Ediciones Le Monde diplomatique «el Dipló»

Capital intelectual

Neofascismo

De Trump a la extrema derecha europea

Prólogo:

Pedro Brieger

Chantal Mouffe

Alain Badiou

Serge Halimi

Wolfgang Streeck

Cédric Gouverneur

Ignacio Ramonet

Étienne Balibar

y otros

Entrevistas a:

Noam Chomsky

y Judith Butler

Índice

Prólogo | Pedro Brieger

Capítulo 1 | Las raíces del fascismo contemporáneo

Herederos de la globalización neoliberal | Chantal Mouffe

Una perversión capitalista | Alain Badiou

Las derechas y su ideología | Jean-Yves Camus

Capítulo 2 | La nueva cara de la extrema derecha en Europa

El descontento popular, combustible de la derecha francesa | Serge Halimi

La versátil ideología de Marine Le Pen | Eric Dupin

El estallido de Europa: Alemania, los refugiados y el Brexit | Wolfgang Streeck

Democracia corrompida en Hungría | G. M. Tamás

La islamofobia se apodera de la “ejemplar”

Noruega | Remi Nilsen

Tierra fértil para el racismo en Austria | Pierre Daum

Populismo xenófobo con tinte social en Polonia | Cédric Gouverneur

Capítulo 3 | El ascenso de Donald Trump y la decadencia de Estados Unidos

Los motivos de una victoria inesperada | Ignacio Ramonet

Trump y la irrelevancia de la verdad: entrevista a Noam Chomsky | Federico Kukso

El mundo según Trump | Immanuel Wallerstein

Nacionalismo xenófobo y retroceso democrático: entrevista a Judith Butler | Christian Salmon

Epílogo

Una democracia jaqueada por el neoliberalismo | Étienne Balibar

Procedencia de los textos

Los autores

Pedro Brieger

A comienzos del año 2003 el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, se encontraba en campaña para derrocar a Saddam Hussein en Irak y, para ello, necesitaba contar con la legitimidad del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para poder invadir dicho país. Por entonces, varios gobiernos europeos se opusieron a lo que parecía una trama de demonización de Hussein basada en un conjunto de falsedades acerca de un supuesto arsenal nuclear que habría en suelo iraquí, y que habría convertido al gobernante en el “Hitler” del nuevo siglo y la mayor amenaza a la humanidad entera. Fue entonces cuando el secretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld atacó a los gobiernos de Alemania y Francia que se oponían a sus planes calificándolos despectivamente de pertenecer a la “vieja Europa”.

Amén de la situación interna de Irak, los argumentos de la Casa Blanca se basaban en dos falacias. Por un lado, la comparación de Saddam Hussein con Adolf Hitler era propagandística y conceptualmente errónea; como si a la ligera se pudiera comparar cualquier fenómeno autoritario o dictatorial con el nazismo y su líder. Por el otro, aquella “vieja” Europa a la que aludía Rumsfeld apenas existe en el imaginario de las simplificaciones. No tiene ningún sentido condensar la historia europea del siglo XX en el Pacto de Munich de 1938 entre Chamberlain y Hitler y deslizar que la Alemania nazi avanzó hacia Polonia y construyó campos de exterminio sólo como consecuencia de un rancio “pacifismo” europeo.

Las vaguedades y simplificaciones de las apreciaciones de Rumsfeld aludían a las atrocidades cometidas por el nazismo que en la memoria colectiva –principalmente europea, hay que destacarlo– todavía persisten, y a una supuesta Europa pacifista incapaz de enfrentarse desde un primer momento a la bestia del nazismo como si no hubieran dimensionado el peligro que enfrentaban.

Las comparaciones y analogías históricas pueden contribuir a pensar un fenómeno social determinado, a contextualizarlo, analizarlo o buscar similitudes y diferencias. Sin embargo, en numerosas ocasiones estas comparaciones sólo sirven como herramienta política para generar apoyo, como el que buscaba la Casa Blanca para invadir Irak. Al fin y al cabo, quién podía oponerse a derrocar al mismísimo Hitler reconvertido en un aterrador Saddam Hussein que tendría armamentos para atacar las principales capitales europeas y matar a millones de personas.

Neofascismo, el libro que el Dipló presenta en esta oportunidad, está lejos de las simplificaciones. Muy por el contrario, mediante la reflexión de prestigiosos autores busca problematizar el ascenso de nuevas fuerzas políticas calificadas de “extrema derecha” en Europa, un continente que se parece muy poco al que fue entre la finalización de la Segunda Guerra Mundial y la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, y mucho menos al de la década de 1930, cuando emergió el nazismo en Alemania después de la Primera Guerra Mundial.

Una “nueva” Europa

“Europa ya no es Europa” suelen lamentar aquellos que añoran países con tradiciones, lenguas, religiones y costumbres diferentes que tenían muy poco en común entre sí y que apenas se mezclaban cuando sus casas reales se unían por conveniencia doscientos años atrás. El ascenso del capitalismo trajo la expansión colonial y millones de africanos, árabes, musulmanes, hindúes y asiáticos abandonaron las colonias (antes y después de las independencias) para instalarse en las metrópolis. Si una de las razones que esgrimió el presidente Charles De Gaulle para abandonar Argelia fue que temía que el crecimiento demográfico de “esos” franceses terminara por transformar a Francia, no es menos cierto que con la independencia de Argelia se les quitó la nacionalidad francesa, incluso después de que miles de argelinos franceses se hubieran trasladado a la Francia continental.

Entre 1945 y 1975 españoles, portugueses, marroquíes, tunecinos y argelinos llegaron a Francia, país que duplicó su población extranjera. Los portugueses y españoles eran europeos, pero los magrebíes del Norte de África –árabes y musulmanes en su mayoría– modificaron por su parte aun más la sociedad francesa y la integración –consecuencia de la inmigración– se convirtió allí en un problema social y político. Los hijos y nietos de aquellos inmigrantes magrebíes nacieron y crecieron en las periferias urbanas criándose como franceses de segunda categoría que estallan en cólera cada tantos años para protestar contra su falta de integración. Como caldo de cultivo para los partidarios de extrema derecha suele decirse sin una pizca de inocencia que Francia se “kebabizó” (“La France kebabizée?”, Rue 89) en referencia a la carne cocinada a las brasas traída de Medio Oriente. Alemania no le va a la zaga y el “doner kebab” –un aporte de los inmigrantes de Turquía que llegaron en la década de 1970– ya se ha convertido prácticamente en la comida “nacional” alemana.

A raíz de los cambios en Europa, la provocadora periodista Oriana Fallaci se atrevió a afirmar en una entrevista a The Wall Street Journal en 2005 que “Europa ya no es más Europa; es Eurabia, una colonia del islam, donde la invasión islámica no es sólo física, sino mental y cultural”.

Los atentados terroristas perpetrados por jóvenes musulmanes nacidos en Europa son un reflejo de estos cambios. A mediados del siglo pasado los ataques de los independentistas argelinos se realizaban en los territorios ocupados por las potencias coloniales contra los soldados extranjeros y rara vez en suelo europeo. Hoy, algunos de estos jóvenes son hijos de quienes emigraron hacia la metrópoli y, nacidos en Europa, no se identifican con los lugares que abandonaron sus padres o abuelos e incluso se han radicalizado por la discriminación que sienten en la vida cotidiana como nacionales de segunda categoría. También hay que tomar en cuenta la transformación de la estructura productiva, con la consecuente desaparición de los grandes conglomerados industriales y sus organizaciones sindicales, y la pérdida de referentes socio-políticos que caracterizaron a gran parte del siglo XX.

El debate sobre la radicalización de los jóvenes franceses y su relación con el Islam excede las páginas de este libro aunque está planteado por el impacto que provocaron los ataques terroristas perpetrados en Francia y las diferentes respuestas surgidas desde los ámbitos gubernamentales y los diversos partidos políticos. Está claro que no existe un consenso respecto de las causas que motivaron los ataques ni tampoco sobre la forma de resolver los temas de fondo. Esta dificultad se da por las profundas diferencias de diagnóstico, como sucede en el caso de dos de los grandes estudiosos sobre el Islam como Gilles Kepel y Olivier Roi. Mientras Kepel asegura que se trata de la radicalización del Islam, Roi sostiene que es la islamización de la radicalidad.

Después de la caída del muro de Berlín, otros millones, que provenían de los países que conformaban el bloque soviético, también decidieron probar suerte en Europa Occidental, cuna del desarrollo capitalista y del “pensamiento democrático moderno”.

Es indudable que los sucesivos procesos migratorios han transformado las principales capitales europeas, hasta convertir a algunas en verdaderos ámbitos multiculturales, como Londres, donde cuesta encontrar “auténticos” ingleses. Nada mejor que los resultados del referéndum por el “Brexit” para ratificar lo antedicho: en la multicultural Londres la mayoría votó por permanecer en la Unión Europea, mientras que a medida que uno se alejaba de la capital había más “ingleses” y crecía el voto para abandonar la Unión Europea.

Este proceso de integración –como en el caso del Reino Unido– es lo que numerosas formaciones políticas comúnmente definidas de “extrema derecha” quieren evitar antes de que sea irreversible. Cabe destacar que este pensamiento no es patrimonio de la extrema derecha. En 2010 la canciller alemana Angela Merkel se dirigió a los jóvenes de su partido para decirles: “A principios de los años 1960 nuestro país convocaba a los trabajadores extranjeros para venir a trabajar a Alemania y ahora viven en nuestro país [...]. Nos hemos engañado a nosotros mismos. Dijimos: ‘No se van a quedar, en algún momento se irán’. Pero esto no es así […].Y, por supuesto, esta perspectiva de una [sociedad] multicultural, de vivir juntos y disfrutar del otro […] ha fracasado, fracasado totalmente” (1).

El problema de los partidos tradicionales de “centro” o “centro-derecha” es que están inmersos en sus propias contradicciones y no se deciden a implementar aquello que pregonan. En cambio, quienes sí parecen estar dispuestos a concretar esos postulados son aquellos partidos denominados de “extrema derecha”, que ahora se sienten envalentonados por el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos.

El presente libro de el Dipló contiene múltiples opiniones y definiciones sobre estos partidos y movimientos europeos influenciados por fenómenos como el fascismo y el nazismo que dejaron su huella a lo largo de todo el siglo XX y que hoy tienen un fuerte discurso antiinmigratorio. Tal es así que no existe consenso entre los diferentes autores acerca de si definirlos como “neonazis”, “neofascistas”, de “derecha”, “ultraderecha”, “extrema derecha” o nazis y fascistas a secas, entre otras definiciones que se abordan en los trabajos que componen este libro.

No deja de ser verdad que ciertos periodistas utilizan los adjetivos calificativos de manera más superficial –y, muchas veces, con fines comerciales– y que los académicos tienden a una mayor rigurosidad al analizar fenómenos colectivos. Es importante la salvedad porque no se puede tildar de “fascista” a cualquier movimiento de “extrema derecha” como ocurre en ocasiones con cierto lenguaje periodístico que no repara en disquisiciones teóricas y prefiere el sensacionalismo antes que el análisis riguroso de un fenómeno.

El punto de partida para casi todos los autores es la experiencia histórica y la conciencia de los cambios sucedidos a lo largo del siglo XX tomando como momento inicial la Revolución Rusa de 1917, que cambió el sentido de la historia. Sin embargo, las definiciones se plantean como problemáticas cuando se asegura –como varios especialistas hacen en el libro– que las expresiones “izquierda” o “derecha” son anticuadas y que existe una gran desilusión respecto de los partidos políticos tradicionales y de la política en sí misma.

Las mutaciones de la política

En este sentido, el libro está atravesado por la redefinición de la representación política y por el ascenso de fuerzas que se vieron influenciadas por los modelos autoritarios del fascismo y el nazismo, pero que también se han transformado y –en algunos casos– se han adaptado al modelo parlamentario representativo. Esto es claramente comprobable con el Frente Nacional liderado hoy por Marine Le Pen en Francia. En sus orígenes, la formación creada por su padre Jean-Marie cuarenta años atrás había reunidos a varios grupos de extrema derecha como “Ordre Nouveau” (Nuevo Orden) que tenía las características de un partido fascista con grupos de choque y las mismas consignas que hoy enarbolan casi todos los partidos de extrema derecha. En junio de 1973 organizaron un acto público con la consigna “Hay que parar la inmigración salvaje” en el centro de París que provocó la respuesta de algunas organizaciones de izquierda que intentaron impedir el acto, al que calificaron de “fascista”.

En el caso francés este conjunto de formaciones extraparlamentarias, al borde de la legalidad, ha mutado. Jean-Marie Le Pen ya no es más su líder, el partido dejó de ser marginal y tampoco concita el rechazo del 80% de la población, como se había visto en la segunda vuelta electoral de 2002, cuando Le Pen fue derrotado de manera humillante por Jacques Chirac en su carrera a la Presidencia, aunque había logrado el segundo lugar en la primera vuelta, superando al histórico Partido Socialista francés.

Su hija Marine, como analiza Alain Badiou en el libro, no es la antítesis de su padre, pero tampoco una continuidad lineal. Ella ha demostrado una gran capacidad de convocatoria incluso de sectores que antaño votaban al Partido Comunista y que cuarenta años atrás ni se les hubiera cruzado por la cabeza votar por lo que en Francia se denomina “la extrema derecha” a secas.

En el libro también existe una serie de cuestionamientos a los partidos políticos progresistas y de “izquierda”, tal como los conocimos en casi todo el mundo en el siglo XX, que respondían a un modelo ideológico atravesado por la Revolución Francesa de 1789 y la Rusa de 1917, modelo que –en cierta medida– finalizó con la caída del muro de Berlín. En la mayoría de los países de Europa “Occidental” y “Oriental” los partidos surgidos al calor de la Revolución Rusa en casi todas sus variantes y por motivos diferentes han desaparecido. La socialdemocracia, además, se ha liberalizado hasta tal punto que ya es casi imposible distinguirla de los partidos que abrazan el credo liberal, e incluso las vertientes social cristianas también prácticamente han desaparecido. Por su parte, aquellos partidos conservadores y de derecha que han aplicado las fórmulas neoliberales y “europeístas” dictadas por los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo han potenciado el desarrollo de las fuerzas de “extrema derecha” al arrojar a sus brazos a miles de desocupados que han perdido referencias ideológicas y donde el miedo al “otro” termina por provocar un rechazo a todo proceso de integración europea.

El acceso al poder de Donald Trump todavía es muy reciente como para saber qué impacto tendrá en algunas formaciones europeas que se identifican con varios de sus postulados, aunque él haya proclamado que su triunfo alentaría el desarrollo de fuerzas políticas afines, pensando en primer lugar en Marine Le Pen en Francia y en algunos partidos de Europa Oriental.

En 1933, Wilhelm Reich analizó al fascismo a través de la lupa de la psicología de masas. Casi cien años después algunos de sus pensamientos parecieran adaptarse a la era actual cuando se trata de analizar el nacionalismo y los mecanismos subjetivos que apelan al inconsciente y los sentimientos irracionales que afloran. Esta “psicología de masas” hoy se ha transformado en el “marketing” de la política que permite llevar adelante campañas electorales y llegar al corazón de millones de personas apelando a lo mismo que planteaba Reich a comienzos del siglo pasado: la actitud emocional de las masas.

Sin embargo, Chantal Mouffe sostiene que la estrategia demonizadora de estos movimientos que califica de “populistas de derecha” a estos partidos, puede ser moralmente reconfortante, pero desempodera políticamente. Al igual que ella, muchos de los autores de este libro consideran que hay que encontrar una formulación progresista que permita una movilización hacia la igualdad y la justicia social. En este sentido, Neofascismo es un aporte muy valioso para emprender esa búsqueda. fin nota

1 “Merkel asegura que la Alemania multicultural ha fracasado”, El País, Madrid, 17-10-10, http://elpais.com/diario/2010/10/17/internacional/1287266409_850215.html

Capítulo 1

Las raíces del fascismo contemporáneo

Herederos de la globalización neoliberal

Chantal Mouffe

Tras el éxito del Brexit en el Reino Unido y la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses, los medios de comunicación están difundiendo el temor de que las democracias liberales occidentales sean conquistadas por partidos de extrema derecha con la voluntad de instalar regímenes “fascistas”. ¿Qué debemos hacer ante este miedo?

Las democracias liberales se enfrentan sin duda a una crisis de representación que se manifiesta en un creciente descontento con los partidos “tradicionales” y en el surgimiento de movimientos anti-establishment. Esto representa un verdadero desafío para la política democrática y puede conducir a un debilitamiento de las instituciones democráticas liberales. Sin embargo, sostengo que categorías como “fascismo” y “extrema derecha” o las comparaciones con los años treinta no son adecuadas para captar la naturaleza de este desafío. Esas categorías sugieren que estaríamos siendo testigos de la repetición de un fenómeno bien conocido: el retorno de la “peste marrón” que afecta a las sociedades que, expuestas a las dificultades económicas, experimentan una explosión de pasiones irracionales. Por tanto, la cuestión no merecería más análisis.

Ciertamente no es mi intención negar la existencia de agrupaciones políticas que puedan calificarse adecuadamente como de “extrema derecha”. Afortunadamente son marginales y no amenazan seriamente a nuestras instituciones básicas. También existen partidos como Amanecer Dorado en Grecia o Jobbik en Hungría con un carácter claramente “neofascista”. Pero este no es el caso del Partido de la Libertad en Austria, el Frente Nacional bajo el mando de Marine Le Pen en Francia o de la variedad de partidos nacionalistas de derecha que están floreciendo en Europa. A diferencia de la extrema derecha tradicional, el objetivo de estos partidos no es derribar las instituciones democráticas liberales. Su estrategia consiste en establecer una frontera política entre el pueblo y el establishment y se definen mejor como “populistas”. Entendido como una manera específica de construir una frontera política, el populismo se presenta bajo muchas formas, según las diferentes condiciones nacionales y de cómo se definan el pueblo y el establishment. Algunos populismos han sido fascistas, pero hay muchas otras formas de populismo, y no todas son incompatibles con las instituciones democráticas liberales. En efecto, este tipo de movilización puede tener resultados democratizantes, como el movimiento populista estadounidense que en el siglo XIX pudo redistribuir el poder político a favor de la mayoría sin poner en cuestión todo el sistema democrático.

Por cierto, muchas personas equiparan el populismo con el fascismo y la extrema derecha y ésta es claramente la táctica utilizada hoy por las élites para descalificar a todas las fuerzas que cuestionan el statu quo. Pero para entender el creciente atractivo de los partidos populistas, necesitamos rechazar esta concepción simplista. Lejos de ser el producto de las fuerzas demagógicas, el momento populista que estamos presenciando es la expresión de resistencias a la situación “post-democrática” provocada por la globalización neoliberal. Esto ha sido posible gracias al consenso “post-político” establecido entre centro-derecha y centro-izquierda en torno a la idea de que no había alternativa al orden neoliberal. Este “consenso en el centro” ha reducido la política a la gestión de problemas técnicos a ser tratados con y por expertos. Con el predominio del capitalismo financiero y la consecuente oligarquización de nuestras sociedades, los dos pilares centrales de la idea de democracia –igualdad y soberanía popular– han sido declarados categorías “zombies”. La igualdad ha dejado de ser un objetivo de las políticas públicas y los ciudadanos han sido privados de cualquier posibilidad de decidir acerca de los asuntos colectivos. Esto ha creado un terreno fértil para que partidos populistas de derecha puedan movilizar los afectos en torno al rechazo de las élites. Afirmando hablar “en nombre del pueblo”, estos partidos han logrado articular mediante un vocabulario xenófobo muchas de las demandas desatendidas por los partidos socialdemócratas que han aceptado el modelo neoliberal y son cómplices de sus políticas de austeridad aplicadas.

Clasificar a esos partidos populistas de derecha como “extrema derecha” o “neofascista” es una forma fácil de rechazar sus demandas, negándose a reconocer la dimensión democrática de muchas de ellas. Atribuir su atractivo a la falta de educación o a la influencia de factores atávicos es, por supuesto, especialmente conveniente para las fuerzas del centro-izquierda. Les permite evitar reconocer su propia responsabilidad en su surgimiento. Su respuesta es pretender proteger a los “buenos demócratas” contra el peligro de las pasiones “irracionales” estableciendo una frontera moral para excluir a los extremistas del debate democrático. Esta estrategia demonizadora del “enemigo” del consenso bipartidista puede ser moralmente reconfortante, pero desempodera políticamente. Para diseñar una respuesta propiamente política, debemos darnos cuenta de que la única manera de luchar contra el populismo de derecha es dar una formulación progresista a las demandas democráticas que están expresando con un lenguaje xenófobo. Esto supone reconocer la existencia de un núcleo democrático en esas demandas y la posibilidad, a través de un discurso diferente, de articularlas en una dirección emancipadora.

Debemos ser conscientes de que tal proyecto no puede formularse sin descartar el enfoque esencialista racionalista dominante en el pensamiento liberal-democrático. Tal enfoque nos impide reconocer la necesaria naturaleza partidista de la política y el papel central de los afectos en la construcción de identidades políticas colectivas. Etiquetar como “extrema derecha” o “fascista” a los partidos que rechazan el consenso post-político es condenarse a uno mismo a la impotencia política. La única manera de luchar contra los partidos populistas de derecha es abordar los temas que han incluido en la agenda, ofreciendo respuestas, capaces de movilizar los afectos comunes hacia la igualdad y la justicia social. Este debe ser el objetivo de un movimiento populista de izquierda que, confrontándose a la post-democracia, apunte a la recuperación y radicalización de la democracia. fin nota