AGRADECIMIENTOS

Con profundo agradecimiento a todos los amigos y familiares que apoyaron de una forma u otra la escritura de este libro: Raúl Recio, Miguel Peña, Miguelín de Mena, Bernardo Vega, Abilio Estévez, Viriato Piantini, Lorgia García Peña, Luis Amed Irizarry, Ruben Millán, Gonzalo Frómeta, Sebastián González, Daniel González y Noelia Quintero Herencia.

Luz de oficina, de consultorio. Luz aguada en una capota de nubes pareja que hundía los hombros del horizonte. Luz blanda, como los zapatos ortopédicos del doctor Bengoa. Blando también el folder en el que el doctor había escrito el nombre de su nuevo paciente, Argenis Luna, quien bajaba de un avión de Cubana de Aviación chorreando un sudor pastoso y frío. Bengoa lo esperaba en la pista, en su arrugada guayabera color champán, con ambas manos en el letrero de tipos bold que había rellenado impecablemente. Al identificar a Argenis se acercó a tomarle el pulso a la vez que miraba su reloj de pulsera, y mientras caminaban por la pista para ir a buscar las maletas se lo presentó a un joven militar que los escoltaba como «el hijo de José Alfredo Luna». Contra el fondo gris de la nublazón las palmas retaban al rayo y la centella, a pesar del malestar Argenis pensó que era hermoso. El aire estaba cargado y respiraba con dificultad, la nariz le goteaba como una llave abierta. Ya frente a la correa del equipaje, Bengoa añadió, dirigiéndose al militar, «mi compadre José Alfredo es un héroe de la guerrilla urbana dominicana y un alumno del profesor Juan Bosch».

Las maletas se asomaron por el redondel de la correa al mismo tiempo que Bosch en la conversación y dieron una vuelta completa sin que Argenis se animara a identificarlas, sin que se animara a interrumpir a Bengoa. Los atributos heroicos que el doctor Bengoa enumeraba orbitaban desde siempre en torno a la leyenda de su padre, y Argenis con ellos, otro satélite más, como las maletas de tela roja en la correa. No tenía fuerzas para cogerlas, repletas como estaban con las cosas que su madre había comprado para equipar su desintoxicación en Cuba. Las señaló con el dedo y se subió la capucha del jaquet para combatir el aire acondicionado y la vergüenza que le daba su obvia debilidad. Llevaba meses viviendo en los sofás de los amigos que todavía lo toleraban, su única propiedad era una mochila Eastpak verde donde llevaba las jeringuillas, la cuchara y un Caselogic con sus cedés. Su madre había echado toda la parafernalia a la basura, excepto los cedés y la mochila en la que ahora llevaba una botella de Ron Barceló Imperial de regalo para el doctor Bengoa y una caja grande de Zucaritas.

El joven militar los ayudó con las maletas hasta el carro. Los músculos de sus antebrazos apenas se contraían por el peso del equipaje. Fingía entusiasmo por el tema que Bengoa desarrollaba y miraba a Argenis de reojo, como si intentara hallar algo del heroico padre en las ciento veinte libras que aquella primavera sumaban los pellejos del hijo.

De lejos, el lada color ladrillo del doctor Bengoa parecía nuevo; ya dentro, y presa de un escalofrío de los que preceden a la diarrea, Argenis calculó la verdadera edad del carro en las grietas del tablero. Llevaba cuarenta y ocho horas sin heroína y había vomitado en el avión, las azafatas cubanas, con sus uniformes y peinados anacrónicos, lucían tan absurdas como las tabletas de Alka-Seltzer que le ofrecían para aliviarlo. El doctor Bengoa abrió la guantera del carro con un golpecito y de allí extrajo una jeringuilla desechable, algodón, un pedazo de goma y una tira de ampolletas color ámbar que decían «Temgesic 3 mg». La tira cayó sobre el regazo de Argenis y éste notó por primera vez el sucio acumulado en sus jeans. Eran los mismos que llevaba cuando, hacía poco menos de un mes, se mudara a la casa de Rambo, su pusher.

Mientras amarraba la goma en el brazo izquierdo de Argenis para hacer saltar la vena, el doctor Bengoa le explicó los detalles de su estadía, y luego, al meter la jeringuilla en la ampolleta le dijo «es Buprenorfina, una morfina sintética que se usa para sanar la adicción». Lo inyectó allí mismo, en el estacionamiento del aeropuerto José Martí, con la tranquilidad y legalidad que su profesión le permitía y Argenis se dejó hacer como una enamorada mientras taxistas en Cadillacs de otra era iban y venían con turistas de la nostalgia. Argenis había intuido que su cura sería de dolor y abstinencia; sin embargo, allí estaba, aliviado por completo de sus síntomas, sintiendo cómo el químico hacía que las ideas y las cosas perdieran sus aristas, sus filos incómodos, rumbo a La Pradera, una clínica para los turistas de la salud que llegaban a Cuba de todas partes del mundo.

El complejo lucía, por lo menos desde fuera, como un económico resort todo-incluido, de esos que se llenan de familias de clase media en Semana Santa en Puerto Plata. Las paredes del camino hacia la recepción estaban decoradas con afiches de solidaridad comunista, Argenis trató sin éxito de imaginar un hotel como éste en Dominicana. Coloridas serigrafías con mapas y banderas de distintos pueblos del mundo homenajeaban el trabajo médico como un baluarte de la revolución. En uno, el líquido de una inmensa inyección anaranjada entraba en un mapa de Latinoamérica, Haití era la afortunada vena; en otro momento Argenis hubiera hecho un chiste.

Frente al afiche de la inyección, una señora mayor con acento argentino pedía información a una enfermera sobre la heladería Coppelia y, a su lado, otra mujer más joven, en silla de ruedas, que se le parecía, intentaba ocultar bajo una gorrita de Mickey Mouse la calvicie provocada por la quimioterapia. Haydee, como decía el carnet que la enfermera llevaba pinchado en la camisa, no iba uniformada, pero tenía puestos esos zapatos de goma que sólo llevan los jardineros y los profesionales de la salud. Unos mocasines a prueba de todo que habían venido de fuera, producto de una noche con un europeo o del agradecimiento de un paciente satisfecho.

La enfermera miraba con complicidad sonriente a Bengoa mientras ofrecía detalles históricos de la famosa heladería a las mujeres. Se sacó un pesado llavero de madera del bolsillo con el número diecinueve pintado y se lo extendió al doctor diciéndole «la cerradura tiene un truco» antes de acompañar a las argentinas a abordar un taxi.

El nuevo químico entraba en Argenis al atropellado ritmo de la conversación de Bengoa; un torrente de fechas emblemáticas de la lucha antiimperialista, recetas para batidas profilácticas, trozos de canciones de Silvio, Amaury Pérez y Los Guaraguaos, economía china y estadísticas de béisbol. Tenía la boca seca y las pupilas tan dilatadas que todo a su alrededor lucía como una foto en alto contraste. Se aferró al brazo del doctor para caminar y bordearon la piscina hasta la habitación 19. La habitación, que Bengoa había llamado «un privilegio», tenía vista a la piscina y una puerta corrediza de cristal, frente a la cual, en una mesita de hierro adornada con flores de plástico, dos hombres descalzos, uno en pijama y el otro en traje de baño, jugaban a las cartas. El doctor luchó con la cerradura sin dar con el truco que Haydee les había anunciado mientras Argenis, a través del cristal, hacía un inventario del mobiliario de su nueva habitación. Un abanico de techo, una cama twin y una mesita de noche.

La puerta de Rambo, su pusher, también tenía su truco, para abrirla había que halar al mismo tiempo que se metía la llave. «Déjame intentar», pidió a Bengoa, y éste se hizo a un lado satisfecho con la notable mejoría de su nuevo paciente. Argenis intentó una, dos veces, meneando la llave en el bombín como el rabo de un perro alegre hasta que la puerta cedió y el olor a cloro de las sábanas limpias les dio de frente.

Privilegio; sentía la palabra en su boca, que hacía los mismos movimientos para la ele y la ge que para saborear y tragar una cucharada de frosting. La decía cada mañana tras lavarse los dientes y la cara mientras se ponía el pequeño traje de baño Speedo que su madre había elegido. Luego nadaba un poco, sin mucho atletismo, y daba un par de vueltas en estilo pecho. Bengoa se lo había indicado para estimular el apetito y estaba dando resultados. Hacia las ocho Haydee le traía una bandeja con huevos fritos, pan tostado y café que engullía en su habitación sin poder evitar pensar que fuera de la clínica la mayoría de la gente desayunaba un café aguado hecho de chícharos y borra vieja.

«Cómetelo todo, Argenis», le pedía Haydee con ternura, y se llevaba la bolsa llena de papeles del zafacón del baño para botarla. Argenis se preguntaba si Haydee vivía en La Pradera o si por la noche se llevaba las sobras de los pacientes a su casa. Sus zapatos de goma eran tan higiénicos como discretos y no dejaban ver mucho más allá de la labor que facilitaban. Jamás iban a revelarle lo que Haydee pensaba de los extranjeros con dólares con acceso a lugares y atenciones con los que los cubanos no podían ni soñar. Según Bengoa, Argenis no estaba en La Pradera por los dólares que su papá le había hecho llegar en una de sus valijas en el vuelo de Cubana, sino por los méritos revolucionarios de su padre, la carrera política de su padre, la órbita en expansión de sus atributos.

Tras el desayuno leía un poco, sentado a la mesita de hierro, de una copia sin portada de Fundación e Imperio de Asimov que Bengoa le había traído y media hora más tarde estaba de nuevo en el agua. Con los brazos en cruz, de espaldas al borde de la piscina, hacía la bicicleta con las piernas y veía cómo, poco a poco, el hospital se despertaba, cómo los enfermos surgían de sus habitaciones con pies perezosos. Solía divertirse pensando que aquel hotel era una vieja película que él proyectaba con el movimiento de sus piernas bajo el agua y desaceleraba la bicicleta como si de una manivela se tratara para que las escenas fluyesen a cámara lenta. Siempre lograba el efecto deseado, todos en La Pradera se movían despacio.

Si hacía buen sol, para las diez de la mañana la piscina estaba llena y Argenis se salía con miedo a contagiarse de alguna extraña enfermedad, otra enfermedad, porque Bengoa le había hecho ver que estaba enfermo, que la adicción era una condición y que estaba allí para curarse. Iba a curarse del consumo, porque la adicción como tal no tenía cura. «Tu cerebro siempre va a sentir esa hambre, esa sed de alivio», le había dicho entregándole una cajetilla de cigarrillos. Almorzaban juntos todos los días y fumaban antes y después de la comida, en la mesita de hierro, mientras veían cómo a esa hora le daban terapia acuática a un muchacho rubio con síndrome de Down. Discutían sobre los síntomas de Argenis y luego el doctor regresaba al centro gravitacional de todas sus conversaciones, la Revolución cubana. Bengoa había estado en la sierra con Fidel y había conocido al padre de Argenis durante la Conferencia Latinoamericana de Solidaridad, en el 67. Hablaba de estos eventos con la solemnidad de un predicador, haciendo hincapié en fechas y nombres de parajes perdidos en los que había curado las heridas, las fiebres, las infecciones y el asma de la carne revolucionaria. Cada día, Bengoa extraía una muestra del saco sin fondo de sus anécdotas. La porción de estas memorias era tan precisa como la dosis de Buprenorfina de Argenis, y era evidente que lo llenaban del mismo sosiego que a su paciente su medicina. El recuerdo de aquellos eventos y el recuerdo que de ellos tenían sus sentidos le dilataba las pupilas, le aceleraba el pulso; luego venía el inevitable bajón, que le hacía mirar el agua de la piscina y tirar una última línea, por lo general trágica, con la que disminuir lo forzoso de su aterrizaje.

«Cuando tu papá vino conocí a Caamaño, que estaba entrenándose aquí, para luego inmolarse en Dominicana.» Argenis imaginaba la palabra inmolación latiendo en las venas de Caamaño y de sus compañeros, la oscura euforia que los había hecho desembarcar en un lodazal playero del norte de República Dominicana a tumbar el gobierno de Balaguer en el 73 con sólo nueve hombres. Tremenda nota.

Tras el desahogo histórico diario de Bengoa solían faltar minutos para las cuatro en punto de la tarde, hora en que sin falta inyectaba a Argenis en su habitación. Podía hacerlo frente a la piscina pero éste prefería relajarse en la cama un rato, mirar el abanico de techo o fijar la vista en una calcomanía con la bandera argentina que alguien había pegado en la puerta corrediza de vidrio. Argenis pensaba que la bandera aludía al Che Guevara, pero Bengoa le explicó orgulloso que Maradona había estado en aquella clínica y le mostró la calcomanía como prueba fehaciente de la pasada presencia del astro. La calcomanía se había empezado a despegar y los bordes transparentes habían adquirido, gracias a la suciedad del ambiente, el mismo color ambarino de las ampolletas de Temgesic.

Argenis nunca ha sido bueno arreglando maletas, lo que puede parecer extraño en alguien que estudió Bellas Artes, con vocación de pintor y comprobado talento para la composición, la perspectiva y las proporciones. El ubicar en la tela los objetos del mundo o de su imaginación de una forma equilibrada siempre ha sido en él, aun antes de su entrenamiento artístico, una inclinación natural. De pequeño dibujaba las cabezas de sus compañeros durante la clase de español, que odiaba, y lograba una sensación de realidad tan efectiva que su madre lo llevó corriendo a tomar clases con el maestro Silvano Lora. Silvano había sido compañero de lucha de sus padres en los años setenta y su exilio político durante los doce años de Balaguer era parte del contenido del artículo por el que el periodista Orlando Martínez había sido asesinado. «Orlando Martínez», le dijo Etelvina mientras esperaban a que Silvano abriera la puerta de su taller para recibirlos, «murió para que gente como Silvano y como tú puedan hoy ser libres.»

La madre de Argenis, al igual que Bengoa, es una narradora nata, pero al contrario que el médico, sus recuerdos de esa época nunca la han aliviado, más bien la hacen hablar dolorosa y lentamente, como se bebe un remedio amargo. El orden y la limpieza son hasta la fecha las únicas debilidades que Argenis le conoce a su madre. La última vez que lo recogió en su casa después de su divorcio de Mirta, éste se atrevió a decirle que su afán de pulcritud no era más que un remanente trujillista. Etelvina estuvo tres años sin hablarle, hasta la noche en que, tras sacarlo a la fuerza del apartamento de su pusher, José Alfredo se lo dejó en su casa. Ella le hizo tragar un sedante y él se despertó en el sofá doce horas más tarde con el estómago revuelto por el olor a salami que se freía para el desayuno. Había dos maletas de tela roja abiertas en medio de la sala que Etelvina llenaba con ropa, alimentos enlatados y productos de higiene personal. «¿A dónde vas?», le preguntó Argenis, y ella lo miró contenta de verlo vivo.

Horas antes de que Bengoa lo recogiera en La Pradera para llevarlo al apartamento que había alquilado para él en el Barrio Chino, la ropa de Argenis, que había llegado a Cuba colocada como un buen juego de Tetris, se hallaba esparcida por toda la habitación. Encima de la cama, en el piso, mal metida en las gavetas y mal colgada en la barandilla del baño. Le daba flojera recogerla. Todo le daba flojera. Llevaba las mismas flip flops de goma rosa de casa de su pusher. Los zapatos nuevos, unos mocasines de piel y unos tenis, seguían en la maleta. La segunda maleta, la que contenía comida, latas, Quick, seguía cerrada con candado.

Su abuela Consuelo, la mamá de su padre, había doblado muchas más camisas y pantalones que Etelvina, y no las de sus hijos, buenos para nada, sino porque trabajó como sirvienta durante más de cuarenta años. Al cavilar sobre estas cantidades Argenis decidió doblar algunas en honor suyo. Recogió sus cosas, las tiró sobre la cama, y al contemplar aquel montón de ropa sucia vio a su abuela como al Principito, en su diminuto planeta de ropa hedionda y platos sucios, luchando contra la grasa ajena, su baobab eterno. La flojera volvió a apoderarse de él, una pereza profunda, un cansancio del mundo en general. Mi abuela ya dobló suficiente ropa, pensó, como si los años de trabajo duro de la negra lo exoneraran a él del mismo. Esa exoneración que había comprado su abuela con su sudor era la excusa que utilizaba para quedarse, los días que duró su matrimonio con Mirta, metido en internet viendo porno y oliendo coca, en aquel entonces su droga predilecta, mientras su exesposa cumplía su horario de nueve a cinco en el Banco Hipotecario.

Sin meter la mano en el bolsillo del pantalón palpó la cajetilla de cigarrillos. El bulto cuadrado bajo el jean lo serenó un poco. Hizo una gran bola con todo y la echó en la maleta, cerró el zipper no sin esfuerzo y salió a fumarse un Popular. No eran todavía las diez, y tras tres semanas de tratamiento las mañanas se habían poblado de breves pero recurrentes desasosiegos que Argenis calmaba repitiendo en su interior «ya falta poco para que llegue Bengoa». De haber estado bajo los efectos del Temgesic por lo menos habría doblado una o dos camisas. El Temgesic hacía interesante hasta la ropa sucia.

Bengoa llegó tarareando un chachachá y marcándolo torpemente con los pies, muy alegre, pero sin el pequeño fanny pack con las jeringuillas, el algodón, el alcohol, la goma y las ampolletas. A modo de saludo, Argenis le preguntó nervioso «¿el tratamiento ya se acabó, asere?», y el doctor, mientras empujaba las maletas hasta el carro bajo un sol que sacaba brillo a su pequeña calva, le respondió «ahora que vas a tener casa propia, te vas a inyectar tú mismo». Al llegar al carro le entregó una caja con doce ampolletas de tres miligramos cada una y aquel ramito de flores químicas hizo que Argenis bailara unos segundos el chachachá de su doctor.

Durante el trayecto, La Habana lucía gloriosa y desesperada, una vieja de piernas abiertas que mostraba desfachatada sus amplias calles vacías. Calles que recordaban las de un parque de atracciones, sin automóviles, autobuses o tranvías. La gente que iba y venía llevaba en el rostro una angustia que Argenis reconocía como suya, la angustia de tener que josear todo en el mercado negro como él en Santo Domingo la heroína.

La rutina de La Pradera le había venido bien, se sentía fuerte, autosuficiente y se decía a sí mismo «ésta es una nueva etapa». Mientras ayudaba a sacar las maletas del baúl, se hizo consciente de las ocho libras de masa muscular que había aumentado gracias a los cuidados de Bengoa. Al cargarlas escaleras arriba la renovada capacidad de su cuerpo lo sorprendió. Como si de otra pubertad se tratase, se llenó por dentro de algo parecido a aquella felicidad incómoda que sintió cuando sus mejillas infantiles comenzaron a poblarse de pelos oscuros. Aquella dispareja barba que comenzó a salirle a los trece años fue su primer triunfo contra su hermano Ernesto, quien para aquel entonces, a sus quince años, ya tenía dos vocaciones definidas, lamerle el ojo del culo a su padre y hacerle la vida imposible a Argenis. Ernesto era el mejor alumno de su curso, además de su presidente y ya se le conocían un par de novias. Pero aquel verano, mientras Argenis ensayaba una afeitada con su madre en el espejo del baño, pues José Alfredo ya los había dejado por Genoveva, la carita blanca y lampiña de su hermano mayor era colonizada por el acné más hijo de puta de la historia, con cuyo rastro de pus y sangre manchó todas las almohadas de la casa.

A su padre, desde muy joven, le había crecido una barba espléndida de la que hacía alarde cuando les mostraba las fotos de su época militante, con un afro sin recortar y gafas de sol de pasta en una movilización. Era otra persona. Una persona que desconocía, aun menos que Argenis, los oscuros fenómenos que habrían de convertirlo en el hombre hipertenso, afeitado y permanentemente trajeado que defendía a su partido en la prensa.

Las capas de pintura de la escalera que conducía hacia su nuevo hogar cedían por la humedad y colgaban hacia fuera como los pétalos de una enorme flor de funeral. La barandilla en caracol de un bronce decorado con motivos Art Nouveau había sido pulida recientemente, aunque aquí y allá faltaban trozos sacados con segueta por algún ladrón. Al llegar al quinto piso con el t-shirt empapado, se sintió de nuevo un hombre y no la sombra que durante los últimos meses se había cernido sobre la descuidada propiedad de sus mejores amigos.

Desde la entrada del apartamento podía verse un balcón de unos tres metros de largo por el que entraba una magnífica brisa. Soltó su equipaje y se acercó para comprobar que la vista, de decrépitos edificios, techos y ropa colgada tenía la misma armonía contagiosa que el resto de La Habana. No era la primera vez que estaba en la ciudad. En el 92 había ido a un campamento para niños y jóvenes revolucionarios de toda Latinoamérica. La impresión había sido la misma, una desgarradora mezcla de necesidad y belleza. Asomado al balcón del apartamento se sintió la humilde corchea de una grandiosa sinfonía cuyos sonidos, audibles sólo por el alma, superaban con mucho el aspecto de su partitura de mampostería colonial, agua sucia e ideología.

Bengoa, con él en el balcón, disertaba sobre la historia del vecindario, las migraciones chinas, los ancianos que antaño fumaban opio sentados a las puertas, cosas que aderezaba cuando sentía que se quedaba corto. Luego le hizo un pequeño mapa con los mejores restaurantes, por si quería gastar en ellos los únicos veinte dólares que iba a dejarle, y Argenis supuso que, así como había considerado coherente confiarle la administración de su medicina, eventualmente el doctor le dejaría administrar el dinero que su padre enviaba.

Bengoa había equipado la cocina con café, azúcar, pan, huevos, arroz y un par de papas, cosas que enumeraba mientras abría los gabinetes con el gesto sonriente de un mago que muestra el interior de la caja en la que su ayudante será traspasada por espadas. Luego le enseñó las dos habitaciones y Argenis convirtió una de ellas en su mente en un taller para pintar. Allí se vio, robusto e inspirado, dando los toques finales al desnudo monocromático de una mujer sin cabeza.

«¿Puedo confiar en ti?», le preguntó Bengoa a la vez que le pasaba un llavero que era una medalla barata de la Virgen de la Caridad del Cobre, y Argenis le dijo que sí, que claro.

Con esfuerzo esperó a que dieran las cuatro de la tarde, la hora indicada por el médico para inyectarse. Para bregar con la ansiedad ojeaba la ampolleta que reposaba sobre las flores estampadas del sofá de ratán de la sala, fumaba un Popular y tomaba el café que había colado en la greca azul que incluía la cocina. Era el café de uno de los cinco paquetes de Café Santo Domingo que Etelvina le había puesto en la maleta. Cada vez que los veía preguntaba en voz alta, como si su madre pudiese escucharlo, «¿por qué no me pusiste también cinco cartones de cigarrillos?».

Cuando faltaban unos minutos se sentó en el sofá de ratán y colocó sus instrumentos en la mesita del centro. Como no había que darle candela todo era mucho más fácil. Metió la aguja en la ampolleta de Temgesic y llenó la jeringa con la vaina. Se quitó la correa, pues Bengoa no le había dejado la goma, y al ajustarla alrededor de su brazo de algún lugar del edificio llegó la canción «Escapade» de Janet Jackson. Sus primeras notas, extrañas y familiares a la vez en aquel escenario, le hicieron pensar en la obsesión de los cubanos por los sintetizadores ochenteros. Esos teclados decididamente blandos que para ellos son la suma de la modernidad y con los que Phil Collins y Peter Gabriel hicieron millones.

Millones. Con el alivio que trajo la puya saboreó la idea por primera vez. Si tuviese millones compraría la heroína necesaria para el resto de su vida. Manteca de la pureza más cabrona. Viviría tranquilo sin joder a nadie, disciplinado y satisfecho con su ración diaria de felicidad, triunfal como un trabajador de propaganda soviética, con la jeringa en un puño y la cuchara en la otra.

Dice la Biblia que Dios vio solo al hombre y le hizo una mujer con carne de su carne. El padre de Argenis, a falta de poderes sobrenaturales, le mandó un boombox con un cedé player. Bengoa se lo trajo y con él trajo a Susana, «para que te limpie el apartamento». Susana tenía el pelo castaño y rizo, un ombligo perfecto y en los pies unos hermosos deditos con uñas pintadas de morado que asomaban por sus sandalias de plástico. Había traído un delantal de tela barato que se puso de inmediato para atacar los trastes sucios acumulados en el fregadero. El agua y la loza producían sonidos refrescantes en sus manos, sonidos que Bengoa insistía en interrumpir con sus elogios para Sony, la marca del boombox.

«Esto es diseño aerodinámico, Argenis, si no lo quieres me lo llevo», decía con un entusiasmo infantil a la vez que conectaba el aparato a la corriente y metía sin permiso su mano en el Caselogic, que estaba sobre la mesa del comedor, hasta que dio con un disco de Joan Manuel Serrat, que Argenis nunca ponía y que él, al parecer, amaba. Luego el doctor se sentó en una de las mecedoras del balcón y dio un trago de la chata de Havana Club que llevaba siempre en el bolsillo del pantalón, con la que, a escondidas, cortaba sus cafés en La Pradera.