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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 49 - julio 2020

 

© 2004 Debra D’Arcy

Compromiso profesional

Título original: A Professional Engagement

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2004 Debra D’Arcy

Amor renovado

Título original: The Best Man’s Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2004 Debra D’Arcy

Falsos amantes

Título original: A Convenient Groom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-602-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Compromiso profesional

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Amor renovado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Falsos amantes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Compromiso profesional

Capítulo 1

 

 

 

 

 

RICK no lograba situarla.

Estaba parada en el vestíbulo, junto al mostrador, casi tan tiesa como el traje negro que llevaba, con un portafolios rojo pegado a la blusa blanca, escudriñando la habitación llena de gente.

Tenía pinta de ejecutiva, salvo por el pelo… Rick ladeó la cabeza y arrugó la frente. Llevaba el pelo negro y revuelto, cortado en picos que sobresalían hacia todos lados, como el peinado de una artista o una modelo, no de una mujer de aspecto tan serio.

Rick se rascó la mandíbula. Qué raro.

Conocía muy bien a sus empleados; a los investigadores, por su nombre, y al equipo de apoyo, de vista. ¿Era una empleada nueva, o estaba allí de paso?

Intentó despejarse. Aquella joven no iba a convertirse en un misterio. En dos minutos la tendría analizada, clasificada y fichada, como todo lo demás en su vida. Se dio la vuelta y se concentró en lo que estaba haciendo.

Se enderezó la corbata y se subió a una silla, componiendo una sonrisa.

–Quisiera felicitar a todos los que estáis aquí por un trabajo bien hecho. El proyecto de Hinney & Smith ha sido un gran éxito. Ahora podemos distribuir nuestros productos por todo el país con nuestros propios medios, hemos reducido costes y nuestro margen de beneficios ha aumentado. Somos una empresa más grande y mejor, y estoy orgulloso de todos vosotros –levantó su copa de champán–. Por un gran equipo con un brillante y próspero futuro.

Bebió un sorbo entre gritos de júbilo y silbidos. Había hablado en serio. Eran un equipo fantástico. Su dedicación y lealtad había asegurado otro triunfo a la empresa.

Su mirada se posó de nuevo en aquella bonita desconocida de aspecto fresco. Estaba en la puerta, observando con despreocupación a sus empleados.

No tenía copa. Y eso, él podía remediarlo.

Se bajó de la silla sonriendo y comenzó a estrechar las manos de sus empleados. Le encantaba alabar a la gente cuando las alabanzas eran merecidas. Y, qué demonios, todos ellos se merecían un hurra.

El siguiente reto que lo esperaba era la fusión de su compañía con SportyCo. De ese modo, su equipamiento deportivo tendría el doble de fuerza en el mercado. Era un riesgo lanzarse demasiado pronto, pero no podía esperar. Estaba deseándolo. No se había pasado diez años trabajando como un loco para acobardarse ahora.

Seguramente era mejor esperar, antes de embarcarse en un proyecto tan ambicioso, a que su imagen pública de playboy fuera cosa del pasado. Era improbable que aceptaran que fuera presidente de las compañías fusionadas si la imagen que proyectaba no era la adecuada.

Los últimos seis meses con Kasey Steel deberían haber convencido a todo el mundo de que había dejado atrás sus tiempos de vividor. Sus amigos empezaban a aceptar que había sentado la cabeza. Así que los círculos empresariales tampoco debían de andar muy lejos… ¿no?

Le estaba costando mucho librarse de su pasado. Su pasión por los deportes extremos que todo el mundo consideraba una locura; sus noches de juerga y alcohol, o su afición por las mujeres. No había podido convencer del todo de su cambio real. Hasta ahora.

Tampoco esperaba que una relación estable pudiera tener el efecto deseado sobre su reputación, aunque no por ello iba a dejar de hacerle un favor a una amiga. Además, aquel favor, era ahora todo un aliciente; por fin tenía la oportunidad de sacudirse su mala fama y ser tomado en serio.

Lo había conseguido. Sólo tenía que seguir por el mismo camino. Su mirada se dirigió otra vez hacia la puerta. Cuando hubiera etiquetado a aquella mujer, claro.

Se enderezó la camisa burdeos y se alisó la corbata de seda morada. Se abrochó la chaqueta del traje y se miró los pantalones a juego. Estaba bastante pasable.

Recogió otra copa de champán de la mesa y se acercó al mostrador sin dejar de mirar a la desconocida.

Era más alta de lo que le había parecido al principio, casi tan alta como él, con aquellos tacones negros. De cerca, su peinado no parecía tan alocado. Era más bien calculado, como el resto de su aspecto. Ordenado y preciso: sólo una apariencia de rebeldía.

¿Qué era aquella mujer? ¿Una contable del departamento financiero? ¿Una bibliotecaria despistada? ¿O una maestra almidonada queriendo pasar por mujer fatal? Si pretendía algo así, desde luego lo estaba consiguiendo.

Rick vaciló. Le daban ganas de dar media vuelta y mezclarse entre la multitud, darse el gustazo de fantasear un poco más con aquella mujer y entretenerse con las posibilidades que le ofrecía.

Ella se volvió hacia él, y sus ojos negros lo traspasaron. ¡Era preciosa!

Rick se acercó y le tendió la copa de champán.

–Pareces perdida –balbuceó como un idiota.

Ella le sonrió, levantó una mano y rechazó la copa sacudiendo la cabeza.

–No, gracias. Y no, no estoy perdida en absoluto –miró más allá de él–. Estoy exactamente donde tengo que estar.

Rick aspiró una rápida bocanada de aire sin apartar los ojos de ella. Le había sorprendido la energía de su voz, el dulce matiz de su timbre, la vivacidad de sus ojos negros. No podía ser tan distante y fría como parecía.

Su mirada se deslizó sobre ella, el bullicio de la sala pareció apagarse, su respiración se hizo más audible, y su cuerpo empezó a desperezarse.

Se aclaró la garganta, dejó las copas sobre una mesa y se puso en la línea de visión de la desconocida.

Ella levantó ligeramente los ojos negros para mirarlo con una intensidad que resultaba inquietante, como si supiera cosas que él desconocía por completo.

–Tengo una cita–dijo con suavidad, y miró el mostrador de recepción, que estaba vacío–. Pero creo que no es el mejor momento.

–Yo podría ayudarla –se ofreció él.

–Pues… sí –ella frunció los labios e intentó mirar más allá de él–, si pudiera decirme dónde puedo encontrar al señor Keene.

Rick sintió que un extraño calorcillo se extendía por su cuerpo, y no pudo evitar sonreír.

–Ya lo ha encontrado.

Ella pareció sorprendida un momento. Lo miró de hito en hito lentamente, desde los zapatos negros hasta el traje, pasando por la camisa y la corbata, hasta detenerse en su cara. Achicó los ojos y escudriñó la cara de Rick como si intentara descubrir la respuesta a una adivinanza.

Rick le sostuvo la mirada.

–¿Doy la talla?

–Oh… disculpe… desde luego –ella se sonrojó.

Rick se irguió un poco más.

–¿Esperaba que fuera distinto?

–No esperaba que fuera tan mayor.

–¿Tan mayor? –¿qué demonios…?–. No creo que con treinta y cuatro años sea tan mayor.

¿Es que se le había secado y resquebrajado la cara desde esa mañana? ¿Le habían robado una década de vida? Estaba claro que ya no tenía los rasgos redondeados y tersos de sus años de adolescencia. Pero se cuidaba.

Ella se encogió de hombros.

–Lo siento, no pretendía… –apretó los labios y desvió la mirada–. Lamento interrumpir la celebración. Podría volver después.

Él levantó una mano.

–No, no tiene importancia.

Pero ¿por qué había dicho que parecía mayor? Uno no podía ir por ahí diciendo cosas así, sobre todo si se era una joven tan bonita como aquélla, aunque aparentara tanta frialdad.

–¿Entonces…? –preguntó ella suavemente–. ¿Dónde está su despacho? Supongo que querrá hablar en un sitio más tranquilo.

–Claro –sus músculos se tensaron. ¿De qué iba todo aquello? Maldición. Escudriñó la sala en busca de su secretaria mientras intentaba encontrar una respuesta. Por lo general, su secretaria le informaba de las citas que tenía por la tarde antes de que se fuera a comer.

Echó a andar por el pasillo, atento a la mujer que caminaba tras él, a su suave perfume y al misterio que la envolvía. ¿De dónde era? ¿Para quién trabajaba? ¿A qué se dedicaba? Él normalmente adivinaba enseguida a qué se dedicaba la gente.

Abrió la puerta de su despacho y la vio entrar sin vacilar, contoneando suavemente las caderas. Se movía con perfecto dominio de sí misma, con ritmo musical, como una bailarina.

¿Quién era? Entró en su espacioso despacho, que ocupaba una esquina del edificio.

–Patrick Keene –dijo, teniéndole la mano–. ¿Y usted es…?

–Tara Andrews –ella le estrechó la mano con firmeza mientras lo miraba a los ojos con calma.

Aquel nombre no significaba nada para él. Ni tampoco, se dijo, el sobresalto que había sentido en las tripas al tocarla.

Rick dio media vuelta, rodeó su amplia mesa de teca y miró por la ventana el perfil de Sydney. Luego se volvió hacia la mujer.

–¿Y bien?

Ella apenas miró a su alrededor.

–He venido por su propuesta.

Rick suspiró, dejando caer los hombros. El misterio se había acabado. Aquella mujer sólo estaba allí por trabajo.

–¿Cuál? –se acercó a la mesa y hojeó los papeles que había dispersos sobre ella.

–¿Cuál? –repitió Tara Andrews.

–¿De qué propuesta quiere hablar, señorita?

–Yo…

–Estoy considerando varios proyectos. ¿Representa usted a un inversor, o a una de las partes involucradas?

–No he venido por negocios –dijo ella en tono más suave–. He venido por un asunto personal.

Él la miró fijamente mientras pensaba a toda prisa. ¿Un asunto personal? ¿Cómo de personal? No había olvidado ni por un instante aquellos ojos negros y profundos, aquellos labios rojos y carnosos, aquella piel tersa y bronceada, ni aquel cuerpo esbelto, cuyas curvas pedían a gritos una exploración a fondo.

De pronto se sintió arder.

–Soy experta en peticiones de mano. El señor Thomas Steel me pidió que viniera y le hablara de mi trabajo con la esperanza de que pueda ayudarlo a ofrecerle a su hija una petición de mano memorable –se inclinó hacia delante y le ofreció su tarjeta de visita.

–¿Petición de mano? –repitió él, aturdido. Tomó la tarjeta y se quedó mirando las palabras impresas en ella, intentando aclararse.

¿Se habría cansado de esperar el viejo Steel? Siempre estaba hablando de que se estaba haciendo viejo y de que quería tener nietos antes de morirse. Rick se puso tenso. ¿Estarían Kasey y él a punto de perder la paciencia? Esperaba que no.

–¿Me he equivocado de persona? –Tara miró una hoja de su portafolios–. No, no me he equivocado. Porque usted es Patrick Keene, ¿no?

Él la miró otra vez.

–Sí, pero…

¿Una experta en bodas? Rick cruzó los brazos y apretó la mandíbula, intentando no oír cómo le atronaba la sangre los oídos.

¿Cómo podía pensar alguien que un empresario extremadamente competente y próspero, como él mismo, no fuera capaz de hacer algo tan sencillo y directo como pedir la mano de una mujer?

¿Le estaría tomando el pelo el viejo Steel? ¿O se habría cansado de esperar a que su hija tuviera familia y había pensado que Rick necesitaba un empujoncito?

¡Aquello era increíble!

Ella apartó una silla de la mesa y se sentó frente a él con las piernas cruzadas y el portafolios sobre el regazo. La falda se le subió por los tersos muslos de manera sumamente turbadora.

Ella le ofreció una tenue sonrisa.

–Por la cara que ha puesto, yo diría que el señor Steel no le ha planteado todavía la cuestión –lo miró inquisitivamente–. Lo siento. El señor Steel vino a pedirme que me pasara a hablar con usted para ofrecerle mi ayuda si… –su voz se apagó–, si la necesitara –Rick alzó las cejas y le lanzó a la mujer una mirada sardónica. ¡Él no necesitaba ayuda para pedir la mano de nadie!

Ella se mordió el labio inferior.

–Tengo entendido que lleva usted algún tiempo saliendo con la hija del señor Steel.

–Sí –dijo él con voz crispada.

–Naturalmente, lo más importante es que se declare usted cuando lo considere oportuno, cuando esté listo…

Rick dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.

–Gracias. Le agradezco su delicadeza. Creo que Thomas Steel no ha tenido en cuenta ese aspecto de la cuestión –ni otros muchos, entre ellos el hecho de que los demás prefirieran vivir a su manera y no como dictara él.

–Intenté decírselo –ella se encogió de hombros–. Pero insistió.

–Sé lo que quiere decir.

Ella se humedeció los labios y miró su portafolios.

–Acepté venir a informarle de que la planificación de peticiones de mano es un servicio nuevo que ofrece a hombres tan ocupados como usted la oportunidad de emplear a una persona –se tocó el pecho–, como yo, para ayudarlos a resolver numerosos aspectos de su declaración matrimonial.

–Yo no necesito ayuda para declararme.

Ella no vaciló.

–Lo entiendo perfectamente, pero ¿está dispuesto a escucharme? Muchos hombres se precipitan a la hora de declararse, siguiendo ciertas ideas equivocadas, sacadas sobre todo de la televisión. Venden hasta la camisa. A fin de cuentas, la petición de mano es tan especial, si no más, que la boda misma… Es una declaración de amor y un compromiso que funda la vida en común de una pareja.

Rick se apoyó en el pico de su mesa con los brazos cruzados y observó a la experta en peticiones de mano. Era agradable mirarla, y también escucharla… y, desde luego, no tenía nada de malo prestarle un poco de atención.

Ella se dio unos golpecitos con el bolígrafo sobre los labios carnosos y rojos.

–Yo puedo servirle de ayuda en muchos aspectos. Tenemos una extensa colección de libros que podríamos prestarle: libros de poesía, recopilaciones de cartas de amor y de citas de amor, si es que le cuesta trabajo formular la gran pregunta –Rick no podía apartar la mirada de aquellos labios–. Y luego, claro, puedo ahorrarle las molestias de ir de acá para allá mirando precios y sitios donde hacer su proposición… –él comprimió los labios para que no se le escapara una sonrisa burlona. ¿Estaba hablando en serio?– Está, por otra parte, la cuestión de cómo le gustaría declararse: si quiere tirarse de una avioneta y declararse a diez mil pies de altura, o en una isla tropical a la luz de la luna, con un millar de estrellas titilando en el cielo –ella lo miró con los ojos brillantes–. O en un restaurante romántico, con un dulce aroma a comida exótica y música suave, y la cara de ella iluminada por la suave luz de las velas. O en un yate en medio del mar, como si fueran las dos únicas personas de la tierra…

Rick levantó la mano y la miró. ¡Aquella mujer era asombrosa! Incluso intimidaba un poco. ¿Cómo podía parecer tan fría y luego, de repente, iluminada por tanta pasión? ¿Cómo lograba ocultar aquella pasión tan eficazmente?

Su pelo, que sobresalía en todas direcciones, la hacía todavía más guapa. Resultaba difícil apartar los ojos de ella. De su pelo, de sus ojos negros e intensos, de sus labios y sus larguísimas piernas.

–Creo que… –dijo él, intentando sofocar una oleada de deseo–, aunque suena muy bien, eso no es para mí.

Ella apoyó las manos sobre su regazo, respiró hondo y le lanzó una mirada fría.

–Naturalmente, señor Keene.

Él carraspeó, intentando sacudirse el deseo de retenerla un poco más.

–Gracias por venir, pero soy muy capaz de organizar una petición de mi mano por mis propios medios.

Ella asintió con la cabeza.

–Me lo imaginé en cuanto lo vi.

–Lamento que se haya tomado tantas molestias –Rick metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y agarró su cartera–. La compensaré por su tiempo, desde luego.

Ella levantó una mano.

–No es necesario –deslizó el bolígrafo en el lomo de su portafolios–. Lo entiendo perfectamente. No todo el mundo necesita mis servicios.

Él se acercó a la puerta y agarró con fuerza el frío pomo metálico. Por más que admirara la pasión de aquella mujer, no podía fantasear con ella, ni con sus servicios.

Abrió la puerta. Lo último que le hacía falta era que alguien indagara en su vida íntima, y en la de Kasey.

–Gracias por su tiempo, y buena suerte –dijo ella al levantarse, alisándose la falda sobre las caderas redondeadas.

Rick comprimió los labios y procuró dominar el ardor que le corría por las venas. Hubiera querido que fueran sus manos las que se deslizaran sobre las curvas de aquella mujer. Y que las manos de ella se deslizaran sobre él.

Ella no se movió; se quedó mirándolo fijamente, con una expresión peligrosamente intensa, como si supiera lo que estaba pensando. Él se apretó la corbata.

–Les deseo que sean muy felices –dijo con suavidad, casi con dulzura.

–Gracias –a Rick le dieron ganas de abofetearse por ser tan blando, por no mostrar su acostumbrada indiferencia, por la traicionera reacción de su cuerpo, y por el misterio irresistible de aquella mujer.

Demonios, por primera vez desde hacía seis meses lamentaba haberse privado de la vida de soltero por culpa de las intrigas de Kasey.

–Gracias por tomarse la molestia de venir a verme, pero ahora tengo que regresar con los demás –dijo con suavidad.

–Adiós.

Rick salió y echó a andar por el pasillo. Tenía que alejarse de aquella turbadora mujer antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse.

No esperaba aquello. Ni en sueños. ¿Cómo demonios había encontrado Thomas Steel a aquella mujer? Él ni siquiera sabía que existían expertas en bodas y peticiones de mano… ¿Qué sería lo siguiente?

Se abrió paso entre sus empleados y procuró concentrarse y quitarse a aquella mujer de la cabeza.

Aquella experta en bodas había sido toda una sorpresa. ¡Y menuda sorpresa! Rick respiró hondo. Aquello, sin embargo, era ya agua pasada.

Aquella mujer no entraba en sus planes.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ERES COMO las estrellas del cielo estrellado. Como el agua para las flores. Como un sueño que quiero tener eternamente –él tragó saliva y cambió el peso del cuerpo sobre las rodillas–. Me sentiría muy honrado… Me haría mucha ilusión… Quiero que seas mi esposa –ella meneó la cabeza lentamente–. Eres como una rosa… como un pájaro que quiero abrazar, como un Porsche de carrocería reluciente…

–Creo que no… –dijo ella con suavidad.

–Pero…

Tara se mordió el labio, posó la mirada sobre su cliente y sintió un ligero desasosiego.

–Tal vez debería irse a casa y pensarlo un poco más.

Él sacudió la cabeza.

–No, tengo que practicar. Sé que normalmente no ayuda con las palabras justas, pero soy tan torpe con estas cosas…

–Lo está haciendo…

–No, no es verdad –el señor Faulkner alzó la mirada hacia ella con expresión angustiada–. Necesito que me escuche y me ayude a decirlo bien, de veras –Tara asintió con la cabeza. Él tomó aire–. Te deseo. Quiero tenerte a mi lado. Quiero despertarme con tu cara sonriente por las mañanas, y abrazarte cada noche. Acepta ser mi esposa. Por favor.

–Podría funcionar… –Tara se levantó y se acercó al pobre tipo, que seguía arrodillado, mirando la silla vacía en la que se suponía estaba su novia.

Él sacudió la cabeza.

–No quiero sólo que funcione, quiero que se quede alucinada.

Tara lo miró fijamente. Tenía más o menos su misma edad. ¿Cómo podía estar tan seguro de lo que quería a los veintiséis años? ¿Cómo sabía que había encontrado a su alma gemela, que compartir la vida con otra persona iba a mejorar su existencia?

–Levántese y estírese un poco –dijo mientras revisaba sus notas, incapaz de mirarlo a los ojos–. Lo está haciendo… bien –por lo menos estaba poniéndole empeño, no como el señor Keene.

Patrick Keene. Qué tío más bueno, si a una le gustaba aquella pinta de ejecutivo bien afeitado. Tara se dio unos golpecitos con el bolígrafo en los labios. Keene estaba bastante bien, aunque el color de su ropa desentonara un poco.

Debería haberse imaginado que le diría que no. Saltaba a la vista que aquel tipo estaba en la cima del mundo, con su gigantesco despacho en uno de los edificios más altos de Sydney, y con aquel traje hecho a medida que le ceñía los anchos hombros y realzaba su estatura y su poder.

No parecía la clase de hombre que pide ayuda para nada, y menos para declararse.

Mordisqueó la punta del bolígrafo y se quedó mirando por la ventana los coches aparcados en la bocacalle. A menudo fantaseaba con lo que podía suponer para su negocio un cliente rico e influyente, y en las pocas horas transcurridas entre la visita del señor Steel y el instante en que había visto por primera vez a Patrick Keene, había creído que por fin su sueño se había hecho realidad.

Camelot, el negocio familiar, florecería gracias a las alabanzas que Steel haría de sus servicios, aquello se convertiría en un torbellino y todo saldría como ella soñaba, sólo que mucho antes.

Tara había reunido el talento de toda la familia y les había prometido a sus dos hermanas y a su madre el éxito y el bienestar que buscaban. Con ella al timón, estaba segura de que su negocio sería un éxito.

Sencillamente, tendrían que apañárselas sin Patrick Keene.

¿Estaba seguro Patrick de que le señorita Steel era su alma gemela? Tara se dio la vuelta y miró al joven que estaba ensayando en voz baja delante de la silla. Aquel tipo no parecía capaz de encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que le conmovía de su pareja hasta el punto de querer pasar el resto de su vida con ella en feliz monogamia.

¿De veras creía el señor Faulkner que ella le sonreiría cada mañana? ¿Que querría que la abrazara todas las noches? Cuando llegara el tercer niño, cuando él saliera con los amigos, cuando se le olvidara sacar la basura, o cuando llegara tarde del trabajo por enésima vez sin dar explicaciones…

Tara regresó a su mesa, respirando con agitación. Ordenó sus papeles, alineó el teléfono con el filo de la mesa y volvió a colocar los bolígrafos en su bote.

–Llevamos así una hora. Supongo que ya la he torturado suficiente, ¿no, señorita Andrews? –Tara se giró para mirarlo. Él se levantó y se alisó los pantalones con el ceño fruncido–. No voy a darme por vencido, ¿sabe?

Ella asintió con la cabeza.

–Creo que sería conveniente que siguiera ensayando en casa un par de días –se acercó a la estantería y sacó un libro de poemas–. Puede que lo ayude leer esto y anotar las palabras que representen lo que siente por su novia.

–¿Poesía? –él se metió las manos en los bolsillos, asintió con la cabeza despacio y luego se puso la americana y tomó el libro–. Mal no puede hacerme.

Tara miró su reloj y se dirigió a la puerta.

–Por lo menos, lo demás está todo arreglado. Llámeme cuando quiera y lo prepararé todo. O tal vez quiera hacerlo usted mismo. Ya tiene toda la información que necesita.

–Primero tengo que saber qué voy a decir –dijo él con fastidio.

–Y lo sabrá –ella abrió la puerta y le ofreció una sonrisa alentadora–. Nos veremos el jueves que viene.

Cerró la puerta y se apoyó contra ella. ¿En qué demonios se había metido?

Al embarcarse en el negocio, había imaginado que se trataría de buscar el lugar adecuado, las flores, la música o la iluminación… Algo parecido a lo que hacía cuando ayudaba a su madre y a su hermana Skye a organizar una boda. Pero escuchar una declaración… No, eso no se lo esperaba.

Aunque debería habérselo imaginado. Cuando se trataba de una boda, se revisaba la elección de los votos matrimoniales, se corregía, y a veces incluso se escribía, el discurso del padrino, y a menudo, cuando el cliente se lo pedía, se ideaba el brindis del banquete.

Regresó a su mesa y se dejó caer en la silla roja. Escuchar las increíbles bobadas que decían aquellos hombres la sacaba de quicio porque le recordaba lo que no tenía.

Podía echarse un novio… pero…

Paseó la mirada por su despacho, todo blanco y rojo, lleno de corazones y de romanticismo. El escenario ideal para ayudar a los novios de otras a dar con la perfecta declaración de amor.

Si al menos pudiera ayudarse a sí misma…

Se pasó una mano por la cara. Mantenerse ocupada le venía bien. Tenía que dirigir el negocio, llevar los libros, pagar las facturas, ayudar a su madre y a su hermana a organizar las bodas… Y ahora la organización de peticiones de mano, que sus hermanas todavía no hacían, le ocuparía el resto del tiempo que le quedara libre.

Le encantaba poder complementar el negocio con otro servicio que, además, sólo hacía ella. Le gustaba tratar con hombres. No eran demasiado emotivos, ni demasiado sentimentales, ni demasiado sensibles. No como algunas de las mujeres cuyas bodas organizaba su hermana Skye. ¡Y qué decir de las madres!

Pasó una hoja del portafolios que tenía sobre la mesa y revisó las citas de la boutique de bodas, pensando en lo que tenía que hacer. Se dio unos golpecitos con el bolígrafo en el labio inferior. Había tantas cosas a tener en cuenta… ¿De cuántas bodas más podrían hacerse cargo su madre y Skye sin contratar a alguien? ¿Cuándo podría ponerse Skye a trabajar a tiempo completo? ¿Cómo podían recortar costes e incrementar la clientela? ¿Cómo iban a pagar la campaña publicitaria que tenían que hacer?

Se puso a mordisquear la punta del bolígrafo. Tal vez no debería haber insistido en que dejaran la casa y se mudaran a la oficina hasta que hubieran tenido más liquidez…

De pronto llamaron a la puerta con fuerza.

–Adelante.

La secretaria de Camelot, que hacía también las veces de recepcionista, entró con una taza de café humeante en la mano. Era una jovencita recién salida de la universidad y llena de entusiasmo.

–¿Qué tal le va al señor Faulkner? –Maggie sonrió–. Al paso que va, su novia misteriosa tendrá ochenta años cuando por fin se declare.

Tara se encogió de hombros, intentando no sonreír. El señor Faulkner no parecía confiar mucho en sí mismo, y era tan tímido que nunca le daba detalles, tal vez por si hacía el ridículo y lo echaba todo a perder, o por si al final no se atrevía a declararse.

–Los clientes no tienen por qué contarnos su vida.

Maggie asintió con la cabeza y se acercó a la mesa.

–¿Y qué tal te fue con ese cliente nuevo, ése al que el padre de la novia quería que le echaras una mano?

Tara le quitó la taza y sacudió la cabeza.

–Fue un fracaso.

–Bueno, la próxima vez habrá más suerte –gorjeó Maggie y, dando media vuelta, se acercó a la puerta–. Por lo menos tienes al señor Faulkner.

Tara se había quedado de una pieza al ver aparecer al señor Steel en su oficina. ¿El patriarca de la alta sociedad de Sydney en su puerta? Había sido una auténtica conmoción. Aquello parecía irreal. Y, además, era muy raro que fuera el padre de la novia, y no el novio, quien fuera a solicitar sus servicios.

Se recostó en la silla. Había escuchado con suma atención todo lo que le había dicho Steel, intentando averiguar de qué iba todo aquello. ¿Cómo sabía él que el señor Keene estaba listo para declararse? ¿O es que se había cansado de esperar a que Keene diera el gran paso? El señor Thomas Steel no parecía de los que tenían mucha paciencia…

Bebió un poco de café. ¿Cómo se le había ocurrido al señor Steel que un hombre como el señor Keene fuera a aceptar su ayuda? ¿O acaso sólo quería animarlo a comprometerse con su hija?

Aquel hombre le caía bien, a pesar de que la había metido en un asunto que no tenía ni pies ni cabeza. El modo en que hablaba de la pérdida de su esposa y del desconcierto que le causaba la vida íntima de su hija la había conmovido. A pesar de que lo que pretendía carecía de sentido, estaba decidido a asegurar la felicidad de su hija a todo trance.

Tara sintió que se le encogía el corazón. Ojalá su padre se hubiera preocupado tanto por ella.

Cerró el portafolios y lo guardó en el cajón. Seguramente era una suerte que el señor Keene no hubiera solicitado su ayuda. A ella no le daban miedo los hombres guapos que lo tenían todo, pero no le había gustado el extraño cosquilleo que había sentido en la boca del estómago cuando Keene la había mirado con sus ojos verde esmeralda.

La verdad era que le ponía los pelos de punta.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

TARA levantó el teléfono con una mano mientras tecleaba con la otra en el ordenador la última cifra de los gastos semanales.

–Tara Andrews.

–Tara, soy Steel –dijo él con naturalidad–. ¿Qué tal te fue?

El hombre en persona. Tara respiró hondo.

–Lo siento, señor Steel, pero el señor Keene prefiere llevar las cosas a su manera.

–¿Ah, sí?

–Se mostró inflexible –Tara quitó unas motitas de polvo del teclado y deseó poder darle mejores noticias al señor Steel.

–¿Le contaste lo que podías ofrecerle? ¿Le dijiste que podías encargarte de todos los preparativos para que no tuviera que preocuparse de nada? ¿Que prácticamente lo único que tendría que hacer sería hincarse de rodillas y hacer la pregunta?

–No con esas mismas palabras, pero sí.

–¿Qué le cuesta dedicar un poco de tiempo a asegurarse de que ese momento tan especial sea absolutamente mágico para mi hija? –bufó el señor Steel.

–Lo siento, señor Steel, pero el señor Keene me lo dejó bien claro. No hay nada que hacer.

–Está bien. Entendido –se aclaró la garganta–. He estado pensando que tal vez sería conveniente que los vieras juntos.

–No creo que sea buena idea, señor –dijo ella, un tanto nerviosa. Lo último que quería era ver a Keene y experimentar de nuevo aquella sensación, y más aún estando presente su futura esposa.

–Naturalmente, ella no tiene por qué saber quién eres, ni que estás ayudando a Patrick, querida.

–Pero… –¿es que no le estaba escuchando? ¿No se había enterado de que Patrick no quería su ayuda?

–Así te harás una idea de cómo es y te será más fácil ayudar a Patrick con la petición de mano.

Ella agarró con fuerza el teléfono.

–Señor Steel, el señor Keene me dijo que no necesitaba mi ayuda. Tengo las manos atadas.

–¿Vendrás de todos modos? Significaría mucho para mí que le dieras un poco más de tiempo para pensárselo. Seguramente tomó una decisión precipitada.

Tara tragó saliva. En efecto, era posible que el señor Keene se hubiera precipitado. Se había decidido nada más presentarse ella; su mirada lo dejaba bien claro.

Dio unos golpecitos con el bolígrafo sobre la mesa. ¿Qué mal podía hacerle seguirle la corriente al señor Steel? A fin de cuentas, no quería que se enfadara con ella.

–No le prometo nada –dijo lentamente–. Si el señor Keene viene a pedirme ayuda…

–Estupendo. Maravilloso. Esta noche vamos a asistir a una cena benéfica. Será el momento ideal para que los veas.

–¿Esta noche? –Tara sintió un nudo en el estómago–. Es muy precipitado, señor.

–¿Puedes estar allí sobre las siete? Pondré tu nombre en la lista de invitados –le dictó la dirección de uno de los mejores hoteles de Sydney y colgó.

Tara se quedó mirando el teléfono y luego volvió los ojos atónita hacia la pantalla del ordenador. Se reacomodó en la silla con los músculos tensos y notó un desagradable mareo.

Tenía que mirar el lado positivo. De momento, el señor Steel se había salido con la suya, aunque ella no creía poder convencer a un hombre tan seguro de sí mismo como Patrick Keene. Un no era un no.

Miró su reloj y se levantó de un salto. No tenía tiempo para ponerse a pensar en por qué había aceptado la invitación. Le quedaba el tiempo justo para arreglarse.

Recogió su bolso y su chaqueta y se acercó a la puerta. Estaba haciendo una montaña de un grano de arena. Lo único que tendría que conseguir esa noche era ofrecerle una buena imagen al señor Steel, demostrándole su dedicación y su profesionalidad. De ese modo, tal vez cuando el señor Keene se decidiera por fin a declararse, utilizaría los servicios de Camelot para organizar la boda.

Sólo esperaba que el señor Keene no se tomara a mal su presencia en la cena, porque parecía de los que ladraban… y además mordían.

 

 

Rick le pasó el brazo por los hombros a Kasey y la acercó un poco más a él. A esas alturas ya debía salirle con naturalidad hacer de su novio, y, sin embargo, seguía costándole.

No sabía si era porque Kasey era la hermana de su mejor amigo o por las mentiras que estaban contando.

Por lo menos no le estaban haciendo daño a nadie.

Miró a Steel pensando que ya iba siendo hora de que Kasey se anotara algún tanto.

Sonrió, intentando aparentar naturalidad, como si le gustara estar allí en compañía de Kasey y de su padre. Lo único bueno que tenía aquello era que así podría contribuir al hospital infantil.

La cena benéfica era una fiesta a lo grande, con una orquesta de treinta músicos, esculturas de hielo y caviar. Se había hecho todo lo posible por convencer a los ricos de que se rascaran el bolsillo por el bien de los niños.

Él, por su parte, nunca había necesitado que lo animaran.

Kasey le dio un codazo en las costillas.

–Anímate un poco, Rick.

–Eso intento –Rick bajó la mirada hacia la cara de Kasey, bonita y pintada, suave y redonda, con el pelo recogido arriba en un moño elegante.

–Pues pon más empeño.

Rick no le había contado a Kasey lo de la organizadora de peticiones de mano que le había mandado su padre. No merecía la pena mencionarlo, porque apenas le había prestado atención. Y a ella seguramente le habría dado un ataque de risa.

¿Por qué demonios se le había ocurrido aquello a Steel? Ayudarlo a declararse… Él podría declararse con los ojos cerrados, si quisiera.

Naturalmente, no había pensado qué le diría a su futura novia, ni le entusiasmaba la idea de declararse. Sus relaciones siempre habían sido pasajeras.

–¿Qué tal te van las cosas? –apenas había visto a Kasey durante las últimas semanas. Ya casi nunca se dejaban ver juntos en público.

–Bien. Muy bien. He conocido a alguien especial… –sonrió dulcemente–. Creo que estoy enamorada. Enamorada de verdad. Es asombroso, dulce y totalmente maravilloso.

Rick sonrió.

–Entonces, ¿ya no me necesitas?

Ella le dio un suave puñetazo en el hombro y puso una enorme sonrisa.

–Vamos, no voy a confesar tan pronto. No quiero que mi padre ahuyente a Jack.

Rick levantó una ceja.

–A mí no me ha ahuyentado.

–Todavía –ella sacudió la cabeza–. Por lo que se refiere a mi padre, tú tampoco eres lo bastante bueno para mí.

–Seguramente no –Rick tenía la insidiosa sensación de que nunca, jamás, sería lo bastante bueno para la hija de Steel. Por eso, en parte había aceptado formar parte de aquella farsa. Kasey nunca encontraría a alguien si el viejo ahuyentaba a todos sus pretendientes antes de que ella tuviera la oportunidad de conocerlos.

Rick irguió los hombros. Nadie podía devolverle a Kasey a su hermano, pero él al menos podía echarle una mano si lo necesitaba. Era lo menos que podía hacer por la hermanita de su amigo.

Rechinó los dientes. Ojalá hubiera podido borrar aquella noche de su último año en la facultad. Si esa noche le hubiera dicho a Colin que no bebiera tanto… Si no hubiera dejado las llaves del coche donde él pudiera encontrarlas… Apretó la mandíbula.

Cuando la policía llegó a la mañana siguiente, él no tenía ni idea de lo que había pasado. Creía que Colin estaba en la cama, no aplastado contra un árbol de la carretera.

Antes de morir, su mejor amigo le había pedido que cuidara de Kasey. Y por nada del mundo iba a incumplir Rick su promesa.

Por aquel entonces, Kasey tenía doce años. Pobre chiquilla. Y el viejo Steel, tras perder a su esposa y luego a su único hijo varón, se había empeñado en proteger a Kasey de la vida misma.

Kasey le dio otro codazo en las costillas, sonriendo.

–Parece que estuvieras en un funeral. Sé que estas cosas son mortalmente aburridas, pero…

–Pero por una buena causa.

Ella hizo girar los ojos.

–Piensa en algo bonito.

De pronto, Rick recordó a la organizadora de peticiones de mano. El modo en que se movía, su forma de hablar, la pasión que ponía en cada palabra, su sonrisa…

En cualquier otra época de su vida, se lo habría pasado en grande despojándola una a una de las capas de frialdad calculada que la recubrían hasta dar con la mujer vibrante y apasionada que se escondía debajo. ¡Qué reto sería liberar la pasión que veía en sus ojos y notaba en su voz, y resquebrajar por completo aquella fachada de frialdad!

Se sofocaba sólo con pensarlo.

Kasey sonrió.

–Mucho mejor –se volvió para observar el salón y se acercó un poco más a él, como si estuvieran posando para una foto.

Rick le lanzó una mirada a su padre, que estaba junto a la escultura de hielo, apoyado contra la mesa y que, con su pelo blanco como la nieve, se parecía más a Papá Noel que a Atila, el rey de los hunos.

Kasey levantó la mirada hacia él y se mordisqueó la uña del pulgar.

–Empiezo a pensar que sospecha algo.

–¿Por qué? –se habían tomado muchas molestias para que los vieran juntos en los lugares y los momentos adecuados. Y tanto él como Kasey habían hecho circular ciertos rumores.

–No tengo ni idea. Quizá nota que no hay pasión –ella hizo un mohín–. Ya sabes lo que le gusta meterse en mi vida, así que, por favor, pórtate bien, o mi vida volverá a ser un infierno.

–Claro. No te preocupes –en realidad, no era mucho pedir. Podía hacerlo perfectamente. Hacerse pasar por el novio formal de Kasey no suponía ningún esfuerzo si con ello le proporcionaba un poco de tranquilidad. Y si además mejoraba su reputación y lo ayudaba a conseguir la presidencia de las compañías, tanto mejor.

Tomó la cara de Kasey entre las manos y la miró con ternura a los ojos, pensando en unos ojos negros y profundos, unos labios rojos y carnosos y un extraño corte de pelo.

–Seguramente debería decir algo muy romántico para que te pusieras colorada –le dijo en voz baja.

–Sí.

Rick se inclinó hacia ella.

–¿Qué se le ofrece a un elefante con los pies muy grandes? –susurró–. Un montón de sitio.

Kasey se echó a reír y se arrojó en sus brazos.

–Idiota…

Rick la abrazó, sonriendo. Observó el suntuoso salón, a pesar de que los pilares de mármol le impedían ver del todo aquel hervidero de gente.

Los hombres vestían todos de negro, lo mismo que él. Las mujeres llevaban elegantes vestidos, estolas de piel y pesadas joyas que relucían en todas direcciones.

Steel seguía mirándolo. O le estaba tomando medidas para el ataúd, o pensando en cómo quedaría su cabeza disecada encima de la chimenea. Rick se removió, inquieto. Aquello le daba mala espina.

Miró hacia el vestíbulo por encima de la cabeza de Kasey, deslizó la mano en el bolsillo y agarró con fuerza las llaves del coche. ¿Se daría cuenta alguien si se marchaban…? Si su relación fuera auténtica, se escabullirían de aquella aburrida fiesta y se irían a un lugar más tranquilo, con luces suaves y música romántica.

De pronto se quedó sin aliento. ¿Estaría soñando?

La organizadora de peticiones de mano estaba en el vestíbulo, envuelta en un vestido blanco que se ceñía a sus curvas como una segunda piel. El vestido le llegaba justo por debajo de las rodillas, y llevaba zapatos blancos de tacón, un ligero echarpe alrededor de los hombros y una sencilla cadena de oro en el cuello. El pelo lo llevaba tan revuelto como siempre, y el carmín rojo oscuro hacía que sus labios parecieran aún más irresistibles.

Estaba asombrosa. Permanecía con la cabeza muy alta, paseando la mirada por el salón. Fría, distante y en pleno dominio de sí misma.

Tara Andrews.

Rick sintió una oleada de calor. Aquella mujer era turbadora en todos los sentidos. Demonios. Respiró hondo varias veces, intentando sofocar las reacciones de su cuerpo y comportarse como el devoto novio de Kasey.

El bullicio del salón pareció debilitarse. Rick apartó los ojos de ella y miró a su alrededor. La inesperada llegada de Tara Andrews había llamado también la atención de otros hombres. Por fría que fuera su apariencia, no había modo de camuflar su poderosa presencia, su altura o las curvas que dejaba ver aquel vestido.

¿Qué demonios estaba haciendo allí?

Thomas Steel se acercó a ella sin vacilar, se inclinó y su pelo blanco casi le rozó la mejilla. La expresión de alegría del viejo le produjo a Rick una punzada en el pecho. ¿Qué estaba tramando?

Ella sonrió.

Rick sintió un nudo en el estómago.

Thomas la tomó del codo y la condujo entre los invitados directamente hacia ellos.

Rick contuvo el aliento. ¿Qué estaba pasando? Se puso tieso y se quedó mirando el cuadro de la pared de enfrente, en vez de mirar a la recién llegada. Pero la mujer pechugona y desnuda del cuadro no consiguió distraerlo. Los colores de la pintura se emborronaron. Tendría que hacer lo posible por ignorar la atracción que Tara Andrews ejercía sobre él y los efectos que surtía sobre su cuerpo.

Steel lo agarró del hombro.

–Quiero presentaros a Tara, una amiga mía. Ésta es mi hija, Kasey, y su novio, Patrick.

Rick se obligó a moverse, a sonreír, a respirar, y la miró. Los ojos de Tara brillaban con serenidad.

–Hola.

–Encantada de conocerte, Tara –dijo Kasey, y, tras mirarla de arriba abajo, volvió los ojos hacía Rick.

–Igualmente –contestó ella con voz cálida, y miró a Rick con naturalidad.

Él tragó saliva.

–Encantado de conocerte, Tara.

Tara levantó una ceja y sintió que una oleada de calor le subía a las mejillas al oír su nombre en labios de Rick. Le dio la mano y se la estrechó, forzando una sonrisa. La mano de Rick era cálida… y fuerte… y su contacto hacía que se le erizara la piel.

Él le apretó la mano con más fuerza.

–¿Thomas y tú os conocéis hace mucho tiempo?

–Oh… una eternidad –contestó el señor Steel–. Bueno, dejo en vuestras manos a nuestra nueva invitada –y le guiñó un ojo a Tara.

Ella apartó la mano de la de Patrick y se pasó la palma por la cadera como si se alisara el vestido, intentando quitarse el hormigueo que notaba en la piel.

Aquello era una locura. No debería haber ido. Le gustaba estar en su oficina y dar consejos, no bajar al campo de batalla.

¡Y menudo campo! Aquel sitio era increíble. Los salones eran enormes y estaban llenos de altísimas columnas. Los techos, de al menos tres metros de altura, tenían cornisas ricamente labradas, y, las paredes, pintadas de un profundo color amarillo limón, estaban adornadas con cuadros y espejos de marco dorado.

Tara se alejó unos pasos de la pareja y se acercó a una escultura de una mujer desnuda que llevaba un jarro. Fingió interesarse por los extraños sofás, con sus bordes labrados que semejaban alas y su tapicería azul oscuro con puntos dorados y remate de brocado a juego. Todo estaba suntuosamente decorado. Incluida la señorita Steel.

Se obligó a mirar a la joven que había robado el corazón a Patrick Keene. Podría haber sido una modelo. Llevaba el pelo castaño recogido en la coronilla; unos pendientes con diamantes engarzados colgaban de sus orejas, y su vestido negro era como para morirse. Y el echarpe de seda verde esmeralda era exquisito. Igual que ella.

Aquella mujer lo tenía todo. Un padre devoto, y un hombre como Patrick Keene enamorado de ella y a punto de pedirle que compartiera su vida con él.

Tragó saliva, intentando acallar los deseos que se agitaban dentro de ella. No podía envidiar a Kasey por tener una vida perfecta, ni permitir que aquel asunto arruinara el aplomo que tanto le había costado conseguir.

–¿Cómo conoció a mi padre?

Ella miró al otro lado del salón, donde Thomas Steel estaba charlando alegremente con un grupo de gente. No se esperaba aquello. Había creído que podría observar a la pareja desde lejos, no que la arrojarían entre ellos como carne fresca a los lobos.

–¿Que cómo conocí a su padre? –repitió mientras buscaba a toda prisa una respuesta–. Por negocios.

–¿Qué clase de negocios? –preguntó Kasey.

Tara le lanzó una mirada a Patrick.

–Podría decirse que me dedico a resolver problemas.

Patrick cruzó los brazos.

–¿Y si la gente no quiere que les resuelvan los problemas?

Tara se quedó de una pieza. ¡Él debía de pensar que lo estaba acosando!

–Entonces, no me llaman –contestó con toda la calma que pudo.

–¿Y si la llama otra persona? –insistió Patrick con voz profunda y tersa.

–Entonces es que quien me llama se preocupa mucho por esa persona –dijo Tara con desenvoltura–. Pero yo no puedo evitar que el cliente no quiera mi ayuda.

–Bueno, todo esto es fascinante –Kasey se abanicó con la mano–. Pero creo que necesito una copa. ¿Vienes, Rick?

–Dentro de un minuto –dijo él, sonriendo a su novia, y luego se volvió hacia Tara como si se dispusiera a hacer algo tan insignificante como atarse un cordón suelto, espantar una mosca o aplastar un bicho.

Kasey se encogió de hombros y se dirigió tranquilamente hacia la barra.

Un tenso silencio los envolvió.

Tara se quedó mirando la boca apretada de Patrick, y se le atascó la respiración en la garganta. ¡Ella no quería ser el bicho! Por más alto, moreno y rico que fuera él.