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Habacuc

de la crisis a la esperanza

Caleb Fernández Pérez

© 2016 Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip) – Ediciones Puma

ISBN N° 978-612-4252-13-6

Primera edición digital: abril 2016

Categoría: Estudios bíblicos - Comentarios

Primera edición impresa: agosto 2010

ISBN N° 978-9972-701-64-1

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Diseño de carátula: Catalina Echeverri

Diagramación: Hansel J. Huaynate Ventocilla

Imagen de portada: iStock

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Salvo cuando se indique expresamente otra versión las citas bíblicas corresponden a la versión Reina-Valera 1960 (rv60).

Hecho en Perú

Made in Peru

A mis amigos:

Ester, mi esposa; Carlos Israel, Luz, Jonathan y Priscila.

Agradecimientos

A mi esposa Ester, por caminar conmigo en la vida, por sus sabios consejos, por tener el amor, la paciencia y la dedicación de una esposa y amiga. Por animarme a escribir, por ayudarme en la revisión del texto final, por ser compañera en esta tarea pastoral, y por desafiarme a dar nuevos pasos en el ministerio.

A mis padres, Oswaldo y Kelit, por ser un ejem­plo de fe y compromiso a lo largo de la vida y un apoyo ministerial en mi pastorado. Particularmente, agradezco la ayuda de mi padre por su revisión del texto original, por sus comentarios y observaciones que enriquecieron el texto final.

A mi congregación, la Primera Iglesia Presbi­teriana de Valparaíso, por permitirme pastorearlos y ser parte de lo que Dios está haciendo en medio nuestro por la acción de su Palabra cada semana. Gracias por sus comentarios y observaciones que en­riquecieron semana a semana la serie de mensajes de Habacuc predicados entre octubre de 2008 y marzo de 2009.

Y principalmente a Dios, de quien escribo y a quien debo toda mi vida. A Él sea toda la gloria para siempre.

Prólogo

Este libro es el resultado de la práctica homilética de escribir sermones, los cuales, no siempre leídos al pie de la letra por el autor, llegaron a ser de interés más allá de la congregación en la que se expusieron y difundieron eventualmente en formato virtual. Este trabajo es también un esfuerzo por difundir la prác­tica de la predicación expositiva, en una época de muchos recursos disponibles para el estudio bíblico serio.

Habacuc: de la crisis a la esperanza, es lo que algunos llamarían un “comentario homilético”, un acercamiento a la lectura cristiana de un texto profético de las Sagradas Escrituras hebreas que conocemos como Antiguo Testamento. El profeta es alguien que anuncia y denuncia una realidad, a la que es guiado a ver y busca transformar, inspirado por Dios.

La teología del profeta incomodaba a algunos y a la vez reavivaba la esperanza en aquellos para quienes el culto a Dios, el compromiso ético con la justicia y la lucha contra la corrupción del poder le parecen causas vigentes aun en medio de la crisis. La teología de Habacuc se atreve a hacer las preguntas que nosotros no nos atrevemos a hacerle a Dios.

La exposición de la Biblia en nuestros púlpitos, cuando se escribe, resulta en un intento por trasladar eso que hemos denominado teología oral a un texto que no pierda el sentir y el pensar en voz alta del sermón expositivo. La continuación de esta práctica viene bien que sea cultivada por pastores jóvenes beneficiados por la tecnología actual y se interesen por conocer el resultado del trabajo bíblico-exegético en temas y textos como el de Habacuc, aplicado a la predicación.

El profeta Habacuc hace una lectura profética en “tiempo real”, nos propone cuestiones y proble­mas que se deben considerar, nos gusten o no, para dar sentido a nuestra fe. Al profeta le interesa la historia, la política internacional y la vida cotidiana de su pueblo, porque los considera espacios de la revelación de Dios, lugares en los que se ven los signos de la historia de la redención, de un sentido de los acontecimientos, por más incomprensibles y contradictorios que sean.

Este texto se presenta con una apertura a dejar que la Escritura nos diga aquello que necesitamos angustiosamente escuchar, más allá de nuestras teologías. El autor procura ir al mensaje, nos anima a intentar comprender, bíblicamente, un poco mejor a Dios en sus silencios; en sus síntesis “el justo por la fe vivirá”; en sus advertencias sobre la injusticia, la violencia, la degradación y la idolatría; en el avivamiento; en la redención de la escasez. En suma, se trata de un acercamiento pastoral al profeta Habacuc, que nos invita a valorar nuestras interpe­laciones a Dios, desde la fe vivida en las circunstancias más críticas.

Dr. Oswaldo Fernández Giles

Santiago, junio de 2010

Introducción

Los tiempos cambian, pero el hombre sigue siendo el mismo. Es prisionero de las mismas ambiciones, esclavo de los mismos descalabros morales y rehén de la misma locura.

Estudiar Habacuc es diagnosticar nuestros tiempos, es caminar en la noche oscura de nuestra alma, es buscar una respuesta para nuestras inquie­tudes y dudas. Es darnos cuenta de que la Biblia es más que un libro que cuenta historias acerca de Dios, como algo ajeno a nosotros. Es un libro que habla de la relación dinámica del ser humano con ese Dios que está más presente de lo que muchas veces podemos percibir.

Habacuc es uno de los ocho profetas denomi­nados “menores”. El libro es de texto corto, pero de mensaje sorprendente. Este es un mensaje de Dios, por boca del profeta, en un tiempo en que el sur de la nación, el reino de Judá, estaba al borde del co­lapso por no haber cambiado su actitud delante de Dios y rehusarse a aprender de las experiencias de sus hermanos del norte, el reino de Israel, que ya habían sido corregidos por Dios con el cautiverio y la deportación.

Habacuc era profeta en el reinado de Joacim, reinado que tenía como marca la violencia y la au­sencia de una justicia verdadera. Habacuc vio la maldad social creciendo y la justicia manipulada por parte de los poderosos. Pero lo que más le dolía al profeta era ver a su nación alejándose de Dios. El profeta vio caer a Judá en la deslealtad a su pro­tector.

Hay un principio que está latente en toda la Escritura y ese era el momento para tomarlo en cuenta: “cambiar de actitud y vivir” o “no cambiar de actitud y sufrir”. Y este fue el problema de Judá, que no solamente desobedeció a Dios, sino que no quiso cambiar de actitud y rectificar sus faltas cuando tenía que hacerlo.

El cuadro era de lo peor: el pueblo que había sido escogido por Dios, y pretendía ser consciente de ello, estaba en grave decadencia espiritual, moral política y social. El profeta, que debía levantar su voz para hablar de parte de Dios, se hallaba desesperado al ver toda esta situación y parecía no encontrar en Dios respuesta a su consternación.

Habacuc trae a la luz los grandes temas que a lo largo de la historia han afligido a la humanidad, para darnos cuenta de que al levantar el velo se revela que los tiempos pueden ser otros, pero el corazón del ser humano continúa tan alienado e inclinado al mal como lo fue en el pasado.

El profeta estaba alarmado con la corrupción moral en la que había caído su pueblo y por la negación inconcebible del accionar de Dios. Parecía que todo estaba fuera de su eje, los justos estaban siendo avergonzados y maltratados, mientras que los incrédulos se encontraban floreciendo. El asunto central en el mensaje profético de Habacuc, es lo que todos los cristianos alguna vez hemos pensado: ¿Dónde está Dios, que ve la injusticia o nuestra de­sesperación y no hace nada? Las palabras del profeta son también nuestras quejas y el sentimiento de impotencia frente a una oración que nos parece no ser respondida. Y su intención no era resolver el problema en la vida después de la muerte. De cierta manera, Habacuc le pide a Dios una solución en el proceso histórico en el que está involucrado. Y una voz le grita desde los cielos, como hace también desde su Palabra hacia el fondo de nuestro ser para decirnos que se dará a conocer, que su gloria cubrirá los cielos, que la tierra se llenará de adoración y su poder se revelará ante el desastre.

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En los días de Habacuc y en los nuestros

Habacuc profetiza en una época en que su nación, el reino del sur, Judá, estaba al borde del colapso. El pacto con Dios único y verdadero había sido dejado de lado. El pueblo y la monarquía no habían aprendido de la experiencia desastrosa de sus hermanos del reino del norte, Israel, quienes fueron llevados cautivos por Asiria en el año 722 a.C. Judá había entrado en el corredor oscuro del juicio y la tempestad, pintaba de color gris la ciudad orgullosa de Jerusalén. Las oportunidades que los podrían llevar al arrepentimiento y al bienestar pasaron por sus narices sin que ellos se inmutaran. No escucha­ron el llamado de atención de Dios y sufrieron las consecuencias del abandono de la integridad y fideli­dad al pacto y a Dios que fielmente llevaba adelante lo que había propuesto con su pueblo.

Había pasado algún tiempo desde que Samaria, capital del reino del norte, iniciara su propio camino. En esos días fue obligada a atrincherarse por tres años y, finalmente, destruida por el poderoso ejército asirio. No habían escuchado a los profetas de Dios. El reino del norte duró apenas unos 200 años. En todo ese tiempo, testarudamente había endurecido su actitud y anduvo lejos de los caminos de Dios. El cautiverio sin regreso fue su herencia y la herida sin cura fue su legado.

Por su parte, Judá, el reino del sur, se debatió entre seguir por el sendero de la obediencia y las escapadas peligrosas para alejarse del Señor. Todo dependía, finalmente, de los líderes que los condu­cían. Cuando reyes piadosos asumían el gobierno, el pueblo daba oídos a los profetas y se arrepentía de sus malos pasos, pero cuando gobernaban reyes idólatras e impíos, el pueblo sufría opresión y se desviaba de la presencia de Dios.

Teniendo la oportunidad de ver la experiencia previa de sus hermanos del norte, esto no fue sufi­ciente para abrirle los ojos al orgulloso Judá. Ni siquiera las reformas religiosas promovidas, hacía unos diez años, por el anterior rey Josías en el año 621 a.C., pudieron doblar las rodillas de un pueblo que permanecía desafiante frente a su Dios, quien lo exhortaba a cambiar de actitud. Su teología op­timista se basaba en la presuposición de la inmu­nidad del Templo y de la nación. Sin embargo, los acontecimientos en Judá contradecían esa teología, comenzando a ponerse en duda el poder de Dios y su control de todo y la vigencia de sus promesas.

Por otra parte, la reforma religiosa de Josías no fue suficiente para Dios, La ofensa, durante su antecesor Manasés, era más profunda por la aceptación de la exposición de niños a rituales paganos, pasando el rey mismo a su hijo por el fuego. Por llevar a Judá a pecar con sus ídolos, los indujo a que fuesen peor que las naciones enemigas (2R 21.3, 9, 11).

Judá está en los últimos días de su existencia; una tragedia se avecina, Jerusalén quedará en manos del nuevo imperio hegemónico. Inicialmente, Judá resiste a Egipto sin éxito. El rey Josías decide hacer frente al faraón Necao, pero encuentra la muerte en el campo de batalla (2Cr 35.20–27). En su reemplazo, Necao colocó como rey al hijo de Josías, llamado Joacim, quien posteriormente se alejó de los cami­nos del Señor, apartándose de las reformas religiosas de su padre. Resistió fuertemente la predicación del profeta Jeremías, quemó los rollos del libro que dictó a Baruc y mandó al profeta a la prisión (Jer 36.28; 37.15).

El mapa de la política internacional se complica­ba cada vez más. El poderío militar de Asiria y Egipto quedó sometido por un imperio superior que había comenzado a dominar: el nuevo imperio babilónico. El poder y la opulencia del rey Nabucodonosor, haría posible más adelante la invasión y destrucción de Jerusalén. El rey Joacim sería deportado encadenado. Los utensilios del templo serían llevados al templo pagano de Babilonia. La teología iba quedando corta para explicar estos sucesos. Hasta qué punto llegaba la soberbia y la injusticia en el pueblo de Dios que vino a ser merecedor de esta severa corrección. Hasta qué punto una superpotencia que, desafiante, invade a otra nación, oprime, esclaviza y saquea, es enviada por Dios contra su pueblo para devastarlo, porque no ha llegado a perdonar su soberbia e idolatría (2R 24.1–10).