Rafael Gª Maldonado

Diario de cabotaje

 

 

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Primera edición digital: Junio de 2020

© Rafael García Maldonado

© Anantes Gestoría Cultural

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Diseño y maqueta: Anantes Gestoría Cultural

 

 

ISBN: 978-84-9459xx-x-x

 

 

 

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

Índice

 

 

¿Escribir diarios para qué?

A modo de proemio

 

Tomo I. Una inmensa soledad

2014

2015

 

 


¿Escribir diarios para qué?

Eso se pregunta el diarista en una entrada correspondiente al año 2014. Desde entonces, Rafael García Maldonado ha escrito mucho y bien, no sólo diarios, y también se ha prodigado en esa escritura efímera que son las redes sociales, contundente en la defensa de sus ideas. De estar en algún lado, la respuesta a esa pregunta está en el conjunto de estas apretadas páginas. Escritor de diarios yo mismo, acierto malamente a responder a esa pregunta, sobre todo leyendo los suyos. Me explicaré, García Maldonado da cuenta de mucho de lo que los demás, por pudor o miedo o sentido de la puesta en escena ocultamos, diciendo que los verdaderos diarios deben ser póstumos, pero a la postre no escribiéndolos de verdad. Este diario de cabotaje es distinto. En vez de contar enormidades de tremendo, vividas de cerca o de lejos, se arriesga con lo cotidiano y más cercano, con sus sombras y sus gozos, y acierta.

Escribir un diario para qué, sigo. A veces me digo que es para retener ese tiempo que se escapa y otras para hablar conmigo mismo, y otras más como desahogo. En el de Rafael García Maldonado veo jirones de lo que digo y algo de más envergadura: la voluntad de construirse a uno mismo, de montar una vida propia, empecinada, orientada sobre todo a la escritura como objetivo vital. Y eso que, al final de estas páginas, la pregunta del para qué se escribe un diario vuelve, como le regresará más adelante, en otro espacio, en otras circunstancias. Entre tanto, la literatura es un asidero, una forma de no convertirse en la sombra de sí mismo.

En estas páginas veo —con envidia y melancolía— a un escritor que se confiesa ambicioso en su trabajo, que lee y escucha, que quiere escribir como los grandes, más que oficiar de escritor en las palestras mediáticas, y eso es mucho en este siglo pródigo en escritores en el que «desgraciada es la madre que no tenga un hijo que imprima», que decía el padre Isla de su siglo, el XVIII.

La profesión de la que vive el diarista, farmacéutico, se me hace familiar no porque sea la mía, sino porque la he vivido de cerca desde la infancia y hasta ahora mismo. Escritor de rebotica y de trastiendas de lo vivido: «Montaigne decía que todos tenemos que tener una trastienda donde ocultarnos del mundo», dice. Esa rebotica es un espacio físico y también un modelo de escritura: la familia, la compañera, el hijo, la profesión que le da de comer, pero sobre todo la ambición de convertirse en el escritor que ya es y en el que va a conseguir ser. Vida social y vida privada, de las dos hay en un diario que ha empezado de cabotaje y ya veremos a dónde va a parar.

He dicho que he leído este diario con una cierta envidia. Rafael es de otra generación y leyéndole me he visto por fuerza a su edad, en otra profesión que me devoraba, cuando escribía diarios tartamudos porque sencillamente quería escribir y no podía, ni diarios siquiera, todo eran balbuceos, torpezas, palabras amordazadas. Aquí no, aquí veo una escritura en busca de libertad y de una sólida y rotunda afirmación en ese yo que escribe.

Hay momentos en los que este diario me ha recordado a Jules Renard cuando escribía de asuntos que no le dejaban en muy buen lugar ante los ojos de unos lectores a los que pueden las convenciones y, sobre todo, las conveniencias. Es decir, que más que sinceridad, que a la postre suele ser una brutalidad y un engaño, aprecio en estas páginas honestidad con la propia vida. García Maldonado no escamotea, no compone el gesto, no calcula ni busca el mejor perfil, que es algo que detesto en los diarios.

 

 

Miguel Sánchez-Ostiz

 

 

A modo de proemio

Pueden llamarme Maldonado. Soy boticario de profesión, pero a veces pienso que me hubiese gustado ser marino. Lo cierto es que hace uno lo que puede, y va por la vida de aquí para allá, más bien al pairo que con un rumbo definido. Como soy una suerte de marino frustrado y sin barco vi oportuno tener al menos una bitácora para el cabotaje —esa navegación cercana a la costa— del día a día. Galdós decía esa frase tan manida de «allá por doquiera que va el hombre lleva consigo su novela», pero a mí no me gusta demasiado Galdós, soy un escritor poco realista y nada costumbrista, y no pretendo llevar la novela de mi vida a parte alguna, aunque no niego que este diario sea una ficción más de las muchas que contiene la existencia, incluso siendo una existencia aparentemente anodina como la de uno. De algo hay que vivir, y yo, por tradición y por dinero, paso la vida entre medicinas y enfermos reales e imaginarios, pero mi madre dice que escribía desde los ocho o diez años, quién sabe si por temprana vocación o porque (como asegura) no me gustaban los juguetes.

Un gran diarista, el portugués Miguel Torga, sanitario también, médico otorrinolaringólogo toda su vida (algo que no le impidió optar incluso al Nobel), decía que no hacer trampa en un diario es como pasar delante de un espejo y no mirarse. Pero creía que era un esfuerzo necesario el ir anotando la vida diaria con la mayor sinceridad posible, máxime en un sitio donde nunca pasa nada y en donde sería casi legítimo inventar y mentir. Este boticario no miente, pero utiliza la tercera persona porque es sobre todo un novelista, y quiere que su vida se lea como lo que es, una novela, la novela de un farmacéutico que sobre todas las cosas es y quiere seguir siendo literatura.

Quizá este proyecto de publicar diarios no sea más que el esfuerzo por desmentir a Fitzgerald, ya saben, aquel excelente escritor alcohólico que dijo que toda vida es en el fondo un proceso de demolición. Estos cuadernos se inician el día en que mi persona comenzó definitivamente a construirse, y fue aquel el día que supe que definitivamente me había convertido en escritor, o mejor dicho, en alguien que escribe. Ese día supe que si algo era importante para mí era la literatura y lo era también la propia vida, tanto que muchas veces me es difícil diferenciar una de la otra, algo que espero le pase también a quien se asome a estas páginas.

No voy a ser en esto, quizá, demasiado original, porque este dietario nace del asombro que me proporciona haber nacido, despertarme cada día en un mundo incomprensible y saber que algún día habré de morir. Si el filósofo alemán Sloterdijk afirma que la filosofía significa la pasión de estar en el mundo, para mí esa es la definición de literatura, no otras más profesorales. Justo esa. Juan Ramón Jiménez decía que un día no es un día de una vida, sino una vida, y como me sentía escritor y mi doble condición de boticario y marino frustrado me impedía escribir cuando quería, decidí escribir diariamente sobre el milagro y la maravilla de lo cotidiano, de la inmensa —y a veces insulsa y monótona, aunque siempre interesante— dignidad del día a día, incluidos los sueños (y las abundantes pesadillas llenas de fantasmas).

Tiene escrito Ricardo Piglia algo con lo que no puedo estar más de acuerdo, un prefacio excelente con el que quizá, a modo de plagio, podía haber ahorrado al lector las letras que acaba de leer. Dice así: «Este cuaderno tiende a marcar sobre todo mi biografía intelectual, como si la vida se fuera dibujando sin otro movimiento que el de la literatura. ¿Y por qué no? Siempre hay que elegir la obra y no la vida. La obra constituye el modo de vivir».

 

 

RGM

 

Tomo primero

 

Una inmensa soledad

(2014-2015)

 

Un hombre sólo es interesante si cuenta sus sufrimientos, sus fracasos y sus tormentos.

Emil Cioran

 

La palabra realidad habría que ponerla siempre entre comillas.

Vladimir Nabokov

 

Es imposible transmitir la sensación de vida de una época cualquiera de nuestra existencia, aquello que constituye su verdad, su significado: su esencia penetrante y sutil. Es imposible. Vivimos igual que soñamos: solos.

Joseph Conrad

 

No creáis que yo escribo para publicar, ni para escribir ni para hacer arte de verdad. Escribo porque ese es el fin, la perfección suprema, la perfección temperamentalmente ilógica de mi cultura de estados de alma.

Fernando Pessoa

 

Sólo la memoria alcanza a encender un cirio en las tinieblas del tiempo. Todo el saber es un recuerdo.

Ramón María del Valle-Inclán

 

Porque el que puede actuar, actúa. Y el que no puede y sufre profundamente por no poder actuar, ese, escribe.

William Faulkner

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Obviamente, esto no es un libro, sino una purga de mi corazón.

 

2014

 

Enero

 

 

Orden en el caos, eso es para el boticario la literatura: la única manera de dar una aparente racionalidad a lo que es un amasijo de tinieblas. Con forma de libro, piensa, la vida —tan cruel, tan desprovista de sentido y trama— parece otra cosa. Por mucho que nos inventemos historias, añade, la gran literatura sólo tiene un argumento: la angustia del hombre en el tiempo. Por eso él mismo se ha transformado en literatura.

Está solo, completamente solo. Quiere a mucha gente y lo quieren a él algunos más, tiene amigos y tiene amor, pero no puede quitarse de encima la sensación de orfandad y desamparo. Una soledad cósmica y metafísica, sí, pero soledad al cabo.

Una inmensa soledad.

«No sabemos nada de la vida hasta que no hemos llegado, por lo menos una vez, al borde del suicidio o de la locura». Son palabras de H. Taine, el padre del naturalismo decimonónico, que el farmacéutico anotó en la servilleta de una cafetería; un francés que decía, piensa, verdades como puños.

Sobre su escritura, hay sólo una verdad: es escritor por culpa de un filonazi. Sin lo que supuso para él Viaje al fin de la noche no habría empezado a escribir jamás. Un joven y una guerra a la que éste va voluntario fue el argumento de su primera novela, algo que ya aparecía en la obra maestra del médico francés. ¿Cómo podrá pagarle a Céline todo lo que le debe?, se pregunta.

 

Un niño con una grave enfermedad renal. Tiene ocho años. Viene a la farmacia solo a tomarse la tensión cada semana. De vez en cuando trae la cara hinchada de cortisona, y el boticario intenta animarlo, darle conversación, mientras le anota las cifras de la tensión que va marcando el fonendo en su brazo terroríficamente pequeño y tierno. A veces, cuando sale de la botica despidiéndose tímido con la mano y con una bolsa de medicinas más grande que él, el farmacéutico ha estado a punto de llorar. Es un niño adorable, bondadoso, educado, que ha visto crecer desde que a los tres años les dijeron a sus padres que sus riñones no funcionaban bien. Le surge un pensamiento recurrente: no estamos hechos para la muerte, ni siquiera para soportar la enfermedad. Nadie merece el tormento de la patología grave, nadie, pero mucho menos un niño. En esos momentos de dolor e incomprensión, cuando se queda solo en el despacho con más preguntas que respuestas, maldiciendo la injusticia ontológica, se consuela diciéndose que en el fondo escribe para ese niño.

 

Termina por fin la Navidad. Han sido unas fiestas raras, en las que el farmacéutico cree haberse reconciliado con X. Han pasado deprisa, sin muchas salidas distintas de lo habitual, con familias propias y políticas. La Nochebuena lo aburrió sobremanera, un tedio insoportable en casa de la tía M., en la Cala, donde en una mesa de «jóvenes» no hallaron M. ni el boticario una pizca de gracia y conversación. El sopor devino en sueño y depresión antes de la medianoche, y salieron de allí jurándose no ir nunca más a ninguna cena familiar. Sí se divirtió el farmacéutico, sin embargo, en la fiesta homenaje que le hicieron unos días antes sus primos y su tío J. a la tía MJ., que cumplía 60 años.

Ha visto estos días felicidad y risas en casa, y eso lo ha hecho muy feliz. Hacía tiempo que no estaban los cinco (o mejor dicho, los seis; M. es una más) desde las rarezas, ausencias y calamidades de X. Todavía no sabe muy bien qué piensa hacer X. con su vida o si ésta tiene arreglo; ojalá le vaya bien en el otro lado del mundo, ojalá sea verdad que hay un dinero que puede arreglarle un poco la vida. Qué mal he visto a Y. estas semanas atrás, en qué desesperación tan profunda, piensa. ¿Habrá terminado la pesadilla que lo embarga y desasosiega? Daría por ello buena parte de lo que tengo, se dice a sí mismo. El farmacéutico se ha dado cuenta de que a X. lo quiere más que a nadie, pero no sabe quién es, ni qué ha hecho todos estos años en los que él no ha parado de trabajar en la farmacia y leer. Quizás X. no sea nada ni nadie: es un fantasma, un mal sueño, una pesadilla eterna de la que, si uno se despierta, el desasosiego continúa o es aún mayor. Por qué lo habrá hecho todo tan mal, tan en secreto, por qué tanta mentira, se sigue preguntando. Supone que estos días se sabrán más cosas. Por otra parte, su relación con M. es excelente en todos los sentidos, sin eso no sería nada, aunque le agobia que ésta no tenga trabajo aún, ni más amigas con las que quedar y salir a menudo. No lo sabe, pero supone que, como a él los varones, todas las chicas que conoce en estos lares le parecen poca cosa. Quiere el boticario pensar que está feliz con él, y que ya encontrarán ambos amigos a su medida.

Los regalos, al menos, han sido excelentes, piensa: casi todos ellos libros, libros, libros.

 

Otro día de guardia que comienza desde temprano, al que marcha sin su padre. Los días festivos le hacen pensar que puede haber mucha gente en la botica, y está allí el primero, azorado. El día es largo, llevadero, y está animado, sobre todo porque apenas le ha dado tiempo a hojear la decena de libros que le regalaron, y que se ha traído a la farmacia no sabe muy bien para qué. A mediodía comienza a leer una novela de Libros del Asteroide llamada El fiel Ruslán, de Gueorgui Vladímov, crítica brutal de lo que fue el gulag a ojos del perro guardián de un vigilante, pero lo deja temprano al no poder soportar los malos tratos y palizas a los que someten al animal humanizado. Lo único bueno es que me da la idea de un cuento, quizá una novela, con un perro como protagonista, piensa el boticario. Dedica la noche a leer historia de la Primera Guerra Mundial, alternando con 14, la novelita de no ficción de Echenoz sobre dicho conflicto, que termina en un par de horas, ya en la madrugada, entre llamadas de enfermos intempestivos que lo desvelan por completo. Pocas horas antes lo había llamado la madre de M. para darle una alegría: no hay manera de encontrar ya la primera edición de El trapero del tiempo en Sevilla. ¿Se habrá agotado en menos de un año?, piensa el sanitario. Escribe a N., y le dice que claro, que puede ser. Veremos, piensa. Escribe un email al editor y le pregunta. Lo sondea sobre una posible edición en bolsillo que subsane las múltiples erratas con las que el texto vio la luz, o lo que buenamente se le ocurra. No puede soportar la idea de saber que el texto, su libro, está tan sucio. Ha debido de venderse bien, parece convencido el boticario. Tiene ansiedad, pensamientos incomodísimos, desasosegantes, malsanos.

 

Días mediocres, lentos, monótonos. Pasan despacio y son aburridos a pesar de que el trabajo en la botica es abundante. Hay días, muchos últimamente, que se le hacen una copia exacta de los anteriores, idénticos, casi un déjà vu. Las cosas han cambiado mucho aquí, piensa, o soy yo el que ya no vive sólo para el trabajo y tiene la cabeza llena de libros: los que leo, los que he escrito, los que estoy escribiendo y los que quedan por leer y escribir. Lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, la felicidad que le proporciona la farmacia es la de la seguridad laboral y económica, mucho menos ya la profesional, a la que dedicó altruistamente tanto tiempo dentro y fuera de la botica. Pasó varios largos años intentando prestigiar al gremio desde el colegio profesional, así como formarse él lo más posible, pero los planes de ahorro de la administración y el poco interés de los propios pacientes han dado al traste con su pasión profesional. Un aburrimiento, el actual, al que hay que añadir el tiempo de bancos, facturas, proveedores, asesoría y demás. Pero qué remedio, hay que vivir y trabajar, y hacer el trabajo lo mejor que uno pueda, se dice. En la sanidad pasa igual que en la escritura: si no vas a ser el mejor, no sigas, déjalo.

 

Cenaron con S., M., Si. y F. Se casan estos últimos. Una magnífica noticia. Tras una copa larga de ron con ellos en una terraza, duerme como un bendito después de leer un cuento corto de Nabokov.

 

Cuenta el boticario que Faulkner decía que el novelista de raza es aquel que si tiene que matar a su madre para lograr un buen párrafo, la mata. Y cuenta que decía también el Nobel sureño que le daba igual que la gente se fuese al mismo infierno, siempre que el olor a chamusquina no le impidiese escribir.

 

El sábado se presenta con frío y lluvia, tan fuerte esta última que apenas ha podido sacar a los perros. Al final, casi por sorpresa, salió el sol y dejó un día extraordinario, aunque sólo momentáneamente, pues las previsiones meteorológicas seguían siendo nefastas, cumpliéndose dichos presagios ya de madrugada, cuando estaban aún en la calle con la buena amiga MC. Fue un día tranquilo entre lecturas y pequeños bricolajes caseros, interrumpidos a mediodía para almorzar con A. e I. en Torremolinos, en una vinatería fantástica muy cerca del del mítico hotel Pez Espada, donde Sinatra irrumpió celoso, en los 50, en busca de Ava Gardner, que seguramente yacía con algún torero, y ellos, sibaritas y viajeros, ya conocían. Qué bueno verlos de nuevo, siempre es un placer inmenso quedar con esta pareja amante del cine, la literatura y la buena vida, sentencia.

 

«Conoció el dolor y la amargura, pero nunca estuvo triste una mañana». Saca el farmacéutico esto de un texto de Hemingway, y cree que sería el mejor epitafio posible para la tumba de su padre.

 

El domingo es frío, un frío de esos que uno recuerda de otra época, de madrugones de Granada para ir a prácticas de Fisiología Humana, donde destripaba por orden de una profesora con pinta y maneras de madre superiora a pobres ratas blancas inmensas para verles los fétidos y serpenteantes intestinos, o para ver en directo, cruelmente, cómo dejaban de latir sus corazoncitos, algo así. Es un domingo de guardia de los que compensan económica y literariamente: muchos pacientes y un jugoso tiempo a solas donde el boticario lee mucho y donde incluso saca una hora para ver un documental sobre algo del ensayo o la novela que lea en esos momentos. Hoy ha tocado uno sobre La expedición Malaspina, sobre la circunnavegación del italiano homónimo financiada por la corte ilustrada de Carlos III. Una maravilla. La noche pasa rápido, con pocas urgencias, y duerme casi cinco horas del tirón. No tenía ganas de afeitarse y ha decidido dejarse crecer la barba. A ver si es posible, si cuaja por toda la cara el vello con la fuerza del bigote de húsar que, aun rasurado, le azulea la cara.

Sale de la botica a mediodía y se entera de la muerte de ADsM, un paciente y anciano sabio al que echará de menos, banquero de su familia, consejero de la ya extinta burguesía del pueblo. Fue él quien le recomendó el Oráculo manual y arte de prudencia, de Gracián, hace muchos años. La última vez que lo vio le dijo al boticario (mientras éste le tomaba la tensión) que sus hijos querían celebrarle el 92 cumpleaños, y decía que no, porque Dios, al parecer, se había olvidado de que estaba vivo aún, y que si desde arriba veía una fiesta se iba a acordar de llamarlo a su regazo. Era un conversador excepcional.

 

Al vendedor de la Once de la esquina de la farmacia siempre se le amontonan colas de ancianos, sobre todo los viernes. ¿Para qué compran lotería los viejos?, se pregunta. En la muerte no cree nadie, ni siquiera los que están, como dice su abuela, en primera fila de salida.

 

Escribe y no sabe muy bien en qué día lo hace, ni por qué, sin venir a cuento, ha sucumbido a la pereza de no hacerlo en más de diez días. Han estado en Madrid, todo el largo fin de semana que le han dejado libre las obligaciones. Tenía ganas de empaparse de nuevo de la ciudad, los hermanos y algunos amigos. Todo eso y algo más, supone, pero lo cierto es que sigue atormentado, absolutamente descompuesto y lleno de miedos, angustias y lamentos. Ni El Escorial, ni El Pardo, ni la gran ciudad que ya conoce como quería conocer de joven lo han hecho apartarse de la incertidumbre y las calamidades de la vida de X. No sabe el boticario qué hace ni qué piensa, ni intuye si su vida es una farsa monumental o no, si goza o le compensa vivir en medio de la ruina, el caos y la desconfianza de todo el mundo. No sabe dónde ni cómo ni si es que trabaja realmente: todo en él es oscuridad, la imposibilidad terrible de conocerlo a fondo. ¿Y si es un espía y realmente sufre porque no puede decirnos nada de su trabajo secreto? Ya no sabe uno qué pensar, le dice el farmacéutico a su mujer. Al menos se deleita con el Madrid viejo, con la grandeza del Prado, del monasterio filipino, etcétera, con su pasión desmedida hacia la historia de España.

Se vuelve apenado, muy triste, con momentos terribles de flaqueza en el ánimo. Ver a gente que quiere con tanta desazón lo hiere profundamente. Por si fuera poco, a los escasos fogonazos de alegría que le produce conocer la buena marcha de la novela, se une, lamentablemente, el desprecio de D., su editor. Espera su llamada desde hace demasiado, pero no, nunca llega. El boticario sueña con un «Rafael, se han vendido tantos. Vamos a hacer otra tirada» o un «Rafael, se han interesado por ella los franceses y los alemanes», pero no, nunca llega esa llamada. Debe esperar, no queda otra, y seguir escribiendo.

Por lo demás, el trabajo va bien y M. es una mujer maravillosa. Cada día estoy más seguro de ello, piensa. Lee mucho, mucha historia y mucho ensayo de historia ahora, tanto que empieza a preguntarse cuándo podrá ponerse a leer y a escribir novelas otra vez.

Las semanas pasan demasiado rápido, y a veces el vértigo lo alarma, una suerte de sensación —de certeza— de que no puede abarcarlo todo, ni leerlo todo, ni de escribir todo lo que tiene en la cabeza.

Febrero

 

 

Intensa semana de trabajo que culmina con una guardia de viernes terrorífica, llena de gente, gripes y niños laringíticos. Le ilusiona la (para él) nueva casa de Coín, encima de la farmacia. Un piso espléndido, grande, de techos altísimos y ventanas enormes, lleno de luz, ciento y pico metros de vivienda antigua para él solo. Una casa en la que vivieron don Francisco (el señor Paco, así se le conocía), su hijo José y su abuelo Miguel, sus antepasados terratenientes gatopardescos, con los que el boticario tiene una peculiar relación obsesiva y fantasmal.

Foto blanco y negro de un grupo de personas alrededor de una mesa  Descripción generada automáticamente

Su tatarabuelo Paco es el de las largas patillas a lo príncipe de Salina. El bebé de blanco del centro es su abuelo, y encima de éste, José, su bisabuelo. Es 1915, hace cien años, y es la casa donde el boticario trabaja y escribe.

 

Quiere instalar con un carpintero una gran biblioteca e ir trayendo aquí los cientos de volúmenes que ya no caben en Fuengirola. Ha puesto un escritorio también, y empieza a decorar con la libertad de saber que M. aquí no vendrá nunca, que esa será su casa y sólo suya. Tiene ya más de dos mil libros.

 

Le dice su compañera que lo espera un hombre, aunque a veces es una mujer. Mira desde la mesa de su despacho a través del cristal y lo ve inquieto, manos en la espalda, ensayando una sonrisa mientras mira el reloj y lo que la botica enseña de los productos de venta libre, con un inmenso trolley como compañía. Antes, cuando en la farmacia y en la medicina se ganaba mucho dinero, venían con corbata y con la arrogancia de un trabajo fácil y bien pagado, aunque siempre ingrato, pero ahora son cientos y sin apenas formación, a veces simples comisionistas a los que los laboratorios les dan migajas si buenamente venden, algo que no siempre ocurre. Los propagandistas médicos, los viajantes, los delegados de laboratorios, tanto da. Entre ellos hay idiotas que se creen que saben más que médicos y farmacéuticos, algunos que se enfadan si no compras ni recomiendas sus productos (normalmente de poca evidencia científica), mujeres rutilantes que ponen nerviosos a cualquiera y pobres ánimas neutras a las que no les sale la voz del cuerpo y que le dan al boticario una pena horrorosa, más que perros abandonados bajo la lluvia. Una vez su padre le regañó por comprarle a todo el mundo, por llenar de productos invendibles la farmacia.

Sale de su despacho y le da la mano a un pobre hombre con ojos y estupefacción de tórtola, que vende, cual viajante de película del Oeste, champús para la caída del pelo. Era un hombre completamente calvo.

 

La semana se inicia en forma de presentimiento, de mal agüero. Se despierta con ligeras náuseas, que le disparan, otra vez, las alarmas internas. No para de escuchar en su cabeza las voces que dicen que sí, que es ella, la crisis emética que le amarga la vida con su informalidad en la llegada, con su mala educación relativa a la puntualidad. Son ¿cuántos? ¿Tres años? Algo así, esperándola, y ya está aquí la náusea, el vómito, el nerviosismo, la ansiedad y el espanto todo. Está aquí su tortura y sin embargo se felicita por su llegada, porque queda menos para que vuelva a marcharse. Produce síntomas físicos horribles, pero se teme que no es más que la náusea de Sartre, una arcada existencialista de sinsentido que ha somatizado su estómago y lo que en neurología se llama zona quimiorrepetora gatillo, dentro del bulbo raquídeo.

—A buenas horas, hija de perra, te presentas. No digo que me alegre saber de ti, pero prefiero que vengas ahora que más tarde. Creo que esta vez has venido a fastidiarme pero también a curarme del todo esta cabecita enferma que me dio Dios, porque ya no podía más y te necesitaba como tú me necesitabas a mí y mi horror. Ansiaba la certidumbre de ser inmortal en tu presencia —sólo en tu presencia, pues la muerte sería un alivio—, como aquella vez que te metiste en mis entrañas en la casa de la playa, recién viviendo con ella, con esa mujer tan guapa que también te conoce, bellaca. Por tu culpa hice el más espantoso de los ridículos, me humillé como nunca he hecho, delante de la mujer que habría de ser mi esposa. Ah, sí, qué contento estoy de haberte vencido, de haber recuperado tu malestar, tu pena, el martirio de creer que vivo en el infierno con cada pie que pones en mi cuerpo. La dicha es infinita, oh, odiada mía; cuánto he de agradecerte tu visita, el haberme permitido ver otra vez a un hombre luchando con coraje no tanto contra ti sino contra su propia fragilidad y pequeñez, contra su insignificancia pueril. Esa experiencia se tiene que pagar, y por eso te rindo tributo. Te he vencido y me he vencido. Han ganado la razón, el coraje y la templanza; la estoicidad y, qué carallo, la serenidad aprendida del señor de la Montaña y de ese cordobés llamado Séneca. Pocas batallas se ganaron con tamaña dicha ulterior, vive Dios que siéntome como cerca del Padre. La esperé y la he vencido. Albricias.

 

Hago literatura porque no sé hacer otra cosa mejor con mi felicidad y con mi tristeza, con la emoción que siento al ver, al fin, relajada mi cabeza.

 

No me interesan las ideas, sólo los hombres, dijo Faulkner. Si no le interesasen los hombres (y las mujeres), el farmacéutico no escribiría un diario como este.

 

 

Septiembre

 

 

Tengo la sensación de que P. está enfermo, piensa el farmacéutico. Intenta no pensar demasiado en ello, alejarlo de su mente, pero el bajón físico que manifiesta, unido a que él mismo reconoce el malestar, le indican que puede tener que prepararse para lo peor, para algo serio, quién sabe si grave o fatal. Lo oye toser con frecuencia, con una tos molesta de tísico decimonónico. Lo oye, para qué mentir, desde hace años; demasiados años en los que no ha querido o no ha sabido o no ha podido dejar de fumar, años en los que él no ha sido capaz de abroncarlo lo suficiente, de agarrarlo por los hombros para exigirle que no se suicide ante sus ojos, que no se le ocurra dejar huérfanos ni viuda ni amigos destrozados antes de tiempo; que tuviese misericordia con los que lo idolatran, con aquellos que se esfuerzan por hacérselo todo más fácil, más bonito. Cree que está enfermo, y duda que sea del alma su dolencia, que no sólo son los males y angustias que sabe también somatiza, esos excrementos paranoides deyectados por las estupideces sociales y los prejuicios por las incertidumbres y rarezas de X. Es posible que esté enfermo y que, de nuevo, recaiga sobre sus hombros la responsabilidad última de liderar a la tribu, ponerla a salvo del naufragio, en definitiva. Mi vida entera, piensa, no es más que un tratado sobre la valentía en ciernes. Ojalá, sea esto lo que sea y pase lo que pase, sepa estar a la altura, dice el boticario a punto de llorar, delante del espejo del baño.

 

El escritor de raza es aquel que, incluso cuando está sufriendo, aprovecha ese dolor para su trabajo. El escritor total es el que busca una salida literaria siempre, también para el horror.

 

Todo viene desde hace mucho, demasiado, como todo lo que existe o ha existido y no tiene ni principio ni final. Pareciera como si todo aquello que una vez pensó esté pasando de verdad. Nadie le dijo entonces, ni ahora, que ni en los presagios ni en las anticipaciones habían de tener cabida las calamidades y la muerte misma, el sufrimiento y la congoja. La vida, intuye, le ha lanzado esta propuesta de aceptación radical, como si en el fondo el destino —o una deidad oculta— quisiera preguntarle si está o no preparado para afrontar la vida tal y como es, o mejor dicho, tal y como parece que en realidad es. Lo negativo, se entiende: el dolor, la pérdida y el sufrimiento o la desaparición de los seres queridos. Debe responderle a ese demiurgo que sí, y mentalizarse en reclutar todas las mesnadas posibles a su alcance para dar combate; transformar la lucidez, la cultura, la juventud y la salud en un ejército tan poderoso como jamás se vio en el orbe.

No sabe aún si P. está enfermo, ni de qué en el caso de que lo estuviese, ni si va a ser viejo o no, tampoco si lo será él, pero se siente preparado para dar batalla, como si de repente el nervio de Aquiles se hubiese tensado dentro de él, esperando en un puerto la llegada de los barcos que lo llevarán a Troya para no volver, morir con la certeza y el orgullo de haber luchado con nobleza por un correcto ideal. El cuerpo a cuerpo puede ser fatal, sí, ya que el enemigo, desconocido aún, puede ser tan temible como Héctor. Las ansiedades, las tribulaciones que sufre, indican con claridad algo que no ha sabido ver hasta el momento: ha terminado el estadio estético de su vida. Debe dejar el gineceo de la diosa Tetis, debe ir a Troya, cruzar la línea conradiana de sombra de una vez.

 

Amanece un día por completo distinto, como si le hubiesen cambiado la vida y el yo durante la noche, que ha transcurrido tan placentera y fresca como no lo ha sido en dos meses. Hay llamadas esperanzadoras, que le reconfortan y embargan, con respecto a las incertidumbres de X. ¿Será cierto esta vez? Quién sabe, pero dejemos este día tan bello para la ilusión: mañana será otro día, piensa el boticario. La guardia lo sume en la molicie y la apatía. Lee y piensa y escribe algo a pesar del trabajo intenso:

¿Cómo está? Cuénteme. ¿Qué desea? ¿Qué le pasa? ¿Está mejor su madre? ¿Se le controló la tensión? ¿Cuánto ha tenido de azúcar esta mañana? ¿Le fueron bien las cápsulas que le di?

Siempre lo mismo, la contumaz rutina que no sabe hasta cuándo tendrá que soportar sin sucumbir al hastío, a pensar que su vida podría ser diferente, más sugestiva, menos preceptiva, algo aventurera. ¿Pero qué demonios estoy diciendo? Debe regañarse a sí mismo, porque, ¿de qué si no es de su profesión va a vivir ese alma de cántaro? ¿Acaso tiene él los arrestos suficientes para sobrevivir en una jungla atroz como es este mundo que a duras penas sale de una crisis brutal? «No sé ni cómo no te da vergüenza siquiera pensarlo, sanitario, no lo sé. No, no, no, yo elegí esta vida burguesa, y salvo alguna sorpresa literaria, es lo mejor que sé hacer», admite al fin.

¿Pero eres feliz con esa vida, sanitario?

—No lo sé, no lo sé; aunque sí sé que sería más infeliz en cualquier otro oficio.

—Ajá, ¿entonces?

—Es que no aspiro a la felicidad, eso no existe. Sólo cabe ser menos desdichado, si acaso únicamente ser digno de ser feliz.

 

Medita hoy —sin quererlo y durante cabezadas de duermevela— sobre la muerte, sobre la nada. Es un lunes de tormento, ardor y deseo. La guardia se hace eterna, interminable.

 

Los asuntos transcurren con razonable placer y entusiasmo. Disfruta de un agradabilísimo almuerzo en Nerja con Justo Navarro y N. Con pocas cosas se deleita más que con una buena conversación, aderezada con buena comida y algo de cerveza o vino. Cuando a eso se le añade un entorno como Nerja se acerca la perfección, el goce estético absoluto, dice el farmacéutico a sí mismo mientras conduce de vuelta a casa. Casi se olvida del hartazgo y el cansancio de la guardia pasada, que pasó con mal sueño y mucho trabajo, con despertares súbitos de urgencias que lo son y otras que no lo son tanto o lo son a medias. Hay días, noches de guardia, en que es presa de la desesperación y se jura incluso (en una de las no-urgencias de madrugada) que va a cambiar de trabajo al día siguiente.

Si tuviese que diferenciar los días a tenor de lo que se exprimen y de qué calidad es el jugo que nos proporcionan, este ha sido el mejor de ellos en mucho tiempo, donde pudieron aunarse el bienestar físico, mental y estético, y que culminó con una espléndida cena y con el abrazo súbito —impetuoso, codicioso, impaciente— del amor conyugal, dice el terapeuta.

 

Se va de viaje el farmacéutico, de vacaciones más que merecidas, y vuelve a sentir los días previos la ansiedad del primerizo, una actitud pueril, impropia pero a su vez maravillosa: el anhelo del goce y el disfrute de lo desconocido. Lleva con ganas de ir a Menorca desde que era un jovenzuelo, más incluso que a Mallorca e Ibiza, atestada esta última de horteridad y famoseo de medio pelo, algo que, eso sí, no debe de mermar su inconmensurable belleza. Hay algo en Menorca, tal vez su lejanía, su orientalidad máxima, su pasado británico, que le fascina. Ha imaginado sus pueblos y sus calas, y cree que no yerra al imaginar el solaz de su tranquilidad, del escaso ruido y de su idílico y educado paisanaje. Hay algo poderoso, resplandeciente y turbador en todo lo que baña el Mediterráneo. No recuerda dónde ni cómo se manifestó esta pasión desaforada por el viejo mar, sabio y lleno de memoria, cuna de la civilización occidental por el que vino todo, no lo sabe. En el fondo, como cree que hizo decir a Gregorio Adames en El trapero del tiempo, somos hijos naturales de ese mar, que Poseidón y Neptuno son tan padres nuestros como el que nos engendró mediante el pecado.

 

Amanecen temprano en casa, y tras un periplo infinito de trenes, metros y aviones aterrizan en Mahón —mejor el Maó de aquí—. La primera sensación que le ofrece la isla es la del orgullo de haber superado el absurdo y reciente miedo a volar. La travesía aérea ha sido inusualmente serena a pesar de las turbulencias, animada, feliz e impaciente por llegar de una vez a la isla del Mediterráneo en la que lleva medio año queriendo perderse. Está sorprendido, mucho, y no sabe si más por la valentía o por el triunfo de la voluntad.

Las urbanizaciones perfectas y cuadriculadas, colgando algunas de acantilados mínimos, piscinas azules y pistas de tenis, le adelantaban desde la ventanilla del Airbus las bondades de la isla, una isla diminuta como imagina que es también Ítaca (que no se va de su cabeza), con forma de croissant y unos 700 kilómetros cuadrados. Hay algo en Menorca (o había, mejor dicho) de isla remota que no posee ninguna isla de Europa occidental, al menos para él, acostumbrado a no salir demasiado al mundo. Alejada septentrionalmente de la romana Eivissa, de la masificada y casi peninsular Formentera y de la concurrida y vasta Mallorca. De Cabrera, ni él ni nadie sabe gran cosa.

Toma tierra y —aun con los saltos que buscan afianzar la aeronave en el suelo— se dice: «Hemos acertado». Llegan al hotel al caer la tarde, en coche de alquiler desde Mahón. La distancia es poca, unos sesenta kilómetros, recorridos en línea recta de este a oeste. La carretera es buena, poco arbolada, en la que encuentran pueblos importantes cuyos nombres ni les suenan, y abundante ganadería vacuna. Ciudadela —mejor Ciutadella—, bajo la lluvia y con poca luz, les recuerda de entrada a una ciudad portuaria gaditana. Ven desde el coche barrios alejados del centro que los decepcionan lo mismo que los sobrecogen los acantilados cuasi privados de las decenas de urbanizaciones que componen la capital episcopal de la isla. Casi todos los extrarradios son feos, y todos los acantilados subyugan. Descansan brevemente y el boticario toma una ducha analgésica, procurando que se vayan junto con el agua los pensamientos oscuros que no sabe cómo han aparecido aquí también, a tantos kilómetros de distancia. Pasean por la zona de Blanes, donde se sitúa su hotel, de nombre Almirante Farragut, un laureado marino decimonónico menorquín que llegó a ser algo así como primer almirante de la marina de EEUU. Es Blanes una urbanización agradable, tal vez en exceso idéntica a cualquier otra zona turística de sol y playa, atestada de británicos algo chabacanos en las formas y en cuanto a la vestimenta. Piensa al verlos —chanclas, camisas imposibles, tatuajes, pantalones pirata— en el pasado británico ilustrado de la isla, y le deprime el contraste con los actuales rubios con los que se cruzan. ¿Se notará en la isla el más de medio siglo bajo dominio inglés?, se pregunta. Ojalá. Deciden cenar en el mismo Cala Blanes, en un restaurante de carnes a la brasa dirigido por un maître con indumentaria de domador de circo donde, además de un delicioso cordero, prueban las croquetas de sobrasada (deliciosas) y un revuelto de verduras con un triturado de embutido típico, de nombre «marrania». M. está preciosa, contenta, piensa el farmacéutico, y cada vez que viaja está casi más feliz por ella, porque sabe cuánto le gusta hacerlo.

La temperatura era magnífica, pero está diluviando. Cuánta belleza hay en la lluvia, exclama.

 

Aunque las previsiones de lluvia eran catastróficas, amanece un cielo entre nublado y plomizo, muy bajo, que deja al mediodía pasar unos cuantos rayos de poderoso sol, los suficientes para que no consigan arrastrar demasiado calor a la isla, sobre la que sopla hoy un agradable viento suroeste. El desayuno del buffet es por completo una obscenidad: un salón morrocotudo a rebosar de centenares de grasientos británicos, a la manera de perezosos leones marinos entre las rocas, aderezados por decenas de compatriotas, todos excesivos en carnes y gula, ansiosos por devorarlo todo, por deglutir cantidades ingentes de fritos, grasas y salsas pestilentes de aromas extraños; miles de bocas abiertas rumiando colesterol y saturaciones de todo tipo, apelmazados en sillas escasas, prietos en mesas en las que se hacinan platos unos encima de otros, como si fuese la última comida no ya de sus rechonchas vidas, sino de la tierra toda. Salen por fortuna pronto hacia Ciutadella aprovechando esos escasos rayos milagrosos de sol, y de qué manera tan grata los sorprende el casco antiguo de la ciudad, una auténtica maravilla. Visitan sus callejas, su catedral gótico-catalana y su convento de San Agustín. Una sorpresa este último, con iglesia barroca y una colección científico-naturalista con cientos de animales disecados y algunos aparatos de la física decimonónica. Preside el museo un esqueleto de ballena, varada en la isla en 1888