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A mis compañeros de la redacción de EL PAÍS. Y en especial a Juan Cruz, José Manuel Romero y Fernando J. Pérez, que me animaron a que estas crónicas se convirtieran en un libro. También a los periodistas de tribunales de otros medios, que supieron guiar con pericia y generosidad a cuantos paracaidistas fuimos cayendo por el juicio.

© Círculo de Tiza

www.circulodetiza.com

Título: Un juicio sin final, 52 días de pulso al Estado

© del texto: Pablo Ordaz

© de la fotografía: Álex Ordaz

Primera edición: septiembre 2019

Diseño y maquinación: Miguel Sánchez Lindo

Impreso en España por imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-120532-1-0

E-ISBN: 978-84-121034-5-8

Depósito Legal: 25144-2019

Reservados todos los derechos. No está permitido la reproducción total

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Elogio de la literatura de periódico

No sé cuántas crónicas de Pablo Ordaz habré leído, a lo largo de tantos años, enviadas desde sitios tan distintos. Pablo Ordaz no ha perdido el acento que tenía cuando era un joven periodista en Sevilla, ni ha perdido la cara de atención y de algo de estupor con que miraba el mundo cuando yo lo conocí, a través de un querido amigo común, Jesús Arias, que también amaba la literatura y los periódicos, y que se nos fue muy prematuramente. Pablo, ya entonces, tenía un aire de reportero a la antigua, de periodista apasionado por la parte más inquieta e indagadora del oficio. A otros se les notaba enseguida que aspiraban al atajo del columnismo y del compadreo con la clase política, que ha hecho tanto daño a una profesión ya de por sí maltratada, y sumergida en una crisis que parece sin remedio. A Pablo lo que le gustaba era contar cosas, averiguar historias de vidas comunes, llegar a los sitios y no solo preguntar a unos o a otros para conseguir un titular, sino empaparse de la atmósfera, transmitir al lector la sensación irremplazable del que ha estado de verdad en el escenario de algo. Cuanto más sedentaria y autorreferencial se volvía la profesión, más volcada a la ocurrencia más o menos malévola o a la exhibición palabrera del estilo, Pablo emprendía el camino contrario, y en vez de encerrarse en una redacción o en su cuarto de estar delante de un ordenador y con un móvil a mano se iba por ahí, a averiguar, a aprender, a fijarse, ejercitando esa mirada particular que desde hace más de un siglo es el sello de los buenos cronistas, cultivando sin énfasis ni arrogancia esa variante de la literatura que es el periodismo. A Pablo se le notaba siempre, leyendo lo que escribía o fijándose en él de cerca mientras trabajaba, que estaba viviendo una vocación alimentada en la adolescencia, la del romanticismo de los periódicos, que fue tan importante para muchas personas de provincias en nuestras generaciones. Uno quería ser periodista como el que quería ser explorador, con el mismo deseo de romper los límites estrechos de nuestra condición familiar y de nuestro entorno.

En las universidades de verano y sitios así se gasta mucha saliva dilucidando las diferencias y las semejanzas entre el periodismo y la literatura, y cuando se piensa en la parte más cercana a lo literario de la escritura de periódico de lo que se suele hablar es de lo que todavía se llaman “las firmas”: es decir, no el trabajo de los periodistas de la redacción, sino el de los colaboradores con credenciales de escritores. Pero el periodismo escrito es siempre literatura, ya que lo que hace es contar el mundo con palabras, solo que sin las libertades de la ficción, y con las pautas forzosas de actualidad, la fidelidad a los hechos y los límites de espacio y de tiempo de entrega. Tan literatura es una entrevista o una crónica política o el relato de un atentado como una novela: y, lo mismo que la novela, la pieza de periódico puede estar bien o mal escrita, cuidada o no. En estas discusiones late siempre un fondo de jerarquía de valores, y se da por supuesto que la novela o el ensayo, lo que viene encuadernado en un libro, tendrá siempre una categoría superior a lo que se imprime en el papel barato del periódico, y ya ni siquiera eso, lo que aparece en una pantalla digital.

Pero el tiempo depara grandes sorpresas, y corrige un cierto número de malentendidos y de injusticias. Con raras excepciones, por ejemplo, la mejor prosa que se escribió en España en los años veinte y treinta no era la de los escritores o literatos oficiales, gravemente enfermos de retórica, sino la de algunos cronistas de periódicos. A quien recordamos ahora es a Pla, a Gaziel, a Josefina Carabias, al inmenso Manuel Chaves Nogales, todos ellos escritores de periódico. Cuando uno mira en la prensa de entonces las colaboraciones “literarias”, las de Unamuno, Ortega, etc, lo que le sorprende es lo rancias que se han quedado. La prosa narrativa verdadera la estaban escribiendo reporteros a los que nadie daba mucha importancia en su momento. Lo que parecía fugaz resultó ser una parte de lo más duradero.

Se celebra mucho a aquellos cronistas, pero llamativamente se sigue poco su ejemplo. También abundan las muestras de admiración hacia el “Nuevo periodismo” americano, que dejó de ser nuevo hace muchísimos años: calidad informativa, investigación, escritura brillante. Pero la crónica, a la manera de Chaves Nogales o la muy opulenta de los escritores de The New Yorker, requiere esfuerzos que entre nosotros son cada vez más difíciles. Una crónica siempre será más cara de producir que una columna de opinión. Y además requiere una cierta actitud por parte de quien la escribe, una mezcla de curiosidad y humildad que es rara de encontrar, y que tampoco asegura muchas recompensas. El cronista ha de salir a la calle, hablar con la gente, empaparse de una historia o de una atmósfera, contarlo todo sabiendo que lo que más importa es la historia y no quien la cuenta. Una columna se escribe en un rato, y como lo que se aprecia en ella es la impronta de su autor, cuanta más autoindulgencia de estilo ponga éste en su escritura más se le celebrará. El cronista trabaja para averiguar lo que no sabe: al columnista le prestigia un tono de ya saberlo todo de antemano.

En todos estos años convulsos en que la profesión de periodista y el mundo de los periódicos han pasado del ascenso a la caída, de la prosperidad a la creciente ruina, Pablo Ordaz se ha dedicado a visitar lugares y a encontrarse con gente y a contar lo que veía y escuchaba, lo que solo puede descubrir quien de verdad pisa el terreno y además tiene el talento y la disposición de fijarse. En su mirada de observador, en su objetividad de cronista, ha habido siempre una implícita posición ética: es importante contar las cosas como son; solo a través de ese conocimiento podemos elaborar opiniones razonables y decidir líneas de conducta. Por eso la calidad de la información que se publica es tan crucial en una democracia como la calidad de las instituciones. Quien leyera las crónicas que enviaba desde el País Vasco en los años negros del crimen y el miedo y el silencio las recordará y las agradecerá siempre. El cronista se hizo corresponsal y supo empaparse de atmósferas tan apasionantes y tan convulsas como la de México o la de Italia. Y durante estos últimos meses lo hemos vuelto a leer a diario en otra tarea que me parece más difícil aún, la de contar desde el Tribunal Supremo el llamado “juicio del Procès”. Puede parecer superfluo, o por lo menos secundario, narrar lo que está siendo transmitido en directo. Los opinadores profesionales no tendrían ninguna dificultad en hilar sus ocurrencias sin salir de casa, solo mirando de vez en cuando la pantalla del ordenador.

Pero el cronista sabe cuál es la diferencia entre estar y no estar, entre quedarse con lo que dicen las declaraciones y fijarse en una entonación, en un gesto, en la cualidad peculiar de un silencio. La realidad no es lo que dicen unos cuantos políticos, ni lo que pontifican unos expertos: es lo que han vivido las personas que han estado sumergidas en un torbellino, entre la presunta épica y la trapacería y la farsa, entre la irresponsabilidad frívola y la conciencia de la posibilidad de un desastre irreparable. La literatura de periódico se lee en dos tiempos, de dos maneras. Se escribe y se lee en el presente inmediato, en la fragmentación de la crónica diaria; y luego vuelve a leerse, al cabo del tiempo, con la quietud de lo retrospectivo, con la continuidad de una larga secuencia. El texto es más o menos el mismo, pero las palabras y las historias cobran otra dimensión. La narración transmite el ritmo lento y la mezcla de monotonía y sorpresa de un procedimiento judicial, que tiene siempre algo de historia policiaca. Era estimulante leer cada día con impaciencia las entregas que iba escribiendo Pablo Ordaz en el periódico, pero ahora se aprecian y se disfrutan de otra manera en el libro. Ahora es cuando se vuelven reveladores los matices, y cuando se ve más clara la cualidad esperpéntica de una gran parte de los figurantes, y también la dignidad de quienes hicieron su oficio contra viento y marea y consiguieron que el desastre no fuera del todo irreparable. Hace falta un cronista para explicar todo eso.

Antonio Muñoz Molina

Lisboa, 29 de julio 2019

Las defensas salen al ataque

12 / 02 / 19 - Jornada 1

Dentro de la sala, lo que más llama la atención es el silencio. O, más exactamente, el respetuoso silencio. En un proceso en el que el ruido, los insultos, las acusaciones más duras y los tuits envenenados han terminado por romper la convivencia en Cataluña y resucitar los viejos odios en el resto de España, lo más sorprendente es que en la primera sesión del juicio, bajo las grandes lámparas del Salón de Plenos del Tribunal Supremo, el silencio triunfa sobre el ruido.

Es posible gracias a la mano izquierda del presidente Manuel Marchena, que ha permitido los lazos amarillos y deja que los encarcelados se abracen con sus familiares y amigos, y también a la cortesía institucional de los abogados defensores, unos más duros que otros en sus alegatos, pero todos respetuosos con las reglas y con las formas. “Excelentísimas señorías”, llega a decir un letrado, “este juicio es un fracaso social de todo el Estado español”. Y de ahí para arriba.

Durante más de seis horas, las defensas salen al ataque. Duro, argumentado, casi a la desesperada –nadie piensa a estas alturas que el juicio pueda ser suspendido ni los políticos presos puestos en libertad–, pero correcto. Ni un mal gesto en el estrado, ni un murmullo en la sala. Tanto que un conocido tertuliano, famoso por sus opiniones ex cátedra y su afición a la bronca, termina dando cabezadas durante la sesión de la mañana y por la tarde ya ni regresa.

Y eso que, a primera hora, la irrupción en la plaza de París, junto a la sede del Tribunal Supremo, del líder de Vox, Santiago Abascal, hacía temer que el ruido irrumpiera en el juicio desde el día del estreno. De hecho, un vistazo al Salón de Plenos es una metáfora perfecta de la situación actual del país. A un lado, el secesionismo que quiere romper con España. Al otro, los abogados de Vox, el partido que era apenas un embrión cuando se personó en la causa, a finales de 2017, y ya ha monopolizado el discurso de la derecha y amenaza con entrar con fuerza en las instituciones. En medio, unos jueces que tratan de ofrecer transparencia en señal de su imparcialidad, pero que arrastran –como la causa misma– un reguero de sospechas y de dudas. Por esas rendijas, a veces del tamaño de una zanja, tratan de colarse los argumentos de los abogados defensores.

El primero en intervenir, Andreu Van den Eynde, defensor del exvicepresident Oriol Junqueras, es sin duda el más duro y acusa a la justicia de orquestar una “causa general” contra el independentismo. “Se han vulnerado prácticamente todos los derechos”, asegura, “el derecho a la intimidad y la inviolabilidad del domicilio, el derecho de reunión y manifestación, el de libertad de movimientos. Hasta el derecho a la libertad de culto, porque a Junqueras no le dejaban ir a misa en prisión”. El abogado va poniendo en fila india las torpezas cometidas por los agentes del Estado, y ahí existe un auténtico manantial. Desde el teniente coronel de la Guardia Civil, responsable de una parte de la investigación, que por la noche se convertía en un tuitero faltón con el independentismo hasta los mensajes de WhatsApp del senador del PP Ignacio Cosidó, que garantizaba a sus colegas que con Marchena todo estaba atado y bien atado: “Controlaremos la sala segunda desde detrás”. También sale a colación la actuación de Juan Ignacio Zoido, el ministro del Interior de Mariano Rajoy, que envió a los antidisturbios de la Policía Nacional y de la Guardia Civil a una operación imposible que, a la postre, se convirtió en la mejor baza del independentismo para mostrar ante Europa. El ataque de las defensas se convierte también en un tráiler de la película que, durante los próximos meses, de martes a jueves y en sesiones de mañana y tarde, se proyectará en el Supremo.

Y en la primera sesión, además de los buenos augurios de convivencia –ni siquiera el abogado de Vox, Javier Ortega Smith, protesta cuando el tribunal permite que los presos abracen a sus familiares y saluden al presidente de la Generalitat, Joaquim Torra–, también hay espacio para hacer pronósticos del talante de las defensas. La transparencia tiene sus daños colaterales, y la decisión de retransmitir en directo el juicio para evitar suspicacias puede modificar ciertos comportamientos. ¿Quién va a renunciar a sus minutos de gloria con la televisión en directo? Durante la primera sesión, los ejemplos más claros son los del ya citado Andreu Van den Eynde y los de Olga Arderiu, abogada de la expresidenta del Parlament Carme Forcadell, quien a las seis menos cuarto de la tarde y después de casi una hora hablando, se lleva el primer y único aviso del presidente del tribunal. Manuel Marchena, pidiéndole disculpas con una sonrisa, interrumpe el discurso de la letrada para solicitarle que vaya terminando. “Creo además”, dice Marchena, “que muchos de sus argumentos están ya recogidos en su extenso escrito de defensa, que si no recuerdo mal tiene 263 folios”.

La intervención del abogado de Junqueras es incluso más tediosa. Tan llena de citas –hay quien no se resigna a ponerle un escaparate a sus conocimientos– que el abogado que interviene después, Javier Melero, defensor del ex consejero de Interior Joaquim Forn, advierte con cierta sorna de que sus citas van a ser más simples. Y tira de un pasaje del proyecto alternativo del Código Penal alemán de 1969 que sostiene que el derecho penal debe ser entendido como “una amarga necesidad dentro de la comunidad de seres imperfectos que los hombres son”. Unos hombres que, pese a sus diferencias seguramente insalvables, saben guardar silencio cuando, al final de la jornada, Jordi Cuixart y el exconseller Josep Rull se funden en un largo abrazo con sus familiares antes de emprender el regreso, ya de noche, a la prisión de Soto del Real.

La Fiscalía contrataca

13 / 02 / 19 - Jornada 2

De los 12 políticos independentistas sentados en el banquillo de los acusados, solo uno –Jordi Sànchez– lleva un lazo amarillo en la solapa. Se trata de un pin pequeño, insignificante, al que nadie había dado más importancia que a la pulsera con la bandera de España que lleva en su muñeca izquierda Javier Ortega Smith, el abogado de Vox que cuando no ejerce la acusación particular en el Tribunal Supremo aparece junto a Santiago Abascal anunciando la reconquista de España.

Pero a las 13.03 de la segunda jornada del juicio, después de que los dos fiscales y la abogada del Estado hayan empleado más de dos horas en desmontar de forma concienzuda, a ratos brillante, el argumentario del independentismo, al otro abogado de Vox, Pedro Fernández, no se le ocurre otra manera de empezar su alegato que protestando ante el tribunal por el lazo amarillo de Jordi Sànchez.

–Tiene una carga política indudable. No debería permitirse en esta sala.

Puede parecer una anécdota sin importancia, pero no lo es. En la plaza de París, en el Salón de Plenos del Tribunal Supremo, hay dos mundos sentados frente a frente, cada uno con su discurso, que es como decir con su verdad. Durante los dos últimos años –ya no digamos durante el otoño efervescente de 2017–, el mundo independentista ha construido un discurso amable, el del derecho a decidir, el de una república joven frente a la monarquía, el de la libertad de unos jóvenes que bajan por Las Ramblas con una bandera catalana en forma de capa frente a los furgones de la policía.

Ante ese discurso, el otro mundo –el de los partidos políticos, el de los medios de comunicación, el de las redes sociales– se ha mostrado incapaz de elaborar otra retórica igual de atractiva. De la misma forma que ahora el abogado Pedro Fernández, cuando lo que está en juego es la verdad, se dedica a entrar al trapo de los lazos amarillos.

Esa dinámica se rompe por fin en los primeros compases del juicio. Los fiscales, Javier Zaragoza y Fidel Cadena, y la abogada del Estado, Rosa María Seoane, ofrecen, cada uno a su estilo, una respuesta contundente, casi inaudita, por cuanto en ningún foro hubo hasta ahora el silencio y el tiempo necesario. Es muy posible que hasta hoy los líderes independentistas ahora encarcelados no hayan tenido la oportunidad –ni las ganas, ni la obligación– de escuchar íntegramente, durante dos horas largas, la verdad de los otros. Lo primero que hace Javier Zaragoza, un fiscal curtido en la lucha contra el terrorismo de ETA y el narcotráfico internacional, es despejar la sensación de que quien está siendo juzgado no es la insurrección secesionista, sino el propio Estado. “Paradójicamente”, dice Zaragoza mirando ora a los presos, ora a sus abogados, “ustedes pretenden sentar al Estado en el banquillo diciendo que esto es un juicio político. Y eso no es verdad. La verdad es justo la contraria. Este es un juicio en defensa de la democracia”.

Durante una hora, el fiscal Zaragoza se emplea en demostrar, manejando abundante jurisprudencia, que España no es un país menos democrático que cualquier otro de su entorno, y que jamás se pretendió juzgar ni al independentismo ni siquiera al proyecto soberanista, sino a unos hechos concretos que vulneraron la ley. “El derecho de autodeterminación”, llega a decir, “es una idea legítima mientras se defienda por los cauces constitucionales, y es verdad que el diálogo es sin duda la base de la democracia, pero siempre que se produzca dentro de la legalidad y no como una imposición”.

Tanto los acusados como sus abogados siguen con gran atención las intervenciones de los fiscales Zaragoza y Cadena y también de la abogada Seoane. Los tres hacen múltiples referencias al Tribunal Europeo de Derechos Humanos para defender la instrucción. Aquí, vienen a decir una y otra vez los representantes del Estado, cumplimos los parámetros de calidad democrática y jurídica que exige Europa. Hay una razón de peso para esa estrategia. Durante la jornada anterior, algunos de los defensores se mostraron más empeñados en criticar al Estado que en defender la inocencia de sus clientes. A pesar de que algunos de ellos, como Oriol Junqueras, se enfrentan en este juicio a 25 años de cárcel, sus abogados siguen fiándolo todo a Europa. “Me sabe mal decirlo”, confiesa durante el receso uno de los defensores menos afectos a la causa independentista, “pero creo que mis compañeros se están equivocando de estrategia y sus clientes pueden pagar las consecuencias. Dicen para la galería que esto es un juicio político, pero todos sabemos que es un juicio penal, y si lo pierden, sus clientes irán a la cárcel”.

A las 13.03, finalmente, le toca al turno al abogado de Vox. Fernández le pide al tribunal que prohíba a los acusados –en realidad solo Jordi Sànchez– portar lazos amarillos. Parece que el presidente, Manuel Marchena, estaba esperando la pregunta. Le responde que la justicia europea condenó a Bélgica –ese paraíso para los independentistas– y también a Bosnia por impedir que unos acusados portaran símbolos religiosos, y que los lazos amarillos tienen la misma consideración por cuanto pueden considerarse símbolos ideológicos. La respuesta de Marchena, terminante, deja sin palabras al abogado de Vox. El ruido tendrá que esperar.

El monólogo del “hombre bueno”

14 / 02 / 19 - Jornada 3

Es más difícil defenderse ante un juez que hacerlo ante la historia. Oriol Junqueras se presenta ante el Tribunal Supremo con el único salvoconducto del hombre bueno, pacifista, estudioso, temeroso de Dios, incapaz de ejercer cualquier tipo de violencia, un independentista catalán que, pese a todo, lanza un mensaje de amor a España aprovechando que hoy es 14 de febrero.

Aunque su abogado había batallado días antes para que el tribunal le concediera más tiempo para preparar la defensa, el exvicepresidente de la Generalitat no necesita ni un papel, porque lo que viene a decir ya lo ha dicho un millón de veces –“Votar no es un delito. Siempre he rechazado la violencia. Me considero un preso político”– y porque, al no tener ninguna fe en la justicia española, convierte su defensa en un monólogo, el del hombre decente destinado a pasar a la historia como un héroe o un santo. Tan cerca está de la levitación que cuando el juez Manuel Marchena corta su intervención para dar paso a un receso, Junqueras exclama:

–Lástima, ahora que íbamos lanzados.

Después de su intervención de hora y media, llega el turno de Joaquim Forn. El exconsejero de Interior de la Generalitat durante el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 adopta una técnica de defensa radicalmente distinta. Sencillamente, trata de probar su inocencia. Para ello decide hacer lo más adecuado para alguien que se encuentra en prisión acusado de delitos por los que la fiscalía pide hasta 16 años de prisión. Esto es, agenciarse un buen abogado y no un compañero de partido más radical que uno mismo, estudiarse hasta el último papel del sumario y, al contrario de lo que hace Junqueras, aceptar las preguntas del fiscal y de la abogada del Estado. Es curioso, porque durante su monólogo, Junqueras dice varias veces a modo de jaculatoria que, cuando el independentismo intentaba dialogar con el Estado español, era imposible porque “la silla de enfrente siempre estaba vacía”. Hoy estaba llena, pero Junqueras decide rehuir el diálogo.

Forn, no. Forn se faja en un duro interrogatorio con el fiscal Fidel Cadena, que intenta una y otra vez que el exconsejero de Interior caiga en contradicciones, pero el político independentista se defiende bien, con respuestas cortas, precisas, firmes. Ante las preguntas del fiscal, se empeña en dejar claro que siempre diferenció el apoyo político al referéndum con su labor como consejero de Interior: “Dejé en todo momento que los Mossos hicieran su trabajo. No se tomó desde mi departamento ninguna medida para celebrar el referéndum. Más de 7.000 mossos estuvieron en la calle para cumplir con las órdenes de la fiscalía. Cerramos 396 colegios electorales mientras que la Guardia Civil y la Policía solo pudieron cerrar 106...”.

Fidel Cadena sigue preguntando. Es un fiscal correoso, que no levanta la voz ni tiene ninguna tentación teatral, pero que no deja ni un segundo entre el fin de la respuesta del acusado y la siguiente pregunta. Forn le sigue el juego. El interrogatorio se convierte en un toma y daca apasionante. En la simple declaración de Forn está el reconocimiento de la legitimidad del tribunal, pero eso no es óbice para que se defienda con uñas y dientes. Cuando el fiscal hace referencia a la secretaria judicial que “tuvo que huir por las azoteas”, el exconsejero trata de quitarle hierro al asunto:

–Ustedes los fiscales construyen unos relatos un poco peliculeros.