CAPÍTULO PRIMERO

Ocurrió de este modo.

Pero, sentado, pluma en mano, mirando de nuevo estas palabras sin encontrar ninguna insinuación en ellas de las palabras que deberían seguir, se me ocurre que tienen una apariencia brusca. Sin embargo, pueden servir, si las dejo, para indicar lo muy difícil que me resulta comenzar a exponer mi declaración. Una frase tosca. Y a pesar de todo no veo la manera de hallar otra mejor.

CAPÍTULO SEGUNDO

Ocurrió de este modo.

Pero miro estas palabras, y comparándolas con mi inicio anterior, descubro que son las mismas palabras repetidas. Esto es lo más sorprendente, porque las empleo con una acepción completamente nueva. En efecto, declaro con firmeza que mi intención era descartar el comienzo que primero pasó por mi cabeza, y dar preferencia a otro de naturaleza absolutamente distinta, situando mi declaración en un período anterior de mi vida. Haré un tercer intento, sin borrar este segundo fracaso, como muestra de que no tengo el propósito de ocultar ninguna de mis flaquezas, ya sean de la cabeza, ya del corazón.

CAPÍTULO TERCERO

No pretendo contarlo todo directamente: lo desvelaré, mejor, poco a poco. Sin duda, es lo más natural, pues bien sabe Dios que así fue como sucedió.

Mis padres vivían en condiciones miserables, y el hogar de mi infancia fue un sótano en Preston. Recuerdo el ruido de los zuecos de Lancashire de padre, arriba, en la acera, como un ruido muy distinto, para mis jóvenes oídos, al de cualquier otro par de zuecos, y recuerdo que cuando madre bajaba al sótano yo trataba de adivinar su buen o mal humor por sus pies, sus rodillas, su cintura, hasta que por fin su cara saltaba a la vista y zanjaba la cuestión.

De esto se deduce que yo era retraído, que las escaleras del sótano eran empinadas y que la puerta de la calle era muy baja.

Madre tenía marcadas la crispación y la opresión de la miseria en el rostro, en el cuerpo y, no menos, en la voz. Sus agudas y tajantes palabras salían de su interior como si fueran el resultado de la presión ejercida por unos dedos huesudos en una bolsa de cuero, y tenía una forma de escudriñar el sótano mientras me reñía que resultaba feroz. Con los hombros encogidos, padre se sentaba en silencio en un taburete de tres patas, mirando hacia la parrilla vacía, hasta que ella le arrancaba el taburete de debajo y le mandaba traer algo de dinero a casa. Entonces, él subía tristemente por las escaleras y yo, sujetándome la camisa rota y los pantalones con una sola mano (mis únicos tirantes) al mismo tiempo, hacía un movimiento en falso y esquivaba el tirón de pelo con el que madre me perseguía.

«Diablillo ansioso» era el nombre que madre solía darme. Bien llorase por la oscuridad o porque hacía frío o porque tenía hambre, bien me apretujase en una esquina templada cuando había lumbre o comiera vorazmente cuando había comida, ella seguía diciendo: «¡Oh, diablillo ansioso!». Lo que más me dolía era saber que decía la verdad. Un diablillo tan ansioso como para querer que me cobijaran y me calentaran, como para querer que me alimentaran. Ansioso hasta la codicia con la que comparaba en mi interior cuánto me llevaba yo de lo que obtenían padre y madre las raras veces que aparecían con algunas «cosas buenas».

En ocasiones, los dos se iban a buscar trabajo, y me encerraban en el sótano durante uno o dos días enteros. Entonces me volvía más «ansioso» que nunca. Solo y abandonado, me entregaba al ambicioso anhelo de tener lo suficiente de todo (menos de pobreza), y de desear la muerte del padre de madre, que era fabricante de máquinas en Birmingham, y a cuyo fallecimiento, había oído decir a madre, heredaría ella una manzana entera de casas, «si estaba en su derecho». Como un diablillo ansioso, yo esperaba sin hacer nada, encajando distraídamente los pies desnudos y fríos dentro de los ladrillos agrietados y los desconchones de suelo húmedo, pisando el cadáver de mi abuelo, por así decirlo, para entrar en aquellas casas y venderlas todas por alimentos y ropa que ponerme.

Al fin se produjo un cambio en nuestro sótano. El cambio universal cayó hasta allí, tan bajo (de igual modo que se encumbraría a cualquier altura a la que un ser humano pueda ascender), y trajo otros cambios con él.

Teníamos un montón de no sé qué hojarasca repugnante en el rincón más oscuro, al que llamábamos cama. Madre estuvo allí tendida, sin levantarse, durante tres días, y luego empezó a reírse de cuando en cuando. Si alguna vez había oído su risa, fue en tan escasas ocasiones que el extraño ruido me asustó. También asustó a padre, y nos turnamos para darle agua. Luego empezó a mover la cabeza de un lado para otro y a cantar. Después de aquello, sin que ella mejorara, padre cayó enfermo y empezó a reír y a cantar, y entonces sólo quedé yo para darles agua a los dos, y los dos murieron.

CAPÍTULO CUARTO

Cuando me sacaron del sótano dos hombres –primero bajó sólo uno de ellos a echar un vistazo, pero salió corriendo y llamó al otro–, apenas podía soportar la luz de la calle. Estaba sentado en la acera, guiñando los ojos hacia la luz y hacia un corro de gente apiñada a mi alrededor, pero no demasiado cerca de mí, cuando, fiel a mi carácter de diablillo ansioso, rompí el silencio diciendo:

–¡Tengo hambre y sed!

–¿Sabe que han muerto? –le preguntó uno al otro.

–¿Sabes que tu padre y tu madre han muerto, los dos, de unas fiebres? –me preguntó un tercero, muy serio.

–No sé lo que es estar muerto. Me imaginé lo que significaba cuando el vaso castañeteaba contra sus dientes y el agua se derramaba sobre ellos. Tengo hambre, tengo sed.

Aquello era todo lo que yo tenía que decir.

El corro de gente se ensanchaba de dentro hacia fuera según iba mirando a mi alrededor, y olí a vinagre y a lo que ahora sé que es alcanfor, que habían arrojado a mis pies. Poco después alguien puso una gran olla de vinagre hirviendo en el suelo, a mi lado, y luego todos me observaban horrorizados en silencio mientras comía y bebía lo que me habían traído. Ya sabía por entonces que me tenían pánico, pero no podía evitarlo.

Estaba comiendo y bebiendo todavía, y un murmullo acerca de lo que iban a hacer conmigo a continuación había comenzado a extenderse, cuando oí que una voz cascada decía desde algún punto del corro:

–Mi nombre es Hawkyard, Verity Hawkyard, de West Bromwich.

Entonces, el corro se rompió y un caballero de rostro amarillento y nariz picuda, vestido de gris hasta las polainas, se abrió paso a empujones junto con un policía y un agente de otra clase. Se adelantó hasta la olla de vinagre hirviendo, de la que se roció con cuidado, para luego rociarme a mí copiosamente.

–Este chico tenía un abuelo en Birmingham, que también acaba de morir –dijo el señor Hawkyard.

Me volví hacia quien hablaba, y dije de manera ruda:

–¿Y sus casas?