Nota del autor

Cuando escribí mi primera novela, Bridge (2013), lo hice sin pausa; utilizando el ciento por ciento de mi tiempo libre. Después de su publicación, pensé en continuar de la misma manera, pero la amígdala me jugó una mala pasada. La amígdala está localizada en una región del cerebro y se encarga de gestionar con precisión las respuestas emocionales. Dichas reacciones pueden venir del interior de cada persona o del exterior, por medio de la visión, noticias, etc. No me di cuenta en aquel momento del tamaño esfuerzo que me demandó la novela, pero mi amígdala sí lo registró. En virtud de lo anterior, cada vez que intentaba escribir me quedaba en blanco o realizaba cualquier otra actividad con el propósito de huir.

Me imagino que los corredores de larga distancia sufren un fuerte estrés en la partida, pues sus amígdalas les recordarán el esfuerzo, el dolor y el sacrificio de las últimas carreras.

Sería un mentiroso si afirmara que me es indiferente que Los números del amor sea leído por pocos. Todo lo contrario, aspiro a que lo lean muchos. Sin embargo, independiente de lo señalado, esta vez nadie me podrá quitar el placer de haberlo escrito. Confío en que en el futuro mi amígdala recuerde esto último. El libro me llevó a un final difícil y aun así lo confirmé. Creo que la literatura es universal y en ella se plasman conceptos mucho más amplios que el pensamiento o la creencia del autor. Ahí está su riqueza y quien escribe lo debe tener presente.


Bernardo Álamos Letelier

Santiago, Chile, 21 de febrero del 2019





Los números del amor

Bernardo Álamos


Iº edición - Santiago: Editorial Celada, mayo 2019

ISBN edición impresa: 978-956-398-831-4

ISBN edición digital: 978-956-9946-48-6


© Bernardo Álamos, 2019

© Pehóe Ediciones


Diseño: Ian Campbell


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A mi lector desconocido.

Índice

Primeros años del siglo XXII


I. La beca

II. Carmen

III. Boston, Estados Unidos

IV. Eduardo

V. Sergio

VI. La premiación

VII. Ignacio

VIII. La búsqueda

IX. Carlos

X. Zafar

XI. El persecutor

XII. Francisca

XIII. William Rutherford

XIV. El código

XV. Volver a nacer

XVI. Febrero de 2025

Primeros años del siglo XXII

Giuseppe había recibido los resultados de la investigación. Era la historia desconocida de los orígenes familiares, la verdad de sus antepasados, y por eso para él era una obligación darla a conocer aunque afectara el prestigio y el poder que gozaba la familia. La vida de Eduardo y Carmen; de Sergio y Francisca; de Cristóbal y Antonella, y de otros que fueron parte de sus andares. Giuseppe se sentó, se puso el intercomunicador y la máquina comenzó a escribir lo que Giuseppe quería decirle, sin mediar sonidos ni expresiones. Al final la máquina anunció:

—No está definido en tu cerebro el nombre de esta historia.

Giuseppe pensó y la máquina tituló Los números del amor.

Cuando el documento estuvo listo, Giuseppe lo quiso revisar con el propósito de chequear si lo escrito reflejaba a cabalidad lo que él conocía y el resultado de la investigación. Por lo general, los habitantes de la tierra no tenían ese tipo de conducta, ya que preferían escuchar lo que las máquinas les decían. Sin embargo, Guiseppe disfrutaba leer y se sentía agobiado de convivir con tanta máquina. Se sirvió un trago por sí mismo, se acomodó y comenzó su lectura.

Todo se inicia a mediados del siglo XX en un país llamado Chile. En aquellos años, Chile era una república independiente. Hoy su territorio forma parte de la Unión de los Estados del Pacífico. En 1950, Chile era una nación pobre y en vías de desarrollo, mientras que el mundo vivía una crisis permanente, conocida como la Guerra Fría; un choque global entre dos corrientes, una de corte estatal y otra liberal. La cultura chilena estaba marcada por el machismo, pero curiosamente, sin convivir en contradicción, operaba un fuerte matriarcado. La conducta de los miembros de la familia Salas no fue la excepción. Esta es su historia, la historia no revelada de los Salas.

I.
La beca

(Santiago, finales de la década de los cincuenta)

Estando Eduardo en sus últimos años en la escuela de ingeniería de la Universidad de Chile, le impactó la historia de Izquierdoz, un estudiante tan calificado como él, que se había vuelto loco, según creían sus profesores, por una obsesión compulsiva por los números que terminó con su humanidad en un hospital siquiátrico. Eduardo pensaba que tenía que haber algo más que una mera obsesión numérica.

Un día al salir de clases, vio que se juntaba un grupo de compañeros de curso para ir a visitar a Izquierdoz al siquiátrico. Ellos tenían la autorización del hospital y, sin pensarlo dos veces, se unió al grupo. La visita le chocó profundamente. Se encontraron con Alicia, la mamá de Izquierdoz: una mujer de no tanta edad, lindas facciones y ojos verde esmeralda. Sin embargo, su rostro reflejaba pronunciadas arrugas. Ella había perdido a su marido y tuvo que hacerse cargo sola de sus dos hijos, Álvaro y Fernando.

Uno del grupo hizo la introducción.

—Hola, señora, nosotros somos compañeros de Álvaro de la U y queríamos saber de su salud.

—Buenos días —contestó ella—, muchas gracias por la visita.

—No, de nada —respondieron a coro los muchachos.

—Aquí estamos, chiquillos —dijo la señora—. Alvarito tiene días buenos y malos. Los doctores dicen que se requiere mucho tiempo para darlo de alta. Por el momento lo están tratando con medicamentos muy fuertes que lo hacen dormir.

—Señora, ¿qué es lo que realmente tiene? —preguntó Eduardo.

—Mi hijo tiene una ausencia de la realidad. No tiene conciencia del tiempo, anda perdido, escribe en la pizarra números incongruentes y dice que va a encontrar la solución, que todo va a volver a ser como antes, solo necesita encontrar a mi Fernandito.

—Pero, señora —dijo uno de los muchachos—, ¿por qué lo busca de esa forma?

—Ese es uno de los problemas, cree que si soluciona la ecuación sabrá dónde está su hermano. No tiene conciencia...

No fue capaz de terminar, y todos permanecieron callados hasta que Ximena, la única mujer del curso, la abrazó con ternura y esperó que pasara esa tormenta interior. Demoró un tiempo y por ello, cuando Alicia empezó nuevamente a hablar, solo quedaban ella, Ximena y Eduardo.

—Bueno, señora —dijo Ximena—, tenga mucho ánimo, nosotros vamos a venir más seguido a acompañarla.

—Muchas gracias —contestó Alicia—. Y discúlpenme, la verdad es que estoy sufriendo mucho.

—No se preocupe —dijo Eduardo.

Fue así como se entabló una relación entre Alicia y Eduardo.

Alicia se había casado jovencita con el amor de su vida y al poco andar vino al mundo Álvaro y, varios años después, Fernando. Eran una familia feliz. La desgracia se presentó como un ladrón de noche y sin aviso, cuando le descubrieron cáncer gástrico al marido. Fueron años de lucha y dolor hasta que el hombre falleció. Sin embargo, Alicia no se dejó arrastrar por la desgracia y luchó con toda su fuerza para sacar adelante a sus hijos.

Fernando estaba esperando que su hermano Álvaro retornara de la universidad. Álvaro cursaba el último año de ingeniería y también trabajaba los fines de semana para ayudar con las finanzas familiares. A pesar de los diez años de diferencia, ambos hermanos eran uña y mugre.

—Te estaba esperando, Álvaro —dijo Fernando.

—Ah sí, hermanito, y ¿para qué sería? Ya me imagino que quieres que te lleve a la panadería para comernos un berlín con una coca cola.

—No está mal, no lo había pensado. El plan…

—¿Cuál plan? —preguntó Álvaro.

—¿Te acuerdas de que en la última carrera me ganaste?

—Te gané por lejos —contestó Álvaro.

—¿Cómo no me íbai a ganar? —contestó Fernando—, si me diste muy poca ventaja. La cuestión es que ahora lo tengo todo calculado y, si en vez de 30 pasos me dai 50, te ganaré. El plan es que corramos ahora mismo hasta la panadería y mi premio como ganador será el berlín y la coca.

—¡No! Estoy súper cansado y ya te dije que tengo mucho que estudiar.

—¡No te atreví!, ¡no te atreví! ¡Mi hermano es una gallina, mi hermano es una gallina! —gritaba Fernando.

Álvaro encontró simpática la situación, además, nunca le negaba nada a su hermano, pues lo quería demasiado, y pensó ¿Qué importa media hora, si hago feliz a este pendejo?

—Está bien —contestó Álvaro—, acepto el desafío. Era una tarde primaveral, faltaba una hora para que el sol entregara la posta a la luna. Los hermanos salieron de la casa y Fernando tomó su ventaja y caminó 50 pasos para alejarse de Álvaro. A la orden de 1, 2, 3, ambos empezaron a correr en dirección a la panadería que estaba a unos 400 metros de distancia. Al principio el niño se sentía cómodo, pues no escuchaba los pasos de su hermano, sin embargo, pronto los empezó a sentir y apuró el tranco lo más que pudo. Álvaro se le acercaba, pero esta vez no le podía ganar, faltaban unos pocos metros y si lograba cruzar la calle en punta, sería el ganador. No lo vio venir, ni tampoco escuchó el grito de angustia de Álvaro, y con la sonrisa de victoria en los labios, lo alcanzó la muerte. Un camión lo aplastó. Infructuosos fueron los pedidos de auxilio de Álvaro y el intento de resucitarlo que practicó un transeúnte.

Después del accidente, Álvaro se encerró en sí mismo. Pensaba que todo sería como antes si lograba representar la muerte de su hermano en una ecuación, y que al resolverla volvería del más allá. Él les comentaba a los doctores que confiaba en su capacidad matemática, pero el problema era que su hermanito tenía que conocer el resultado de la ecuación y la cuestión era cómo le hacía llegar los papeles, de lo contrario no podría viajar de vuelta al mundo. Tenía dos problemas: resolver la ecuación y entregar la solución.

En una de las visitas que realizaba al hospital, Eduardo pudo ver y hablar con Álvaro. Lo encontró en un estado físico deplorable y ensimismado, con una tiza en la mano, escribiendo en una pizarra una cantidad de números, hipótesis, ecuaciones, derivadas e influencias sin sentido. Álvaro notó la presencia de un extraño en la pieza.

—¡Qué bien! —dijo Álvaro—, tú debes ser la persona que estaba esperando. ¿Eres tú o no?

—Sí —contestó Eduardo llevándole la corriente.

—Entonces, no perdamos más el tiempo. Toma los apuntes y los entregas donde tú ya sabes.

—¿Dónde? —preguntó Eduardo.

—¡En las iglesias, pues! Y en todas las iglesias.

—¿Para qué? —dijo Eduardo.

—¿Cómo que para qué? —respondió Álvaro—. Para entregársela a los sacerdotes y los pastores, ellos la ofrecerán a Dios en sacrificios y Él se la dirá a mi hermano. Ahora bien, a cuantas más personas les hagas llegar la solución del problema, más probabilidades tenemos pues, por cierto. Dios tomará una sola ofrenda, ya que la mayoría de los que la presentan son impostores, agentes del demonio y por tanto Dios no podrá estar seguro de la solución. ¿Me comprendes?

—Ya —contestó Eduardo—. Y ¿cómo vamos a saber quién es la persona indicada?

—Nosotros no lo sabemos, por eso te dije que se lo entregues a la mayor cantidad de curas. Ahora toma los documentos, hazles copia, entrégalos con prudencia y cuidado, ya que tenemos mucha prisa —expresó Álvaro.

—Muy bien —contestó Eduardo—, ¿algo más?

—Sí, algo muy importante. Hay iglesias que no van a recibir los apuntes y en ese caso, tienes que actuar —ordenó Álvaro.

—¿Actuar? —preguntó Eduardo.

—Eso dije. Las iglesias que no te reciban la solución deben ser marcadas.

—¿Marcadas? ¿De qué manera? —interrogó Eduardo.

—Toma un perro de la calle, llévalo a tu casa y al atardecer lo inmolas. Con la sangre del perro, marca las iglesias. Esa marca le servirá de señal al ángel vengador para que las destruya, en castigo por no haber colaborado conmigo.

Eduardo lo miró, intentó no reírse y antes de que dijera una palabra, Álvaro le gritó:

—¡Ey, aquí hay muchos locos que hacen maldades de todo tipo! Cuando los vayan a juzgar, tendrá que ser un juez que esté loco, de lo contrario su sentencia será nula, ya que el dictamen sería injusto, una locura. A los locos los deben juzgar los jueces locos, pues una persona cuerda no puede entender la razón del actuar del loco. Ahora lo difícil es saber quién está loco y quién está cuerdo.

A Eduardo le pareció que a pesar de que su compañero estaba insano, mantenía una cierta lógica. ¡Qué compleja era la mente humana! El hombre necesitaría siglos de estudio y posiblemente nunca llegaría a entender su dimensión.

Semanas después:

—Mire, mi amigo —le dijo Álvaro—, usted se ha demorado bastante en hacer entrega del trabajo a las iglesias.

—Así es —contestó Eduardo—, lo que pasa es que me das puros papeles con números que tengo que copiar, y como los sacerdotes no los entienden, no pueden ofrecerlos en sacrificio a Dios.

—¿Y qué quieres que haga? ¡Cómo no lo ven!, si ahí está todo muy claro.

—No te lo discuto, Álvaro, pero ellos no son matemáticos. Si me dijeses en palabras sencillas su significado, se los podría explicar.

Fue así como Álvaro inició su explicación:

Al principio, Dios creó al hombre y los números enteros. El hombre los enumeró del 1 al 7 y para su incremento le agregó la repetición del mismo número, así pudo contar, dar valores superiores e inferiores, hacer comercio, construir, crear las monedas con su equivalencia, etc.

A lo largo de los siglos, por el sistema numérico, el hombre fue desarrollando su cultura hasta que llegaron los colegios y las universidades. El proceso de desarrollo obligó a diferenciar a los estudiantes por su nivel de conocimientos, y nació la calificación con la escala ascendente y notas del uno al siete.

El progreso hubiese sido mucho más lento si los números no hubiesen tenido su propia guerra.

El 7, el mayor de la escala, era un tipo engreído, se sabía el mejor y miraba con aire de suficiencia a su más cercano contendor, el 6. Solían tener discusiones profundas donde el 7 le decía al 6: “Mira, la diferencia entre tú y yo es más que una unidad”. El 6 refutaba que solo una unidad los separaba y que no había más distancia entre ellos que la que tenía él con el 5.

Entonces el 7 le explicó el proceso de subir:

—Seis, ¿ves ese cerro? —le preguntó.

—Claro que lo veo —contestó el 6—, ¿a qué viene una pregunta tan obvia?

—No seas impaciente, te voy a explicar. Como tú eres bueno, aunque no tanto como yo, parte ese cerro en trozos iguales.

—Gracias por lo de bueno, y no es necesario que me digas que eres mejor. Siempre repites lo mismo y todos los números lo saben.

—Perdona, mi viejo, no quise ofenderte —contestó el 7 con una mirada de suficiencia—. Ahora, ¿puedes dividir numéricamente el cerro?, por favor.

Al 6 le cayó como patada de mula el cometario del siete, pero con disimulo le contestó.

—El cerro tiene siete partes iguales.

—Muy bien —dijo el siete—, ¿y me puedes decir su inclinación?

—Claro, al principio es suave, y la última parte muy pronunciada, casi vertical.

—Ese es el punto; si pones a un hombre a subir ese cerro, andará rápido al principio y se moverá del 1 al 2 sin dificultad, del 2 al 3 un poco más difícil, del 3 al 4 un poco más, al igual que del 4 al 5 y del 5 al 6. Ahora bien, del 6 al 7 le llevará mucho tiempo, ingenio y sacrificio. Como ves, esa es nuestra diferencia, ya que el que obtiene el 7 es alguien muy superior.

Al 6 le habían dado una lección como tantas otras veces, pero esta última superó su nivel de tolerancia. Por eso el 6 era un sujeto envidioso, que odiaba al 7 con todo su ser.

El 5 era un chupa medias, y siempre andaba con el 7 como si fuera su escudero.

El 4 era un conformista, no ambicionaba más, ya que su número era la nota mínima que los hombres habían puesto para aprobar una asignatura.

Un día estaba el 6 en un bar tomando para olvidar su rencor con el 7 y pensaba “ese maldito farsante algún día va a caer y yo voy a estar ahí para presenciarlo”. Un poco más allá, sentados en una mesa, estaban bebiendo el 1 con el 2. El 1 tomaba porque le daba lo mismo emborracharse, ya que su vida nunca cambiaría estando sobrio o borracho; siempre sería un 1. El 2 lo hacía porque se sentía a gusto compartir una mesa con alguien inferior. Al fondo del bar se encontraba el 3, mascullando su baja animosidad, pensando lo poco que le faltaba para alcanzar al 4 y tener dignidad, pues solo un poco de ella le cambiaría la vida. El 3 prefería no emborracharse, tenía motivos para no hacerlo, “sobrio mejor —se decía— me falta poco para llegar al 4”.

Así se fue la tarde y el 3 pidió la cuenta; al levantar la vista divisó al 6, que parecía como ido, y un poco más allá vio al 1 con la típica borrachera del indolente, el 2 solo se reía y expresaba:

—Soy el rey de la mesa, miren a este infeliz del 1, no sabe dónde está, es un bueno para nada, cómo me divierto con este sujeto.

El 2 decía todo esto, ya que le producía una inmensa felicidad comprobar que era mejor que alguien, aun cuando él mismo fuese poca cosa.

El 3 encontró jocosa la escena y sin pensarlo mucho se acercó al 6.

—¿Qué pasa, amigo? —le preguntó.

—Y a ti, ¿qué te importa? —contestó el 6.

—Um, estamos de mal humor...

—Sí ¿y qué? Ándate y déjame tomar tranquilo.

—Está bien, me voy, pero yo sé por qué tomas —replicó el 3.

—A ver cabrito, ¿por qué?

El 3 guardó silencio y permaneció impávido a su lado, nada le decía, solo miraba cómo el 6 sorbía trago tras trago. En un inicio, y puesto que aún no había perdido la razón, el 6 pensó: “tranquilo, no vale la pena pelearme con este tipejo, no me voy a rebajar, pues hay una distancia enorme entre ambos”. A pesar de que el 6 odiaba al 7 por su arrogancia, llevaba en su corazón igual sentimiento y es que todos los números eran de la misma naturaleza, pecadores viciosos, solo los hacía diferentes el valor que le daban los humanos para controlar las cosas. De tanto tomar, el 6 perdió la razón y viendo al 3 con una cara de huevón que daba ira incluso a los más huevones, no aguantó más y le lanzó un vaso, partiéndole la curva superior. El 3 dio un grito de dolor y cayó al suelo provocando un fuerte estruendo. El 2, que era el más sobrio, contemplaba la escena, y aunque no le simpatizaba el 3, no aceptaría que uno de su clase fuese agredido. Ellos eran los rojos, el 1, 2 y 3; debían su apelativo a la clasificación de los hombres, y un azul, grupo al que pertenecían desde el 4 al 7, había agredido a su compañero que compartía la misma suerte. La rabia se apoderó del 2; se abalanzó sobre el 6 y con un golpe certero le rompió su curva inferior. Se inició una gresca de aquellas. El 1 se paró como pudo y fue directo hacia el 6, no alcanzó a llegar cuando recibió un puñetazo que le voló de cuajo su primer palo ascendente. Con el 3 y el 1 fuera de combate, la pelea se centró en el 2 y el 6 que lanzaban piñas, esquivaban las que podían, aguantaban las que recibían, hasta que alguien llamó a la autoridad y llegaron dos tipos de verde: “x” e “y”. Ambos restauraron el orden.