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José Antonio del Busto Duthurburu (1932-2006) fue doctor en Historia y Geografía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y su profesor emérito desde 1995. Fue miembro de número de la Academia Nacional de la Historia y de la Academia Peruana de Historia Eclesiástica, director del Instituto Nacional de Cultura (1983-1984) y director del Instituto Riva-Agüero, Escuela de Altos Estudios de la PUCP (1998-2004). Publicó más de cincuenta libros y dedicó medio siglo de su vida a la docencia universitaria.

José Antonio del Busto Duthurburu

Santa Rosa de Lima

Segunda edición

Santa Rosa de Lima

José Antonio del Busto Duthurburu, 2006

© José Antonio del Busto Duthurburu

De esta edición:

© Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2019

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Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP

Primera edición digital: agosto de 2019

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

ISBN: 978-612-317-517-7

A la Pontificia Universidad Católica del Perú,
cuya patrona es santa Rosa de Lima.

A la Pontificia Universidad Católica del Perú,
cuya patrona es santa Rosa de Lima.

Introducción

Escribir sobre Rosa de Santa María no ha sido fácil. Se debe atender al pensamiento de la época y discernir entre los testimonios que suelen magnificarse. Rosa, además, no tuvo una mentalidad común. Acaso la tuvo sencilla, pero el gran silencio que guardó toda su vida hace difícil acercarse a ella. Lo que dijo es poco, lo que escribió fue menos, y lo que la gente opinó fue bastante más. Rosa no era una persona común. Era ascética con incursiones teológicas o casi teóloga entregada a las vivencias místicas. Era atípica.

Su vida la desarrolló en dos casas: la del arcabucero Gaspar Flores, su padre, donde estuvo 27 años, y la del contador Gonzalo de la Maza, donde moró los cuatro últimos de su existencia. Durante la mayor parte de estos años, su presencia fue un acto de fe, esperanza y caridad, fervor y penitencia, lealtad inquebrantable a la Iglesia tridentina y un inconmensurable amor a Dios. Su amor a Dios era infinito. Si para gloriar a Dios nació, Rosa no desperdició un momento de su vida y murió impregnada del amor divino. Su camino fue secreto, silente y eficaz, ajeno a toda vanagloria y lucimiento, honesto, sufriente y tenaz. A Rosa no le importaba la opinión de los hombres; solo le importaba la opinión de Dios. Por eso, acaso sin saberlo, siguió el camino de la santidad.

Para conocer y dar a conocer su vida hemos tomado una triple decisión: prescindir de todas las biografías antiguas y modernas sobre la santa limeña por ser tardías; hacer poco caso del proceso apostólico, por considerarlo tardío también (1630-1632); y, finalmente, citar muy contadas veces a los autores actuales. En otras palabras, nos hemos ceñido al proceso ordinario (1 de octubre de 1617 a 7 de abril de 1618), iniciado el mismo año de la muerte de Rosa, por ser el testimonio más directo, inmediato y antiguo, del que preferimos los testigos que «vieron» a los que solo «oyeron», sin dejar de someter a criba, aun así, la subjetividad y la credulidad, la dubitación y la fantasía. Hemos desechado falsas profecías, milagros apócrifos y sensiblerías estériles para un mejor acercamiento a lo cierto. Bien intencionados pero no ajenos a la crítica, ojalá hayamos alcanzado nuestro propósito.

Si en nuestro libro San Martín de Porras (Martín de Porras Velásquez) —Lima, 1992— apreciamos al hombre, al hombre de fuerte virtud y al hombre santo, en Santa Rosa de Lima (Isabel Flores de Oliva), percibimos a la mujer, a la mujer ascética y a la mujer santa. Son tres categorías que nos sirven para descubrir al personaje, conocerlo y darlo a conocer. Hoy hemos terminado esta biografía de Rosa de Lima y nos sentimos satisfechos. Es la historia de su vida, la historia de su alma, la historia de su santidad.

Tenemos presente que la Iglesia de Roma reverencia a sus santos de un modo especial. Los recoge, los venera y perenniza, los reconoce propios, les agradece y los ofrece a los católicos del mundo. La comunión de los Santos es irrenunciable y rige a perpetuidad.

Sin embargo, tampoco hemos olvidado el orgullo criollo y el prejuicio hispánico, la posibilidad de un mestizaje y los intereses creados en torno a todo esto. Rosa sigue igual. Muerta ella, el fervor por su persona crece en Lima y en el Perú, en las Indias occidentales y en las islas Filipinas. Por eso, su causa resultó muy rápida. Esto no significa que fue más santa o menos santa que otros santos, pero sí habla de un fervor peruano, fervor muy especial. Blancos, indios, negros y hombres de todas las castas mixtas la proclamaron modelo de santidad. La reconocieron patrona del mundo colonial hispanohablante. Y esto, indiscutiblemente, no fue una evolución sino una revolución. Desde un ángulo nuevo, desconocido, se unificó el Perú. Fue la primera gran unidad que hemos tenido. El orgullo criollo y mestizo, así como el de los indios y de los negros, fue el factor preponderante de todo ello. España lo reconoció y Roma hizo el resto. Rosa de Lima, si no fue mestiza de raza —lo que no es un imposible—, fue mestiza por aclamación.

No queremos concluir estas líneas sin recordar y agradecer a las personas que posibilitaron la realización de este libro.

En primer lugar al doctor Salomón Lerner Febres, quien cuando ocupaba el rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú nos encomendó escribir la vida de Santa Rosa de Lima, patrona de dicha casa de estudios; y al ingeniero Luis Guzmán Barrón Sobrevilla, actual rector, a quien se debe la publicación de este libro.

A Ramón Mujica Pinilla, autor de Rosa limensis y miembro del Instituto Riva-Agüero, por su constante amistad e intercambio de ideas, así como por la gran ayuda que nos representó su obra; y a Rosa Carrasco Ligarda, también miembro del Instituto Riva-Agüero y catedrática de Literatura en la Universidad Femenina del Sagrado Corazón, quien con generoso desprendimiento nos proporcionó su estudio inédito sobre los escritos de Rosa de Santa María para que lo pudiéramos utilizar parcialmente.

Asimismo, nuestra gratitud es grande para con los doctores Raúl León Barúa, gastroenterólogo, presidente de la Academia Nacional de Medicina; Luis Deza Bringas, neurólogo, jefe del Servicio de Neurología del Hospital Guillermo Almenara; Rogelio Sueiro Cabredo, neurocirujano, jefe del Servicio de Salud de la Pontificia Universidad Católica del Perú, por habernos asesorado en todo lo concerniente a los males físicos, ciertos y posibles, de Rosa de Santa María; y la doctora Norma Reátegui Collareta, decana de la facultad de Psicología de la Universidad Cayetano Heredia, por haber cumplido el importante asesoramiento en lo que atañe al psiquismo de nuestra biografiada.

Recordamos y agradecemos, también, a Laura Gutiérrez Arbulú, directora del Archivo Arzobispal de Lima, quien puso a nuestra disposición los documentos del proceso apostólico y los viejos libros bautismales de la parroquia de San Sebastián.

Finalmente, nuestro agradecimiento a Martha Solano Ccancce, quien tuvo a su cargo la transcripción de nuestros originales mecanografiados a su versión digital.

A todos ellos, nuestra gratitud más sincera.

José Antonio del Busto

Lima, 30 de agosto de 2005

Capítulo preliminar
Lima religiosa

La Lima de santa Rosa

Santa Rosa de Lima, en el mundo terrenal Isabel Flores de Oliva y en el mundo dominico Rosa de Santa María, vivió en la jurisdicción limeña entre 1586, año de su nacimiento, y 1617, año de su defunción.

La Ciudad de los Reyes, por nombre indígena Lima, fue su urbe natal. Era ciudad importante. Tenía medio siglo de fundada y rasgos de gran ciudad. Se erigió en un campo raso, a dos leguas del mar, y poseía todas las bondades para ser urbe promisora: buen viento, buena agua, buena hierba, buenos bosques, buenas tierras, buen puerto y buenos indios a su alrededor. Un río atravesaba el valle de levante a poniente. Se trataba del Rímac, que traía mucha agua en enero, febrero y marzo. Una descripción del cronista Pedro Cieza de León, hacia 1550, nos aproxima bastante a la Lima en la que Rosa vino al mundo. Dice así:

Esta ciudad, después del Cuzco, es la mayor de todo el reino del Perú y la más principal, y en ella hay muy buenas casas, y algunas muy galanas con sus torres y terrados, y la plaza es grande y las calles anchas, y por todas las más casas pasan acequias, que es no poco contento; del agua dellas se sirven y riegan sus huertos y jardines, que son muchos, frescos y deleitosos. Está en este tiempo asentada en esta ciudad la corte [del virrey] y chancillería real [la Audiencia], por lo cual y porque la contratación de todo el reino de Tierra Firme está en ella, hay siempre mucha gente y grandes y ricas tiendas de mercaderes. Y en el año que yo salí deste reino había muchos vecinos de los que tenían encomiendas de indios, tan ricos y prósperos que valían sus haciendas a ciento y cincuenta mil ducados, y a ochenta, y a sesenta, y a cincuenta, y algunos más y otros menos […] y muchas veces salen navíos del puerto desta ciudad que llevan a ochocientos mil ducados cada uno, y algunos más de un millón […]. Por encima de la ciudad, a la parte de [nor]oriente, está un grande y muy alto cerro, donde está puesta una cruz. Fuera de la ciudad, a una parte y a otra, hay muchas estancias y heredamientos, donde los españoles tienen sus ganados y palomares, y muchas viñas y huertas muy frescas y deleitosas, llenas de las frutas naturales de la tierra, y de higuerales, platanales, granados, cañas dulces, melones, naranjos, limas, cidras, toronjas y las legumbres que se han traído de España; todo tan bueno y gustoso que no tiene falta […]. Y cierto para pasar la vida humana, cesando los escándalos y alborotos es una de las buenas tierras del mundo, pues vemos que en ella no hay hambre, ni pestilencia, ni llueve, ni caen rayos ni relámpagos, ni se oyen truenos, antes siempre está el cielo sereno y muy hermoso1.

Siete lustros después de escribirse esta descripción, nació santa Rosa de Lima. Su época es fácil de precisar. Fueron 31 años en los que ocurrió o tuvo vigencia todo lo que a continuación sigue.

Su existencia trascurrió durante los gobiernos de seis virreyes: Fernando de Torres y Portugal, conde de Villar don Pardo (1586-1589); García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete (1589-1596); Luis de Velasco, marqués de Salinas (1596-1604); Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey (1604-1606); Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros (1607-1615); y Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache (1615-1621)2.

Durante su vida la arquidiócesis limeña estuvo regida por dos arzobispos: santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, natural de Villaquejida, en León, muerto en Saña mientras visitaba su arzobispado, el 23 de marzo de 1606; y Bartolomé de Lobo Guerrero, natural de Ronda, en Andalucía, inquisidor en la Nueva España y arzobispo de Santa Fe de Bogotá, quien tomó posesión de la silla limense el 4 de octubre de 16093.

Cuando floreció en santidad Rosa de Lima, la Ciudad de los Reyes, capital del virreinato, tenía medio siglo de fundada y era cabeza de arzobispado. Su iglesia mayor, construida en 1535, ascendió a catedral con fray Jerónimo de Loaysa, dominico, quien fue su primer obispo (1543) y arzobispo (1546). Surgieron alrededor de la iglesia catedralicia siete parroquias: el Sagrario (1535), San Sebastián (1554), Santa Ana (1570), Santiago del Cercado (1571), San Lázaro (¿1573?), San Marcelo (1584) y Nuestra Señora de Atocha (1614), que después se llamó de los Huérfanos4.

Rosa también llegó a ver cinco conventos de frailes y una casa de jesuitas: Nuestra Señora de la Merced (¿1536?), de mercedarios; Nuestra Señora del Rosario (¿1537?), de dominicos; Santísimo Nombre de Jesús (1546), de franciscanos; de San Agustín (1552), de agustinos; y Nuestra Señora de Monserrate (1600), fundación de benitos que no prosperó. Los jesuitas o ignacianos llegaron en 1568 y, ese mismo año, se instalaron junto a la iglesia de San Pablo, por otro nombre la Compañía de Jesús5.

Siguieron las recoletas o recolecciones: Nuestra Señora de Belén (1606), de los mercedarios; Santa María Magdalena (1611), de los dominicos; y, precediendo a ambas, Santa María de los Ángeles (1596), de los franciscanos. Los agustinos y jesuitas no tuvieron recolección, aunque los primeros poseyeron, poco después, la de Nuestra Señora de Guía (1620), que Rosa no llegó a conocer6.

Un institución que acaso tuvo que ver con Rosa fue el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, instalado en 15707.

En aquella época, la Iglesia predominaba en todos los ámbitos, desde la Universidad de San Marcos (1551) hasta los colegios mayores como los de San Felipe y San Marcos (1575), San Martín (1582) y el Colegio Seminario (1594). A estos se añadieron el Colegio Máximo de San Pablo (1570), de los jesuitas; el Colegio Mayor de San Ildefonso (1612), de los agustinos; y el de Nuestra Señora de Guadalupe (1614), de los franciscanos. Rosa no llegó a ver los colegios mayores de San Pedro Nolasco (1626), de los mercedarios, ni el Colegio Máximo de Santo Tomás (1645), de los dominicos8.

También la Iglesia, en virtud del regio patronato, tenía injerencia sobre los hospitales capitalinos: el de San Andrés (1550), para españoles; el de Santa Ana (1550), para indios; el de San Cosme y San Damián que también se llamó de la Caridad—, para españolas y criollas (1559); el del Espíritu Santo (1573), para mareantes; el de San Lázaro (1563), para llagados y leprosos; el de San Diego (1594), para clérigos; y el de Nuestra Señora de Atocha (¿1600?), para niños expósitos9.En 1614, la capital tenía 25 454 habitantes, de los cuales la décima parte eran sacerdotes o religiosas. Los limeños vivían orgullosos de su ciudad y la proclamaban Roma por sus iglesias, Florencia por su hermosura, Milán por sus visitantes, Bolonia por su abundancia, Venecia por su riqueza, Génova por sus hijos y Salamanca por su universidad10. Al año se decían 300 000 misas, y se celebraban 150 fiestas públicas, entre religiosas y profanas. Era una urbe que surgía a la luz de las luminarias del cielo que la habían tomado astrológicamente bajo su protección: Saturno, Mercurio y Piscis11. Fray Juan Meléndez la reconoce «Emporio y Metrópoli de los dilatados y poderosos Reinos del Perú»12; todos se esmeraban en llamarla familiarmente Lima y, oficialmente, la Ciudad de los Reyes.

Una última característica signó la capital del virreinato peruano: su piedad. Esta piedad convirtió a la Ciudad de los Reyes en la Ciudad de los Santos. La vida en los hogares limeños era de una acentuación cristiana muy marcada. Los vecinos seguían viviendo, en mucho, el clima de la Reconquista. La piedad ciudadana y familiar eran acentuadísimas. Por eso escribió el cronista:

Indicio no pequeño de esta piedad es también la reverencia y respeto con que se tratan las cosas sagradas; la riqueza, ornato y majestad con que se sirve el culto divino; la reverencia a los sacerdotes, el gusto y aprecio con que se oye la divina palabra y la afición a todo género de virtud, en que siempre se hallan personas muy aprovechadas, no solo del estado eclesiástico, sino también muchos seglares, hombres y mujeres tan dados a oración, mortificación y a todo ejercicio propio de gente devota, que pueden ser maestros de vida espiritual y perfecta13.

Una de estas personas fue Rosa de Santa María.

Los monasterios

Durante la existencia de Rosa de Santa María, Lima cobijó varios monasterios. Unos se fundaron antes de nacer la santa, otros a lo largo de su vida. De ellos, Rosa tuvo que ver con el de la Encarnación, con el de Santa Clara y con el de las Descalzas de San José. Para terminar la semblanza de Lima en tiempos de Rosa, conozcamos un breve historial de ellos, pues Rosa quería ser monja.

El monasterio de la Encarnación tuvo por origen el beaterio de San Agustín, que fundaran doña Leonor de Portocarrero, viuda del tesorero real Alonso de Almaraz, y su hija doña Mencía de Sosa, viuda del caudillo rebelde Francisco Hernández Girón, ejecutado en 1554 y cuyo cráneo fue exhibido en una jaula en la plaza mayor de Lima junto con los de Gonzalo Pizarro y Francisco de Carbajal. El beaterio se fundó en 1557, durante el patronato de la Virgen de los Remedios, y estuvo en el barrio de San Sebastián. Pero en 1561 se hizo la fundación y reconocimiento de las beatas como monjas canónigas regulares de San Agustín, y se cambió el nombre de su advocación por el de Nuestra Señora de la Encarnación. Fue priora doña Leonor de Portocarrero y subpriora su hija doña Mencía. La primera gobernó 28 años hasta su muerte, el 27 de junio de 1590, y la segunda otros 28 años, esta vez como abadesa, hasta su fin, el 24 de mayo de 1618. El traslado del cráneo de Francisco Hernández se hizo en 1562, después de ser recuperado por doña Mencía. Se le dio sepultura en una caja que puso doña Mencía entre la que iría a ser su tumba y la de su madre14. Su drama dio pie a que cantaran los arrieros tucumanos:

Abadesa, la abadesa,
de la Santa Encarnación,
ruega a Cristo por el alma
de Francisco de Girón15.

Fue el de la Encarnación el precursor de todos los monasterios monjiles del Perú; de él salieron las primeras religiosas para fundar los de la Concepción, Santísima Trinidad y Santa Clara. Dice el padre Cobo:

En grandeza de sitio hace ventaja este monasterio a todos los otros de monjas de esta ciudad, porque coge una isla de dos cuadras y media en largo, dentro de la cual es tanta la cantidad de edificios que hay, que parece un pueblo […] de […] setecientas almas: las trescientas son monjas con las novicias, hermanas y donadas; y las cuatrocientas criadas y esclavas y las doncellas seglares que se crían dentro hasta tomar estado. La iglesia es bien capaz y proporcionada, cubierta de madera a cinco paños, con la capilla mayor y crucero de bóveda16.

El segundo monasterio fue el de Nuestra Señora de la Concepción. Lo fundaron Inés de Muñoz y de Rivera, y su nuera viuda María de Chaves. Inés de Muñoz había casado primero con Francisco Martín de Alcántara, el hermano materno de Francisco Pizarro, y después con don Antonio de Ribera, hombre rico y principal. Pero a la muerte de este último y del hijo de ambos, que se llamó Antonio de Ribera, el Mozo, decidieron suegra y nuera fundar el cenobio concepcionista según la regla de San Francisco. El monasterio se fundó el 23 de setiembre de 1573 y se edificó sobre el solar del conquistador Lorenzo de Estupiñán. Doña Inés murió de 110 años de edad el 3 de junio de 159417; dejó ella fama de haber traído el primer trigo de Lima, y su segundo marido de haber traído el primer olivo al Perú. Así mismo se debe también a ambos el primer obraje de lanas en el pueblo de Sapallanga, al sur de Jauja. Dice el citado Cobo:

Hase aumentado mucho este monasterio en número de monjas, edificio, lustre y ornato del culto divino. Tiene siete cuadras y media, distante de la plaza [mayor] tres cuadras; hay en él más de doscientas cincuenta monjas, y otras tantas criadas y esclavas. Tiene una muy agradable y capaz iglesia, con la capilla mayor y crucero de bóveda y el cuerpo de ella cubierto de lazos y casetones [mudéjares] dorados, curiosos altares y retablos magníficos, uno de ellos traído entero de España, con todas sus figuras de talla de muy perfecta mano, y un bulto de crucifijo de mucha devoción, que costó dos mil pesos18.

El monasterio de la Santísima Trinidad fue el tercero que tuvo Lima. Se fundó en 1548 (?) junto a la iglesia de San Marcelo, donde estuvo hasta que en 1605 se mudó a un solar del conquistador Pedro de Alconchel, el trompeta de Pizarro, y a partir de entonces creció notoriamente, tanto en número de religiosas como en expansión de local. «Aquí —dice Cobo— han labrado una muy fuerte y suntuosa iglesia que se dedicó a la octava de la Natividad de Nuestra Señora el año de mil seiscientos catorce […] tiene al presente [1635] ciento cuarenta religiosas»19. Fueron los fundadores de este monasterio Juan de Rivas y su esposa Lucrecia de Sansoles, que fue la primera abadesa hasta 1612, año en que falleció20.

El cuarto fue el monasterio de Santa Clara. Lo fundó en 1604 el portugués Francisco de Saldaña con la anuencia y favor del arzobispo Mogrovejo. Saldaña donó para la obra toda su hacienda —unos 13 000 pesos— y, además, se dio él por servidor sin salario, pensando hacerse clérigo y ser capellán del cenobio. Las nuevas monjas eligieron la Orden de San Francisco, cuya primera abadesa fue Justina de Guevara. Con ella entraron 12 doncellas hijas de conquistadores21.

Siguió el monasterio de las Descalzas de San José (¿1615?). Fue su fundadora doña Inés de Sosa, hija del regidor Francisco de Talavera y esposa del conquistador Francisco de Cárdenas pero, luego de dejar 14 000 pesos para la obra, falleció sin poder verla iniciada. Fue su primera abadesa Inés de Rivera, de Medellín de Extremadura, monja de ejemplar vida durante 28 años en el monasterio de la Concepción. Cambió su nombre por el de Leonor de la Santísima Trinidad y se desempeñó como abadesa hasta que murió en 1624. Dice el cronista:

Está este convento en la plaza de Santa Ana; tiene bastante sitio, y una iglesia capaz y de buena fábrica, con la capilla mayor cubierta de rica y curiosa lacería [mudéjar], y un clérigo capellán que celebra cada día. Tiene al presente [1635] ochenta monjas, las cuales hacen vida muy austera y dan a esta república muy gran edificación con su grande observancia22.

Rosa tuvo ante todos estos monasterios limeños una actitud especial. Por su cuna humilde y falta de dote, no era fácil ingresar a los monasterios de la Encarnación, de la Concepción y de la Santísima Trinidad. Asimismo, estuvo por entrar al monasterio de Santa Clara y no aceptó el de las Descalzas de San José. En el fondo de su corazón, lo que Rosa quería era ser monja dominica y fundar el monasterio de Santa Catalina de Siena de la capital, pero por entonces en Lima todavía no existían las religiosas dominicas23.

Los santos

Fue la de Rosa una época especial, pues vivieron junto a ella, en el virreinato del Perú, santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606), san Francisco Solano (1549-1610), san Martín de Porras (1579-1639) y acaso san Juan Masías (1585-1645). Con Rosa fueron cinco los santos que produjo la capital virreinal peruana, todos muertos en Lima, salvo santo Toribio que finó en Saña24. También fue de este lapso la beata sor Ana de los Ángeles Monteagudo (1602-1686), que floreció en Arequipa25.

Igualmente, vivieron en el Perú al mismo tiempo que Rosa los siervos de Dios Luis López de Solís (1535-1606), agustino; fray Gonzalo Dias de Amarante (1540-1618), mercedario; Diego Martínez (1542-1626), jesuita; Juan Sebastián de la Parra (1546-1622), jesuita; fray Pedro Urraca (1583-1657), mercedario; Juan de Alloza (1597-1666), jesuita; Francisco del Castillo (1615-1673), jesuita; y Francisco Camacho (1629-1698), juandediano26.

Asimismo, fueron coetáneos de Rosa en el virreino peruano los aspirantes a siervos de Dios María de Jesús (1525-1617), agustina; María de Esquivel (ca. 1530-1609), laica; fray Andrés Corzo (1535-1620), franciscano; Juan de la Concepción (1537-1640), franciscano; Isabel de Porras Marmolejo (ca. 1550-1631), terciaria franciscana; Juan del Castillo (ca. 1555-1636), laico; fray Juan Gómez (ca. 1560-1631), franciscano; Antonio de San Pedro (1561-1622), mercedario; Francisco Verdugo (1561-1636), presbítero y obispo; Estefanía de San Francisco (1561-1645), terciaria franciscana; Miguel de Santo Domingo (ca. 1561-ca. 1648), donado dominico; Jerónima de San Francisco (1575-1643), concepcionista; Antonio Ruiz de Montoya (1585-1652), jesuita; Lucía Guerra de la Daga (ca. 1587-1649); Francisco de San Antonio (1593-1678), lego dominico; Feliciana de Jesús (ca. 1600-ca. 1664); Isabel de Jesús (ca. 1600-1670), monja no precisada; Miguel de Ribera (ca. 1600-1680), clérigo presbítero; Gonzalo Baes (1604-1662), hermano jesuita; y Úrsula de Cristo (1604-1666), donada clarisa27.

En otras palabras, santa Rosa de Lima vivió cronológicamente entre las figuras de los siervos de Dios fray Diego Ruiz Ortiz (1532-1571), el protomártir del Perú, y del virtuoso indio chiclayano Nicolás de Ayllón (1632-1677), sastre de oficio28.

No fue, pues, casualidad, que hubiera en el Perú, en la época que vivió Rosa (1586-1617), cuatro santos, una beata, ocho siervos de Dios y veinte bienaventurados. Eran los frutos de la Reforma católica tridentina y de la piedad reinante. Por eso, también correspondió al virreinato del Perú ofrecer las dos primeras santas del continente indiano: Isabel Flores de Oliva (1586-1617), la Rosa de Lima, y Mariana de Jesús Paredes (1618-1645), la Azucena de Quito29.


1 Cieza de León, Pedro. La crónica del Perú. Buenos Aires: Compañía General Fabril Financiera, 1955, cap. lxxi, pp. 201-202.

2 Busto Duthurburu, José Antonio del. «Los virreyes: vida y obra». En Historia general del Perú. Lima: Brasa, 1944, t. v, pp. 144-153.

3 Mendiburu, Manuel de. Diccionario histórico biográfico del Perú. Lima, 1878, t. v, pp. 55-62. Sánchez Concha Barrios, Rafael. Santos y santidad en el Perú virreinal. Lima, 2004, pp. 83-96.

4 Sánchez Concha Barrios, Rafael. Op. cit., pp. 30-51. Cobo, Bernabé. La fundación de Lima. En Obras del Padre Bernabé Cobo. Madrid, 1956, t. i, lib. ii, caps. vi-xiv, pp. 69-395, y caps. xv-xvii, pp. 395-399.

5 Cobo, Bernabé. Op. cit., lib. iii, caps. ii-vii, pp. 417-426.

6 Ibid., lib. iii, caps. x-xiv, pp. 426-428.

7 Ibid., lib. ii, cap. xviii, pp. 399-401.

8 Ibid., lib. ii, caps. xx-xxii, pp. 402-414; y lib. iii, caps. xxii-xxiv, pp. 436-441. Busto Duthurburu, José Antonio del. San Martín de Porras (Martín de Porras Velásquez). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1992, cap. i, p. 22.

9 Busto Duthurburu, José Antonio del. Op. cit., loc. cit.

Cobo, Bernabé. Op. cit., lib. iii, caps. xxv-xxxii, pp. 441-453.

10 Salinas y Córdova, Buenaventura de. Memorial de las historias del Nuevo Mundo. Pirú. Lima, 1957, discurso i, cap. viii, p. 91.

11 Calancha, Antonio de la. Crónica moralizada de la Orden de San Agustín en el Perú. Lima, 1975, t. ii, lib. i, cap. xxxviii, pp. 544-550.

12 Meléndez, Juan. Tesoros verdaderos de las Yndias en la historia de la gran provincia de San Juan Bautista del Perú. Roma, 1681, t. ii, lib. ii, cap. vi, p. 177.

13 Cobo, Bernabé. Op. cit., lib. ii, cap. i, p. 359.

14 Mendiburu, Manuel de. Op. cit., t. vi, pp. 536-538.

15 López Martínez, Héctor. «Francisco Hernández Girón, el último de los caudillos». Tesis universitaria para optar el grado de bachiller en Humanidades (inédita). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1962, epílogo, p. 146. Lugones, Manuel. «Pedro del Castillo, fundador de Mendoza». Revista de la Junta de Estudios Históricos, n.os 35-36, Mendoza, 1949, p. 44.

16 Cobo, Bernabé. Op. cit., lib. iii, cap. xv, p. 429.

17 Mendiburu, Manuel de. Op. cit., t. v, pp. 389-391.

18 Cobo, Bernabé. Op. cit., lib. iii, cap. xvi, p. 431. Se trata del retablo de la Degollación del Bautista, obra de Juan Martínez Montañés, que hoy se exhibe en la catedral de Lima.

19 Ibid., lib. iii, cap. xvii, p. 432.

20 Ibid., lib. iii, cap. xvii, pp. 431-432.

21 Ibid., lib. iii, cap. xviii, p. 432.

22 Ibid., loc. cit.

23 Zegarra López, Dante. Monasterio de Santa Catalina de Sena de Arequipa y doña Ana de Monteagudo, priora. S. l., 1985, p. 59. El monasterio de Santa Catalina de Siena de Arequipa fue fundado el 10 de setiembre de 1579 por doña María de Guzmán, quien tomó el hábito dominico el día 13 de setiembre del referido año, es decir, fue 45 años mayor que el monasterio de Santa Catalina de Siena de Lima.

24 Todos están sepultados en templos de Lima: santo Toribio, en la Catedral; san Francisco Solano, en San Francisco; y san Martín de Porras, san Juan Masías y santa Rosa, en Santo Domingo, en la capilla de San Jerónimo, de los Aliaga.

25 Sor Ana de los Ángeles Monteagudo está sepultada en Arequipa, en el monasterio de Santa Catalina de Siena.

26 Sánchez Concha Barrios, Rafael. Op. cit., cap. x, pp. 157-198.

27 Ibid., cap. xi, pp. 199-243. En cuanto a sus naturalezas tenemos que añadir: María de Esquivel, «María, la Pobre», fue sevillana; fray Andrés Corzo, de la isla de Córcega; Juan de la Concepción, montañés del valle de Toranzo; Isabel de Porras, sevillana; Juan del Castillo, toledano de Salarrubias; fray Juan Gómez, sevillano de Puebla de Guzmán; Francisco Verdugo, sevillano de Carmona; Estefanía de San Francisco, mulata cusqueña; Miguel de Santo Domingo, mulato posiblemente limeño; Jerónima de San Francisco, sevillana; Antonio Ruiz de Montoya, limeño; Lucía Guerra de la Daga, limeña; Francisco de San Antonio, indio de Huailas; Feliciana de Jesús, de Trujillo del Perú; Isabel de Jesús, limeña; Miguel de Ribera, trujillano del Perú; Gonzalo Baes, portugués; y Úrsula de Cristo, mulata limeña. El único de cuna desconocida es Antonio de San Pedro, de la orden de la Merced.

28 Ibid., cap. x, pp. 162-165 y 194-198.

29 Ibid., cap. ii, pp. 49-55, nota 21.

Parte primera
La casa del arcabucero