Motta, Marcelo
El árbol de los gatos / Marcelo Motta. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El guardián literario, 2020.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8346-17-5
1. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
© 2018, Marcelo Motta
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
Todos los derechos reservados
© 2020, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8346-17-5
1º edición: diciembre de 2018
1º edición digital: mayo de 2020
Conversión a formato digital: Libresque
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Nacido en Quilmes, es profesor de Castellano, Literatura y Latín. Autor de 13 cuentos oscuros, Liposo, una épica del futuro, Otros 13 cuentos oscuros, y del poemario Vértigos. En 2013 realizó lectura de cuentos oscuros en Argentina, Italia y España. La revista Animamediática Internacional publicó dos de sus cuentos oscuros en versión castellana e italiana. Participó en la Mesa Redonda La Creatividad y sus contrarios, convocado por la revista Animamediática Internacional. Este año la revista eñe de Madrid publicó su cuento de terror El muñeco, y el sitio Leemur app le publicó su historia chat de terror Puedo leer tu mente. El árbol de los gatos es su primera novela.
El comisario Pena, cómodamente sentado en su sillón de cuero, me mira fijo, con las manos entrelazadas por detrás de la nuca. Veo su pelo engominado, y trato de apagar una sonrisa. La situación no lo amerita. El tipo medita con los ojos cerrados. Tal vez se queda así porque no puede creer toda la historia, desde la perversa relación de Iván con el ciego, hasta la disección de su miembro por parte de Eugenio. Extendidas sobre el escritorio, las cartas y las fotos hablan más de la cuenta. El comisario Pena no es ningún boludo. Según sus palabras, algo sospechaba. Viene investigando a Roverez hace tres meses atrás, en ocasión de dos apremios ilegales con presos comunes. Pero la gota que desborda el vaso es el descubrimiento de los objetos de las víctimas: el reloj pulsera del doctor Francisco Pereda, unas hebillas para el pelo, propiedad de Berta Molina, un par de aros de Sandra Morgana, y ahora el DNI de Pedro Contreras. Además del hallazgo del soplete. Sin embargo, cuando supo lo del baño de sangre en la casona, Pena tuvo sus reservas. Nos dijo que Eugenio Cuevas quedaría detenido porque, según él, había matado al inspector Roverez de manera poco normal. En mi opinión, lo de “manera poco normal” es un detalle sin importancia. El asunto es que el ciego había matado a una persona cortándole el pene con sus dientes, pero en defensa propia. A Pena le oculté acerca de nuestra deliberada inacción para ayudar a Roverez.
Las pruebas de que Iván Roverez había sido el asesino de Pereda y de las otras víctimas eran concluyentes. Una vez realizada la prueba de ADN, los peritos pudieron saber que en todos aquellos objetos encontrados en el anaquel existían rastros del inspector de policía, menos en el soplete. Quizá los guantes de látex explicaban la ausencia de huellas. Pena me informa que la policía científica encontró enterrados en el jardín trasero de la casona dos cuerpos: el de Daniel Lemos, el vecino de Eugenio, y el de Pedro Contreras, el abogado desaparecido hace un mes atrás. Daniel Lemos estaba crispado de cuchilladas en la cara, en el brazo izquierdo y en el tórax. Según declaraciones del ciego, había pretendido protegerse de su tío y, en un súbito acceso de furia, acuchilló a ciegas —literalmente a ciegas— sin saber que el receptor de las cuchilladas era Daniel, su vecino sordomudo. En cuanto a Pedro Contreras, presentaba el mismo cuadro que las otras víctimas. A Contreras le faltaban los ojos, y el proceso para sacárselos había sido una salvajada: el que se los sacó —tal vez Iván— lo hizo cuando Pedro aún respiraba, y el corte fue producido por un Tramontina aserrado. No puedo imaginarme el sufrimiento del abogado.
Cinco días después, una tarde lluviosa, visito a Eugenio Cuevas en una de las celdas provisorias de la Brigada de Investigaciones. El tipo me dice que lo van a dejar adentro hasta que se compruebe que la muerte de Roverez fue en legítima defensa. No sabe cuánto puede pasar hasta que lo larguen.
Pero, según el abogado designado por el juez de la causa, no tardará más de ocho o diez meses en salir en libertad.
Miriam está internada desde hace una semana en la Clínica de la Ciudad. El hijo de puta la había drogado con barbitúricos.
Ella no está bien ahora. Pero se repondrá. Como lo presentía, los peritos encontraron restos de semen de Roverez dentro de la vagina de Miriam. Ella había recibido una llamada telefónica por parte de Iván, diciéndole que fuera a la casona, que él le tenía que informar sobre mi actuación en el caso Pereda, y que se trataba de algo importante.
Ese degenerado la violó y luego le suministró drogas como para que ella no se despertara en semanas o, en todo caso, se despertara en el más allá. Le tuvieron que hacer dos lavajes de estómago. Según los médicos, se pondría bien en el lapso de cuatro días. Luego la esperarían unas cuantas sesiones de terapia.
Mientras espero la hora de visita en el bar de la clínica, escribo unos pocos renglones más en mi anotador. Una especie de introducción al caso del doctor Francisco Pereda. Una introducción parcial, claro está, porque no conozco los detalles previos al asesinato. Pero intento, de alguna manera, rellenar los huecos, justificar los espacios vacíos del caso. Agregar ciertas cuestiones que tienen que ver con los probables diálogos y, porque no, crear otros, totalmente salidos de mi cabeza. No es fácil. No, qué va a ser fácil. Jamás la tarea del escritor es sencilla. En realidad, es una mierda cuando no salen las cosas. De cualquier forma, intentaré llegar lo más lejos posible con la novela. Pena tiene un amigo que trabaja en una editorial importante, y me dijo que cuando la tenga avanzada se la envíe para una evaluación previa. Ya tengo casi cien páginas escritas. Lo que me falta aún es el título y el asesino. Estoy dudando entre dos o tres personajes. Eso no importa ahora. Lo que importa es escribir como un endemoniado, sin detenerme a pensar demasiado en las circunstancias que llevan a los personajes a actuar de determinada manera. Lo indispensable es que hablen, que se muevan en la trama, que interactúen. Para eso debo sentarme a escribir. Y por eso estoy acá, en la clínica, perfilando algunos personajes. Y esperando a que una lectora de lujo salga de su internación.
Sí, Miriam Araujo se ha convertido en la crítica número uno de todos mis escritos. Es a la primera que le doy a leer mis cuentos, una vez ultra corregidos. Es también la que me caga a pedos cuando siente diálogos forzados o situaciones inverosímiles. Pero también la que avala todas mis locuras cuando intuye que voy por el buen camino. Por eso la espero. En realidad, la esperaría siempre. Hasta el infinito, si fuera posible. Ahora con el agregado de un nuevo integrante en la familia: Sócrates, que a esta altura del día debe estar esperando ansioso mi retorno al hogar, porque tal vez sabe que una lata de atún lo espera en la alacena.
Por muy disparatadas que creamos que son nuestras invenciones, nunca pueden igualar el carácter imprevisible de lo que el mundo real escupe continuamente.
Paul Auster.
Según parece, Francisco Pereda cruzó la calle y caminó doscientos metros hasta la cochera en busca de su Audi.
A las ocho y cuarto de la noche la ciudad era un caos de tránsito: los coches casi tocándose, como si todos fueran un eterno gusano interminable. Oficinistas corriendo para llegar a la vereda sin mojarse, protegiéndose de la lluvia, bocinazos insoportables, y los vehículos avanzando lentos a esa hora, en aquel oscuro lugar de la ciudad. Y la lluvia que no paraba de caer. Hacía tres días que caían soretes de punta, y todos apuraban el paso para no mojarse, o tal vez para mojarse menos.
Según el playero del estacionamiento, el médico llegó a la cochera cuando el ringtone de un teléfono antiguo activó el celular. Nancy, su secretaria, lo llamaba de la clínica. Eso lo corroboramos más tarde. Ella habría dicho algo como:
“Doctor, la operación de córneas del señor Zamora está confirmada para mañana a las dieciocho”
Pereda le agradeció la información y colgó.
El doctor Francisco Pereda se había peleado con su colega y amigo, Marcelo Correa. Los dos son oftalmólogos. Competían sin desearlo, pero lo hacían. Tal vez, inconscientemente, también lo deseaban. A veces se iban de boca, o no se hablaban por una semana, y luego volvían a hacer las pases, se tomaban unas Wasteiner en el bar de la esquina, y todo quedaba en la nada. Pero dicen las malas lenguas que se echaban en cara asuntos privados. Francisco se quejaba de ciertos excesos nocturnos por parte de Marcelo —para decirlo más claro, alcohol y putas compartidas—.
Correa, sin embargo, no se daba por aludido y le recriminaba a su colega la poca seriedad en ciertos asuntos médicos que requerían una supervisión o consulta por parte de otro médico, pero Francisco menoscababa o simplemente rechazaba las quejas de su amigo, sin más preámbulos.
Pero esta vez había sido diferente.
Esa tarde, y según algunos practicantes, Pereda y Correa habían discutido en voz alta, casi a los gritos. Los practicantes, que oían de lejos la discusión, vieron cómo los dos oftalmólogos se empujaban, casi a punto de irse a las manos. Miguel Suárez, uno de los custodios de la clínica, los tuvo que separar.
Por eso Francisco llegó a la cochera, subió a su auto y, quizá intentando olvidarse del mal día y del trabajo, se instaló en la butaca de su Audi cero kilómetro, se colocó el cinturón de seguridad, seguramente encendió el mp4, y Sebastián Bach hizo lo suyo. Lo sabemos porque el pen drive estaba cargado con tres gigas de música de ese autor. Lo cierto es que Francisco tal vez se acomodó en la butaca, cerró por unos segundos los ojos, y jamás volvió a abrirlos.