, Torquato Tasso, Ludwig Tieck, Tolstói, Turguéniev, Hebe Uhart, Virgilio, Voltaire, H.G. Wells, Yeats y otros

Zoografías / Rudyard Kipling ... [et al.]; editor literario Mariano García. - 1a ed -

Libro digital, EPUB - (El otro lado. clásicos)

ISBN 978-987-8388-27-4

el otro lado / clásicos

Producción: Mariana Lerner

1ª edición en España

Antonio di Benedetto, “Felino de indias”, Absurdos © Luz Di Benedetto; Marosa di Giorgio, La liebre de marzo © Nidia di Giorgio; Olga Orozco, Cantos a Berenice © Herederos de Olga Orozco; Hebe Uhart, “El zoo de Lima”, Animales © Herederos de Hebe Uhart

www.adrianahidalgo.com

Las traducciones de los fragmentos de Jolstomer. Historia de un caballo, de León Tolstói, De la casa de los muertos, de Fiódor Dostoievski, y “Kasián del río Krasivaia Mecha”, de Iván Turguéniev, fueron realizadas por Luisa Borovsky. Las traducciones de los textos restantes incluidos en este volumen fueron realizadas por Mariano García.

ISBN: 978-987-8388-27-4

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

La editorial agotó las posibilidades de búsqueda de los derechohabientes de los textos incluidos en este volumen y está a disposición en caso de haber omisiones involuntarias.

Introducción

La convivencia del hombre con el animal se reduce hoy a la de unas pocas mascotas, a la presencia de atrevidos gorriones y sórdidas palomas de ciudad y, desde luego, a las carnes indistintas que vienen empaquetadas y borradas de toda marca que permita presumir en ellas el cadáver. Tal vez en épocas pasadas habría sido ridículo referirse al cadáver de un animal. Hasta no hace mucho tiempo era corriente comprar pollos y gallinas vivos, o criarlos, la leche se obtenía recién ordeñada de la vaca y el murmullo de la ciudad iba ritmado por el sonido de los cascos de los caballos. La idea misma del circo, tan cotidiana para un niño de mi época, es hoy algo exótico y mal visto, como lo demuestra la quiebra y el cierre de los últimos grandes circos. El animal ya no convive con nosotros, porque después de haber usado y abusado de él de todas las maneras imaginables ahora intentamos restaurarlo a un paraíso terrenal del que idealmente el ser humano debería estar ausente.

Pero lo que está progresivamente ausente, por el momento, es el animal. Especies desaparecidas para siempre, insectos que antes poblaban (y a veces apestaban) plantaciones y sus inmediaciones, el gato para mantener a raya a los roedores, las luciérnagas y las mariposas, abejas y abejorros, los grillos y las ranas... Por esa ausencia, culpógena para nosotros, su presencia fantasmática se intensifica y requiere de ciertos exorcismos culturales, de ciertos rituales de redención. Es sabido que la relación de la gente del campo con los animales es mucho menos romántica y sentimental que la relación imaginaria o accidental de un urbanita con ellos –como bien lo ilustra Huysmans en el fragmento de En rade–, pero los animales son cada vez más imaginarios para nosotros, y esa carga ya casi espectral (y paradójica, por cuanto el animal es la instancia puramente material que nos resistimos a considerar en nosotros mismos) nos obliga a revisar cómo fue antes, y cómo podrá ser, nuestra compleja convivencia.

Citando a Coleridge, Borges dijo que la humanidad podía dividirse en platónica o aristotélica. Del mismo modo es muy claro que también puede dividirse entre la gente con sensibilidad a lo animal y los insensibles rampantes. Puede haber matices pero no es el término medio lo que se destaca. El amante de los animales normalmente se concentrará en el gatito o el perro salvado de un terremoto en el que murieron trescientas personas. El insensible –que puede encarnar la variante de cierta ortodoxia religiosa o de un humanismo recalcitrante, entre otras– nunca perderá de vista que el animal está en la tierra para servir al hombre o recrearlo, lo mismo que una lechuga o una flor. Élisabeth de Fontenay, que se ha dedicado a estudiar el tratamiento del problema del animal en la historia de la filosofía, establece por su parte otro tipo de división, dos orientaciones dentro de la escueta rama de la metafísica que no los descarta como meros autómatas: la orientación pagana, de inspiración mayormente lucreciana, donde se somete o abandona la subjetividad a una fuerza que va de alteración en identificación y que responde al concepto de pluralidad de mundos; la orientación de tipo judeocristiana y a la larga republicana, que busca justicia y compasión, es patética y apocalíptica y se pregunta por qué los animales tienen que sufrir.

Estas dos familias, o linajes, se reproducen naturalmente en la cultura. Resulta asombroso comprobar hasta qué punto, desde los inicios prehistóricos, el animal habitó la imaginación del hombre y le ayudó a reflexionar sobre sí mismo, sobre su lugar en el mundo y aun en el universo, en ese cielo estrellado donde habitan osas, perros, cangrejos... Desde la institución totémica hasta la fantasía de metamorfosis, los tiempos primitivos del hombre se hallan indisolublemente unidos al animal, que es a la vez reloj y eternidad. La relación con lo animal es especialmente pagana, con momentos críticos en la religión egipcia y en la mitología grecolatina, y sólo a partir del cristianismo se traza una línea divisoria. A partir de entonces el animal comienza a acumular potencial simbólico para referir vicios o virtudes, es decir, para representar lo que eminentemente el animal no tiene: una moral. Si ya en las fábulas de Esopo y en las de Fedro esto era comprobable, con el cristianismo las características de los animales virarán hacia lo que se llamó alegoresis: un tipo de alegoría centrada en elementos cristianos. Pero en general el animal es considerado sólo en relación al hombre, y raramente en sí mismo o en su propio mundo, en su Umwelt, de acuerdo con el feliz concepto de Uexküll.

En el relato originario del mundo occidental, Adán entra en relación con los animales a través de la palabra, nombrándolos. El primer acercamiento a ese otro levemente turbador se da precisamente con la palabra de la que este carece. También en otras narraciones míticas similares a la del Antiguo Testamento el animal comparte el origen del hombre, aunque más no sea para determinar el momento en que este supera la animalidad. Podría decirse que lo animal, desde esas palabras primordiales pronunciadas por Adán, habita y sobreabunda en cualquier lengua a través de frases, sabiduría popular, apólogos y moralidades varias. Por eso la literatura, producto de la lengua, no puede menos que exhibir esta estrecha relación desde los orígenes, inscribiendo su letra, oponiendo al siempre enigmático mutismo animal un universo hecho de palabras en el que este es apropiado, o en el que este se apropia de un lenguaje ajeno para darnos lo que siempre quisimos: saber lo que piensan, lo que sienten los animales.

La presencia animal en literatura puede tener un sentido protagónico o simplemente secundario, puede servir para denunciar la locura y la vanagloria humana o sólo aportar una nota pintoresca, puede funcionar como dispositivo de extrañamiento o llenar vacíos temáticos o bien, en palabras de Blas Matamoro, ser la mera ilustración de idilios patrimoniales. Lo cierto es que el animal está ahí, entra y sale, se mueve, pulula como en la realidad, a veces inadvertido, a veces en la mira. La literatura, recogiendo la antigua herencia totémica, va más allá de los límites de la realidad no sólo al hacer que los animales hablen, o piensen, o incluso escriban, como el filosófico gato Murr de Hoffmann, sino que es capaz de convertir al hombre en animal, para siempre y fatalmente, tal el castigo que sufre Acteón por haber visto desnuda a Diana en el relato de Ovidio, o con posibilidad de revertir de nuevo a lo humano, de acuerdo con uno de los finales más luminosos de la literatura, el de El asno de oro. En algunos casos insólitos el hombre convertido en animal se contentará con su suerte negándose a recobrar la forma humana, según lo ilustra Maquiavelo en su propio El asno de oro.

Si por un lado las metamorfosis, reliquias de las leyes de participación totémicas, sirvieron para acentuar la materialidad del hombre, su pertenencia, le guste o no, a una gran familia de seres vivos, por otro la metempsícosis, su contracara, colocó al animal en la gran cadena del ser junto con el hombre, con el objetivo ético y filosófico de justificar la abstención de comer carne, tal como lo ilustra Porfirio retomando argumentos pitagóricos (mucho más tarde Derrida dirá que la autorización de alimento cárnico en Occidente hace sistema con el tabú del canibalismo). Las metamorfosis, prohibidas por Platón en su severa República, pueblan la imaginación literaria con sus aspectos obsesivos, inquietantes. Desde Homero, pasando por Ovidio y Apuleyo hasta llegar a Lautréamont o Marosa di Giorgio, las mutaciones indagan de manera perturbadora sobre qué es la identidad, qué es lo abierto (según la fórmula de Agamben) o lo cerrado en nosotros, y quizá nadie lo expuso en época moderna de forma tan radical como Franz Kafka con su inolvidable Gregor Samsa. El breve texto suyo que presentamos aquí, “Una cruza”, no lo es menos, y responde punto por punto a un universo donde los límites fluyen inquietando a sus personajes y al lector. Más raras son las metempsícosis o reencarnaciones, aunque Saki nos ofrece una con su humor incorrectísimo. Ambas formas, a veces consideradas opuestas, confluyen en el hecho de que hacen triunfar la vida uniendo a los diversos seres y engañan a la muerte pasando de una figura a otra, según lo observa Foucault. Lo cierto es que la fascinación por pasar al otro lado se evidenció en aquellos casos típicos de homo sylvestris del iluminismo –el iluminismo de Kant, para quien en su teleología antropocéntrica los animales eran el medio para llegar a un fin– en que se criaron niños como animales, y que Lucien Malson trata en su Les enfants sauvages.

Distinto es el uso que popularizará el legendario Esopo al hacer hablar a los animales, sin hacer gala de una gran observación de la etología sino como mera excusa para disfrazar sobre todo vicios humanos bajo algún atributo más o menos conocido del animal. Este procedimiento se desarrollará hacia la moralización cristiana en los así llamados fisiólogos medievales, donde ciertos animales poseen las virtudes de Cristo u ocultan características demoniacas. El animal alegórico sigue su camino incluso en un filósofo anticristiano como Nietzsche, que ofrece toda una variedad en su Así habló Zaratustra. El hacer hablar a los animales constituye el reverso de uno de los argumentos fundamentales de muchos filósofos para trazar el límite entre lo humano y el animal: la lengua. El animal es álogos, el ser humano es logikoí. Pero acaso ese negarle lenguaje al animal sea una excusa del amor propio, la glotonería y el egoísmo humanos, como quiere Porfirio. O simplemente una atención defectuosa, una observación impaciente y poco comprometida.

Así como se ha hablado mucho de la mirada animal, de ciertas miradas como las que refiere Pierre Loti en la historia de sus gatas, también la mirada del hombre sobre lo animal resulta significativa, ya que hay a lo largo de la historia una cantidad de diferencias en la observación de un mismo animal que sólo indica en qué medida esa mirada estuvo, o posiblemente aún hoy esté condicionada por prejui-cios religiosos, metafísicos, morales y científicos. Para la iglesia, lo animal sirvió como oposición privativa de lo espiritual; el paradigma judaico de semejanza con Dios prohíbe que nos comparemos con los animales. La tradición metafísica, por su parte, trató al animal como un tropo o figura de la lengua. El antropocentrismo ideologizado de Buffon nos resulta hoy pasmoso si consideramos que se trata de un científico especializado en zoología. Aun Deleuze, en su exaltación del animal como figura antirracionalista y antihumanista, hace uso de él para incitar al ser humano a salir del ser, sin hacerse cargo de la especificidad animal y su lugar, de acuerdo con la crítica de la citada Fontenay.

Este paseo por la literatura nos muestra que en toda época hubo gente sensible a los asuntos animales, un tipo de sensibilidad más rara antes y no tan extravagante hoy. La paradoja de Plutarco por ello sigue resultando atractiva: el animal nos entrena en la desanimalización, en ser menos bestias, al hacernos ejercitar la piedad. El buen trato al animal tiene una función pedagógica: desarrollar los gérmenes de la dulzura y la moderación, nos dice Filón de Alejandría. De otro modo, en su estado normal, el hombre es la pesadilla del animal, como dijo Schopenhauer, o su enfermedad mortal, en palabras de Kojève. Quienes no comparten esta visión de las cosas argumentan que vegetarianismo y racismo históricamente siempre fueron de la mano, que la preocupación y el sufrimiento por lo animal es algo típico de los depresivos o los melancólicos, que respetar al animal va en desmedro del ser humano. Se puede salir del pensamiento cartesiano del esto o aquello, de las oposiciones privativas de cierta lógica occidental; es posible encontrar un término medio, y la literatura siempre estará dispuesta a orientarnos en ese sentido.

M. G.

Taxonomía

Si algo caracteriza a la naturaleza de este planeta es su variedad. A diferencia del vegetal, el mundo animal, en su capacidad de desplegar colores y formas con sus propios movimientos, realza aun más la impresión de diversidad. Pero esa diversidad puede ser percibida como caos para el naturalista que se acerca con ánimo de estudiarla. Por eso una de las preocupaciones principales para el estudio de los animales es su clasificación y el punto de vista adoptado para hacerlo. Así, esta sección comienza con algunas discusiones básicas sobre clasificación, en la Antigüedad con Platón y Aristóteles y en la modernidad con una descripción del sistema de Linneo, que estableció el procedimiento definitivo, aunque su propia taxonomía sufrió diversos cambios según se iba perfeccionando el conocimiento de algunas especies. Sin otro rigor que el de seguir esta taxonomía en su original formulación latina, ordenamos los textos en los seis grandes grupos del reino animal establecidos por el sabio sueco.

Clasificación

En el momento en que te preguntaba cómo dividir el arte de alimentar a los rebaños, y que tú me contestaste con tanta presteza que hay dos géneros de vivientes: el género humano, primero, y, por otra parte, todo el resto de los animales en un solo bloque (...) vi bien claro que, sacando una parte, tú imaginabas que los otros, así dejados de lado, no formaban en total sino un único género, desde el momento en que tenías un nombre para llamarlos a todos, el de animales. (...) Ahora bien, eso, hombre intrépido, es lo que haría quizá todo animal que podamos figurarnos dotado de razón, como la grulla, por ejemplo, o cualquier otro: ella también distribuiría los nombres como tú lo haces, aislaría en principio el género grullas para oponerlo a todos los otros animales y glorificarse así a ella misma, y rechazaría el resto, incluidos los hombres, en un mismo montón, para el cual no encontraría, probablemente, otro nombre que el nombre de animales.

Platón, El político (c. 367-362 a.C.), 263c-e

*

Es necesario intentar abarcar a los animales género por género, siguiendo el ejemplo vulgar que distingue el género ave del género pez. Pero cada género está definido por diversas diferencias específicas, sin recurso a la dicotomía. Con este método, en efecto, o bien es absolutamente imposible establecer una clasificación (porque el mismo ser se encuentra ubicado en varias divisiones, mientras que seres opuestos se encuentran en la misma clase), o bien no habrá sino una única diferencia y esta, ya sea simple o compleja, constituirá la especie última. Pero si no se obtiene la diferencia de una diferencia, es necesario asegurar el encadenamiento de series de la división procediendo como en el discurso en el que la unidad se hace por medio de conjunciones. Hago alusión a lo que ocurre con aquellos que dividen los animales en alados y no alados, y los alados en domésticos y salvajes, o en blancos y negros: en efecto, la cualidad de doméstico, no más que la de blancura, no son diferencias específicas del ser alado, sino que están en el origen de otra diferencia y no se encuentran allí sino por accidente. He aquí por qué hace falta, como decimos, dividir la unidad a continuación según diversas diferencias. Y en efecto, si así se procede, las privaciones proveerán de una diferencia, en tanto que en la dicotomía no lo harán.

Aristóteles, Partes de animales (350 a.C.), I, iii

*

Los viajes de estos caballeros aportaron muchas fuentes de información, y proveyeron materiales para nuestro autor, que probaron ser muy favorables para las últimas ediciones de su Systema Naturae y Species Plantarum: a punto tal que lo veremos ejemplificar, de manera mucho más perfecta y detallada, en su Sistema de la Naturaleza.

Esta obra, en lo que respectaba al reino vegetal, había sido exhibida por separado y abundantemente en el Genera Plantarum, y las species dadas en las diversas Florae de nuestro autor, y finalmente en el Species Plantarum. Con todo, pese a haber pasado por nueve ediciones, poco más había aparecido en el reino animal que caracteres genéricos, con un solo nombre específico; tanto es así que la novena edición de Leyden en 1756 apareció en un pequeño octavo de 226 páginas. Debe observarse, no obstante, que se trataba sólo de una reedición de la sexta edición que el autor publicara en 1748. El esquema, por consiguiente, no puede considerarse perfeccionado por el autor hasta la décima edición, en 1758, la primera parte de la cual, relativa al reino animal, conforma un volumen de 821 páginas; y la misma parte, en la decimosegunda y última edición, es aumentada por la adición de nuevos asuntos a las 1 327 páginas. Esta obra, por lo tanto, publicada en dos volúmenes en Estocolmo en 1766 y 1767, es la que debe considerarse que recibió el acabado final del autor, en la medida de lo posible, puesto que este afirma describir sólo los animales que han caído bajo su propia inspección, excepto en algunas instancias en que su dependencia de otra autoridad lo justificaba. El título de esta edición aumentada reza del siguiente modo:

Systema Naturae per regna tria Naturae secundum classes, ordines, genera et species, cum characteribus, differentiis, synonymis, locis, Holm. t. I 1766, t. II 1767, t. III 1768.

TOMO I “El reino animal”

En este volumen, tras una historia filosófica del reino animal en general, nuestro autor procede al establecimiento de los caracteres clásicos, previo lo cual nos presenta la división natural de los animales, que surge de sus distintas estructuras internas, una clasificación parcialmente establecida por Aristóteles (...). Mediante esta división, todo el reino animal se reparte de modo natural en seis clases, como sigue: animales que tienen

El CORAZÓN conformado por

Dos ventrículos y aurículas:

Sangre caliente y roja:

{

Vivíparos. MAMMALIA.

Ovíparos. AVES.

Un ventrículo y una aurícula:

Sangre fría y roja:

{

Respiración voluntaria. AMPHIBIA.

Respiración por agallas. PECES.

Un ventrículo sin aurícula:

Sanies fría e incolora:

{

Antenados. INSECTOS

Tentáculos. VERMES.

Luego pasa a ofrecer los caracteres naturales de cada clase, considerando junto con las precedentes estructuras internas todas las diferencias que surgen de los pulmones, u otros órganos de respiración, como las agallas: de las maxillae, mandíbulas o quijadas: los órganos generativos; aquellos de la sensación; los tegumentos, o cobertura externa; y los fulcra o patas, alas, etc. Nuestro plan no admite la introducción de todo esto en detalle.

Encabezando cada clase se nos da una concisa y muy instructiva descripción de las características clásicas, tan metódicamente construidas como para incluir al mismo tiempo una explicación de todos los términos que pertenecen a dicha clase, concluyendo con una mención general de los mejores autores al respecto.

Después de esto, nuestro autor procede al establecimiento de las características naturales de cada orden de las clases respectivas.

Richard Pulteney, A General View of the Writings of Linnaeus (1781)

Systema naturae. Regnum animale

Mammalia

Asno

Así Balaam se levantó por la mañana, y enalbardó su asna y fue con los príncipes de Moab.

Y la ira de Dios se encendió porque él iba; y el ángel de Jehová se puso en el camino por adversario suyo. Iba, pues, él montado sobre su asna, y con él dos criados suyos.

Y el asna vio al ángel de Jehová, que estaba en el camino con su espada desnuda en su mano; y se apartó el asna del camino, e iba por el campo. Entonces azotó Balaam al asna para hacerla volver al camino.

Pero el ángel de Jehová se puso en una senda de viñas que tenía pared a un lado y pared al otro.

Y viendo el asna al ángel de Jehová, se pegó a la pared, y apretó contra la pared el pie de Balaam; y él volvió a azotarla.

Y el ángel de Jehová pasó más allá, y se puso en una angostura donde no había camino para apartarse ni a derecha ni a izquierda.

Y viendo el asna al ángel de Jehová, se echó debajo de Balaam; y Balaam se enojó y azotó al asna con un palo.

Entonces Jehová abrió la boca al asna, la cual dijo a Balaam: ¿Qué te he hecho, que me has azotado estas tres veces?

Y Balaam respondió al asna: Porque te has burlado de mí. Ojalá tuviera espada en mi mano, ¡que ahora te mataría!

Y el asna dijo a Balaam: ¿No soy yo tu asna? Sobre mí has cabalgado desde que tú me tienes hasta este día; ¿he acostumbrado hacerlo así contigo? Y él respondió: No.

Entonces Jehová abrió los ojos de Balaam, y vio al ángel de Jehová que estaba en el camino, y tenía su espada desnuda en su mano. Y Balaam hizo reverencia, y se inclinó sobre su rostro.

Y el ángel de Jehová le dijo: ¿Por qué has azotado tu asna estas tres veces? He aquí yo he salido para resistirte, porque tu camino es perverso delante de mí.

El asna me ha visto, y se ha apartado luego de delante de mí estas tres veces; y si de mí no se hubiera apartado, yo también ahora te mataría a ti, y a ella dejaría viva.

Entonces Balaam dijo al ángel de Jehová: He pecado, porque no sabía que tú te ponías delante de mí en el camino; mas ahora, si te parece mal, yo me volveré.

Números 22, 21-35 (versión de Cipriano de Valera)

* * * * *

Ballena

Considerando la cabeza del cachalote como un sólido oblongo, se puede, en un plano inclinado, dividirla lateralmente en dos partes de las cuales la de abajo es la estructura ósea, formando el cráneo y las mandíbulas, y la de arriba una masa untuosa completamente libre de huesos; su amplia terminación hacia delante es la que da forma a la manifiesta frente de expansión vertical de la ballena. Subdividiendo la mitad de la frente de esta parte superior horizontalmente se obtendrán dos partes casi iguales, que antes estaban divididas de manera natural por una pared interna de gruesa sustancia tendinosa.

La parte baja subdividida, llamada desecho, es un inmenso panal de aceite, formado por el cruce y recruce, dentro de diez mil células infiltradas, de duras fibras blancas elásticas a lo largo de toda su extensión. La parte superior, conocida como la caja, puede considerarse como el gran tonel de Heidelberg del cachalote. Y así como esa famosa y gran tercerola está místicamente grabada en su frente, así la vasta frente trenzada de la ballena conforma innumerables divisas extrañas para el adorno emblemático de este fantástico tonel. (1) Más aún, así como el de Heidelberg siempre era llenado con los más excelentes vinos de los valles renanos, así el tonel de la ballena contiene por lejos el más precioso de todos sus oleosos vinos; a saber, el altamente preciado spermaceti, en su estado absolutamente puro, límpido y odorífero. Pero esta preciosa sustancia no se encontrará sin mezcla en cualquier otra parte de la creatura. Aunque en vida permanece perfectamente fluida, empero, al ser expuesta al aire, tras la muerte, pronto comienza a endurecerse, arrojando bellos brotes cristalinos, como cuando el primer hielo delicado está formándose en el agua. Una caja grande de ballena por lo general produce cerca de quinientos galones de esperma, aunque debido a circunstancias inevitables, una parte considerable se derrama, gotea y escurre, o de otro modo se pierde inexorablemente en el arduo trabajo de asegurar lo que se puede.

No sé con qué fino y costoso material habrá sido revestido por dentro el tonel de Heidelberg, pero ni en su riqueza más superlativa ese revestimiento podría lejanamente compararse con la membrana de sedoso color nacarado, como el forro de un fino ropón, (2) formando la superficie interna de la caja del cachalote.

Habrá sido observado que el tonel de Heidelberg del cachalote ocupa la longitud entera de la parte superior de la cabeza, y como –según ha sido aclarado en otra parte– la cabeza ocupa un tercio de la longitud total de la creatura, entonces estableciendo esa longitud en ochenta pies para una ballena de buen tamaño, se obtiene más de veintiséis pies para la profundidad del tonel, cuando es izado al costado de la embarcación.

Cuando al decapitar la ballena, el instrumento del operador se acerca al lugar donde a continuación se fuerza una entrada en el tambor de spermaceti, tiene que ser particularmente rápido, no sea que un golpe descuidado, intempestivo, invada el santuario y deje escapar fuera en gran derroche sus invaluables contenidos. Es este extremo decapitado de la cabeza, también, el que finalmente se iza por encima del agua, y es retenido en esa posición por los enormes aparejos para cortar, cuyas combinaciones de cáñamo, en un lado, conforman toda una selva de cuerdas en ese sitio.

Herman Melville, “El gran tonel de Heidelberg”, Moby Dick (1851), cap. 77

* * * * *


1 Melville se refiere probablemente al primer barril (le siguieron otros tres), construido entre 1589 y 1592 a pedido del regente del palatinado Johann Kasimir y destruido en la Guerra de los Treinta Años. Por ser Heidelberg el primer bastión de la reforma, el pastor Anton Praetorius dedicó en 1595 un poema al gigantesco barril donde exaltaba la soberanía de la fe calvinista [N. del T.].

2 Pelisse, en el original, era la manera con que los ingleses designaban un tipo de capote ruso forrado con pieles [N. del T.].

Caballo

En un overo rosao,

Flete nuevo y parejito,

Caía al bajo, al trotecito,

Y lindamente sentao,

Un paisano del Bragao,

De apelativo Laguna:

Mozo jinetazo ¡ahijuna!,

Como creo que no hay otro,

Capaz de llevar un potro

A sofrenarlo en la luna.

¡Ah criollo! si parecía

Pegao en el animal,

Que aunque era medio bagual,

A la rienda obedecía

De suerte, que se creería

Ser no sólo arrocinao,

Sino tamién del recao

De alguna moza pueblera.

¡Ah Cristo! ¡quién lo tuviera!...

¡Lindo el overo rosao!

Como que era escarciador,

Vivaracho y coscojero,

Le iba sonando al overo

La plata que era un primor;

Pues eran plata el fiador,

Pretal, espuelas, virolas

Y en las cabezadas solas

Traiba el hombre un Potosí:

¡Qué!... Si traía, para mí,

Hasta de plata las bolas.

En fin: –como iba a contar,

Laguna al río llegó,

Contra una tosca se apió

Y empezó a desensillar.

En esto, dentró a orejiar

Y a resollar el overo,

Y jué que vido un sombrero

Que del viento se volaba

De entre una ropa, que estaba

Más allá, contra un apero.

Dio güelta y dijo el paisano:

–¡Vaya Záfiro! ¿qué es eso?

Y le acarició el pescuezo

Con la palma de la mano.

Un relincho soberano

Pegó el overo que vía,

A un paisano que salía

Del agua, en un colorao,

Que al mesmo overo rosao

Nada le desmerecía.

Cuando el flete relinchó,

Media güelta dio Laguna,

Y ya pegó el grito–: ¡Ahijuna!

¿No es el Pollo?

–Pollo, no,

Ese tiempo se pasó.

(Contestó el otro paisano),

Ya soy jaca vieja, hermano,

Con las púas como anzuelo,

Y a quien ya le niega el suelo

Hasta el más remoto grano.

Se apió el Pollo y se pegaron

Tal abrazo con Laguna,

Que sus dos almas en una

Acaso se misturaron.

Cuando se desenredaron,

Después de haber lagrimiao

El overito rosao

Una oreja se rascaba

Visto que la refregaba

En la clin del colorao.

(...)

–Vea los pingos...

–¡Ah, hijitos!

Son dos fletes soberanos

–¡Como si jueran hermanos

Bebiendo la agua juntitos!

–¿Sabe que es linda la mar?

Estanislao del Campo, Fausto, impresiones del gaucho Anastasio el Pollo

en la representación de esta Ópera (1866), I, vv. 1-69; III, vv. 1-6

*

No vamos a creer, hijo mío, que raptar a las yeguas de Diomedes y hacerlas morir bajo el garrote haya sido para Heracles una dura prueba. Una ya muerta yace; la otra agoniza, esta parece querer levantarse, aquella se desploma; todas tienen la crin erizada, los cascos velludos; son verdaderas bestias salvajes. Los comederos están abundantemente colmados de carne y huesos humanos, único alimento en los establos de Diomedes. Y he aquí al amo mismo más salvaje todavía que sus yeguas, junto a las cuales ha caído. La prueba más terrible para Heracles es aquella que le fue impuesta por Eros tras tantas otras: pues un cruel dolor viene aquí a agregarse a la fatiga; helo aquí llevando, después de haberla arrancado del diente de las yeguas, el cuerpo a medias devorado de Abdero, joven todavía y de una edad más tierna que Ífito, el desgraciado que ha servido de comida a estos monstruos. Lo que queda de él le permite juzgar lo que era; esos despojos que esconde la piel de león conservan todavía su belleza. Si el héroe derramó lágrimas sobre este despojo inanimado, si alargó los brazos alrededor del cadáver, si profirió gemidos, si su rostro se ensombreció por el dolor, tales las marcas de afecto ofrecidas a otros amantes; algunas personas levantan sobre la tumba del bello adolescente que han amado una estela que habla de él con honor. Un homenaje más peculiar le está reservado a Abdero; Heracles funda la ciudad que llamamos Abdera en su nombre; a continuación, establecerá juegos y cerca de la tumba se disputarán el premio del pugilato, del pancracio, de la lucha, de todos los ejercicios, la carrera de caballos exceptuada.

Filóstrato de Lemnos, “Funerales de Abdero”,

Imágenes (c. 250-300), Libro II, 25

* * * * *

Cerdo

Esta es una historia frigia pues proviene del frigio Esopo. La historia dice que en cuanto alguien toca a una cerda, esta se pone a chillar. Esto es absolutamente lógico pues no produce lana, ni leche, ni ninguna otra cosa salvo su carne. Y así, nada más la tocan, presiente su muerte, pues conoce el uso que se hará de ella. Los tiranos se parecen a la cerda de Esopo, pues sospechan de todos y temen a todo. Saben que, como las cerdas, también sus vidas están a merced de los demás.

Claudio Eliano, Historias curiosas (c. 235), X, 5

*

Llegó el momento de matar el cerdo que Jude y su mujer habían engordado en su chiquero durante los meses de otoño, y el faenamiento estaba programado para tener lugar tan pronto hubiera luz en la mañana, de modo que Jude llegara a Alfredston sin perder más de un cuarto del día.

La noche había parecido extrañamente silenciosa. Jude miró fuera de la ventana mucho antes del amanecer y percibió que el suelo estaba cubierto de nieve; una nieve algo profunda para la estación, por lo visto; unos pocos copos seguían cayendo.

–Me temo que el matarife de cerdos no podrá venir –le dijo a Arabella.

–Oh, vendrá. Debes levantarte y calentar el agua si quieres que Challow lo escalde. Aunque yo prefiero el chamuscado.

–Me levantaré –dijo Jude–. Me gusta la manera de mi propio condado.

Bajó las escaleras, encendió el fuego bajo la caldera y comenzó a alimentarlo con tallos, sin vela en ningún momento, la llamarada arrojando un alegre resplandor sobre la estancia, aunque para él el sentido de la alegría estaba menguado por pensamientos sobre la razón de esa llamarada: calentar agua para escaldar los pelos del cuerpo de un animal que hasta entonces vivía, y cuya voz se podía oír continuamente desde un rincón del jardín. A las seis y media, la hora acordada con el carnicero, el agua hervía y la mujer de Jude bajó las escaleras.

–¿Vino Challow? –preguntó.

–No.

Esperaron y se hizo más luz, la luz mortecina de un amanecer nevado. Ella salió, oteó a lo largo del camino y volviendo dijo:

–No va a venir. Se habrá emborrachado anoche. Seguramente la nieve no es suficiente obstáculo para él.

–Entonces debemos cancelarlo. Lástima haber hervido agua para nada. La nieve debe ser profunda en el valle.

–No se puede postergar. No hay más alimento para el cerdo. Ayer por la mañana se comió la última mezcla de cebada.

–¿Ayer por la mañana? ¿Qué ha comido desde entonces?

–Nada.

–¿Qué...? ¿Ha estado pasando hambre?

–Sí. Siempre lo hacemos los últimos días, para evitar molestias con el excremento. ¡Qué ignorancia no saber eso!

–Eso explica que llorara tanto. ¡Pobre creatura!

–Bueno, tú tendrás que punzarlo, no queda otro remedio. Te enseñaré cómo. O lo haré yo misma; creo que puedo. Pero es un cerdo tan grande que habría preferido que lo hiciese Challow. De todos modos, su canasto con los cuchillos ya fue enviado aquí y podemos utilizarlos.

–Por supuesto que tú no lo harás –dijo Jude–. Ya que debe hacerse, seré yo quien lo haga.

Salió al chiquero, paleó la nieve en un espacio de un par de yardas o más, y colocó la banqueta enfrente, con las cuchillas y cuerdas a mano. Un gorrión observaba los preparativos desde el árbol más cercano, y como no le gustaba el aspecto siniestro de la escena, voló lejos, aunque hambriento. Para entonces Arabella se había unido a su marido, y Jude, soga en mano, entró al chiquero y enlazó al asustado animal, que, comenzando con un chillido de sorpresa, se elevó a repetidos alaridos de furia. Arabella abrió la puerta del chiquero y juntos levantaron la víctima hasta el banco, patas arriba, y mientras Jude lo sujetaba Arabella lo reducía, enlazando la cuerda sobre sus patas para evitar forcejeos.

El tono del animal cambió de cualidad. Ya no era furia, sino el grito de la desesperación; de largo aliento, lento y sin esperanzas.

–Por mi vida que preferiría quedarme sin el cerdo que tener que hacer esto –dijo Jude–. Una creatura que alimenté con mis propias manos.

–No seas tan blando. Ahí está el cuchillo, aquel que tiene el punto. Ahora bien, hagas lo que hagas no lo claves demasiado profundo.

–Lo clavaré con eficacia, de manera que se haga corto. Eso es lo principal.

–¡No lo harás! –exclamó ella–. La carne debe estar bien sangrada, y para eso debe morir lentamente. Perderemos un chelín en la marca si la carne queda roja y sangrienta. Sólo toca la vena, es todo. Me crié con esto y sé hacerlo. Todo buen carnicero hace un largo sangrado. Debe estar muriendo ocho o diez minutos como mínimo.

–No será medio minuto si puedo evitarlo, no importa cómo se vea la carne –dijo Jude con determinación. Rascando los pelos del cogote vuelto hacia arriba del cerdo, como había visto hacerlo a los carniceros, tajeó la grasa; luego hundió el cuchillo con todas sus fuerzas.

–¡Maldita sea! –exclamó ella–. Para qué habré hablado. Lo has hundido demasiado. Y yo todo el tiempo diciéndote...

–Tranquila, Arabella, y un poco de piedad para con la creatura.

–Sostén el cubo para recoger la sangre y no hables.

Por desmañado que resultara el hecho, afortunadamente llegó a su fin. La sangre fluyó en un torrente en lugar del hilillo que ella deseaba. El grito del animal moribundo asumió su tercer y último tono, el alarido de la agonía; sus ojos vidriosos girando sobre Arabella con el elocuente reproche de una creatura que finalmente reconoce la traición de aquellos a los que había considerado sus únicos amigos.

–¡Haz que pare! –dijo Arabella–. Semejante gritería atraerá a alguno que otro aquí y no quiero que la gente sepa que lo hicimos nosotros mismos.

Recogiendo el cuchillo del suelo donde Jude lo había arrojado, lo deslizó en el tajo y seccionó la tráquea. El cerdo quedó instantáneamente en silencio, su aliento de moribundo saliendo por el agujero.

–Así es mejor –dijo ella.

–Es un asunto horroroso –dijo él.

–Los cerdos deben ser sacrificados.

El animal suspiró en una convulsión final, y a pesar de la soga, pateó con todas sus últimas fuerzas. Un coágulo negro brotó al haber cesado por unos segundos el hilo de sangre.

–Listo; ahora se irá –dijo ella–. Astutas creaturas. Siempre se guardan una gota como esa mientras pueden.

El último derrame fue tan inesperado como para hacer que Jude se tambaleara, y buscando el equilibrio pateó el cubo en el que se había recogido la sangre.

–¡Bravo! –exclamó ella–. Ahora no podré hacer ninguna morcilla. Todo este derroche por tu culpa.

Jude enderezó el cubo, pero sólo un tercio de todo el humeante líquido quedaba en él, la mayor parte derramada sobre la nieve, formando un tétrico, sórdido, feo espectáculo para aquellos que lo veían como algo distinto a la ordinaria obtención de carne. Los labios y las ventanas de la trompa del animal se habían vuelto lívidas, luego blancas, y los músculos de sus extremidades relajados.

–¡Gracias a Dios! –dijo Jude–. Está muerto.

–¿Qué tiene que ver Dios con un trabajo tan asqueroso como matar a un cerdo? ¡Me gustaría saberlo! –dijo ella con desdén–. La gente pobre tiene que vivir.

Thomas Hardy, Jude el oscuro (1895), Libro I, cap. x

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