Cubierta_-_Obras_Completas_Sherlock_Holmes.jpg

© Plutón Ediciones X, s. l., 2020

Traducción: Benjamin Briggent

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

E-mail: contacto@plutonediciones.com

http://www.plutonediciones.com

Impreso en España / Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I.S.B.N: 978-84-18211-20-1

Estudio Preliminar

Sir Arthur Conan Doyle nació el 22 de mayo de 1859 en Edimburgo, Escocia. Después de una infancia pobre, ocasionada por los problemas de alcoholismo de su padre, empezó una educación privada a los nueve años, gracias al apoyo de tíos acaudalados. En 1876 comenzó a estudiar medicina en la Universidad de Edimburgo. Durante este período de su vida empezó a escribir historias de ficción y para 1879 ya logró publicar en varias revistas literarias de la capital escocesa.

Después de servir como médico en varios barcos, y de estudiar oftalmología en Viena, se establece en Londres, donde abre una práctica privada. Aquí adquiere el hábito de escribir mientras espera a sus pacientes. Años después, en su autobiografía, confesaría que tuvo tan pocos pacientes que logró escribir muchas historias, y al comparar su muy incipiente carrera literaria con su evidente fracaso como oftalmólogo, no fue muy difícil tomar la decisión de dedicarse enteramente a la escritura.

La publicación de varios relatos de misterio y su modesta recepción por parte del público abrieron la mente de Conan Doyle a una exploración más profunda del género. Durante 1886 y en apenas tres semanas escribe Estudio en escarlata, publicada en 1887 por Ward Lock & Co. en Beeton’s Christmas Annual. Esta sería la primera aparición de su más famosa creación literaria, el dúo detectivesco de Sherlock Holmes y el doctor John Watson. La novela resultó un éxito para Conan Doyle y le dio la confianza para continuar escribiendo. Publicaría otro par de novelas: Micah Clarke (1889), de ficción histórica, y El Misterio de Cloomber (1889), una aventura con elementos de horror. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo para volver a Sherlock Holmes, con la novela El signo de los cuatro (1890). Escribiría otras historias independientes durante 1890 y 1891, pero fue encargado para completar una recopilación de cuentos cortos protagonizados por su famoso detective, y en 1892 se edita de forma completa Las aventuras de Sherlock Holmes, que recoge las doce aventuras previamente publicadas durante ese año en la revista The Strand, que sería la casa literaria de Sherlock Holmes hasta el final de la vida de Conan Doyle.

Los años siguientes fueron extremadamente prolíficos para el autor, y publicó varias novelas de ficción histórica y de aventuras, entre las que destacan El secreto de Raflles Haw (1891), La Gran Sombra (1892) y El Parásito (1894). También probaría su suerte con obras de teatro, aprovechando su éxito gracias a Sherlock Holmes para arriesgarse en otros territorios literarios, pero ninguna producción teatral fue importante para su carrera.

En 1894 se publican Las memorias de Sherlock Holmes, donde el famoso detective tiene su última aventura, como era la intención de Conan Doyle para descansar de una vez por todas del personaje que tanta fama le había dado hasta el momento, pero que a su vez le impedía producir cosas nuevas y disfrutar de la libertad creativa que debe ser la base de la creación literaria. Ese mismo año publicaría la primera aparición de otro personaje que sería protagonista de varios cuentos de ficción histórica, el Brigadier Gerard, un húsar en el ejército francés durante las guerras napoleónicas. Este nuevo personaje representaba su rompimiento con Sherlock Holmes como enfoque de sus relatos cortos y daría paso a otro tipo de historias para el autor.

Arthur Conan Doyle continuaría durante los próximos siete años con la publicación de novelas históricas y de aventuras, con la recopilación de relatos cortos y hasta probaría su suerte con una colección de poemas y un libro de historia militar. El autor gozaba de una reputación estable aunque con duras críticas de algunos de sus seguidores por la decisión de matar a Sherlock Holmes, pero Conan Doyle se mantuvo firme en su propósito de probar temas nuevos, estructuras diferentes, puntos de vista que le permitieran crecer como escritor y como persona. Sus intereses personales estaban empezando a tener mayor repercusión en su vida pública y durante estos años hizo campaña política para un puesto en el parlamento, el cual no consiguió, y actuó como médico voluntario durante unos meses en la guerra de los Bóer, en Sudáfrica (tema sobre el que escribiría un par de libros de no ficción).

Pero el autor no pudo evitar por más tiempo el regreso de su celebrado detective. Impulsado por la indudablemente atractiva compensación económica y en parte por las renovadas energías creativas, después de experimentar con diferentes cosas en sus últimas publicaciones, Sherlock Holmes y el doctor John Watson vuelven al imaginario popular con El sabueso de los Baskerville, serializado entre 1901 y 1902, y posteriormente publicado en un solo volumen ese mismo año. Tres años después, y después de una primera aparición en la revista The Strand, se publica El regreso de Sherlock Holmes, un recopilatorio de relatos publicados durante los años previos. En este libro, Conan Doyle justifica la supuesta desaparición de Sherlock Holmes, como un plan del detective para aprovechar la tranquilidad que le brindaba el anonimato de la “muerte”. También explica que Holmes estará formalmente retirado y que Watson tiene prohibido seguir escribiendo sus aventuras como fue establecido desde la primera aparición del dúo. Sin duda fue la mejor manera de mantener a sus seguidores contentos por la “resurrección” de su personaje favorito, y al mismo tiempo mantener la calma y bajar las expectativas por más historias inmediatamente.

Entre 1905 y 1915, Arthur Conan Doyle escribe un poco menos, en comparación con el ritmo que venía manteniendo en los primeros años de explosión de su carrera. Sigue disfrutando de la autonomía que le proporciona el éxito económico y comercial, pero sin perder de vista el riesgo que implica cualquier novedad o género diferente al que sus seguidores están acostumbrados. Durante estos años publica otra de sus obras más conocidas, El Mundo Perdido (1912), protagonizada por el Profesor Challenger y que representa otro intento de Conan Doyle por diversificar su producción, con una novela de aventuras cargada de referencias científicas, viajes a lugares exóticos y animales extraordinarios. No perderá de vista a Sherlock Holmes y publicó varias historias que eventualmente serían recopiladas. Publicó otras novelas de ficción histórica, como Sir Nigel (1906) y un libro de no ficción sobre las atrocidades cometidas en el Congo por el rey Leopoldo II de Bélgica, El Crimen del Congo (1909). También salieron a la luz nuevas recopilaciones de relatos cortos de diversos géneros y estilos.

En 1915 se publica la cuarta y última novela protagonizada por Sherlock Holmes y el doctor John Watson, El valle del terror. Dos años después aparecerá otro recopilatorio de cuentos del dúo detectivesco, Su última reverencia, que continúa las aventuras de Sherlock Holmes como recuerdos desde su apacible retiro. Quizás fue prevista por el autor como una despedida definitiva del personaje, pero esta vez no comete el error, o mejor dicho, no asume la responsabilidad de matar a Sherlock, como intentó hacer años antes.

Los últimos años de la vida de Arthur Conan Doyle fueron dedicados a una producción todavía más ecléctica. Su prolífica imaginación y su creciente interés por el espiritismo y lo paranormal lo llevaron a publicar una serie de obras sobre estos temas. Financió una serie de estudios sobre espiritualismo y él mismo empezó a predicar por el mundo la posibilidad de comunicarse con nuestros seres queridos en el más allá. Dedicó muchos de sus recursos a organizar sesiones de espiritismo, a procurar evidencia fotográfica de la existencia de hadas y fantasmas, participó en congresos y dio charlas públicas donde defendió vehemente sus nuevas creencias. Sin embargo, también se mantuvo activo en el frente literario por el que era celebrado y siguió escribiendo relatos de aventuras, más historias de Sherlock Holmes, otras novelas, entre las que destaca una protagonizada por el profesor Challenger, La Tierra de la Niebla (1926) y más títulos sobre historia militar y no ficción. En 1927 publicaría la última recopilación de relatos de Sherlock Holmes, titulada El archivo de Sherlock Holmes, de nuevo sin cerrar definitivamente la puerta al personaje, pero por primera vez recibió algunas críticas por la falta de consistencia y poca calidad de las historias.

Se mantendría activo hasta el último momento, disfrutando de su fama y fortuna y apoyando diversas causas sociales y de espiritualismo. Escribía cada vez menos y aún así se mantuvo publicando hasta el año de su muerte y asegurando un legado realmente envidiable por su extensión y diversidad. Arthur Conan Doyle moriría en 1930, de un infarto, con 71 años de edad.

Sherlock Holmes es, sin lugar a dudas, el más famoso detective de todos los tiempos y con su avasallante intelecto, se enfrenta a toda clase de misterios y crímenes, contando siempre con el apoyo del doctor Watson, y sus oportunas dudas, siempre dispuestas a sacar a la luz lo mejor del detective y su complicada mente. Holmes ha sido el modelo a seguir de innumerables personajes literarios y llevado a todos los medios posibles, convirtiéndose en un inmortal referente de inteligencia, del razonamiento abstracto y del arte de la deducción. Conan Doyle tuvo una relación complicada con su creación, agradeciéndole todas las puertas que le abrió y la riqueza económica que le aseguró, pero a la vez resintiendo el control que ejercía sobre su carrera. La percepción de sus seguidores y editores ciertamente no ayudaba por la presión que generaban sobre el autor para escribir más y más historias del detective, pero Conan Doyle logró encontrar el equilibrio, manteniéndose por siempre activo y ávido de temas y géneros nuevos para seguir escribiendo. Su extenso catálogo es prueba suficiente.

El presente volumen reúne en orden de publicación todas las aventuras del detective: Estudio en escarlata, El signo de los cuatro, Las aventuras de Sherlock Holmes, Las memorias de Sherlock Holmes, El sabueso de los Baskerville, El regreso de Sherlock Holmes, Su última reverencia, El valle del terror y El archivo de Sherlock Holmes.

Estudio en Escarlata

Primera Parte:
Recopilación de los escritos de
John H. Watson, Doctor en Medicina
perteneciente al cuerpo de
médicos del ejército

Capítulo I:
El señor Sherlock Holmes

En 1878 terminé mis estudios en medicina por la Universidad de Londres, luego me fui a Netley para cumplir con un curso que necesitaba para ser médico cirujano en el Ejército. Después de finalizar, comencé como médico cirujano ayudante en el de Fusileros de Northumberland. Este regimiento se encontraba en ese momento de guarnición en la India y ni siquiera me había podido incorporar cuando estalló la segunda guerra del Afganistán. Fue al desembarcar en Bombay, cuando me enteré de que mi unidad había cruzado la frontera, adentrándose en el país enemigo. Yo seguí de viaje, junto con otros muchos oficiales que se encontraban en una situación idéntica a la mía. Logramos llegar sin inconvenientes a Kandahar, donde encontré a mi regimiento y donde me incorporé de inmediato al servicio.

Aquella contienda dio honores y ascensos a muchos, pero en mi caso solo me trajo penurias y desgracias. Me separaron de mi brigada para agregarme a las tropas del Berkshire, con las que me hallaba sirviendo cuando la desdichada batalla de Malwand. Caí herido allí por una bala explosiva que me destrozó el hueso, rozando la arteria, del subclavio. Habría caído en manos de los ghazis asesinos, de no haber sido por el leal y valiente de Murray, mi ordenanza, que me atravesó, lo mismo que un bulto, encima de un caballo de los de la impedimenta y logró llevarme sin otro percance hasta el regimiento británico.

Agotado por el dolor y debilitado a consecuencia de las muchas fatigas sufridas, me trasladaron en un gran convoy de heridos al hospital de base, establecido en Peshawur. Me recuperé en ese lugar hasta el punto que ya podía caminar por las salas, e incluso salir a tomar un poco el sol en la terraza, entonces caí enfermo de ese flagelo de nuestras posesiones de la India: el tifus. Durante meses se temió por mi vida, y cuando, por fin, reaccioné y entré en la convalecencia, había quedado en tal estado de debilidad y de extenuación, que el consejo médico dictaminó que debía ser enviado a Inglaterra sin perder un solo día. Fue por eso que embarqué en el transporte militar Orontes, y un mes después tomaba tierra en el muelle de Portsmouth, convertido en una irremediable mina física, pero disponiendo de un permiso otorgado por un Gobierno paternal para que me esforzase por reponerme durante el período de nueve meses que se me otorgaba.

Yo no tenía en Inglaterra parientes ni allegados. Estaba, pues, tan libre como el aire o tan libre como un hombre puede serlo con un ingreso diario de once chelines y seis peniques. Como es normal, en una situación similar, gravité hacia Londres, gran sumidero al que acuden de manera irresistible todos los que atraviesan una época de descanso y ociosidad. Estuve alojándome durante algún tiempo en un buen hotel del Strand, llevando una vida incómoda, sin ningún proyecto y gastándome mi dinero con mucha mayor esplendidez de lo que hubiera debido. La situación de mis finanzas se hizo tan alarmante que no tardé en comprender que, si no quería verme en la necesidad de tener que abandonar la gran ciudad y de llevar una vida rústica en el campo, me era imperante alterar por completo mi tipo de vida. Opté por esto último, y empecé por tomar la resolución de abandonar el hotel e instalarme en una habitación de menores pretensiones y más barata.

Me hallaba, el día mismo en que llegué a semejante conclusión, en pie en el bar Criterion, cuando me dieron unos golpes en el hombro; me volví, encontrándome con que se trataba del joven Stamford, que había trabajado a mis órdenes en el Hospital de San Bartolomé como practicante. Para un hombre que lleva una vida solitaria, resulta por demás grato ver una cara amiga entre la inmensa y extraña multitud de Londres. En aquellos tiempos Stamford no fue precisamente un gran amigo mío; pero en esta ocasión lo acogí con entusiasmo, y él, por su lado, parecía feliz de verme. Llevado por mi júbilo exuberante, le invité a que comiese conmigo en el Holborn, y hacia allí nos fuimos en un coche de alquiler de los de un caballo.

—¿Qué ha sido de su vida, Watson? —me preguntó, sin disimular su sorpresa, mientras el coche avanzaba traqueteando por las concurridas calles de Londres—. Está delgado como un listón y moreno como una nuez.

Le conté a grandes rasgos mis aventuras. Apenas había acabado de contárselas cuando llegamos a nuestro destino.

—¡Pobre hombre! —me dijo con acento de conmiseración, después de oírme contar mis desdichas—. ¿Y qué hace ahora?

—Estoy en búsqueda de habitación —le contesté—. Trato de resolver el problema de la posibilidad de encontrar habitaciones cómodas a un precio razonable.

—Qué curioso —hizo notar mi acompañante—. Es usted el segundo hombre que hoy me habla en esos mismos términos.

—¿Quién fue el primero? —le pregunté.

—Un señor que trabaja en el laboratorio de química del hospital. Esta mañana se lamentaba de no dar con nadie que quisiese tomar a medias con él un lindo apartamento que había encontrado y que resultaba demasiado caro para su bolsillo.

—¡Por Júpiter! —exclamé—. Si de verdad busca con quien compartir las habitaciones y el gasto, yo soy el hombre que le conviene. Sería mucho mejor tener un compañero que vivir solo.

El joven Stamford me miró de un modo muy extraño, por encima de un vaso de vino, y dijo:

—Creo que no conoce usted aún a Sherlock Holmes; quizá no le interese tenerle diariamente de compañero.

—¿Por qué lo dice? ¿Hay algo en contra suya?

—Para nada he dicho que haya algo en contra suya. Es un hombre de ideas raras. Le entusiasman determinadas ramas de la ciencia. Por lo que yo sé, es una persona bastante aceptable.

—¿Estudia quizá medicina? —le pregunté.

—No... Yo no creo que quiera seguir esa carrera. En mi opinión, domina la anatomía y es un químico de primera línea; aunque nunca asistió de manera sistemática, que yo sepa, a clases de medicina. Es muy voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un gran acopio de conocimientos poco corrientes, que asombrarían a sus profesores.

—¿Alguna vez le ha preguntado cuáles son sus propósitos? —pregunté yo.

—No, para nada; no es hombre que se deje llevar fácilmente por confidencias, aunque suele ser bastante dado a la comunicación cuando está en vena.

—Quisiera conocerlo —dije—. Si tengo que vivir con alguien, prefiero que sea con un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No me siento lo suficientemente fuerte todavía para soportar mucho ruido o excesivo barullo. Con lo que tuve que aguantar en Afganistán, tengo para todo lo que me resta de vida normal. ¿Existe algún modo de que yo conozca a ese amigo suyo?

—Seguramente está en el laboratorio en este momento —me respondió—. Hay épocas en que no aparece por el laboratorio durante semanas, y luego otras en que no se va de ahí desde que sale al sol hasta la noche. Podríamos ir los dos en coche después de comer, si así lo quiere.

—Cuente con eso —le dije.

Y luego empezamos a hablar de cualquier otra cosa.

Después de dejar el Holborn y mientras nos dirigíamos al hospital, Stamford me iba comentando un poco más del caballero que me parecía adecuado como compañero de habitación.

—Eso sí, no me eche la culpa si acaso no se lleva bien con él —me dijo—. Lo que sé es por haberlo tratado alguna que otra vez en el laboratorio. A usted le ha parecido buena idea y le pido que no me haga responsable si no sale bien.

—Si no nos llevamos bien, será cosa fácil de solucionar —comenté—. Me está pareciendo, Stamford, que tiene usted alguna razón para querer lavarse las manos en este apartado —agregué, clavando la mirada en mi compañero—. ¿Acaso es una persona terriblemente destemplada, o qué? Hábleme directamente.

—Es difícil explicarlo —me contestó, riéndose—. Para mi gusto, Holmes es un poco expresivamente científico. Casi roza la insensibilidad. Puedo incluso imaginarlo dando a un amigo suyo un pellizco del alcaloide vegetal más moderno, y eso no por malquerencia, compréndame, sino por puro espíritu investigador que desea formarse una idea exacta de los efectos de la droga. Para ser justo, creo que él mismo la tomaría con idéntica naturalidad. Por lo que se ve, su pasión es lo concreto y exacto en materia de conocimientos.

—Y tiene muchísima razón.

—Sí, pero esa condición se puede desbocar. Toma, desde luego, una forma bastante chocante si llega hasta a golpear con un palo a los cadáveres en los cuartos de disección.

—¡Apalear a los cadáveres!

—Sí, con el objeto de ver qué clase de magullamientos se pueden producir después de la muerte del sujeto. Se lo he visto hacer con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudia medicina?

—No. ¡Vaya usted a saber qué busca con sus estudios! Pero ya hemos llegado, y es usted mismo quien debe formar sus propias apreciaciones acerca de esta persona.

Mientras hablaba, nos metimos por un camino estrecho y cruzamos una pequeña puerta lateral por la que se entraba en una de las alas del gran hospital. Todo aquello me resultaba familiar, y no necesité que me guiasen cuando subimos por la adusta escalera de piedra ni cuando avanzamos por el largo pasillo que ofrecía un panorama de muro enjalbegado y puertas color castaño. Hacia el extremo del pasillo arrancaba un corredor, abovedado y de poca altura, por el que se llegaba al laboratorio de química.

Se trataba de una sala de techo muy alto, llena por todas partes de frascos alineados en las paredes y dispersos por el suelo. Aquí y allá, anchas mesas de poca altura, erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen de llamas azules onduladas. Un solo estudiante había en la habitación, y estaba absorto en su trabajo, inclinado sobre una mesa apartada. Al ruido de nuestros pasos, se volvió a mirar y se puso en pie con una exclamación de placer.

—¡He dado con ello! ¡He dado! —gritó a mi acompañante, y vino corriendo hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. Descubrí un reactivo que es precipitado por la hemoglobina y nada más que por la hemoglobina.

Los rasgos de su cara no habrían irradiado deleite más grande si hubiese descubierto una mina de oro.

—Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —dijo Stamford, haciendo las presentaciones.

—¿Cómo está usted? —dijo cordialmente, apretando mi mano con una fuerza que yo habría estado lejos de suponerle—. Por lo que veo, ha estado usted en Afganistán.

—¿Cómo demonios lo sabe usted? —pregunté, asombrado.

—No se preocupe —dijo él, riendo por lo bajo—. De lo que ahora se trata es de la hemoglobina. Usted comprende, sin duda, todo el sentido de este hallazgo mío, ¿verdad?

—No hay duda de que químicamente es una cosa interesante —contesté—. Ahora que prácticamente…

—Pero, ¡hombre, si es el descubrimiento de mayores consecuencias prácticas hecho en muchos años en la medicina legal! Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre, ¡venga usted a verlo!

Era tal su interés, que me cogió de la manga de mi americana y me llevó hasta la mesa en que había estado trabajando.

—Hagámonos con algo de sangre reciente —dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo dentro de una probeta de laboratorio la gota de sangre que extrajo del pinchazo—. Y ahora, voy a mezclar esta pequeña cantidad de sangre con un litro de agua, fíjese en que la mezcla resultante presenta la apariencia del agua pura. La proporción en que está la sangre no excederá de uno a un millón. Pues, con todo y con ello, estoy seguro de que podemos obtener la reacción característica.

Mientras hablaba, echó en la vasija unos pocos cristales blancos, agregando luego unas gotas de un líquido transparente. La mezcla tomó inmediatamente un color caoba apagado, y apareció en el fondo de la vasija de cristal un polvo de color pardusco.

—¡Ajá! —exclamó, palmoteando y tan feliz como niño con un juguete nuevo—. ¿Qué me puede decir usted a eso?

—Parece una demostración muy sutil —le dije.

—¡Magnífica! ¡Magnífica! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy burda e insegura. Y lo mismo ocurre con la búsqueda microscópica de corpúsculos de la sangre. Esta última demostración es inocua si las manchas datan de algunas horas. Pues bien: esta mía actúa, según parece, con igual eficacia si la sangre es vieja o si la sangre es reciente. De haber estado ya inventada esta demostración, centenares de personas que hoy se pasean por las calles habrían pagado hace tiempo la pena debida a sus crímenes.

—¡Ah! ¿Sí? —murmuré yo.

—Todas las causas criminales giran constantemente sobre este único punto. Meses después de haber cometido un crimen, recaen las sospechas sobre un individuo determinado. Se revisan sus trajes y sus prendas interiores, y se descubren en unos y otras algunas manchas parduscas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de roña, de fruta o de qué? He ahí la pregunta que ha dejado sumido en el desconcierto a más de un técnico. ¿Por qué? Pues porque no se dispone de una prueba demostrativa segura. De hoy en adelante, disponemos ya de la prueba de Sherlock Holmes, y no habrá ninguna dificultad.

Le brillaban los ojos al hablar, puso la palma de la mano sobre su corazón y se inclinó igual que si correspondiera a los aplausos de una multitud surgida al conjuro de su imaginación.

—Usted merece que se le felicite —fue la observación que yo hice, muy sorprendido ante aquel entusiasmo suyo.

—¿Recuerda el año pasado en Fráncfort el caso de Von Bischoff? Si hubiera existido esta prueba, le habrían ahorcado, con toda seguridad. Hemos tenido también el de Mason, de Bradford, y el tan famoso de Muller y Lefévre, de Montpellier, y el de Samson, de Nueva Orleans. Podría citar una veintena de casos en los que hubiera sido determinante.

—Parece usted un calendario viviente del crimen —dijo Stamford sonriendo—. Podría iniciar una publicación siguiendo esa línea general y titularla Noticiario policíaco de antaño.

—Puede ser una lectura muy interesante —hizo notar Sherlock Holmes pegando un pedacito de parche sobre el pinchazo del dedo. Luego se volvió sonriente hacia mí—. Es necesario que yo tenga cuidado, porque manejo venenos con mucha frecuencia.

Extendió la mano al mismo tiempo que hablaba, y pude ver que la tenía moteada de otros parchecitos parecidos y descolorida por efecto de ácidos fuertes.

—Hemos venido a hablar de un negocio —dijo Stamford, sentándose en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie—. Este amigo mío anda buscando donde hospedarse; y como usted se quejaba de no encontrar quien quisiera alquilar un piso a medias con usted, pensé que lo mejor que podía hacer era ponerlos en contacto a los dos.

A Sherlock Holmes pareció agradarle la idea de compartir sus habitaciones conmigo, y advirtió:

—Tengo echado el ojo a un piso en Baker Street que nos vendría que ni pintado. No le molesta el humo del tabaco fuerte, ¿verdad?

—Yo mismo no fumo de otro —le contesté.

—Hasta ahí vamos bastante bien. Por lo general, yo acostumbro a tener a mano sustancias químicas, y de cuando en cuando realizo experimentos. ¿Le molestaría eso?

—¡Para nada!

—A ver... ¿Qué otras desventajas tengo? Hay veces que me entra la morriña, y me paso días y días sin despegar los labios. Cuando eso me ocurre no debe usted tomarme por un individuo huraño. Déjeme a solas conmigo mismo, que se me pasa pronto. Y ahora, ¿tiene usted algo qué confesar? Cuando dos personas van a empezar a vivir juntas es conveniente que sepan mutuamente lo que consideran peor de cada una de ellas.

Me hizo reír semejante interrogatorio, y dije:

—Tengo un perro cachorro, me molestan los estrépitos, porque mi sistema nervioso está quebrantado, me levanto de la cama a las horas más absurdas e irregulares, y soy de lo más perezoso que se pueda ser. Cuando gozo de buena salud, mi surtido de defectos es variado; pero los que acabo de indicar son los principales que tengo en la actualidad.

—¿Incluye usted el tocar el violín en la categoría estrepitosa? —preguntó Sherlock Holmes ansiosamente.

—Eso depende del violinista —le respondí—. El violín tocado por buenas manos es placer de dioses, pero cuando se toca mal...

—Entonces no hay ningún problema —exclamó alegremente—. Creo que podemos cerrar el negocio; es decir, si le parece bien el lugar.

—¿Cuándo podemos visitarlo?

—Venga mañana al mediodía por mí, vamos los dos y lo acordamos —me dijo.

—Muy bien. Al mediodía entonces —le contesté, y le apreté la mano.

Nos retiramos y fuimos andando hasta mi hotel, dejándole trabajar entre sus productos químicos.

—Por cierto —pregunté súbitamente, quedándome quieto y girándome hacia Stamford—. Tengo curiosidad de algo. ¿Cómo es que sabía que yo venía del conflicto de Afganistán?

Entonces mi acompañante sonrió de forma misteriosa y me dijo:

—Precisamente ahí tiene usted el detalle singular de Sherlock Holmes. Son muchísimas las personas que se han preguntado cómo se las arregla para descubrir las cosas.

—¡Vaya! Entonces se trata de un misterio, ¿verdad? —exclamé, frotándome las manos—. Esto resulta muy intrigante. Le estoy muy agradecido por habernos puesto en relación. Ya sabe usted aquello que “el verdadero tema de estudio para la humanidad es el hombre”.

—Entonces dedíquese a estudiar a su amigo —dijo Stamford despidiéndose—. Aunque será un problema bastante peliagudo. Él investigará más de usted que usted de él, se lo aseguro. Hasta luego.

—Hasta luego —le dije. Me fui caminando tranquilo hacia mi hotel, intrigado y muy interesado en el hombre que había conocido.

Capítulo II:
La ciencia de la deducción

Tal cual habíamos acordado, nos vimos al mediodía y fuimos juntos a ver el piso 221 B de la calle Baker, que habíamos conversado previamente. Eran dos dormitorios grandes y un cuarto de estar, amplio e iluminado por dos espaciosas ventanas, amueblado bastante bien y ventilado. Tan provocador me resultaba el apartamento, y tan justo su precio entre los dos, que cerramos trato en el acto y fue nuestro desde aquel momento. Al atardecer de aquel mismo día trasladé todas mis cosas desde el hotel, y a la mañana siguiente estaba allí Sherlock Holmes con varios cajones y maletas. Pasamos uno o dos días muy atareados en desempaquetar los objetos de nuestra propiedad y en colocarlos de la mejor manera posible. Una vez hecho esto, fuimos poco a poco asentándonos y amoldándonos a nuestro espacio.

En verdad era fácil convivir con Holmes. Era hombre de maneras apacibles y de costumbres regulares. Era extraño el que permaneciese sin acostarse después de las diez de la noche, y para cuando yo me levantaba por la mañana, él ya había desayunado y marchado a la calle. En muchas ocasiones se pasaba el día en el laboratorio de química; otras veces, en las salas de disección, y de vez en cuando en largas caminatas que lo llevaban, al parecer, a los barrios más bajos de la ciudad. Cuando le acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tanto en tanto se apoderaba de él una reacción y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá del cuarto de estar, sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. En esos momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen vedado, quizá yo habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de algún estupefaciente.

Su forma de ser y su apariencia externa eran como para llamar la atención hasta del más descuidado. Su estatura rondaba los dos metros, y era tan extraordinariamente enjuto que producía la impresión de ser aún más alto. Tenía la mirada aguda y penetrante, fuera de los intervalos de sopor a los que antes me he referido; y su nariz, fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución. También su quijada delataba al hombre de voluntad, por lo grande y cuadrada. Aunque sus manos tenían siempre rastros de tinta y manchas de productos químicos, poseían una delicadeza de tacto muy notable, según pude observar con frecuencia viéndole manipular sus delicados instrumentos de física. Es así como mi interés por él y mi curiosidad por saber cuáles eran los objetivos de sus andanzas no hicieron más que crecer y profundizarse a medida que pasaban las semanas.

Es probable que el lector me tome por un entrometido o por un impertinente si confieso lo mucho que mi curiosidad se había incrementado hacia aquel hombre y todas las veces que intentaba superar la reserva en que me encontraba envuelto respecto a todo lo que a él se refería. Aun así, le pido que tenga presente, antes de juzgarme, la apatía que tenía en mi vida y el poco interés por lo que me rodeaba. Mi salud no me permitía el aventurarme a salir a la calle, a menos que el tiempo fuese extraordinariamente apacible, y carecía de amigos que viniesen a visitarme y romper la monotonía de mi existencia diaria. En esas circunstancias, yo saludé con avidez el pequeño arcano que envolvía a mi compañero e invertí gran parte de mi tiempo en tratar de desvelarlo.

No era medicina lo que estudiaba. Sobre ese asunto y contestando a una pregunta, él mismo había confirmado la opinión de Stamford. Tampoco parecía haber seguido en sus lecturas ninguna norma que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia determinada o para entrar por uno de los pórticos que dan acceso al mundo de la sabiduría. Pero con todo eso, era extraordinario su afán por ciertas materias de estudio, y sus conocimientos, dentro de límites excéntricos, eran tan notablemente amplios y detallados que las observaciones que él hacía me asombraban bastante. Con toda seguridad, nadie trabajaría tan afanadamente ni se procuraría datos tan exactos a menos que se propusiera una finalidad bien concreta. Las personas que leen de una manera inconexa rara vez se distinguen por la exactitud de sus conocimientos. Nadie carga su cerebro con pequeñeces si no tiene alguna razón fundada para hacerlo.

Tan obvio como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. En cierta ocasión que yo cité a Tomás Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era ese, y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que apenas podía creerlo.

—Parece que se ha asombrado usted —me dijo sonriendo, al ver mi expresión de sorpresa—. Pues bien: ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo.

—¡Por olvidarlo!

—Me explicaré —dijo—. Yo creo que, en un principio, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarle a realizar su labor, pero de estas sí que tiene un gran surtido y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame, llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles.

—Pero ¡lo del sistema solar! —dije yo con acento de protesta.

—¿Y qué demonios supone para mí? —me interrumpió él con impaciencia—. Me asegura usted que giramos alrededor del sol. Aunque girásemos alrededor de la luna, ello no supondría para mí o para mi labor la más insignificante diferencia.

Estaba ya a punto de preguntarle qué tipo de labor era la suya, pero algo advertí en sus maneras que me hizo comprender que la pregunta no sería de su agrado. Sin embargo, me puse a meditar acerca de nuestra breve conversación y me esforcé por hacer deducciones yo mismo. Había dicho que él no adquiría conocimientos ajenos al tema que le incumbía. Por consiguiente, todos los que ya tenía eran de índole útil para él. Fui detallando mentalmente todos aquellos temas en los que me había demostrado estar extraordinariamente bien informado. Llegué incluso a empuñar un lápiz para proceder a ponerlos por escrito. Cuando tuve listo el documento, no pude menos que sonreír. He aquí el resultado:

Sherlock Holmes - Área de sus conocimientos:

1. Literatura: Cero.

2. Filosofía: Cero.

3. Astronomía: Cero.

4. Política: Ligeros.

5. Botánica: Desiguales. Al corriente sobre la belladona, opio y venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico.

6. Geología: Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un vistazo la clase de tierras. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres le habían saltado.

7. Química: Exactos, pero no sistemáticos.

8. Anatomía: Profundos.

9. Literatura sensacionalista: Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo.

10. Toca el violín.

11. Experto boxeador y esgrimista de palo y espada.

12. Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra.

Ya tenía escrito todo eso en mi lista cuando la tiré, desesperado, al fuego, diciéndome a mí mismo: “Si el coordinar todos estos conocimientos y descubrir una profesión en la que se requieren todos ellos resulta el único modo de dar con la finalidad que este hombre busca, puedo desde ahora renunciar a mi propósito”.

Veo que he mencionado más arriba su habilidad con el violín. Era esta muy notable, pero tan excéntrica como todas las suyas. Yo sabía que él era capaz de ejecutar perfectamente piezas de música, piezas difíciles, porque había tocado, a petición mía, algunos de los Lieder de Mendelssohn y otras obras de mucha categoría. Sin embargo, era raro que, abandonado a su propia iniciativa, ejecutase verdadera música o tratase de tocar alguna melodía conocida. Recostado durante una velada entera en un sillón, solía cerrar los ojos y pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas del violín, que mantenía cruzado sobre su rodilla. A veces las cuerdas vibraban sonoras y melancólicas. En ocasiones sonaban fantásticas y agradables. Era obvio que reflejaban los pensamientos que lo poseían, pero yo no era capaz de afirmar de manera terminante si la música le ayudaba a pensar o si los sonidos que emitía eran nada más que el resultado de un capricho o fantasía. Quizá yo me habría rebelado contra aquellos solos irritantes, de no ser porque era cosa corriente que terminase ejecutando, en rápida sucesión, toda una serie de mis piezas favoritas, a modo de ligera compensación por haber puesto a prueba mi paciencia.

En el transcurso de la primera semana, más o menos, no recibimos visitas, y yo empecé a pensar que mi compañero andaba tan falto de amigos como lo estaba yo mismo. Pero luego descubrí que tenía gran número de relaciones y que estas pertenecían a las más distintas clases sociales. Una de ellas era un hombre pequeño y pálido, de cara de rata y ojos negros, que me fue presentado como el señor Lestrade, y que vino tres o cuatro veces en una misma semana. Cierta mañana llegó de visita una joven elegantemente vestida y permaneció allí por espacio de media hora o más. Esa misma tarde hizo acto de presencia un visitante andrajoso, de cabeza entrecana, con aspecto de buhonero hebreo; me pareció muy excitado. Y su visita fue seguida muy de cerca por la de una mujer anciana en chancletas. En otra ocasión, un caballero anciano, de pelo blanco, celebró una entrevista con mi compañero; y en otra fue un mozo de equipajes del ferrocarril, con su uniforme de pana. Siempre que hacía su aparición alguno de estos personajes estrambóticos, Sherlock Holmes me pedía que le dejase disponer del cuarto de estar y yo me retiraba a mi dormitorio. Siempre se disculpaba por causarme aquella molestia diciendo:

—Me es indispensable hacer uso de esta habitación como oficina de negocios, y estas personas son mis clientes.

De nuevo era una ocasión que se me presentaba de hacerle una pregunta terminante, pero también aquí mi delicadeza me impidió forzar las confidencias de otra persona. En esos momentos, yo suponía que debía de tener alguna razón poderosa para no aludir a esa cuestión; pero pronto disipó él mismo esa idea trayendo a colación el tema por propia iniciativa.

Fue un día 4 de marzo, y tengo muy buenas razones para recordarlo, cuando, al levantarme yo más temprano que de costumbre, me encontré con que Sherlock Holmes no había acabado todavía de desayunar. Estaba tan habituada la dueña de la casa a esa costumbre mía de levantarme tarde, que ni había puesto mi cubierto ni había hecho el café. Yo, con la irrazonable petulancia propia del género humano, llamé al timbre y le indiqué en pocas palabras el aviso de que estaba dispuesto a desayunar. Luego eché mano a una revista que había en la mesa e intenté hacer tiempo leyéndola, mientras mi compañero masticaba en silencio su tostada. Uno de los artículos tenía el encabezamiento marcado con lápiz y, como es natural, empecé a echarle un buen vistazo.

Su título era bastante ambicioso, El libro de la vida, e intentaba poner en evidencia lo mucho que un hombre observador podía aprender mediante un examen justo y sistemático de todo lo que tenía a su alrededor. Me dio la impresión de que aquello era una mezcolanza de cosas agudas y de absurdos. Los razonamientos eran apretados e intensos, pero las deducciones me parecieron traídas por los cabellos y exageradas. El escritor pretendía sondear los más íntimos pensamientos de un hombre aprovechando una expresión momentánea, la contracción de un músculo, la forma de mirar de un ojo. Aseguraba que a un hombre entrenado en la observación y en el análisis no era posible engañarle. Llegaba a conclusiones tan infalibles como otras tantas proposiciones de Euclides. Resultaban esas conclusiones tan sorprendentes para el no iniciado, que mientras este no llegase a conocer los procesos mediante los cuales había llegado a ellas, tenía que considerar al autor como un nigromante.

Decía el autor: “Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la posibilidad de la existencia de un Océano Atlántico o de un Niágara sin necesidad de haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por medio del estudio prolongado y paciente, y la vida no dura lo bastante para que ningún mortal llegue a la suma perfección posible en esa ciencia. Antes de lanzarse a los aspectos morales y mentales que presentan mayores dificultades en esta materia, debe el investigador empezar por dominar problemas más elementales. Empiece, siempre que es presentado a otro ser mortal, por aprender a leer de una sola ojeada cuál es el oficio o profesión al que pertenece. Aunque este ejercicio pueda parecer pueril, lo cierto es que aguza las facultades de observación y enseña en qué cosas hay que fijarse y qué es lo que hay que buscar. La profesión de una persona puede revelársenos con claridad, ya por las uñas de los dedos de sus manos, ya por la manga de su chaqueta, ya por su calzado, ya por las rodilleras de sus pantalones, ya por las callosidades de sus dedos índice y pulgar, ya por su expresión o por los puños de su camisa. Resulta inconcebible que todas esas cosas reunidas no lleguen a mostrarle claro el problema a un observador competente.”

—¡Qué indecible charlatanismo! —exclamé, dejando la revista encima de la mesa con un golpe seco—. En mi vida he leído tanta tontería.

—¿De qué se trata? —me preguntó Sherlock Holmes.

—De este artículo —dije, señalando hacia el mismo con mi cucharilla mientras me sentaba para desayunar—. Me doy cuenta de que usted lo ha leído, puesto que lo ha señalado con una marca. No niego que está escrito con agudeza. Sin embargo, me exaspera. Se trata, evidentemente, de una teoría de alguien que se pasa el rato en su sillón y va desenvolviendo todas estas pequeñas y bonitas paradojas en el retiro de su propio estudio. No es cosa práctica. Me gustaría ver encerrado de pronto al autor en un vagón de tercera clase del ferrocarril subterráneo y que le pidieran que fuese diciendo las profesiones de cada uno de sus compañeros de viaje. Yo apostaría mil por uno en contra suya.

—Se quedaría sin su dinero —hizo notar Holmes con tranquilidad—. En cuanto al artículo, lo escribí yo mismo.

—¡Usted!

—Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí sustento, y que le parecen a usted tan quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente prácticas, tan prácticas que de ellas dependen el pan y el queso que como.

—¿Cómo? —pregunté involuntariamente.