A Ivo Brandani lo perseguía el sentido de la catástrofe. La veía en cualquier iniciativa de transformación de la realidad, en cualquier edificio (porque puede derrumbarse), en un avión en vuelo (porque puede precipitarse al vacío), en un automóvil en movimiento (porque puede derrapar), en un enchufe (porque puede cortocircuitarse), en una sartén al fuego (riesgo de incendio), en un vaso de agua (porque puede volcarse), en un huevo fresco (porque puede romperse): todo lo que está en pie puede caerse, todo lo que funciona puede dejar de hacerlo. De hecho, antes o después dejaría de hacerlo, no cabía duda. Pero ¿cómo podría haberse evitado aquella catástrofe? Era un acontecimiento muy lejano en el tiempo, no tendría por qué haberle importado. Y, sin embargo, le importaba.

Nunca se ha sabido bien quiénes eran aquellas gentes, ni de dónde habían venido, ni cuándo exactamente ni por qué. Lo único que se sabía es que era un grupo étnico de Asia Central. Incluso alguien había llegado a afirmar que no eran más que griegos que habían cambiado de religión y de costumbres. Lo que sí se sabía con seguridad es que, un par de siglos después de su primera aparición en las costas del Mediterráneo, habían conquistado Constantinopla. Y eso le resultaba inaceptable. De hecho, a partir del 29 de mayo de 1453, en todas las generaciones humanas han existido personas que no han sido capaces de aceptar la caída de Bizancio. El ingeniero Ivo Brandani era una de ellas.

Lo único que esperamos de los ingenieros son esos sanos pragmatismos y positivismos que permiten que tanto los ignorantes como los intelectuales puros tomen un avión, crucen un puente en coche o suban a un tren o a un barco con razonables probabilidades de no morir en el intento. Gracias a los ingenieros técnicos existen objetos llamados casas, puentes, aviones, trenes, túneles, cohetes, satélites y estaciones espaciales, automóviles, ordenadores, etcétera, y a nosotros nos gusta que se parezcan a sus inventos, que sean conformes al objeto de su especialización. Nos gustan desencantados y atentos, neutrales en cuestiones de política, aunque los imaginamos difíciles de engañar por su tendencia a la comprobación y su rechazo a dar más importancia a las palabras que a los hechos. No nos gusta que los ingenieros técnicos sean sofisticados: mejor si son un poco ignorantes. En fin, nos inspiran más confianza si parecen indiferentes y algo obtusos, si los vemos con una novela negra entre las manos en lugar de un poemario. De un ingeniero no nos esperamos obsesiones y resentimientos como los que albergaba la mente de Ivo Brandani.

Cuando estuvo por primera vez en Estambul por trabajo, entró por casualidad en una pequeña mezquita al abrigo de las murallas del mar de Mármara. En el plano aparecía indicada como Küçuk Aya Sofya Camii, que traducido al inglés era Small Hagia Sophia Mosque, pero que en su guía aparecía también como San Sergio y San Baco. Se trataba de una iglesia bizantina más tarde convertida en mezquita que, a pesar de sus mil quinientos años, de las abundantes inscripciones coránicas sobre las paredes enyesadas de blanco y de una probable limpieza iconoclasta de todas las imágenes y mosaicos anteriores, aún parecía conservarse bien. «¡Tiene mil quinientos años! ¡Mil quinientos!», se repitió Ivo, tratando de asimilar el concepto. Siempre hacía lo mismo cuando se encontraba ante una magnitud inimaginable: cien mil toneladas, cuatrocientos kilómetros cúbicos, trescientos mil kilómetros por segundo… «La planta y, en general, toda la estructura del edificio están inspiradas en Santa Sofía», decía la guía. De pronto, Brandani tuvo la sensación de que algo no iba bien. Tras subir al matroneo y asomarse a la balconada, sintió una especie de malestar físico, un dolor como cuando te aprietan con los dedos detrás de las orejas: allí, bajo sus ojos, se hallaban la Rendición, la Supremacía, la Sumisión, la Expropiación, la Erradicación, la Sustitución… Desde arriba se veía con claridad la torsión de los ejes de simetría a los que había sido sometido el edificio, el trasvase cultural experimentado por aquella iglesia y por toda la ciudad. Las franjas que delimitaban el espacio dedicado a las prosternaciones, dibujadas en una alfombra azul que cubría por completo el suelo, se extendían en dirección a La Meca, indicada por la hornacina del mihrab, con una disposición completamente autónoma respecto a la simetría bilateral de la iglesia, que confirmaba la incongruente posición del almimbar, el púlpito. El resto del edificio no importaba, era un mero accidente readaptado; tan sólo importaba el lejanísimo centro de emanación del islam, la Kaaba. Había algo de poesía en todo aquello, pero la iglesia no había sido construida para acogerla.

Brandani pronto olvidó la sensación de pérdida irreparable tan intensa que experimentó en aquel momento, hasta que años más tarde volvió a aparecer durante la lectura de la caída de Bizancio en un libro de Stefan Zweig, un escritor austriaco que no conocía mucho; mejor dicho, no conocía de nada. Un amigo le había regalado Momentos estelares de la humanidad. En la página 41, el relato «La conquista de Bizancio. 29 de mayo de 1453» comenzaba así: «El día 5 de febrero de 1451, un emisario secreto lleva la noticia al hijo mayor del sultán Murad, el joven Mohamed, de 21 años, que se hallaba en Asia, de que su padre había muerto».


Zweig había elegido aquel acontecimiento, la muerte de Murad, como el inicio de la cadena causal que poco más de dos años después conduciría a un trasvase cultural impensable.

A partir de aquel relato, Ivo Brandani había comenzado a investigar, por lo que había podido comprobar la imprecisión novelesca de la versión de Zweig y la existencia de muchas narraciones diferentes y de crónicas coetáneas de la toma de Constantinopla, algunas de ellas legendarias, como la que hablaba de una puerta que no existía antes y que se habría abierto a toda prisa en las murallas para acoger y salvar de la muerte al emperador de Bizancio derrotado. Le gustaba la idea de que Constantino XI Paleólogo aún se encontrara encerrado como una momia en un nicho o temporalmente consustanciado con los restos de la muralla, a la espera de que su ciudad fuese liberada para volver a salir al aire libre y a la luz. La actitud acogedora del cinturón de murallas de la ciudad el día de la catástrofe también se puso de manifiesto con el arzobispo de Constantinopla, quien, según contaban, desapareció, absorbido por la muralla gruesa y tambaleante que aún sostiene la iglesia, justo en el momento en que el turco irrumpía en Santa Sofía.

Desde entonces –es decir, a partir de aquellas lecturas–, cada vez que se despertaba de madrugada confuso y empapado en sudor, y al final tenía que levantarse para cambiarse la camiseta mojada y mear, ya de nuevo en la cama, solía venirle a la cabeza la Caída de Constantinopla y no conseguía volver a conciliar el sueño por la consternación y la rabia.

¿Qué más le daba después de tantos siglos? Ni siquiera él llegó a saberlo nunca. En aquel sentimiento de devastación irremediable que le invadía de cuando en cuando, la toma de Bizancio probablemente sólo representara una efigie, un símbolo de otra cosa. Tal vez se tratara del sentimiento final de catástrofe que experimentaba por haber observado demasiadas abrogaciones de cosas que en el pasado le habían parecido indefectibles y eternas. Tal vez lo que le atormentara fuese el sentimiento de no superación de aquel hecho, que se le revelaba como una consecuencia de una serie de decisiones y cálculos equivocados, de indecisiones y traiciones, de la prevalencia de intereses concretos y del todo insignificantes sobre la gravedad de sus consecuencias.

Si permitía que la toma de Constantinopla lo asediara por la noche, entonces mejor olvidarse de dormir: tenía que levantarse, tomarse un té con galletas, sentarse delante de la televisión, poner un canal de documentales y esperar a que le volviese a entrar sueño. Siempre que no le acuciaran las preocupaciones del trabajo, asuntos de los que era responsable, capaces de despertar a su Enemigo Interior, al acecho constante y preparado para torturarlo hasta la muerte con sus reproches y objeciones.

Zweig refiere que las fuerzas de Mehmet II Fatih conquistaron Constantinopla el 29 de mayo de 1453 penetrando por una poterna del segundo anillo de murallas que, inexplicablemente, habían dejado abierta. La llamaban Kerkaporta, la Puerta del Circo, y no era más grande que un agujero. Desde allí, los turcos se extendieron cercando desde dentro a las fuerzas defensivas, que aquel día podrían haber vencido si el pánico no se hubiese apoderado de ellos al ver que el enemigo irrumpía en casa, como un parásito que ennegrece las sábanas puras y blancas de tu cama…

Pero la historia, según la cuenta Zweig, no es cierta o, al menos, no del todo. Muchos refieren que el cañón terrible y gigantesco de Mehmet, construido aposta para aquel asedio, había abierto una brecha en las murallas a la altura de la Puerta de San Romano, y que por aquella abertura había entrado el turco.

«Para ese tipo de murallas, el cañón era un gran problema: habrían necesitado auténticos bastiones ideados ad hoc para las armas de fuego –pensaba Ivo desde hacía años–. Podrían haberse salvado con murallas de varios metros de espesor y verdaderos cañones de defensa: la Edad Media había acabado, aquel tipo de fortificación ya no era útil, tendrían que haber hecho como en Rodas, allí las murallas resistieron durante todo el asedio, la ciudad fue tomada porque al final los caballeros se rindieron… Con los turcos no había salvación posible, ése era su mundo, lo querían entero para ellos y eran invencibles, o casi…» A veces se identificaba hasta tal punto con los asediados que le asaltaba el pánico a ver aparecer de pronto al enemigo, endemoniado, nauseabundo, rabioso y manchado de sangre, dando la vuelta a la esquina en la que quedaría de niño con sus amigos, cuando Bizancio aún conservaba la ilusión de reinar sobre algo y sus habitantes se creían bien protegidos dentro de unas murallas inexpugnables.

Remontarse en dirección contraria hasta la más mínima causalidad, desestructurar la cadena de acontecimientos reduciendo cada uno de ellos a sus unidades constitutivas: eso es lo que le habría gustado hacer a Ivo Brandani si hubiese sido capaz, para encontrar, si es que existía, el punto exacto de no retorno; es decir, el punto después del cual Constantinopla habría caído de todos modos. En conclusión, ¿habría sido posible hallar científicamente el umbral de inevitabilidad del acontecimiento?

«En un ordenador potentísimo habría que cargar hasta el dato más insignificante… Pero no… Se ha perdido mucho, hoy en día no sabemos casi nada de aquellos hechos. Además, la realidad siempre difiere de la reconstrucción más cuidadosa, detallada y documentada: el noventa por ciento de un acontecimiento se pierde de todas formas… No se sabe casi nada de lo que ocurre, ni siquiera del instante en el que ocurre… En el mismo momento del acontecimiento es cuando las cosas comienzan a confundirse y empieza el no conocimiento, la tergiversación…»

Brandani estaba convencido de que reconstruir era lo mismo que prever, bastaba con actuar en sentido contrario; por tanto, a un mismo grado de imprecisión, misma incognoscibilidad de cualquier hecho acontecido así como de cualquier posible catástrofe en el futuro.

Dada su profesión, una catástrofe de la que podría ser considerado responsable representaba la eventualidad más temible, la misma que no lo dejaba dormir por las noches. Pero la jubilación estaba cerca; una vez terminado el trabajo y terminadas las responsabilidades, un hombre no puede responder de lo que no depende de él. Sin embargo, todavía tendría que cargar durante décadas con la corresponsabilidad de la posible mala construcción de alguna obra en la que había participado, y eran muchas.

«Ya, ya, ya… Tendría que haberme ido ya, debería llevar un tiempo jubilado, ¿de qué sirve seguir aguantando la tensión, el tedio, el cansancio, estar viajando continuamente…? Basta, no puedo más…»

Alguien había gritado: «¡Hemos tomado la ciudad!». Aquel grito desesperado debió de resonar estrepitosamente, antes incluso de que Constantinopla fuese derrotada de verdad; las fuerzas desplegadas para la defensa seguían siendo superiores a las de los pocos invasores que habían conseguido atravesar primero la coraza externa y luego el último exoesqueleto de Bizancio. Desde aquel momento, desde aquel sentimiento primigenio de turbación que nos asalta cuando nos damos cuenta de que algo nos ha infestado, la confusión se extendió en pocos segundos a los defensores, y muchos de los que hasta entonces habían demostrado arrojo y valor se dieron a la fuga en dirección al puerto para ponerse a salvo en las naves. La invasión musulmana fue rápida y terrorífica. Gran parte de las fuentes habla de una violencia ciega e irreversible que redujo en poco tiempo la ciudad a un desierto sanguinolento. Después de tres días de saqueo, pocos sobrevivieron en Constantinopla.

Eso es, horror y pánico. Ésa es la primera reacción al descubrir que algo nos ha invadido, que una criatura ha penetrado a través de nuestro recinto corporal inviolable. Un animal invisible e inmundo nos está usando como casa, se está alimentando de nosotros, nos está creciendo dentro, se está reproduciendo en nuestras cavidades. Aquel 29 de mayo fue el pánico lo que determinó la caída de Constantinopla, fue el horror ancestral a los organismos salvajes y hostiles que habían conseguido colarse en sus venas más íntimas e internas. La ciudad habría caído igualmente, pero quizá no aquel día, no sin la infiltración del enemigo por una puertecilla que se habían dejado abierta.

Infestar pueblos asentados en otros lugares es el objetivo de toda conquista: primero se destruyen sus defensas físicas, luego se penetra en su tejido social y productivo, aunque se dejan con vida para poder absorberlos lentamente a través de sus recursos. «En resumen, ésta es la naturaleza histórica de la conquista», se decía Brandani. Los héroes, los primeros conquistadores, no son más que avanzadillas cuya misión es acribillar las defensas del organismo huésped para permitir la penetración de sucesivas tropas de parásitos. El parasitismo es vida que habita otra vida, es la modalidad predominante en la que se manifiesta la biosfera y, sin embargo, es la que nos resulta más invisible. Así, mientras los turcos, alzados en armas, atacaban las defensas de Bizancio con la intención –es decir, con la inexorable necesidad histórica– de conquistar la ciudad y someterla, en sus cuerpos, así como en los cuerpos de los defensores, en los de los animales de tiro y para carne de los que se servían los dos bandos contendientes y en los de todos los animales, mamíferos, reptiles, insectos y peces del Bósforo, en los de todas las criaturas ocultas en el fondo fangoso del Cuerno de Oro y en los cuerpos de los seres que habitaban el mar de Mármara y el resto de los mares y océanos del planeta, millones y millones de parásitos de todo tipo y condición, de toda malignidad y capacidad patógena, llevaban su rutinaria existencia completamente ajenos al inaudito hecho histórico en el que estaban participando.

El contacto apocalíptico de cuerpos humanos en la batalla, la emanación de alientos y fluidos corporales, las grandes y fétidas cantidades de heces humanas y animales esparcidas por todos lados, fuera y dentro de las murallas de Constantinopla, y la contaminación concitada y dramática de todos con todos sin duda representaron una ocasión propicia para las multitudes de parásitos capaces de aprovechar el momento adecuado para transferirse de un cuerpo a otro, entre los excrementos y la sangre de unas especies con otras especies vivas presentes y participantes en el acontecimiento.

Mientras Bizancio luchaba contra el turco para evitar ser sometida, amebas, virus, bacilos, protozoos, hongos y artrópodos, así como piojos y ladillas, toda una población inconmensurable de parásitos, sordos y ciegos a cualquier estímulo que no procediera del universo vital, ponían en práctica sus estrategias para contaminar al mayor número de organismos posible. Sus esporas nadaban ya en la sangre hipertensa de los combatientes, en aquellos abundantes borbotones sobre el polvo pisoteado, sobre las piedras de las murallas, sobre el empedrado de la ciudad. Flotaban ciegamente en un único océano rojo y denso que iba coagulándose y secándose formando una costra apetitosa de lamer para los perros, dentro de los cuales encontraban refugio, protección y un futuro seguro.

La batalla encarnaba uno de esos momentos en los que el ambiente endozoico, constituido por fluidos y tejidos de seres vivos, se presentaba con un carácter de continuidad acentuada: era sangre y más sangre, mierda y más mierda, y para los parásitos resultaba fácil nadar en su interior (o sea, agitar los flagelos, pedúnculos, barbas y colas en las especies dotadas de apéndices) hasta encontrar nuevos lugares en los que plantar sus raíces, garras o picos, paraísos de células que invadir y a continuación matar; exactamente lo mismo que, en otra dimensión física, estaban haciendo los turcos bajo el mando de Mehmet II Fatih, el Conquistador, en la ciudad de Constantinopla.

Existen doscientas especies parasitarias capaces de infestarnos. El mundo, según lo conciben ellas, coincide completamente con el organismo humano, donde viven toda su existencia y encuentran todo lo bueno y lo malo de la vida, el alimento y un ambiente adecuado para la reproducción. Entre las especies invasoras se incluyen protozoos, nematodos, cestodos y artrópodos capaces de saltar de un organismo a otro, de una especie a otra, pasando por fases existenciales duras y difíciles en un ambiente libre, como simples momentos de espera o de acecho antes de poder nadar de nuevo en algún fluido o subsistir en estado latente en los tejidos de alguna criatura: la vida se alimenta de vida, que se alimenta de vida, y así sucesivamente. Ivo Brandani, en tanto que ser vivo, vivía inmerso hasta el cuello en esta lógica, se servía de ella y, al mismo tiempo, sufría sus consecuencias.

La biosfera es un continuum infernal de especies estructurado como cajas chinas, una dentro de otra, una sobre la espalda de otra, una sobre la piel de otra, una sometiendo a otra a sus necesidades vitales. Lo mismo hace también el Homo con las vacas, los cerdos, los pollos, los conejos, los caballos, los camellos, los yaks y los renos; es decir, con todas las especies domesticadas. Entonces, ¿qué fue la toma de Bizancio sino un episodio más de la modalidad vital planetaria, un estado más de tropelía y subyugación en el que participaron ectoparásitos y endoparásitos, grandes y pequeños, humanos y no humanos? Lo que en la mente de Ivo Brandani era un trasvase cultural inconcebible en realidad constituyó una mezcla apocalíptica de especies y gentes fuera y dentro de las murallas de Bizancio, dentro y fuera de los cuerpos de los combatientes, en un hervor de infecciones e infestaciones, mientras la sangre corría y los héroes morían, uno tras otro, como chinches. Piojos, tenias, amebas, plasmodios, garrapatas y gusanos reptaban por el polvo del campo de batalla o, simplemente, se mezclaban en forma de huevos o de quistes expulsados con las heces, hormigueaban por la piel de los combatientes, por su vello púbico, por su pelo mugriento, alimentándose de escamas de cuero cabelludo, de células muertas, embriagándose del olor a Homo a la espera de poder regresar por fin al mundo tibio de la sangre y de las linfas humanas, de la mierda cristiana, musulmana, creyente y no creyente, la mierda del esclavo, del proscrito, del mercenario, de las putas, de los sacerdotes, del príncipe, del visir, del emperador Paleólogo y la del propio sultán, Mehmet II el Conquistador.

Tal vez pasara por allí un antepasado de la Naegleria fowleri, que acabaría matando al ingeniero Brandani. Quizá la ameba fatal procediese de aquellas aguas estancadas de Centroeuropa y residiera en el organismo de un guerrero profesional que moriría al cabo de poco tiempo en su tienda, sin poder ver la maravilla de la que todos hablaban, la gran iglesia de Santa Sofía, construida casi mil años antes. O quizá se encontrara ya en los tejidos de un mercenario norteafricano o de un esclavo negro que cuidaba los caballos del sultán.

Naegleria fowleri: una ameba, un escupitajo palpitante, microscópico, sordo y ciego, que se agazapa en el fondo fangoso de los charcos, incluso en las piscinas termales, y permanece latente hasta que el agua se calienta por encima de los veinte grados, momento en el que se activa y asciende a la superficie en busca del primer organismo adecuado que infectar. De este modo, llega a las mucosas nasales, por ejemplo las de un nadador, y penetra en las glándulas pituitarias para luego extenderse por el cerebro, donde tarda pocos días en matarte. Millones de generaciones de esta ameba pasaron de organismo en organismo, se detuvieron dentro de caracoles de agua dulce cuyas heces utilizaron para depositar sus esporas en los sórdidos lodos de las charcas africanas para, desde allí, con el calentamiento y la acumulación de sedimentos en el fondo, ascender y mantenerse en suspensión en el agua hasta que se encontraban con un ejemplar, bien de mamífero, bien de humano, mucho más grande y cálido que un caracol.

Se sabe que los quistes de amebas, junto con sus huéspedes, informes y liofilizados, se dispersan por el aire con el polvo que el viento levanta en los espejos de agua secos y pueden terminar en las mucosas nasales de algún animal. La nariz es la puerta principal del cerebro en las criaturas superiores; a la Naegleria le encantan los cerebros, en ellos excava túneles como hacen los ratones en el queso, se reproduce en cientos de miles de ejemplares, los infesta rápidamente y los tritura, reduciéndolos a una especie de moco purulento.

El Homo, que se considera ajeno y superior al hormiguero de las vidas ínfimas y repulsivas, que se confiere un alma y un destino supraterrenales, también constituye un universo en el que sobrevivir y proliferar. Y también lo es para otras especies de amebas que pueden infestar por miles los tubos de nuestros intestinos, ulcerando sus paredes, lesionando sus tejidos hasta llegar a romperlos para penetrar en cualquier parte, en el hígado o en los órganos urogenitales, que usa como fuente de alimento, como hábitat donde residir por los siglos de los siglos que han durado los tiempos pasados y que durarán los tiempos futuros.

Herodes «expiró comido de gusanos». Ivo lo sabía desde niño, desde antes de la época de Agujero de Bomba. Era algo que estaba escrito, una venganza divina contra la matanza de los Inocentes. De todo lo que había oído y leído en las Sagradas Escrituras de la Religión, eso era lo que más le había impactado: Herodes «comido de gusanos».

«Podría pasarme a mí, podría morir comido de gusanos… Quizá ya esté lleno de gusanos… Quizá me estén royendo…» Una pesadilla que duró décadas después de aquella cosa del orinal. Aquél fue el comienzo; los gusanos lo habían intentado pronto, e incluso lo habían conseguido, pero algo había salido mal. Tal vez fueran el dolor y el miedo de aquella vez en la que se cayó de culo entre dos muebles, sobre el brasero encendido. «El miedo cría lombrices», había dicho el rostro adusto de Ersilia, la imperturbable.

La Guerra también produce gusanos. Para Ivo Brandani, haber nacido recién terminada la Segunda Guerra Mundial significó sufrir un ataque –¡frustrado! ¿Frustrado?– de gusanos. Cuando en la iglesia le contaron cómo había muerto Herodes, nunca supo bien qué pensar. Y sólo se encontraba al principio de la tortura vital causada por la inoculación bajo la piel del ciclo del pecado-redención-nuevo pecado-nueva redención, y así sucesivamente. Una secuencia maléfica que le metieron escrupulosamente en la cabeza, un parásito mental que debería actuar –ésa era la idea– durante el resto de su existencia. Al principio, la tortura funcionó como debía: «Me he librado de algo espantoso, de una muerte horrible, como la de Herodes Antipas… Fue un castigo de Dios por sus horribles pecados… Yo no he cometido pecados horribles, pero tengo que lavar mi conciencia continuamente… El flujo incesante de mis culpas… Mis pensamientos-pecado, mis mentiras…».

Muchos años después, cuando leía acerca del Ascaris lumbricoides en un opúsculo que enseñaba a prevenir las infecciones tropicales, lo reconoció: era el gusano del orinal. ¿Quién, sino él, podría haber matado a Herodes de aquella manera?

«Herodes murió infestado por ascárides que no tardaron en abandonar su cadáver saliendo por la boca, por la nariz y por el ano ya relajado del tirano en forma de ovillos que reptaban por su suntuoso lecho de muerte… ¡Dios!» Parásitos que huyen del organismo sin vida del huésped y se retuercen a su vez en el aire libre y seco antes de morir. Como el monstruo minúsculo que salió de la boca de aquel pez agonizante y reptó por las piedras ardientes de la orilla, donde terminó su existencia tratando de alcanzar el agua, cuya presencia tal vez sentía y cuyas moléculas de humedad en suspensión en el aire percibía. Ivo se había quedado a observarlo acuclillado junto a la orilla, fumando el cigarrillo que más le gustaba, el de después de pescar. En aquella época, era un asesino indiferente de peces, observaba con frialdad la cadena de supremacía de la que creía ser el ápice, siempre y cuando uno de esos parásitos no estuviese ya dentro de él, enquistado en algún lugar a la espera de despertar. El Ascaris lumbricoides, un genio evolutivo de unos veinte centímetros de largo, era una de las cosas más inmundas que Ivo había visto jamás (en foto, por supuesto). Había aprendido que en el mundo existen cerca de mil millones de personas infestadas por estos nematodos y sus afines, de modo que no era tan improbable pillarlo y, si no recordaba mal, aquella cosa del orinal se le parecía mucho. Tras profundizar en el tema, se enteró de que en el phylum de los nematodos hay más o menos cien mil especies, de las cuales doce parasitan exclusivamente al hombre, anidando en los intestinos, en los músculos, en el hígado, en los pulmones, en los riñones, nadando en la sangre, introduciéndose en el corazón, bajo la piel, por todos lados. Después de la ingestión (por manos sucias, contacto con las heces o escasa higiene), el quiste inicial baja hacia el intestino delgado, penetra en sus paredes y, desde ahí, se introduce en las venas del hígado, que lo transportan a una temperatura tibia hasta el ventrículo derecho del corazón, y desde allí a los pulmones, y desde los pulmones a los bronquios, hasta que sube por la tráquea y llega a la faringe. Una vez en la faringe, según un patrón que se repite de manera idéntica y necesaria, vuelve a ser deglutido y regresa al intestino delgado, donde finalmente se desarrolla y madura, y por lo general logra ocluirlo, aunque no siempre. Y cuando el huésped ha muerto, lo abandona. Y eso es lo que le sucedió a Herodes Antipas: fue necesario quemar su cuerpo para purificar el mundo del pecado absoluto. Para Brandani no había nada más parecido a la imagen de un Mal frío e inexorable, ajeno al ser humano, indiferente a nuestra existencia, que un parásito sumido en un perenne coma gustativo/olfativo. «Para complacencia criminal de Dios, que permite que existan dentro del cuerpo de un niño que ha jugado con la tierra de África, que ha bebido agua del río, que se ha dormido a merced de los insectos hematófagos, con su perfecto aparato de chupadores de sangre, también infestados de parásitos… Para que esta cadena tan bien concebida en el ámbito del Diseño Inteligente no se interrumpa. Paradigma ridículo el que nos contempla como “señores de la naturaleza” –se repetía Brandani después de estas lecturas–. Ridículo el que ve al “Creado”, la-realidad-fuera-de-nosotros, como un universo a nuestro servicio, cuando somos nosotros los que servimos de pasto a miles de especies, a millones de ejemplares, con nuestros propios tejidos, con nuestra carne, con nuestra sangre… Distintos, ¿en qué? Especiales, ¿en qué?»

Muy probablemente, Ivo Brandani inhaló la Naegleria fowleri durante una inspección en una vasta área agrícola a orillas del Nilo, en la zona del delta. Lo habían llamado desde la Ciudad del Norte y le habían dicho que, ya que estaba en Egipto, fuera a echar un vistazo a un lugar en el que la administración egipcia pretendía construir una depuradora enorme. Ecocare estaba interesada en la adjudicación. Él debía hacerse una idea general de los problemas de la obra, del estado de la red de carreteras de acceso a la zona, hacer fotos, etcétera. Tan sólo una primera exploración. Llegar hasta allí no fue tarea fácil: de Sharm a El Cairo, de El Cairo a Alejandría, desde Alejandría un par de horas en coche con chófer. Cuando por fin bajó del coche, sintió placer al recibir en la cara el agua pulverizada que el viento desviaba desde un aspersor cercano. Suspiró profundamente por el cansancio y, al hacerlo, inspiró el quiste microscópico de la ameba.