loreto_02-03__600.jpg

© Círculo de Tiza

www.circulodetiza.com


Título: Te quiero viva, burra


© del texto: Loreto Sánchez Seoane

© de la fotografía: Ana González

© de las imágenes índice: Andrea Sacci

© de las imágenes capítulos Belén García-Mendoza


Primera edición: diciembre 2019

Segunda edición: marzo 2020


Diseño Gráfico: Miguel Sánchez Lindo

Impreso en España por Kadmos

ISBN 978-84-120532-4-1

E-ISBN: 978-84-121237-7-7

Depósito Legal: M-30530-2019


Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa pro escrito de la editorial.

A Javi. A los dos.

El porqué

Vivir la vida como si el concepto no estuviera definido. Hacer de los impulsos, actos. La libertad tiene de grata lo mismo que de incómoda y esta decidió tomar como testigo a ciertas mujeres a lo largo de la Historia.

Todas ellas tomaron decisiones cegando los límites impuestos, sintiéndose protagonistas de su vida. Se convirtieron en poetas, escritoras, pintoras, escultoras, actrices —incluso porno—, activistas, exploradoras. Sus mentes fueron tan brillantes que a algunas las consideraron peligrosas. Sus pensamientos tan fuertes que cambiaron leyes. Sus deseos tan feroces que llegaron a acabar con algunas de ellas.

Por eso, por esa actitud irreverente, reunimos a algunas de ellas aquí. Por ser pioneras en formas, en fuerza y en perseverancia. Las recuperamos porque sus nombres han pasado totalmente desapercibidos o porque no han sonado lo suficiente.

El título que las engloba a todas es una súplica. La frase original es el grito de Julio Cortázar intentando salvar a Alejandra Pizarnik. Ahora lo tomamos para salvar la memoria de todas ellas.

Invisibles

Linda Lovelace

La primera gran actriz porno que se convirtió en escritora

Protagonizó la felación más vista y más famosa de la historia. En una época en la que los cuerpos se dejaban ver solo como un contorno bajo las sábanas y los deseos eran escasamente sofisticados, ella abrió la boca semidesnuda ante un público que se pensó mínimo pero que llegó a ser masivo.

Linda Lovelace (Estados Unidos, 1949-2002), así se hizo llamar en su versión pornográfica, fue la primera Garganta profunda. La sexual, la periodística había llegado un año antes. Grabó una película que pasó de ser vista en la penumbra de un salón de madrugada a ser admirada al detalle en la gran pantalla.

El público de entonces enloqueció. Lo que no sabían era que en realidad no estaban asistiendo al placer de una mujer con el clítoris en la laringe (ese era el argumento) sino a una joven aterrorizada que confesaría años más tarde que lo que se grabó no fue una escena de cama, sino una violación.

Linda Susan Boreman nunca pensó que su destino iba a ser aquél. Ni que el azar era una combinación de suerte y cabezonería. Nació un 10 de enero en el Bronx (Nueva York). Sus padres, un policía y una camarera, vieron en aquella niña todo lo que ellos no fueron y ya no iban a llegar a ser.

Quisieron educarla con cautela. Quizá demasiada. Eligieron para ella un colegio de contrafuertes católicos, aunque más flexibles que los de casa. Pasó una infancia feliz, o cuando menos, a resguardo. Destacó por no hacerlo en nada y al llegar a la edad en la que los niños dejan de mirar con el alma y lo hacen con los ojos, comenzaron los problemas.

Sus faldas demasiado largas. Su aspecto tan recatado. Su mente cerrada a mandamientos. Linda guardó las formas, cuando esto implica censurarse los deseos, y no tardó en convertirse en la mojigata de la escuela.

Atravesó la adolescencia desubicada de cuando quieres hacer de cada mañana una cueva y esperas impaciente que estalle el timbre para volver a casa. Triste, sola, pensaría que el mundo no estaba hecho para ella, pensaría en una segunda oportunidad.

Y entonces apareció Florida.

Su familia tuvo que trasladarse y ella sustituyó los leotardos por el traje de baño. El calor tiene un efecto sedante en la moral y a Linda se le calmaron los rezos y las plegarias. Cambió la misa del domingo por las fiestas de los sábados. Podía reinventarse y sintió la necesidad de hacerlo.

A mediados de los sesenta, cuando Estados Unidos se había convertido en símbolo de la libertad, sobre todo de la sexual, la costa Este se llenaba de jóvenes borrachos, hambrientos de deseos, de exceso. Y Lovelace se estrenó con una sonrisa constante.

Eufórica, sin freno, imprudente. Linda vivió en noches eternas y en amores caducos. Pero el destino, esta vez tirando de mala suerte, la empujó de nuevo a la penumbra. Siendo aún menor de edad se quedó embarazada.

Su madre empeñó los nueve meses en martillear su oído para que hiciese lo correcto. Su religión no le permitía abortar pero sí que le ofrecía la posibilidad de dar a ese niño en acogida. Sería algo temporal, le dijo. Solo hasta que la vida fuese un poco más fácil y pudiese llevárselo consigo.

Pasó el tiempo y cedió. Y a Linda, otra vez, los días le volvieron a pesar los días. Era un cuerpo dolorido sin ver el porqué de tanto esfuerzo. Unas hormonas deseando entregarse a alguien sin tener a quién ni cómo hacerlo. No hay nada más anómalo que una madre sin niño. Que un pecho que se desborda porque no tiene a quien saciar.

Pero hizo de la espera, de aquella promesa de volver a ver a su hijo, una preparación. Tomó fuerza y maneras de adulta. Y cuando ya se vio lista para cuidar a aquel niño, este ya no le pertenecía. Los papeles que había firmado años antes no eran de préstamo sino de adopción. Su hijo ya no era suyo, o no lo era ante la ley. Y estalló.

Confusa, enfadada, traicionada, se fue de casa. Tenía veinte años, era 1969, y volvió a Nueva York.

Son las ciudades grandes las que nos quitan protagonismo y Linda necesitaba huir de sí misma. Era ya la segunda vez que se veía abocada a mudar de piel y volver a empezar.

Aunque su vida siempre tomaba velocidad cuesta abajo.

Casi recién aterrizada en la Gran Manzana, tal vez en alguna madrugada borrosa, fue atropellada por un coche. Al cuerpo hecho trizas le sumó la derrota de volver a casa para que la cuidasen, otra vez a Florida.

Pero regresó con un hombre convertido en su sombra. Durante los meses que había pasado en Nueva York, Chuck Traynor, mucho mayor que ella y de pasado incierto, se había convertido en su fiel confidente, su apoyo y su mentor.

Él la miraba con la ternura de quien no ve nada más que a una niña indenfensa y la reconstruyó con la paciencia con la que las arañas tejen la red en la que inmovilizan a sus víctimas antes de ser devoradas. Cuando a ella ya dejó de dolerle el cuerpo y con el alma anestesiada, comenzaron una relación amorosa.

Traynor se dedicaba a la pornografía. Así es como se habían conocido. Para ganar algo de dinero, la ya Linda Lovelace había hecho algún que otro cameo en el cine para adultos.

Durante meses y día tras día, con Linda convaleciente, él se había encargado de generar un vínculo de dependencia y sumisión, aislándola de su entorno. Era su único proveedor de seguridad y a cambio ella se convirtió en su mejor de negocio.

Traynor obligó a Lovelace a grabar porno, también con animales, la prestó a hombres de cierta importancia para conseguir influencias. Incluso se llegó a afirmar que la prostituía por un par de dólares.

Pero el verdadero abuso, quizá por público, llegaría en 1972. Lovelace protagonizó, junto con Harry Reems, Garganta profunda. La película era corta y con un presupuesto irrisorio. Habría pasado totalmente desapercibida para el gran público de no ser por la obsesión que desató en Richard Nixon.

El hilo era tan básico como burdo: una mujer con el clítoris en la garganta. Aunque fue la actitud de su protagonista masculino lo que horrorizó al presidente estadounidense.

Su asco lo hizo público y Reems fue detenido por el FBI y juzgado por «distribuir obscenidad». Condenado a cinco años de cárcel, la administración ya tenía a un chivo expiatorio para acabar con tanta laxitud moral.

Los actores de Hollywood se rebelaron contra lo que consideraban una violación de la libertad de expresión. Jack Nicholson o Warren Beatty se echaron a las calles en una campaña, junto con el abogado Alan Dershowitz, para revocar aquella sentencia. La película comenzó a nombrarse en todos los telediarios del país, incluso llegó a la portada de la revista Time y Linda, a la que habían dejado en un segundo plano, se convirtió en el personaje del momento.

Humillada, exhibida en una actitud tanto más obscena cuanto más publicitada, devorada por su propio personaje, lo que quedaba de Linda pensó que lo mejor era aprovechar aquella fama. Se atrevió con una secuela en 1974 e incluso con el cine convencional con Lovelace for president. Un auténtico fracaso.

Paradójicamente, convertirse en un personaje público le dio fuerza para volar sola. Se separó de Traynor, de sus abusos y sus golpes. Lo denunció por maltrato y asumió como propia la lucha de un país contra la pornografía. Los años de libertad ya habían quedado atrás, Nixon volvía al conservadurismo pacato en un país que se había desatado y a ojos de la remilgada clase media americana, parecía ir a la deriva. Linda aprovechó el momento para levantar la bandera de las prohibiciones.

Quiso convirtise en la mayor activista en contra del cine para adultos. Pero su discurso era vago, sin fuerza. No asumió que su pasado reciente la señalaba con la marca escarlata de la vergüenza. Del porno, como de la Mafia, no se sale cuando se quiere. No encontró refugio, no fue capaz de reconvertirse en una actriz convencional y eligió a otro empresario de los bajos fondos, del cine para adultos, esta vez a Larry Marchiano.

Hablar de abolir este tipo de películas y vivir de ellas le restaba credibilidad pero ella solo sabía vivir en la contradicción.

Daba charlas que aspiraban sin éxito a ser conferencias, promovía comités e iniciativas. Aspiraba a prohibir la pornografía y se mostraba a sí misma como el mejor reflejo de lo que esta podía hacer con una mujer: romperla en pedazos ante la mirada de toda una nación.

Fue una época dura. A las críticas y burlas constantes se le sumó la enfermedad. Las transfusiones de sangre que necesitó después del atropelló en Nueva York le provocaron una hepatitis que dejaba entrever sus primeros síntomas. Su cuerpo, que había sido su herramienta de trabajo, empezaba a ser un lastre.

Pasó así varios años. Luchando como una feminista radical mientras cuidaba de los dos hijos que había tenido con su segundo marido. Durante este tiempo se dedicó a escribir sobre ella. Una serie de textos que dieron forma a Ordeal, la autobiografía donde hablaba sobre los abusos, los malos tratos, un cáncer de pecho provocado por unas prótesis mamarias de mala calidad, su época como prostituta, su técnica para realizar felaciones y de cómo había grabado muchas de las películas porno mientras la apuntaban con una pistola.

El libro fue un éxito. Todos querían saber más acerca de aquella actriz que había llevado el porno de las salas X a los tribunales.

Pero en Lovelace los niveles de litio subían y bajaban en constante agitación. Al poco tiempo se separó de su segundo marido. Lo llamó borracho y violento y presentó otro libro.

Esta vez hablaba de cómo los antiporno la habían utilizado. De que, otra vez, se sentía estafada. Linda iba y venía. Y siempre lo hacía de forma trágica.

Su última lucha fue por sobrevivir. Tuvo un accidente de coche y se pasó 19 días en coma. Su cuerpo no pudo más, o quizá su cabeza ya necesitase algo de paz. Se fue el 22 de abril de 2002 con titulares a toda página hablando de la actriz de Garganta profunda, nunca de Linda Susan Boreman. De la mujer real.