GRATITUD

Con las publicaciones que acogieron estos textos durante más de treinta años y sus responsables.

Con los cubanos y cubanas que han compartido o confrontado estas ideas todo este tiempo.

Con mi familia a un lado y otro del Atlántico.

Con Paca Flores y el equipo de Periférica, por su compromiso.

Con Carina Pons y la Agencia Balcells, por su apoyo y paciencia.

Con Paula Canal, por su lectura y revisión.

Y con Eva, por todo.

MÁS ACÁ DEL BIEN Y DEL MAL 1990-1991

I

Esto empieza en la prórroga de la Guerra Fría y con los cubanos en el centro del conflicto.

Esto empieza con la envejecida Nueva Izquierda invocando los años sesenta para demostrar la pertinencia de una vía cubana en solitario, más acá del Bloque Soviético, y con la joven Nueva Derecha revocando esa década para enfatizar su victoria más allá del Comunismo.

Más acá del Bien y del Mal…

A la altura de 1989, la vieja guardia revolucionaria regresa a los sesenta para recuperar la grandeza cubana.

A la altura de 1989, la nueva guardia conservadora regresa a los sesenta para fustigar la decadencia norteamericana.

II

Esto empieza con Reagan y Bush I proclamando su victoria sobre el Comunismo y con Estados Unidos sacudido por una catarsis que conviene atajar lo más pronto posible.

Para Daniel Bell, las exageraciones modernas habían invertido el famoso emblema del siglo XVIII: vicios privados, virtudes públicas. «El más brillante de los conservadores», según Habermas, estaba persuadido entonces de que, gracias a los años sesenta del siglo XX, en Estados Unidos los vicios se habían vuelto públicos, y las virtudes –acorraladas por el modo de vida cultural– privadas.

A partir de esta convicción, tanto Bell como los Kramer, Podhoretz, Kirpatrick, Novak, Showell y otros think tanks neoconservadores consiguieron armar la estrategia cultural del neoliberalismo. Para ellos, si el pudor social había llevado a disfrazar el capitalismo bajo el Estado de Bienestar, ahora había llegado el momento de exhibirlo sin complejos: de enfatizar, sin miramientos, que su problema no consistía en el fracaso del sistema sino en su «éxito avasallador». Y si los sesenta habían colocado la incertidumbre en la agenda nacional, tocaba ahora desterrar cualquier duda sin contemplaciones. A tal efecto, la Nueva Derecha tuvo a bien reconstruir la genealogía de la tradición conservadora, recuperando el aura perdida de las élites, desempolvando a Adam Smith o evocando los años dorados de Philadelphia.

Por si faltaran pertrechos, ahí estaba Reagan para confirmar que el liderazgo era imprescindible; Milton Friedman para consignar que el mercado era insuperable, y el mismo Bell para argumentar que el retorno de la ética protestante era inevitable.

Todos coincidían en el impacto nocivo del hedonismo en la competencia capitalista. Y entre todos abonaron el surco autoritario de esa «revolución neoconservadora» que lo mismo aupó a Jesse Helms y su Mayoría Moral contra los peligros internos, que a Chuck Norris y su minoría letal contra los enemigos externos.

Los neoconservadores añoraban una cultura imperial que se había descarriado, así que la hecatombe del Comunismo les sirvió en bandeja el regreso de la grandeza perdida. Un retorno que les permitiría, de paso, adaptar la vieja Doctrina Monroe de 1823 –que impedía la intervención de las potencias europeas en los asuntos internos de los países del hemisferio americano– a la estrenada era global.

Esta vez, no sólo América, sino el mundo entero, sería «para los americanos».

III

Con esa música han bailado los cubanos desde 1959. En el núcleo mismo –y no en la periferia– de una constante de la Guerra Fría que les ha condenado a vivir en un antiproyecto. De modo que, una vez desplomado el Muro de Berlín, las élites de la isla también se vieron obligadas a recomponer su arsenal simbólico para sobrevivir al Imperio Amigo y para enfrentar en soledad al Imperio Enemigo. Para eso, nada mejor que reforzar la conexión entre Identidad Nacional y Antimperialismo. O resucitar, en el mundo postsoviético, el halo primigenio de una revolución que alguna vez había sido joven, original y también –no sobra recordarlo a las almas coloniales– occidental.

Ese empeño estaba anclado en una verdad irrefutable: la corta marcha de Cuba por la historia casi siempre se había producido a contrapié. Si a finales del siglo XIX la isla alcanzó su independencia con un retraso de varias décadas respecto a la mayoría de colonias españolas, a mediados del siglo XX, por el contrario, plantó la primera revolución socialista del hemisferio. Y si en 1989 se desplomaba el Imperio Soviético con aquella galaxia de «países hermanos» a nueve mil kilómetros de distancia, Cuba conseguía sobrevivirlo como un país comunista más allá del Bloque hundido.

¿Cuál fue el argumento para justificar la persistencia del mismo régimen, en compañía de China, Corea del Norte o Vietnam? Precisamente, esa historia excepcional con indicios suficientes para demostrar que el país nunca había sido un satélite más de la galaxia soviética. En el siglo XIX, los pensadores cubanos se habían ocupado de enfatizar que Cuba no era Cipango ni Albión ni Sicilia. Ahora, avanzando hacia el siglo XXI, tocaba dejar claro que tampoco era Bulgaria ni Rumanía ni Albania.

Por si las moscas, Fidel Castro ya había montado su tienda de campaña en las afueras de la Perestroika. Le llamó Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas, y desde esa esquina reforzó la estatización de la economía, resucitó a un Che Guevara semienterrado en la etapa pro-soviética o, ya metidos en asuntos doctrinarios, sustituyó el idioma ruso por el inglés y el comunismo científico por asignaturas que redoblaran la autenticidad del modelo cubano. En esa cuerda, incluso fueron declaradas subversivas unas publicaciones que hasta entonces habían operado como revistas balsámicas del socialismo (Sputnik o Novedades de Moscú, pongamos por caso).

En la Cuba solitaria y desconectada del mundo que sobrevivió a la caída del Comunismo, el éxtasis de la excepcionalidad alcanzó sus máximas cotas. Por eso regresaron al primer plano los intelectuales nacionalistas; fueran católicos –Cintio Vitier– o guevaristas –Fernando Martínez Heredia y otros miembros de la revista Pensamiento Crítico–, sospechosos ambos en épocas estalinistas. Unos y otros se dieron a la tarea de refrendar la tradición cubana a base de amalgamar los conceptos de Identidad, Patria y Revolución. Todo un ejercicio de fortificación cultural opuesto al mundo global, poscomunista y multipolar que se levantaba amenazante al otro lado del mar.

Esfumada la ayuda soviética, todavía sin el apogeo de China, mantenido el conflicto con Estados Unidos (Exilio, Embargo o Base Naval de Guantánamo incluidos), y con los Estados Bolivarianos todavía nonatos, los años noventa remarcaron en Cuba un pathos exclusivo –y excluyente– que esquinó cualquier saber contrapuesto a esa línea oficial.

También ofreció soporte teórico a la permanencia de los mismos en el poder bajo circunstancias distintas. Porque, a fin de cuentas, no es de filosofía, sino de poder, de lo que estamos hablando. Al punto de que, en esos años, me dio por explicar el discurso nacional de la Revolución cubana con la figura de un émbolo: el espacio que liberaba hacia fuera, acababa comprimiendo hacia dentro. Y el derecho a la diversidad que reclamaba a escala mundial no solía cumplirlo a escala nacional.

Para la lógica oficial de entonces, lo distinto –con respecto al mundo– era revolucionario. Y lo distinto –con respecto a sí misma– era contrarrevolucionario. Según el caso y la acusación, también globalizante, pro-imperialista, posmoderno, neoconservador o diversionista (sé de alguno que cumplía todos estos requisitos a la vez).

Reforzándolo todo, persistía la confrontación con Estados Unidos. Sin esa tensión no es posible calibrar la dimensión simbólica de Cuba: la imagen del Estado pequeño contra el Gran Imperio. Ha sido ese conflicto, más que el modelo político interno, el fuego que ha alimentado la singularidad cubana, aun en los momentos más críticos o increíbles de su discurso. El aliciente principal que ha sostenido la continuidad del imaginario seminal de la Revolución, incluso mucho después de que ésta se institucionalizara como un Estado comunista.

Si la historia interna nos decía que habíamos sido excepcionales por tradición, Estados Unidos nos había convertido en excepcionales por obligación. De modo que si en Cuba no había elecciones plurales o se prohibía a los Beatles, se cortaban las melenas o se censuraba el posestructuralismo, el gobierno no cambiaba o teníamos aliados pintorescos, fue por una causa muy clara: el poderoso enemigo de enfrente.

IV

¿Algo qué hacer entre las líneas duras que se levantaban, irreconciliables, a cada lado de la corriente del Golfo? A través de todos sus ensayos, ése es el territorio que escudriña este libro. Esa zona que no encontraremos en los anales de las Grandes Causas, sino en los ámbitos casi domésticos de las pequeñas consecuencias. Esas escalas en las que la cultura cumple modestamente su cometido y pone a los poderes oficiales –en cualquiera de sus esquinas– bajo sospecha.

En esa línea, aparece el desafío de la nueva cultura protagonizada por los hijos de la Revolución, aquel Hombre Nuevo prefijado por el Che, que en medio del recrudecimiento de la Guerra Fría decidió experimentar su glasnost particular.

A la altura de 1990, operaban en Cuba distintos proyectos que revelaban esa irrupción sorpresiva. Y, ciertamente, el diferendo macro-político entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos no ayudaba demasiado. Tal como sucedería años más tarde con artistas de los países del Eje del Mal acotado por Bush II, en los tiempos de Bush I uno siempre quedaba expuesto a ser aplastado entre dos dogmatismos.

Aun así, correspondió a esos nuevos intelectuales la reinscripción del país en la cultura occidental después de años de modelo soviético –evidente o encubierto–, algo facilitado por el hecho de que el comunismo en la Europa del Este pasara a mejor vida.

El problema es que el gobierno cubano no estaba preparado para esta avalancha, cuyos contenidos (ideológicos, estéticos, políticos) tensaban el fundamento de su política cultural: «Con la Revolución todo, contra la Revolución nada».

Pese a todo, la entrada en escena de la generación del babyboom desatado por esa propia Revolución fue inevitable. «Los hijos de la Utopía», como les llamó Osvaldo Sánchez, los únicos que sólo habían conocido, en exclusiva, la experiencia socialista. Ellos no serían, como predijo Alejo Carpentier de su generación en los años 30, «los clásicos de un mundo nuevo», pero sí fueron la máxima demostración del envejecimiento del modelo cubano.

Y es que, pese al embargo norteamericano y al derrumbe del Bloque Comunista –explicaciones habituales a las catástrofes insulares–, es en la ruptura protagonizada por este movimiento donde se descifra el sentido irrevocable de la posterior crisis cubana. En el hecho de que los hijos del socialismo encontraran un buen día que la Revolución se había convertido en el Estado, que El Enemigo, con mayúscula, también servía (como en el cuento del lobo) para que una jerarquía autoritaria aplastara el menor intento de cambiar desde dentro, que la ideología adquiriera rango de mercancía fundamental (y fundamentalista) del sistema, que cualquier familia cubana viviera desarraigada; con un doctor en Moscú (aunque no fuera Zhivago), un mártir en África, un pariente perdido en Miami y, como la más perfecta metáfora de su existencia, un balsero a la deriva en la corriente del Golfo.

El cambio más notable, y el más temido, provino de las artes plásticas. Desde allí, se impusieron modas, liderazgos y una perspicacia inédita a la hora de comunicar los mensajes culturales. Así, cuando el grupo Arte-Calle inundaba de grafitis la ciudad para anunciar «El concierto va», no apostaba por la consumación del espectáculo, sino por el espectáculo mismo de la no-consumación. No encaminaba su mensaje a la complacencia de sus seguidores, sino a su insaciabilidad.

A diferencia de la catarsis atajada por los neoconservadores con la que empieza este capítulo, cuando tiene lugar el derribo del Muro de Berlín no encontramos en Cuba una disolución de la cultura en la política (queja habitual de los nuevos censores en Estados Unidos). Más bien, al contrario, fueron los usos prácticos y retóricos del mundo político los que colonizaron el movimiento cultural, tanto como a otras esferas de la sociedad. Fuera por la vía trascendental de los sesenta, o por la reproducción laudatoria del modelo soviético efectuada en los setenta, lo cierto es que los años posteriores continuaron una cultura atosigada por el mismo universo transpolítico.

¿Conseguiríamos, alguna vez, el desmontaje efectivo de uno y otro mundo?

Ésta era, en buena medida, la pregunta de los intelectuales y artistas emergentes en los finales del siglo XX cubano. Si la cultura cubana arribaría, por vía institucional, a una síntesis democrática que asumiera la pluralidad o si cada uno armaría su propia expedición hasta la disolución definitiva.

Tal vez fuera demasiado pronto para abandonar el socialismo, pero demasiado tarde para regresar a la Revolución.

UN, DOS, TRES, ENSAYANDO… 2010

Non-fiction es la palabra anglosajona que intenta calificar a todo lo que no proviene de la ficción narrativa y, por lo general, está más cerca del ensayo, incluso de la teoría. Esta definición en negativo, con ese «No» por delante que lo tritura todo, siempre me ha resultado molesta. En ella –y sobre todo en las prácticas académicas que despliega– hay algo de esa vanidad admonitoria de quien está en posesión de La Verdad (de Toda la Verdad y Nada Más que la Verdad).

Desde mi parcialísimo punto de vista, Non-fiction es status y parcela: acotación del campo en el campus. Una compuerta en el desbordamiento y, asimismo, el stand de una feria en la que coinciden la industria editorial, la academia universitaria y los suplementos culturales.

Non-fiction es el muro contra el que, de vez en cuando, cualquier lector de Montaigne está obligado a chocar.

Tampoco es cuestión de concederle mayor heroísmo al asunto. Ni de pedir cuartel allí donde uno ni es bien recibido ni, digámoslo todo, califica para optar a medalla. A fin de cuentas, la clasificación de marras no es la más compleja de las barreras que enfrenta el ensayo. En mi caso, aunque muchas veces me ha resultado irritante, ni siquiera puedo decir que fuera el primer cabezazo –ni el más fuerte– de mi temprana vocación.

Tiro de recuerdo y puedo verme en el momento seminal de esta fricción. En la playa donde me crie, a unos veinte kilómetros de La Habana. Se llamaba, y aún se llama (y aún está allí, aunque no del todo en pie) Baracoa. Tiene el mismo nombre que la primera villa fundada por Diego Velázquez en el otro extremo de Cuba, aunque no debe ser confundida con ésta.

«Mi» Baracoa, entre otros avatares de su infrahistoria, una vez tuvo su orquesta: Los Hermanos Silva. La banda estaba integrada básicamente por pescadores u obreros textiles, y su apogeo, esto es un decir, podemos situarlo en las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XX.

A Los Hermanos Silva los distinguían dos características: tocar borrachos y no saber parar (siempre había un redoble de más que obligaba a empezar otra vez el estribillo, lo que les convertía en involuntarios especialistas de «versiones largas»). Pero Los Hermanos Silva divertían a la gente y, sobre todo, se divertían ellos mismos con sus rocambolescas galas. Cuando el declive etílico era irreversible, se podía percibir tanto por la radicalización del caos armónico como por el hecho de que la orquesta atacaba, invariablemente, «Componte canallón».

Al final, entre muertes y otros menesteres, la orquesta se disolvió y quedó apenas como un recuerdo que los viejos entonaban sobre sus buenos tiempos (que también incluían bailes con artistas «de verdad»: desde una estrella local como Yiyo Gómez hasta un monstruo de escala global como Benny Moré). A veces, los supervivientes improvisaban un trío o un cuarteto en algún portal (ese remanente fue lo que yo pude presenciar), pero lo que sonaba era tan estrambótico que tan sólo su hit dipsómano era vagamente reconocible.

Entre ellos, un personaje mal encarado y hosco llamado Linao. Este hombre jamás asimiló la vida posterior a 1959, al extremo de que la Revolución, que lo cambió casi todo, no consiguió cambiarlo a él. Su inadaptación, una forma socarrona de protesta, incluía primero que todo su atuendo. Toda su ropa, incluidos los calzoncillos, era «de antes». Aún lo veo, de blanco integral: bigote extrafino, pantalones de batahola, brillantina abundante, calzoncillo de boxeador a la vista y, por debajo de la camisa almidonada, una camiseta de ribetes dorados conocida como «guapita». Todo rematado con una desproporcionada cadena de oro y su correspondiente medallón de la Caridad del Cobre a la altura del pecho. (Con su vestuario, Diddy Combs podría expandir hoy mismo una línea de moda hiphopera que arrasaría All Around The World.) Un día, era la época en que abandonaba la adolescencia, se me ocurrió sacar ante el tal Linao la palabra mágica: «Ensayo».

Así que le pregunté dónde ensayaba la orquesta, a qué hora, cómo montaban el repertorio. Ante tales preguntas, todas inocentes, este hombre reaccionó con tal violencia que puso en peligro mi integridad física. Aplacados los ánimos, al fin consiguió mascullar la causa de su ira: «La orquesta de Los Hermanos Silva no ensayaba nunca». Aún no había escrito ningún ensayo y ya sabía que la mía podía ser una vocación ofensiva.

Años más tarde, vinieron otros desencuentros de mayor calado. No abundaré ahora sobre aquellos conflictos. Sólo comentaré que, gracias a ellos, tuve un segundo aprendizaje: además de ofensivo, el ensayo podía ser «desviado», según la norma enhiesta de los santos guardianes de los fundamentos estalinistas. Así que me fui con mis ensayos a otra parte, si bien mis problemas «cubanos» con la curvatura del ensayo no acabaron con los ortodoxos de la isla. «Afuera» tampoco me faltó mi dosis de calvinismo tropical. Si Allá los textos podían ser «desviados», resulta que Acá podían ser «torcidos».

Tercer aprendizaje: según el patriotismo ensayístico, da igual la ideología que lo anime, para que un ensayo se califique como cubano tiene que ser, ante todo, «recto». (Un fiel representante del pensamiento-estaca.) Es así porque los paisanos consideran que el ensayo tiene problemas ideológicos. Cuando en realidad el ensayo no tiene ningún problema ideológico: es, todo él, un problema ideológico.

Y en esas cuestiones tropicales estaba yo cuando Non-fiction entró –más bien, no entró– en mi vida…

Siempre quedará el estandarte infantil de que uno tampoco entró en Non-fiction.

Siempre nos quedará Montaigne.

Y el consuelo de que el inventor del ensayo moderno difícilmente encajaría en esta clasificación: ¿Cómo suprimir de la ficción a un hombre cuya ensayística está construida sobre la base de enlazar un relato con otro? Montaigne, que era Montaigne, estaría obligado a pulirse algunas de sus mejores frases para conseguir la bienvenida en el Non Fiction Club. Ésta, por ejemplo: «Ensayar es pintarse uno mismo».

Tal vez deba advertir que, como lector omnívoro, suelo deglutir bastante bibliografía asumida como Non-fiction. Hubo un tiempo en que, por otra parte, no tenía más remedio, dado que hacía la crítica de ensayo para el suplemento cultural de un diario. Así que, quizá por saturación, mi consumo de este tipo de textos ha sido menguante. Eso no me ha quitado del todo la curiosidad hacia ese ámbito (hace muy poco el amigo Jorge Brioso se dio a la tarea de intentar reiniciarme en las corrientes contra el «ensayismo» de la actual academia norteamericana).

Pero yo sigo pensando el ensayo en su aserción teatral, como una aproximación previa e imperfecta a una realidad que no está constituida del todo. (No es todavía la función real.)

Los deportistas suelen recordar con emoción lo que eran capaces de hacer en un entrenamiento. Los Beatles, que eran los Beatles, se impusieron el deber de grabar todos sus ensayos.

Así, ensayar no es siquiera un oficio, ni es del todo un género literario. Hay mucho en él de actitud. Incluye el boceto, el borrador, el plano. El entrenamiento en el campo y el experimento en el laboratorio.

Afinar el piano y afilar la navaja…

POR UNA CONTRACULTURA COMPARADA 1988-2015

Algún museo de este mundo tendría que atreverse con una exposición del underground bajo el comunismo. Una contracultura comparada, capaz de explorar las zonas alternativas que habitaron el subsuelo de aquel sistema conjugado en futuro y aclamado por millones de personas como destino final de la humanidad.

Sería un proyecto capaz de relacionar a Eduard Limónov con Reinaldo Arenas. A aquel soviético extremo nacido en Járkov y al cubano desbordante nacido en esa especie de Járkov tropical que es Holguín.

La exposición tendría sitio obligatorio para lo lúdico y para el esparcimiento, chistes incluidos; y para las estrategias gamberras que consiguieron esquivar los parámetros culturales del partido y la burocracia.

La primera novela de Milan Kundera explora esa posibilidad. Fue también el primer libro que le trajo problemas y no debe ser casual que tuviera este título: La broma.

En una exposición de esa naturaleza, no podría faltar un capítulo dedicado al arte cubano de los años ochenta. A aquella performance colectiva desplegada por la generación del Hombre Nuevo, la misma que, según el Che Guevara, estaba llamada a crear una cultura no contaminada por el pasado.

Estos jóvenes cubanos se diferenciaban de sus colegas del mundo comunista por singularidades relevantes, pero también tenían sus puntos de contacto y una cierta coincidencia en la esperanza por abrir el sistema desde dentro. Así que, cuando se hizo oficial que el gobierno cubano no seguiría los pasos de la Perestroika, esos artistas quedaron, como diría Heberto Padilla en su famoso poema, fuera del juego.

No porque buscaran una salida «política», en el sentido rígido –y solemne– que suele acompañar esta palabra. Sino porque demostraron que esa Política con mayúsculas no era bien recibida entre ellos.

Aquella búsqueda tampoco estribaba en la añoranza por un capitalismo no vivido, sino por una libertad que habían ido conquistando obra a obra.

Todo esto no deja de ser curioso, pues entre 1980 y 1990 la política cultural cubana había acometido un emplazamiento bastante insólito: la configuración de un Sistema Occidental del Arte no gobernado por el mercado. Los demás países comunistas, obviamente, tampoco orbitaban alrededor del mercado, pero carecían de un Sistema del Arte al estilo de occidente. Por su parte, los países occidentales, los inventores del modelo, giraban de manera «natural» alrededor del pivote nuclear de las relaciones mercantiles.

Aquí es justo reconocer que, en los años ochenta, algunas instituciones se decantaron por una apertura que desembocó en ese paradójico modelo de estilo institucional «socialdemócrata» –Bienal, Centros de Arte, subvención de proyectos–, bajo las coordenadas políticas, ideológicas y económicas del socialismo real.

Toda una asimetría.

Claro que esas instituciones tenían urgencias tan importantes como reinsertar la cultura cubana en Occidente –algo que había interrumpido la política estalinista de los años setenta– o suturar el impacto traumático del éxodo del Mariel (1980) con el que había comenzado la década. Por si fuera poco, estaban obligadas a afrontar el arribo a la mayoría de edad de los artistas nacidos del boom demográfico de los sesenta, que sólo habían vivido la Revolución.

Esto les concedió –con todos los conflictos, que fueron muchos– una ventaja inicial a esos creadores: ¿cómo la autoridad cultural no iba a aceptar los discursos y prácticas procedentes de artistas que ella misma había formado?

A partir de ahí, cabe resaltar la expansión de la encomienda artística hacia otros campos de la sociedad; la puesta en evidencia de la falta de información en la prensa oficial; el desarrollo de una vertiente antropológica que bebía del arte povera y se arraigaba en Artaud, Grotowski o Beuys; la eclosión de manifiestos vanguardistas; la evocación de los años no institucionalizados de la Revolución; la sublimación de la performance; la búsqueda de una colectividad alternativa a la masificación; el despliegue de proyectos multidisciplinares; la apertura a formas paganas de la cultura, en particular las religiones afrocubanas; la creación de una ciudad imaginaria por parte de unos arquitectos con nulas probabilidades de construir la ciudad real; la mencionada reinserción de la cultura cubana en Occidente; la conexión con el underground de Europa del Este; la puesta en solfa de los símbolos y héroes nacionales a través de un despliegue chocante y problemático; el uso de la ironía y el juego; el desprejuicio sexual; la producción de una crítica de arte opuesta al marxismo acartonado de los manuales…

Todo eso se puso en juego en aquel arte que se cruzó con el desplome del comunismo en Europa del Este y del Sandinismo en Centroamérica, con el apogeo de la Nueva Derecha en Estados Unidos y el envejecimiento de la Nueva Izquierda en Cuba.

En 1989, el derrumbe del Imperio Comunista coincidió con el final de este movimiento artístico. Así que mientras el mundo daba por inaugurada la era global, Cuba comenzaba a avanzar hacia una etapa de supervivencia que más tarde recibió el nombre de Periodo Especial en Tiempos de Paz.

Justo en aquel momento, varios artistas decidieron organizar un partido de béisbol; acaso con la conciencia de un colofón, el presentimiento de un fin.

EL ARTE JOVEN SE DEDICA AL BÉISBOL. Así rezaba el póster que anunciaba aquella performance. En Cuba, jugar al béisbol es simplemente «jugar a la pelota». Y cuando alguien dice «vamos a hablar de pelota», está diciendo, directamente, «vamos a no hablar de política».

Aquel juego de béisbol fue, entonces, una acción para enfatizar que ya no había nada que hacer con la política existente.

El canto del cisne del arte cubano de los hijos de la Revolución.

Y un gesto de dignidad con el que se rindió tributo a sí mismo un movimiento artístico que quiso conquistar la contemporaneidad estética allí donde sus padres habían petrificado la contemporaneidad política.

EL AÑO QUE TUMBAMOS EL MURO 1989-1999

I

En la primavera de 1989 –unos meses antes del derribo del Muro de Berlín– viajé por Europa del Este a algunos países comunistas y «hermanos», aunque no por mucho tiempo, de la Cuba socialista. Aquel periplo –el último realizado desde tales connotaciones de hermandad entre esos Estados– cambió mi porvenir y mi percepción del mundo; sacudió lo que quedaba de mi inocencia ideológica y, de paso, sentó las bases de un par de libros publicados más tarde: La balsa perpetua y El mapa de sal.

Acababa de regresar a Cuba desde Nicaragua, donde ya se olía el final de la experiencia sandinista. Así que, en cuestión de semanas, salí de Managua –donde me pareció vivir el pasado latinoamericano de la Revolución cubana– y fui a parar a aquellas ciudades lejanas en las que se cifraba el futuro «europeo» que aguardaba a la isla.

Sofía, Moscú, Minsk, Varsovia, Bratislava, Praga…

Yo viajaba –junto a una delegación de todas las artes y la correspondiente manada de burócratas– con una exposición de fotografía cubana sobre los treinta años de la Revolución: imágenes que iban desde el retrato del Che Guevara, de Korda, hasta una serie posmoderna sobre el cementerio de la Habana, de Gory. Todo, incluidos esos extremos de la exposición, era una señal de principio y fin. Origen y desencadenamiento.

Por lo demás, el viaje fue muy accidentado (burocráticamente hablando), pues estos países, que antes habían sido nuestros hermanos –la Constitución cubana comenzaba con una declaración de fidelidad a la Unión Soviética–, habían entrado en una lenta aunque irrevocable transición al capitalismo.

Allí, ya no nos esperaban.

El avión cubano les parecía una rémora de su Antiguo Régimen. Y la revolución que representaba –cuya «libertad de expresión» en materia de estilos había envidiado algún que otro Estado comunista– se les había convertido en un dinosaurio (acaso un cocodrilo) ante los giros que estaban acometiendo sus respectivas sociedades. La nueva burocracia de la perestroika –que había heredado este tour de la antigua burocracia estalinista– no sabía qué hacer con aquella delegación, armada y acompañada por nuestra burocracia tropical. Había llegado para ellos el momento de girar hacia Occidente –¡aunque de allí veníamos precisamente nosotros!– y aquél avión cargado de cubanos era una nave fantasma procedente de un mundo cuyo tiempo ya empezaba a conjugarse en alguna forma del pretérito.

Los flashes quedan así en mi memoria: elecciones con Solidaridad en Polonia, la entrada de Bulgaria en la economía de mercado, la copia de todo lo occidental en Praga, un concierto de Joan Báez –¡que todavía resultaba provocador!– en Bratislava.

En el viaje desde esta última ciudad hasta Praga, me cayó al lado Serguéi Bubka –todavía soviético, todavía con su inefable pullover rojo y su aspecto rústico– con el que conversé durante la hora que duraba el vuelo y del que conseguí un autógrafo para un amigo que era fan suyo. Sus pértigas iban, por cierto, a lo largo del pasillo del avión, como si las quisiera tener a mano para cualquier contingencia.

¿Una premonición o una metáfora?

II

En aquellas sociedades en transición, flotaba en el ambiente un regreso a la infancia al que no le faltaban ni peluches ni juguetes. En Moscú, los oradores espontáneos de la calle Arbat tenían una enorme ansiedad por gritar (fuera cual fuera el discurso, lo importante era liberar el caudal de palabras reprimido durante siete décadas), mientras que otros acudían en oleadas al recién estrenado McDonald’s. Como si estuvieran obligados a aprender a hablar (se balbuceaba cualquier cosa en un aparente sinsentido), comer a todas horas (como corresponde a los niños ante las chucherías) o incluso empezar a caminar (apertura de las fronteras).

Desde mi perspectiva de entonces (la de alguien que nunca había visto un país del «capitalismo real»), más que una transformación, lo que experimentaba el mundo comunista era una conversión en toda la regla. Aquella gente estaba pasando, sin vaselina pero con terapia de choque, del kitsch comunista al kitsch occidental. Baste recordar la escena del oso Misha (la famosa mascota soviética) recibiendo en el aeropuerto Sheremétievo de Moscú a Mickey Mouse.

En aquel abrazo, se fraguó algo más que una broma menor dentro del infantilismo que suelen exhibir los imperios. Entre la oreja del ratón y el hocico del oso se susurró algo más grave: el fin de cualquier formulación polémica del Nuevo Régimen hacia el capitalismo. Como si el ruido de los cañones enfilados hacia la represión comunista –algo más que merecido, no conviene olvidar el Gulag o las menos crudas, aunque no menos reveladoras UMAP cubanas– escondieran una táctica de distracción que impidiera apuntar con objetividad hacia el presente. Y como si la catarsis, en fin, fuera suficiente para empezar la nueva vida en el fin de la historia.

III

Algo del Big Bang que explotó en Berlín resonó en la isla. Sólo que el Estado jugó con la ventaja de haber visto, a distancia, la catástrofe ajena. La ira de los otros.

Así que el año 1989 se saldó –junto a la debacle comunista en Europa del Este– con la clausura de los proyectos más interesantes de los intelectuales cubanos nacidos con la Revolución y que, a través de la cultura y el arte, habían pedido la conjunción de su crecimiento cultural con una apertura política que estuviera a la altura.

Esos intelectuales ni siquiera habían conocido el capitalismo cubano… Pero nada de esto evitó que fueran enviados, en su mayoría, al destierro para inaugurar la década del noventa.

En el juego binario Revolución-Contrarrevolución, Conmigo o Contra mí, La Habana o Miami, su disonancia no estaba codificada y rompía el guión prestablecido por un campo ideológico abonado al blanquinegro.

Si querían democracia, que salieran a la intemperie del capitalismo. Si querían socialismo, podían quedarse en casa. Las dos cosas no eran combinables. Según la conclusión del ideólogo de aquel éxodo, estos jóvenes tenían «un discurso de izquierdas y un programa de derechas». Aunque el problema no estaba tanto entre izquierdas o derechas, sino entre la cancelación del futuro casi tocado y el nuevo porvenir, desconocido, que ahora se imponía pensar.

O entre aquella ilusión por tumbar los muros que entonces impedían salir y la realidad posterior de los nuevos muros que hoy impiden entrar.