Cubierta

… un aire tormentoso, el aire natal.

UMBERTO SABA

NOTAS

1.

Tipo de gorro utilizado por militares. (Todas las notas son de la traductora.)

2.

En español: «¡Jamás os llevéis el cuchillo a la boca!».

3.

«Hospicio» es un término que parece incluir connotaciones peyorativas. En realidad, se refiere a la institución religiosa benéfica que se hacía cargo de la primera educación de los niños, a modo de escuela o jardín de infancia; fuesen pobres o no, huérfanos o no.

4.

Ciociaria es una zona rural cercana a Roma, en la región del Lazio. El disfraz de ciociara es de los más típicos de Italia; se trata de un traje de estilo regional, inspirado en la indumentaria que usaban las campesinas.

5.

Se llama así a los empleados modestos y mal pagados que se sacrifican por su monótono e ingrato trabajo. Viene del nombre del protagonista de la novela de Vittorio Bersezio Le miserie d’monssù Travet (1863), que da vida a ese pobre empleado esclavo de su deber.

6.

El olor a ceniza se debe a que la colada se hacía «colando» agua hirviendo por un cernedor con cenizas de carrasca dentro, al pasar a través de la ceniza el agua adquiría las propiedades de la lejía. Por eso, a lavar la ropa se le llama «hacer la colada».

7.

Armario de luna.

8.

¡Qué delgada está usted!

9.

La morra es un juego de manos que consiste en acertar el número de dedos mostrados entre dos jugadores.

10.

Se refiere al nombre que se le daba, sobre todo en la zona toscana, a una moneda de veinte céntimos, un níquel.

11.

Cada uno tenía su propio asiento para utilizar las letrinas, de reciente implantación en las casas.

12.

Frette es una empresa textil italiana conocida por sus lujosas sábanas. Se estableció en 1860 en Grenoble, Francia, pero se mudó a Concorezzo, Italia, en 1865, donde actualmente tiene su sede, en Monza.

13.

Tejido de lino, muy ligero, que se empleaba para hacer manteles y servilletas.

14.

Periódico infantil, con viñetas y cuentos, que se fundó en Florencia en el año 1906 y duró, con la lógica interrupción de la guerra, hasta 1924; posteriormente se llamaban así genéricamente las publicaciones para niños y jóvenes.

15.

La cancioncilla (típica, infantil y popular francesa) hace referencia al juego de azar de la paja más corta.

16.

Italia Turrita es la personificación nacional o alegoría de Italia. La escultura es una dama que porta una corona mural (de ahí lo de turrita, con torres, en italiano) símbolo que procede de la heráldica.

17.

Dejamos la rima en italiano porque incluye la pronunciación especial de Ciota; en castellano sería: «Doctor Vinaj, que come la sopa sin ajo».

18.

En italiano las palabras tienen cierta similitud fonética. «Le Umiliate» y «le mule matte».

19.

Poemilla popular piamontés. En castellano, dice más o menos: «Ahí está el barón de Onea / Por allí tiene un viejo castillo / Su padre viene de Enea / su madre viene de August».

20.

Queso italiano llamado tomino; de cabra, pequeño y sin corteza.

21.

Carta da zucchero se refiere a un tipo de papel grueso, como de estraza, de color azul claro, empleado antiguamente para empaquetar el azúcar. Por extensión, en la actualidad existe el color «azul carta da zucchero» para referirse a un tipo de azul concreto.

22.

«Yo soy el jorobado / llamado Gesolmín, / dueño de mi tienda, / dueño de mi jardín.»

23.

«El boticario vende / veneno abrasador / y tú de mí pretendes / que yo te venda amor.»

24.

Tota es un término del Piamonte con el que se refieren a «señorita». Lo usan para referirse a las señoritas de antes, que lo eran pese a ser ancianas; por lo general solteras, viudas.

25.

«Cuando un día en la montaña», «… a mi viejo padre / ni siquiera le besé la mano.»

26.

El cuerpo de Dame della Croce Rossa nació oficialmente en Roma en el año 1908, por iniciativa de la reina consorte Elena de Montenegro, pero ya antes, en el siglo XIX, existía como un grupo de enfermeras voluntarias que estuvieron presentes en todos los escenarios bélicos o de emergencia donde se las necesitó.

27.

«El General Cardona la ha liado bien, ha metido a tota Magnetti en la Cruz Roja, bom bom bom, al ritmo del cañón.»

28.

«Si quieres ver Trieste / mira una postal.»

29.

Flor.

30.

El Jueves Santo se llama en Italia Giorno dei Sepolcri, día del Sepulcro, de ahí su referencia a lo «verdaderamente sepulcral» de la ermita.

31.

Al verter carburo al agua se produce acetileno y por tanto gas, por lo que a simple vista el agua echa humo.

32.

«… qué te dice, murmurando, el mar.»

PRIMERA PARTE

I

La habitación, pequeña como una celda, estaba pintada de un fiero amarillo; la cama, enorme, de hierro, con unas rayas que trataban de imitar la madera. En el aire, bochornoso, flotaba un desagradable olor a humo. Revoloteaban dos moscas, como las que tiemblan en unos ojos enfermos.

Me había tumbado y trataba de no pensar. El somier, a cada mínimo movimiento, gemía con un sonido de órgano.

De pequeña oí muchas veces criticar los hoteles. Decían que había pulgas. A mí, aquello me parecía una especie de privilegio que tenían los hoteles. En las casas saltaba la alarma si se encontraba una pulga, que apenas vista desaparecía como un duende, y había que buscarla con empeño y aplastarla entre las uñas. Algo horrible que yo observaba con repugnancia.

Los niños pobres, las compañeras de escuela, tenían infinidad de ronchas rojas en el cuello, eran picaduras de pulga. Porque dormían sin sábanas.

También Murò tenía pulgas a veces; pero las pulgas de los perros no atacaban a las personas.

Una vez, papá encontró chinches en un hotel. (Los chinches, más temibles aún que las pulgas, eran una rareza, casi un lujo.) Había levantado la almohada: los chinches, negros, planos, corrían por la sábana. Papá lo contaba despacio, con una precisión fabulosa. Y yo veía los chinches como la imagen lejana, minúscula, de un ejército de guerreros protegidos con sus escudos, en marcha sobre una llanura nevada.

Aunque quizá no fue en un hotel. Quizá fue en el Santuario de Sant’Anna di Vinadio, donde papá era alojado con gran consideración. Tenía derecho a una habitación para él solo, la de la administración; mientras el resto de peregrinos dormían todos juntos.

De aquel lugar, papá nos traía a los niños escapularios. Eran pequeños retales de felpa con imágenes de Santa Ana, atados a un cordón de áspera lana negra. Debían colgarse al cuello, bajo la ropa. Pero nunca llegamos a llevarlos.

Papá no regresaba jamás de un viaje sin un regalo. De Turín nos traía ramilletes de miosotis o de muguete en cucuruchos de papel; de la montaña nos traía flores raras, como la llamada «reina de los Alpes», una flor azul, rígida y de hojas dentadas como un broche.


En Ponte nunca estuve en un hotel; todos los parientes solían alojarse en nuestra casa.

Pero es cierto que, en aquel tiempo, los hoteles empezaron a encontrar su lugar en la forma de vida del pueblo.

El más familiar era el Europa, que ocupaba dos pisos del edificio de nuestra casa; éramos amigos de Lino, dueño del Tre Colombe, que se llamaba así porque él era cazador; luego estaba el Hotel del Giglio, en la Piazza Nuova, que había diseñado papá y era de lujo.

Quizá no era de lujo ni siquiera el Giglio. Una vez leí en una guía que todos los alojamientos de Ponte Stura eran de cuarta categoría.

Me dio pena. ¿Acaso era tan mísero el pueblo donde papá había sido admirado, amado, donde «ellos» habían sido felices, donde «habíamos sido ricos»? Me pareció un desprecio, una humillación. (La pobreza manifiesta del pueblo no me importaba más que la de cualquier otro.)

Lo increíble fue que Ponte Stura continuara existiendo.

Inmediatamente después de irnos, desde la ciudad a la que nos habíamos mudado, miraba hacia las montañas que cercaban el horizonte y pensaba: allí está… pero en realidad lo que quería decir es allí estaba

Respecto a nuestra partida, sólo recuerdo que era otoño y llovía. También que mamá repartía toda suerte de objetos: animales disecados que había encontrado en la casa cuando llegó recién casada, algunos muebles, los cuadros que no vinieron a la nueva vivienda. Quizá regaló también todos mis preciosos tebeos pensando que, puesto que ya iba a pasar a secundaria, no volverían a interesarme.

No recuerdo nada más. Sé que estábamos en guerra, fue el otoño de Caporetto, y se respiraba un aire de derrota.


Nos dábamos cuenta, de pequeñas, de que mamá evitaba hablar de Ponte. Apretaba los labios, como con gesto de desdén. Aquello me entristecía.

Sabíamos que había estado Madrina, y que habían estado «las señoras». (En la ciudad, mamá no recibió más visitas ni frecuentó a más señoras.)

Según nosotros, eran tonterías. Ella no se explicaba. Le parecía, incluso, que en verano Ponte no era fresco, que no había paseos a la sombra.

Pero en uno de sus últimos días, en una tregua de su enfermedad, exclamó súbitamente: «¡Qué felices fuimos!».

La antigua felicidad que mamá había perdido junto con Ponte, cuando era pequeña, yo la percibía sólo por breves instantes, en inesperados relámpagos. Era, creo, como una corriente profunda que alimentaba mis raíces, mientras yo me sentía azotada por conflictos, incertidumbre y miedo. En esos momentos me esforzaba por aislar o recuperar el hilo de los recuerdos.

La singularidad de ese esfuerzo consiste en que pertenece a aquel tiempo. Fue entonces cuando empezó.

Apenas fui capaz de reflexionar, conseguí distinguir un presente y un pasado; en el mismo pasado distinguía dos tiempos; uno comprendía mi primera infancia y la vida de mis padres, tiempos de los que, a retazos, lograba rescatar la memoria; antes se daba otro tiempo aún más vago, los antecedentes: episodios de la infancia y juventud de mis padres. (La historia y los cuentos coinciden en algo que no es temporal, porque no iba ligado a mi existencia ni a la de los míos.)

Esta cronología era amplia, compleja y, además, esquemática, igual que decimos: alto, medio y bajo Imperio.

El sentimiento dominante era el de haber llegado tarde: cuando lo más importante ya había sucedido. El tiempo maravilloso era siempre «el tiempo pasado».


También pertenecían al «tiempo pasado» algunas fiestas que yo trataba de imaginar. Su encanto venía sugerido por la forma en que mamá nombraba los lugares, las personas. Los nombres eran pronunciados por ella con expresión hierática más que nostálgica y, sin embargo, fugazmente, como solía hacer, de forma que aparecían y desaparecían y resultaban mucho más misteriosos.

Papá y mamá fueron en trineo a Festiona. Festiona la recuerdo muy bien: era una aldea al lado del Stura, oculta en el bosque, adonde se iba a recoger setas; estaba algo lejos, no muy conocida, sin ninguna particularidad, sólo que era muy húmeda, como todas las poblaciones que se encuentran cerca de los bosques.

Pero pensando que habían ido hasta allí con un trineo, una tarde de invierno –¿llevaban también cascabeles?– y que regresaron por la noche –¿usaron antorchas?– se convertía en un lugar remoto y fabuloso.

Habían alcanzado el Ponte di Festiona pasando por la carretera nacional. El trayecto no es muy largo cuando se hace en verano. Pero yo lo imaginaba larguísimo y, además, recorrido a velocidad de sueño.

En adelante no volvieron a utilizar el trineo. ¿Por qué no se repitió más aquel viaje?

–El Maestro ha muerto –anunció mamá.

Yo conocía a un maestro, nuestro vecino de casa, pero al Maestro de Festiona no llegué a conocerlo; sólo sabía que tenía barba.

Había comprendido, por cómo hablaba mamá de él, que debía de ser una de esas personas –pocas– que ella admiraba sin reservas. Podía llegar a suponer en él algún matiz de caballerosidad, de originalidad.

Mamá admiraba incluso la muerte del Maestro. Para ella fue un hecho ejemplar; siempre parecía iluminarse cuando lo contaba, como maravillada ante algo simplemente perfecto.

El Maestro era también campesino. Trabajaba en el campo cuando sintió que llegaba su hora. Entonces se sentó en el suelo, se quitó el sombrero, hizo la señal de la cruz y murió.


Casi todos los lugares de Ponte Stura tienen para mí la fascinación del «tiempo pasado».

Papá solía salir de caza por las montañas, cuando yo no había nacido aún, en aquellas famosas expediciones con Gino de Cornalè y otros cazadores. Expediciones que duraban a veces días y de las cuales regresaba con un rebeco como trofeo. Papá continuó, en el futuro, yendo de caza, pero sus excursiones no volvieron a ser hazañas memorables.

Los nombres de aquellas montañas, de sonido extraño y misterioso, como si vinieran de una lengua ignota, acompañaban con su eco aquellas hazañas. Eran el Tinibras, el Nebius, el Ischiator. Evocaban paisajes árticos, desolados y solemnes. Papá hablaba de la caza de alta montaña desde la experiencia de quien ha estado allí; prometió llevarme.

Me llevó una vez cuando era muy pequeña, a través de un desfiladero llamado de la Ortica. Pero las montañas más inmensas se mantenían siempre allí delante, con sus picos colosales ante nosotros. Y no sólo para mí resultaban inalcanzables; ya nadie solía atravesarlos.


¿Y las verbenas? Siempre había verbenas: como la de la Perosa, o la de Fedio. Cada año, en septiembre. Entonces, mamá hacía aquel gesto de fastidio, papá no decía que no, pero luego tenía mucho que hacer, y al final nunca íbamos.

¡Sólo una vez! La vez que el señor Termignon elevó un globo por encima de la pradera de Perosa: un balón de papel con forma de globo aerostático, que ascendía impulsado por una llama.

¿Y las meriendas en el Castello? Papá fotografió al grupo con el mantel extendido en la hierba. Detrás, de pie, estaban las sirvientas.

También aparecen los niños. Felicino vestido de niña. Con el gorrito de largos encajes, en brazos de su madre, manifestaba ya un aire de suficiencia muy cómico en un niño tan pequeño. En la fotografía vemos también a los padres de Idina; el padre con la caña bajo el brazo y un hombro más alto que el otro, los ojos entornados por la luz como quien vive siempre a oscuras. De hecho, yo nunca lo vi fuera de la farmacia; todo lo más en los soportales, sentado en el parapeto de profundo arco alto del lado de la calle, jugando a las damas.

Tengo la sospecha de que esa excursión al Castello fue cuando yo ya existía (quizá aún en mi cuna).


El «tiempo pasado», libre de remordimientos, fue aquél.

Mi madre, recién casada, fue recibida en la Piazza Valloria, justo delante de casa, por la banda de música municipal. Es fácil imaginar que mi madre se sintió incómoda pero que sonrió por amabilidad.

Aquélla fue su época más secreta para mí; sólo mucho tiempo después, tras su muerte, he aprendido a considerarla como parte esencial de ella.

Pero en Ponte Stura he querido encontrarme sólo con mi madre de entonces, olvidando el final. He tratado de evitar recordar, siempre que he podido, que mi madre ya no está.

También es cierto que ella, hacia el final, había vuelto a parecerse mucho a aquella muchacha de Ponte: pálida y sutil, con la sonrisa algo orgullosa, esquiva (para los demás), tierna e irónica (para nosotros).

Para papá, el valle era en cierta manera su lugar natal. Fue entregado al nacer a una nodriza en Rialpo, una aldea de montaña a una hora de Ponte; y allí se quedó hasta los seis años. El misterio de aquella larga estancia, no nos causó mayor interés de pequeñas, de manera que nunca supimos el motivo.

Papá quería mucho a su ama de cría; ya de vieja vino a verlo algunas veces a Ponte. En la fotografía que mi padre le hizo, de pie junto a la escalera exterior de madera de su casa de Rialpo, la pequeña mujer, con sus manos cruzadas sobre el estómago, era modesta y solemne como los santos antiguos.

Ya había muerto cuando mis padres se casaron, y mi madre supo de ella a través de Madrina.

La nodriza salía de Rialpo e iba hasta Ponte para ver a mi padre. Lo buscaba en la plaza, o en el Ayuntamiento, y lo miraba de lejos sin hacerse notar: para no molestarlo. Después se volvía a su pueblo sin haberle hablado, feliz.

Tanta humildad fascinaba a mi madre.


De pequeñas todo lo que supimos de la historia de su amor fue que papá, mientras todavía iba al instituto, hacía prácticas en el taller del abuelo, y algunas tardes le pedían que llevase de paseo, por la muralla, a mi madre, que era pequeña (papá tenía quince años más que ella). Papá decía que fue entonces cuando decidió que se casarían.

Esta cuestión nos dejaba indiferentes, y cuando le preguntábamos a mamá, apretaba los labios.

Pero una vez mamá confesó algo sorprendente.

En el comedor había colgado un enorme cuadro en el que unos pescadores lanzaban las redes; llevaban los pantalones remangados hasta la rodilla y en la cabeza sombreros rojos y negros; al fondo humeaba el Vesubio. Toda la escena era plomiza. Aquel cuadro era un regalo de boda; no tenía mucha calidad como pintura, pero a mi madre le gustaba porque le recordaba a Nápoles, adonde había ido de viaje con papá.

Mirando hacia el cuadro, mi madre contó no recuerdo a quién, pero fue en Ponte (en la otra casa el cuadro ya no estaba), que ella «se había enamorado de papá» en Posillipo.

¿Cómo podía ser posible? ¿Se había enamorado después de casarse? Estaba acostumbrada a las fábulas y a las historias en las que los amores difíciles acababan en boda. El amor de las fábulas, abstracto y frío pero también funesto y arrollador, no me aclaraba nada acerca de las emociones que lo acompañan.

Mamá añadió que fue porque (que se enamorase por un motivo concreto era otra cosa inaudita) papá se olvidaba de comer –estaban en un restaurante– mirando el mar y los pescadores que faenaban con las redes.

La imagen de papá absorto mirando con aire meditativo, grave, me era muy familiar: lo había visto contemplar así los cuadros, las montañas; había comprendido también que, puesto que para mi madre la belleza era algo primordial, quien fuese capaz de apreciarla le sería siempre alguien querido.

Ella no amaba las «cosas bellas»; admiraba los momentos fugaces de la naturaleza. La contemplación de mi madre era muy diferente a la de mi padre: era rápida. Después, se mostraba feliz. Y bajaba los ojos como si hubiese visto algo que los demás no veían.

II

Salgo a la calle frente al hotel y respiro profundamente. El aire es suficiente. Es mi aire.

En ningún otro valle cercano o lejano existe este aire. Lo reconozco por su aroma leve a leche, a estiércol, a hierbas silvestres. Pero no es un verdadero olor hasta tiempo después.

No he agotado nunca mi necesidad de aquel aire. Lo recuerdo pasado el tiempo y me nutre. Me atormenta también: por alguna razón incomprensible y quizá terrible. Ese aire es para mí el pasado: todo lo ocurrido. Para mí los representa también a «ellos». Y en ellos estoy incluida yo. La conciencia de ellos y de mí, que no estuvo diferenciada entonces y mucho menos lo está ahora.


El edificio largo y blanco a continuación del hotel era el Colegio de la Inmaculada. Todos los días, mamá me acompañaba a la ida y después venía a recogerme. Puesto que entonces no tenía que hacer el camino sola, el colegio no me parecía que estuviera lejos, como sí me lo pareció tiempo después.

En el Giovedí, la gacetilla que circulaba cuando mamá era pequeña (las gacetas se encontraban todas recogidas en un grueso volumen encuadernado), aparecía un largo relato por entregas titulado «Cuando iba al colegio». Las gacetillas estaban amarillentas, y aquél era el mismo color del patio del colegio. No había leído el relato, pero me sabía de memoria las ilustraciones. Sentía mucha lástima del chico del quepis1 (pertenecía a su uniforme del Colegio de Moncalieri). En una viñeta había apoyado un brazo en la tapia del recreo y, con la cabeza refugiada en él, lloraba.

El tío Andrea, de pequeño, fue golpeado hasta sangrar en el colegio. Mamá decía que cuando se cruzaba con el cura pálido y ceremonioso (¡fue él quien le pegó!) sentía ansias de rebelión.

Ella también fue a un internado, en Turín. Pero ella fue voluntariamente: en su casa, su madre había muerto.

El colegio de mamá estaba más allá del Po, y sus inmediaciones ocupaban toda una colina. Los estudiantes paseaban por las largas pérgolas y jugaban al croquet. Era un colegio de monjas francés. Jamais le couteau à la bouche!2, nos reñía mamá en la mesa, imitando a la madre Mathilde.

También algunos alumnos del colegio de la Inmaculada eran huérfanos; pero eran pobres y los llamaban «protegidos».

Las hermanas vestían igual que las del Hospicio3, pero no resultaban tan cordiales; tenían un aire severo, distante.

Yo sabía que era un privilegio ir al Inmaculada: todos los demás niños iban al Hospicio.

Incluso mi hermana pequeña, a quien llamábamos «la hermanita», asistió a clases en el Hospicio.

Yo sabía que todo lo que mis padres hacían por mí era singular e importante. No porque ellos lo manifestaran. Por lo demás, siempre noté que, en general, a mi madre le gustaba evitar los lugares a los que iba todo el mundo y hacer lo que hacía todo el mundo.


Era invierno, todo estaba sepultado bajo la nieve. Mamá iba vestida de oscuro y llevaba un sombrero de pelo y un manguito. Se parecía, con aquel traje, a las patinadoras de los catálogos de moda. Su mano enguantada era cálida.

Mamá era silenciosa, sonreía con sus ojos oscuros y brillantes.

Me soltaba de su mano y subía los pocos escalones con la impresión de ir a perderme. Sabía que ella me miraba, pero no me volvía.

Dentro de la clase había una presencia que no derretía el hielo, pero que absorbía toda mi atención: mi maestra. Se llamaba Sor Nazzarena. Era alta, o al menos así me lo parecía, y tenía el rostro oval. Mamá decía que era muy guapa, y que su nombre le sonaba. Así fue como mi madre me sugirió el motivo de mi admiración. También los ejercicios de escritura propuestos por Sor Nazzarena tenían una perfección que parecía emanar de ella. Trataba de imitar sus trazos inclinados, ondulados, ligeros; mi incapacidad me hacía sufrir.

Las demás maestras, a excepción de la tercera, que fue un caso aparte, no me produjeron ninguna fascinación. No es que lo pensase entonces. No olvidé nunca a Sor Nazzarena y mi madre me acompañó algunas veces a visitarla. Debía de ser tímida, pues apenas hablaba, sonreía insegura; y de sus manos recibía una estampita.

Hasta la maestra de tercero no volví a sentir esa sensación mística de admiración; ahora ya tengo experiencia yo misma en atracciones y, en cierto sentido, en pasiones.


Mi madre había intuido mi culto silencioso y supo respetarlo.

También aquello fue un privilegio que no se repitió con la hermanita. Ella admiró a su vez a una hermana del Hospicio, pero la cosa nos pareció ridícula y en casa nos reíamos. ¿Una crueldad? La hermanita fue tratada de forma totalmente diferente a mí; pero no en el sentido de una mayor severidad. Ella misma reclamaba otras formas: más alegres, más ligeras.

A veces me avergonzaba de ella. Me provocaba fastidio, no eran celos, estaba claro que no la tomaban en serio. Para mí contrataron a una niñera en casa, y después a una gobernanta; la hermanita fue enviada con una niñera al campo: por ella no se hicieron cosas excepcionales.

En las tardes de invierno, si hacía sol, íbamos a ver a la hermanita. El camino era una pista de nieve resbaladiza donde se hundían los pies. Alguien me llevaba de la mano. Encontrábamos a la hermanita en el corral cubierto, ovillada en un butacón rústico, reseca por el sol. Nos envolvía un olor a leche y a establos. A mamá le preocupaban las moscas.

En aquellos momentos, la hermanita me repugnaba ya un poco, por aquel mismo olor a nido y a corral; no sabía que regresaría a casa.

Cuando volvió, vimos cuán pacífica era, pero a mí me parece que sufría por nuestro silencio turbador. Yo solía «hablar sola» y mi madre me dejaba hacer, no me interrumpía.

La hermanita tenía una muñeca de trapo vestida de tirolesa; la cogía en brazos y la sacudía canturreando sin parar: gui-go, gui-go. Todos encontraban graciosa aquella cantinela.

Cuando la hermanita empezó a ir al Hospicio nos contaba muchas cosas de allí. Todo era importante: la papelera y el huevo y los caramelos que le daba la directora.

La hermana preferida de la hermanita no era guapa; tenía la cara pálida, lisa, y ella la había bautizado como «la Maestra Plana». A mí me daba vergüenza aquel nombre, me resultaba indecente.

De hecho, la hermanita misma me parecía indecente, porque estaba gorda. Me di cuenta entonces de que yo era muy delgada. Mi madre sufría por mí porque no quería comer. La hermanita «comía de todo». A mí sólo me gustaban las patatas fritas. Odiaba la leche. A la hermanita le gustaba la leche, incluso la asquerosa «piel de la leche».

Todos querían darle besos. Ella se dejaba sentar en las rodillas y besar. En mi opinión no tenía dignidad.

A mí los besos me daban asco, porque me dejaban la cara húmeda; o rascaban. En esto, mamá y yo éramos iguales: ella tampoco soportaba los besos.

Todos admiraban «los ojazos» de la hermanita. Ella los abría tranquila, y miraba de frente a las personas. Yo normalmente solía mirar hacia otro lado. Distraída. Sobre todo por fastidio. Y evitaba en concreto mirar a la cara a la gente si ellos me miraban. Sentía inquietud por ese exceso de intimidad, incluso miedo: los rostros eran muy angulosos, llenos de bultos, pelos, manchas. Sólo me gustaba mirar a las personas bellas, que pertenecían a otra especie, como las ilustraciones de los libros.

No quería que me escrutasen. Quizá porque solía estar callada, siempre parecía pensativa.

–Es muy observadora –dijo el señor Termignon. Fue una ocurrencia célebre, recordada luego año tras año. El señor Termignon, hermano de aquel que elevó el globo en la verbena de la Perosa, era hojalatero y literato. Lo recuerdo, alto y calvo, declamando poesía.

No llegué a saber bien qué entendía de los versos; pero siempre interpreté su interés como un signo de solidaridad por su parte. El señor Termignon sufría por no haber podido estudiar, y tenía cierta empatía fraterna por los caracteres «contemplativos».

A mí me preocupaba lo de ser tomada en serio. A las dos hermanas nos peinaban al estilo «paje», como se llevaba entonces. La hermanita mantenía un precioso flequillo liso, mientras que el mío siempre estaba descompuesto. Llegaba un momento en que mis cabellos no se quedaban en su lugar. Era, solían decir, como la «rueda de la fortuna»; pero yo sabía que era para consolarme. Me irritaba mucho que me compadecieran: ¿qué me importaba a mí el flequillo?

La hermanita divertía a todos con su ingenuidad. Yo sentía vergüenza ajena de ella, y hubiera querido hacerla callar.

Le preguntaron qué era la guerra –es decir, la Gran Guerra– y ella respondió que una enorme barra de hierro. Tiempo después se lo recordé a mi hermana; riendo, ella añadió que en aquel momento se imaginaba la barra de hierro en una silla sobre una montaña.

Le dijeron que en la escuela la bedela ponía la tinta en los tinteros; la hermanita creía que «bedela» era un pájaro, que metía la tinta con el pico en los tinteros. Me dejaba atónita su capacidad de imaginar cosas semejantes, pero no la apreciaba, la juzgaba irracional.

La hermanita personificaba todo aquello que yo detestaba: la condescendencia, la credulidad. No la maltrataba, por supuesto, pero me despertaba un instinto de corromperla. Una vez la cogí de la mano y le sugerí robar dulces de una caja que mamá guardaba en un armario. Yo en absoluto era golosa, pero recuerdo, sin embargo, la sutil satisfacción malvada de inducir a un inocente a hacer algo prohibido.

Fue con la llegada de la hermanita cuando descubrí que yo podía ser malvada. Lo cual fue motivo de remordimiento e incluso de temor, puesto que mi instinto me parecía irremediable.

No era, pues, verdaderamente, remordimiento, aquello que me sobrevenía, era piedad. Y no sólo debido a mi propia animadversión. Me daba cuenta de que con todo eso de considerar graciosa a la hermanita los adultos la veían casi como un animalillo; y que su docilidad la dejaba a merced de los demás.

Sentía piedad, en secreto, por muchos seres: por los viejos, por los pobres. Por los perros y los niños golpeados, incluso por las flores cortadas; pero la piedad por un ser tan cercano me resultaba casi insoportable. Mi intolerancia nacía también de aquella rebelión.


Piazza Nuova: igual que siempre, vacía. A ambos lados la cierran todavía las antiguas hileras de castaños.

El nombre de la plaza, ahora, es el de un partisano; pero la historia, «lo que sucedió después», para mí no existe en Ponte. Ponte para mí está detenido. Como el hombrecillo del fondo, al final de la plaza.

También entonces un hombrecillo idéntico se paraba allí, casi «posando» ante aquella casa alta (durante un tiempo tenía una inscripción: PALESTRA GINNASTICA, pertenecía al cuartel). Yo lo había visto siempre así, de lejos. No quería que desapareciera cuando alguien pasaba por delante, pero pasaban igual. Incluso en las viejas postales aquel hombrecillo aparecía siempre en el mismo lugar.

Según parece, Ponte Stura se mantiene a su vez inmóvil. ¿También lo estaba entonces? Quizá por eso, porque las cosas no permanecen inmóviles sin perder la vida, Ponte Stura sigue muriendo lentamente.

Pero a mí me consuela. Y pienso que es en esa inmutabilidad en lo que consiste su «verdadera» existencia: la mía.