I RESPIRACIÓN ARTIFICIAL

Ya que no podemos cambiar la realidad, cambiemos de conversación.

JAMES JOYCE

El día que conocí a mi amigo G me contó que de niño había elaborado una teoría sobre el relato que lo ha acompañado toda la vida. Nadie se sorprenderá al leer que los cuentos cumplen una función clasificadora, que imponen sobre lo real un orden o una jerarquía. Lo real sin embargo es un territorio salvaje, una selva o un desierto, un lugar del que no se puede hacer un mapa. Cada vez que lo salvaje se interponía en su vida mi amigo G contaba algo, una historia, la que fuera, no importa, cualquier cosa. Sus padres discutían a gritos en su casa y él se lanzaba a hablar de que la chica que le gustaba se había tropezado en clase, de que el panadero le había dado mal el cambio o de cualquier cosa, nada que ver. Cuando creció mantuvo esa costumbre o ese tic –en realidad nunca lo ha perdido– y perfeccionó su teoría. «Fíjate en que el momento límite entre nuestro régimen de luz sobre lo real y lo real dado es precisamente el momento en que perdemos la luz: la muerte. Toda civilización ha establecido alrededor de ese momento límite su identidad, su cosmología o su Weltanschauung. No conozco una sola ficción en la que un ser humano haya muerto sin pronunciar o tratar de pronunciar unas últimas palabras, que siempre son sometidas a una fuerte violencia interpretativa, como si fueran un resumen o una sublimación de todo lo que pensó y creyó y sintió durante su vida.» Yo le daba la razón porque la tenía o porque yo creía que la tenía y, bueno, porque siempre se la doy. Con los años, G llevó al extremo el silogismo y llegó a pronunciar una sentencia que algún día quizá se convierta en sus últimas palabras, algo como «el cuento nació en un momento de terror de un antepasado de nuestra raza, el momento previo a su muerte, a un ataque a su campamento o a la pérdida de algún ser querido». Las palabras probablemente no fueron ésas, seguro que dijo algo que exaltaba mucho mejor su teoría tanática sobre el relato. Para él el cuento estaba íntimamente ligado a la muerte y no se entendía uno sin la otra. Con el tiempo, la teoría afectó a su forma de relacionarse con el mundo y empezó a ver en todas partes ejemplos que le daban la razón. Esto ocurre con cualquier teoría, es cierto, pero entre los muchos talentos de G se cuenta el de ser capaz de buscar los ejemplos más ingeniosos o los que mejor perduran en la mente de sus oyentes. Recuerdo con claridad que más de una vez se refirió a la escena de Pulp Fiction en la que a Samuel L. Jackson lo están apuntando con una pistola y el tipo se pone a contar la historia de una epifanía que ha tenido, algo del todo incomprensible para su interlocutor pero perfectamente lógico para el personaje en ese momento (y también para el espectador). El cuento como forma de olvidarse por un momento de la muerte, como forma de entrar en ella o simplemente como forma de mirar hacia otro lado mientras la vida sigue pasando.

G diría que la historia que voy a contar no es más que una letanía que entono para no escuchar al terror que me susurra desde hace años al oído. Y quizá tendría razón. Aun así la contaré, con más razón contaré mi historia o nuestra historia ciñéndome a la verdad. No esperen por lo tanto hallar en ella adorno alguno más allá de los que la lengua impone –y sé que no son pocos–. Un pesimista insistiría en el hecho de que la lengua obliga a tantos matices, tantos malentendidos –que además no son daños colaterales del uso del lenguaje: son su condición de posibilidad–, que la diferencia entre el autor más directo y el más farragoso, entre el más sincero y el que más se esmera en tallar los rubíes de la mentira, esa diferencia, digo –mejor: diría ese pesimista–, apenas supondría un tres o un cuatro por ciento del total de los adornos de un texto cualquiera. Yo prefiero ser más positivo, menos fiduciario o más directo, y empezar a contar los adornos desde la frontera en que el lenguaje nos permite tratar de comunicarnos por nuestra cuenta, lo que podríamos llamar el grado cero del ornamento.

Existe una tradición deplorable en la que se han inscrito decenas de autores; son varias técnicas las que la manifiestan y todas son paupérrimas. Me refiero al manuscrito encontrado, al falso testimonio, a la puesta en abismo. No fueron pocos los que se entretuvieron en tales juegos de artificio creyendo cada vez que inventaban la literatura pero apenas demostrando lo poco que les importaba. Paradójicamente seré yo –que no me considero un escritor (ya no)– el primero en declarar la desnudez del emperador, el primero en tomar la palabra con la valentía que entraña desconocer la floritura o el artificio, el primero en contar sólo lo que ocurrió y nada más. A los otros el tiempo los perderá en los abismos de la historia. Mi venganza por ahora consistirá en no invocarlos por sus nombres.

Antes de contar mi historia vale la pena poner un ejemplo del tipo de literatura que trataré de evitar. En el texto que seguirá a este prefacio ustedes quizá lean algo como «todo está cubierto de sangre». Si eso ocurre, no se esfuercen en desentrañar ningún sentido oculto: no lo habrá. No querré decir que el horror recubre cada cosa como una finísima película invisible ni querré significar el deseo sexual o el ansia de matar. Ustedes entenderán sólo eso: que todo está cubierto de sangre. La nieve, la gravilla, las casas, las farolas. Todo. Ni siquiera entenderán que todo está cubierto de sangre fresca sino de sangre seca, sequísima. Otro ejemplo. Si yo describiera una escena en la que alguien llevara una gorra de béisbol, ustedes no tratarán de desentrañar la metáfora. No hay metáfora. Verán simplemente a alguien con una gorra de béisbol, y cualquier violencia hermenéutica que le impongan a esa imagen no será mayor que la que le imponen a lo real. Vale decir: este texto sólo es un libro en la medida en que todo es un libro. No más. No hay intención, sólo narración. El grado cero del ornamento. Si ustedes hacen un esfuerzo y logran leer así, yo podré llegar a contarles mi historia, la verdadera, lo que ocurrió.

II MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

El coche estaba aparcado en la misma calle en la que vivíamos tres de los cuatro que íbamos a viajar. Habíamos abierto el maletero y colocábamos nuestras cosas mientras esperábamos a G. No nos sorprendió que llegara tarde, pero sí que llegara tan cargado. Trajo consigo una guitarra flamenca, una mochila sólo para los libros y una gran cantidad de aperos inverosímiles que si mal no recuerdo había encontrado en la granja de su abuelo. Nos reímos de los guantes de apicultor, del peto de trabajo, de la innecesaria longitud de las botas. Aquel día –es cierto– todo nos hacía reír. Pondré un ejemplo: casi nos doblamos de la risa al descubrir que los cuatro habíamos traído algún instrumento musical. Y eso que Ernesto era un tipo serio, que Alejandro quería serlo y que G –que acaso fuera el más inteligente de los cuatro– vivía el marxismo –la militancia– como muchos viven la literatura, es decir, como una suerte de raro pecado de juventud, como una decisión irrefutable que sin embargo no recordaba haber tomado. Quizá mientras reíamos él no dejaba de analizar. Tal vez reía con nosotros mientras pensaba que la casualidad no era tal, que en el fondo los cuatro instrumentistas éramos cuatro chavales de clase media (media-baja, en su caso; media-media, en el de Álex y el mío; media-alta, en el de Ernesto –como sea, por aquellos años en España todo el mundo pertenecía a alguna variación de la clase media mientras no se demostrara lo contrario–), que tres estudiábamos la misma carrera –ya habrán adivinado qué tres– y, en fin, que la sociología ya había previsto que el número de nuestras semejanzas superaría al de nuestras diferencias. A la serie de argumentos que G podría haber aportado yo agregaré uno que entonces no me era ajeno, pero que tal vez no me habría atrevido a pronunciar: ninguno de los cuatro viajábamos para ganar dinero.

Se sabe que toda ficción moderna nace de una tensión con el mercado. Una persona busca devenir autor adquiriendo fama y dinero, y sin embargo el momento en que llega a ser autor es apenas un frágil límite tras el que deja de serlo. También es famosa la teoría del cuento según la cual una historia siempre está enmascarando otra que se supone más profunda. Este texto –que no es un cuento– no necesita acomodarse a esa teoría; nuestra vida –que es un cuento que nos contamos todo el tiempo– sí. En un relato de Hemingway –un autor al que por lo demás detesto– una pareja discute en una habitación de hotel. Ella ha visto un gato en la calle, no recuerdo si antes –cuando paseaban o tomaban algo– o en ese mismo instante –desde la ventana–. Por supuesto la variante de la ventana es muy superior, pero hay que tener en cuenta que el relato es de Hemingway, así que no sé. En fin. Ella quiere recoger al gato; a él le parece una locura y propone algunos argumentos poco verosímiles. Discuten. No llegan a un acuerdo y él se sale con la suya –porque en caso de empate la pereza siempre vence al movimiento–: el gato se queda en la calle. Ella llora un rato. Acaban ocupando con sus cuerpos los extremos de la cama, enfrentando una espalda contra otra espalda.

Probablemente conté mal la historia. Lo hermoso o lo práctico de la teoría del iceberg, como algunos la llaman, es que uno puede variar la historia superficial –que en la metáfora es la punta del iceberg– sin alterar el sentido global del relato. En esa pieza de Hemingway la historia oculta es obvia, y probablemente ya la adivinaron: el gato quiere significar el hijo que la pareja nunca tendrá.

Nuestra historia A –nuestra punta del iceberg– tenía que ver con el dinero: íbamos al sur de Francia a buscar trabajo. Decir que tenía que ver con el dinero es establecer que tenía que ver con las aspiraciones literarias de varios de nosotros, porque el autor moderno siempre anda buscando una estabilidad económica que no puede alcanzar jamás. Pero además nuestra historia podría constituir un episodio del gran relato que imperaba en la España de aquellos años, ése que emplazaba a cualquier persona joven a escoger entre tres opciones. A saber: pasar el verano trabajando en un chiringuito de la costa mediterránea, ir a Londres a preparar sándwiches o cuidar de algún adorable crío londinense y –en teoría– aprender inglés, o ir al sur de Francia a vendimiar. La tercera opción era la deseable para nosotros: vendimiar en el sur de Francia ayudaba a cumplir con varias de las exigencias que se le hacían a cualquier joven varón de clase media en aquellos tiempos: estar delgado, estar bronceado, haber practicado alguna forma de trabajo duro (y esto es esencial: un dato así en el currículum aporta una nota de legitimidad social a la biografía de cualquier profesor o abogado cuarentón –el tópico es «yo también viví malos tiempos y tuve que trabajar duro»–), disfrutar de alguna solvencia económica, etcétera. De alguna manera vendimiar constituía una forma de labrarnos un futuro o una historia para el futuro y sobre todo (sobre todo al menos para mí o para quien yo era en aquel entonces) configuraba algo volátil, borroso y mal definido que amonedábamos en la palabra experiencia.

La experiencia, se sabe, es condición sine qua non para lanzarse a escribir literatura. Yo no comparto la máxima, pero eso no conjura el hecho de que el lugar común ha impregnado los decálogos del campo literario. Bolaño, por ejemplo –y leer a Bolaño ya formaría parte de ese decálogo no escrito– sentenció que «un cuentista debe ser valiente» y que nos lanzáramos a los caminos. Piglia afirmó que su estilo de vida definía su estilo literario. Monterroso exhortaba al joven escritor así: «aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron o ganar tanto como Bloy» (siempre pensé que ahí sería mejor decir «Bioy» –aunque en realidad Bioy no «ganaba», se limitaba a tener–). Con los años y la acumulación de anotaciones en diarios, agendas y papeles sueltos elaboré mi propio decálogo de decálogos acerca de la experiencia como capital literario:

  1. Un cuentista debe ser valiente. Déjalo todo y lánzate a los caminos.
  2. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita, pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron o ganar tanto como Bloy.
  3. Recuerda que este oficio no es para cobardes, pero recuerda también que el valiente no es el que no tiene miedo, sino el que tiene miedo y se aguanta y luego embiste y va a por todas.
  4. No empieces a escribir poesía si nunca abriste los ojos debajo del agua, si nunca gritaste dentro del agua con los ojos abiertos. Tampoco empieces a escribir poesía si nunca te quemaste un dedo, lo pusiste bajo la canilla de agua y dijiste: «¡Ahhh! Esto es mejor que no haberse quemado nunca».
  5. Enamórate de tu propia vida.
  6. Lo que distingue a un novelista es una mirada propia hacia el mundo y algo que contar sobre ello, así que procura vivir antes. No sólo en los libros o en la barra de un bar, sino afuera, en la vida. Espera a que ésta te deje huellas y cicatrices.
  7. Prueba a vivir en el extranjero.
  8. Tienes que follarte a muchas mujeres / mujeres hermosas / […] / bebe más cerveza / […] / ve al hipódromo al menos una vez.
  9. Debes vender tu corazón, tus reacciones más fuertes, no las pequeñas cosas que te tocan ligeramente, las pequeñas experiencias que contarías en la cena.
  10. Las personas de una novela, no los personajes construidos con habilidad, deben ser proyectadas desde la experiencia asimilada del escritor, desde su conocimiento, desde su cabeza, desde su corazón y desde todo lo suyo.

Los autores de los diez consejos –en estricto desorden– son: Javier Cercas, Arturo Pérez-Reverte, Jack Kerouac, Ernest Hemingway, Paul Auster, Roberto Bolaño, Charles Bukowski, Hernán Casciari, Francis Scott Fitzgerald y Augusto Monterroso. (Ejercicio: trace una línea que una a cada autor con su consejo.) Por supuesto, son diez hombres. El emprendimiento, el espíritu aventurero y, en fin, la publicidad son cualidades reservadas al varón en nuestra cultura. No en vano se desprecia a la prostituta tachándola de «mujer pública» frente a la «mujer privada», que sería la mujer de bien.

Si lo pensamos bien, la mera posibilidad de ese decálogo ya constituye el testimonio de una pérdida. Durante la Edad Media fue posible que se cantara un romance acerca del fin de la experiencia y –mucho más importante– desde el fin de la experiencia, la prisión. Me refiero al famoso romance del prisionero, que empieza «que por mayo era, por mayo / cuando hace la calor» y cuenta en dieciséis versos (en su versión más conocida) la historia de un hombre que sabe cuándo es de día o de noche gracias a la visita de un avecilla que un día es abatida por un ballestero. Ese romance podría haber sido escrito por alguien sin ninguna experiencia real. No narra ninguna experiencia o narra una experiencia límite para el ser humano: la conciencia de los ciclos solares. Si el uso del lenguaje no llevara implícito un hablante podríamos incluso aventurar que el romance hubiera sido escrito por otra forma de vida animal o incluso por un girasol. A pesar de desconocer la experiencia, el romance permite vislumbrar una vida entera de alegrías y pesares en la parca descripción de una celda y un ave. El autor se diferencia de nosotros en un hecho fundamental: cree que las cosas siempre son la representación de algo más profundo, así que para él la narración superficial de dos o tres detalles puede referir a la misma realidad ulterior que los catorce mil versos de la Divina Comedia. Ni siquiera se esfuerza en describir la cárcel, en identificar al protagonista con el autor o en darle alguna profundidad a la escena, porque sabe que la tiene. Y a pesar de todo logra conmovernos.

En cierto modo un decálogo siempre es un relato, la historia de un futuro posible para un escritor. Según la teoría del iceberg, entonces, mi decadecálogo o metadecálogo ha de ocultar una montaña submarina, y así es: presupone que algunas experiencias son más valiosas que otras. Se sabe que en los tiempos del tardocapitalismo la materia de la que está hecha la vida (el tiempo o la memoria de un tiempo que tal vez transcurrió) se ha convertido –como el resto de las cosas– en una mercancía. Viajar por Latinoamérica, por Tailandia, por Canadá; vivir en Nueva York, en Madrid o en París porque allí «pasan las cosas»; consumir la juventud en la búsqueda de un cuerpo que siempre está un paso más lejos; todas son las consecuencias triviales de la aplicación de la teoría económica a esa nueva forma de mercancía: el tiempo libre (y la expresión ya es perversa, porque da por hecho la existencia de un tiempo que no es libre, que es de otro). La inversión es el precio de un billete de avión, de un alquiler, de diez cervezas; el beneficio es la optimización de un tiempo que habría trascurrido igual en la lectura, la deglución o la convivencia. No consiste en maximizar esa rara cosa a la que llamamos felicidad. Consiste simplemente en vivir mejor. Quienes peor viven siempre son los pobres, claro, los que menos gastan y por lo tanto los que menos mueven la máquina de la experiencia, siempre más muertos, más grises, más difíciles de entender, menos humanos.

Nuestras historias soterradas tenían mucho que ver con todo eso. Yo por ejemplo viajaba porque sabía que algún día escribiría el viaje. No como lo escribo ahora; me refiero a escribir el viaje de un modo que –ya lo he declarado– hoy pretendo evitar. Escribir como un escritor. Han hecho falta seis años para que el cadáver de la ficción –que lleva pudriéndose en mí desde aquellos meses en el sur de Francia– vuelva al polvo y me permita contar lo que de verdad ocurrió.

No conozco las historias ocultas de mis compañeros, sus icebergs. De Ernesto imagino que trataba de expiar el pecado original que supone haber nacido rico en un mundo capitalista. El dinero que nos pudieran pagar por vendimiar no le hacía falta, eso seguro. Las razones de Alejandro las intuyo similares a las mías. A G el dinero sí le hacía falta, así que acaso escapaba de la necesidad acuciante de ganarse la vida transfigurando su primer verano de licenciado en unas vacaciones de quinceañero como una suerte de vuelta al Paraíso Perdido. O simplemente escapaba de su familia. Indagar en los pensamientos de los otros tal vez suponga faltar a mi promesa de ceñirme a la verdad. Aunque ¿no es verdad que en aquel verano también traté de entrar en sus cabezas (¿no hacemos eso –tratar de entrar en la cabeza de los otros para no estar en la nuestra– todo el tiempo?)? Como sea, este texto es un libro en la medida en que todo es un libro, así que las motivaciones de mis compañeros no dejarán de inferirse de lo que hicieron, de lo que yo narraré. Valga por ahora insistir por última vez en que ninguno de nosotros viajaba por dinero; por eso todos sosteníamos que el dinero era lo único que nos hacía viajar. El dinero –se sabe– es algo que nos permite hablar de las cosas sin referirnos directamente a ellas; saltarse esa mediación se considera entre nosotros una obscenidad. Por eso nunca hablaríamos de nuestros motivos verdaderos hasta el final, hasta que todo aquello se convirtió en algo insoportable y ya no hubo ninguna razón para fingir.