Cubierta

 

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Sobre Jaime Larraín Ayuso

Jaime Larraín Ayuso nació en 1947. Entre sus oficios se destacan el de arquitecto, fotógrafo profesional y escritor. Es autor de la Trilogía “Sufrir de más” (2014), con el ensayo Big Bang Sex, o teoría del Todo; El Propósito, sobre el sentido en la especie humana; Eneagrama ECO, una investigación sobre el origen de la personalidad. La brújula del Amor (2020, Amazon) evidencia el juego entre las 9 tipologías de personalidad.
En 2018 publica la novela Operación Crisálida, que gira en torno al Dinero; Qué dirá el Santo Padre (2019), es la segunda de la saga, y polemiza entre Religión y Espiritualidad. La tercera y última, se ocupará del Poder. Pasajeros en tránsito es su primer libro de cuentos cortos.

Índice

Trémula

Leo llegó a tiempo para el funeral. Ella tenía 87, y nunca la conoció. La primera y última vez que la vio ella tenía 22. Aunque Leo le perdió el rastro a sus siete años, no quiso estar ausente en su partida y viajó desde otro mundo, del mundo de los libros al del espectáculo, las vedettes y el bolero.

Esa mañana calurosa en el Cementerio Nacional de la Ciudad de México, no sólo el aire vibraba. Un reducido grupo del mundo del espectáculo la despedía con franca admiración. Un señor muy mayor, con un bigotito esmirriado, tomó el micrófono y sacó un papel meticulosamente doblado desde el bolsillo interior de su chaqueta. Mientras carraspeaba para aclarar la voz, posiblemente como una muletilla que usó en su larga vida como animador de espectáculos, desdobló el papel y paseó la mirada por cada uno de los asistentes, deteniéndose en los mellizos que, junto a sus familias, despedían a su madre, una madre que ya estaba de vuelta sobre los escenarios a un mes de haberlos parido. En un tono engolado que recordaba los radioteatros de los años 50, leyó pausadamente, dejando que las palabras tocaran fondo para quedarse. Sin duda, parecía ser un personaje importante. Quizás presentó a Pedro Infante o a Libertad Lamarque en los escenarios de aquel viejo México que despertó a la vida nocturna a fines de los 40.

Mientras escuchaba nombres y más nombres de desconocidos, que el señor del bigotito incorporaba con bastante destreza a viejas anécdotas que hacían sonreír a los asistentes, la mente de Leo voló lejos: su mano derecha se aferraba fuertemente a la de su madre, y la izquierda tanteaba en el pasamanos de madera de una escalera mecánica que temblaba con el orgullo de ser la primera en el país. Atiborrada de madres y niños, la escalera descendía a un salón donde Chernilo, el mayor del curso celebraría en grande sus siete años. Chernilo era el más corpulento, todo un oso protector, siempre sonriente y con los mejores lápices de colores, los 180 Faber-Castell que formaban un arcoíris desplegado en una caja de madera con dos niveles. Lo llevaban en un auto negro con chofer y, no más bajarse, le entregaban un bolsón de cuero color miel, lustroso, lleno de cuadernos empastados, que balanceaba mientras entraba como emperador al colegio, que parecía ser de su propiedad. Leo no le tenía envidia, sino admiración pura, aunque a veces hubiera deseado no tener que empujar el viejo Peugeot 404 de su padre en las frías mañanas de invierno, cuando se resistía a arrancar y la manivela tampoco operaba. Al cumpleaños también iría Bárbara, la de la trenza gruesa, negra y espesa, todo un misterio detrás de esa expresión salida de alguna pirámide egipcia, morena, aceitunada, y seria. Paulina Lepeley era diferente, risueña, con un corte de pelo igual al Príncipe Valiente y con unos ojazos verdes que asustaban de gusto.

Antes de entrar, en el vestíbulo del salón, la madre de Leo le pasó el regalo que debía entregar y se despidió con un abrazo. Tu papá vendrá a recogerte, le dijo al oído. Por sobre el hombro de su madre, vio un mural con La maja de Goya, la vestida y la desnuda, y apretó el abrazo de despedida para retener la imagen de la segunda. Sobre las majas, y en letra cursiva, decía: “Salón de Té y Confitería Goyescas”.

La voz engolada del señor bigotito lo llamó a volver a la ceremonia. Entre los escenarios citados, donde el éxito y el glamour coronaron a nuestra reina del baile exótico, dijo, mencionando su paso por el país de Leo. Luego siguieron alabanzas para Yolanda con relamidas frases que ya no se usan, pero que reverberaban en boca de sus olvidados protagonistas, para dar cuenta del mundo ensoñado y grandilocuente de ese México oral y nocturno que ya agonizaba, tragado por la televisión y el narcotráfico. Pero los recuerdos pudieron más. Leo se vio entrando a un gigantesco espacio, lleno de globos, luces, piñatas y serpentinas tricolores, algo nunca visto en los muchos cumpleaños a que había asistido en sus siete años. Sin duda, pensó, los papás de Chernilo son poderosos. Casi todos los compañeros de curso ya estaban en sus lugares, copando una mesa eternamente larga, y como marabuntas ansiosas por beber líquidos de colores, amarillos, naranjas y rojos, luchaban por sus presas sin mayor disimulo, dando por hecho que el mundo había sido creado para cada uno en exclusiva.

La granadina, más espesa y dulzona, ya delataba a algunos voraces, pegoteada entre los labios y la nariz, como mosqueteros inocentes. Si no hubiera sido por los gorritos que les encasquetaban apenas entrar al cumpleaños, la escena parecía una orgía romana llena de ruido y codazos envidiosos. Esa jauría de imberbes no estaba hablando bien de la especie humana y poco futuro podría deducirse mientras estaban devorando todo a su paso, y lo hacían en silencio, apenas con algún murmullo para defender la propiedad privada de un pastel.

A la llegada del chocolate caliente, se sumaron bandejas de panecillos rebosantes de una pasta de huevo y mayonesa, varias bandejas. Repentinamente, la cortina del escenario se descorrió con los acordes de un pasodoble y bajo la luz de un seguidor, emergió la figura de un hombre vestido de torero, sumido en un traje de luces ajustado que nunca había visto Leo, ni siquiera en el cine del Teatro Metro. El presentador lo anunció como Pepe Lucena, llegado desde España y éste se apoderó del escenario con varios cante jondos andaluces cuyo lamento y los vibratos tras cada sílaba, lograron detener la comilona infantil. Perplejos, los niños miraban al torero con ojos grandes y sin pestañear mientras disolvían algún pastel en forma automática, con la boca entreabierta. Pepe Lucena no era español ni había llegado recién, era de Rancagua, a solo 100 kilómetros de Santiago y cantaba y se lamentaba cada sábado, cuando el salón de té iba mutando para convertirse cada noche en una boîte de prestigio. La madre de Chernilo sonreía compungida porque notaba que los niños se estaban asustando con tanto lamento español, que por cierto no ayudaba a la degustación del menú contratado con tanto esmero, pero también estaba agradecida de que el local estuviera brindando un espectáculo no contratado. Y lo gratis, aunque sea inoportuno, se agradece. Ese año, 1954, el local cumplía 5 años de éxitos en los que nunca faltaron artistas internacionales en la función nocturna, de modo que Lucena o era un bonus track o estaba teloneando a un gran artista que vendría cuando los niños hubieran despejado el lugar. Mientras Lucena se lucía, fue llegando lo que sería la novedad del año, algo insólito, aún más atractivo que Bilz y Pap. Leo no supo hasta muchos años después que aquella tarde sabatina fue testigo del lanzamiento al mercado culinario de un nuevo producto de fantasía: la gelatina. Se abría una nueva era en postres, era transparente y de vistosos colores, además de económica y de fácil preparación, todo un símbolo de los nuevos tiempos. Sólo los chefs sabían que la gelatina venía usándose desde los egipcios para ciertos guisos, para espesar salsas, pero fue una sorpresa total cuando a su transparencia se sumaron los más modernos colorantes artificiales con sabores a fruta, dulces y aditivos. Nada de eso sabía Leo, sólo estaba impresionado como lo estaban todos los invitados. La gran mesa se fue llenando de fuentes de vidrio llenas de esos colores transparentes y luminosos. Había de color naranja, otras de verde manzana o de un subido amarillo limón. Frente a Leo, la mano de un mozo dejó una fuente inolvidable: la capa inferior era de color cereza ¡y tenía cerezas flotando en ese universo dónde sólo vivía el color!; encima una capa naranja, con gajitos y la superior era amarillo limón, sin limones. La luz de la lámpara la atravesaba hasta el fondo, desparramando los colores sobre el mantel, y algunos destellos rebotaban en una jarra de vidrio con granadina de un color burdeos, como el vino de papá. Los padres de Chernilo se estaban luciendo y la abundancia y la novedad estaban en el límite de lo obsceno. ¿El cumpleaños se estaba estirando en un horario no previsto por el local? Dos o tres padres ya habían llegado a recoger a sus niños, pero tuvieron que aceptar un buen trozo de torta para que no comenzara la estampida y se terminara el cumpleaños por abandono anticipado. Ninguno aceptó gelatina, les pareció infantil.

Apenas Pepe Lucena terminó sus lamentos gitanos, Leo se abalanzó sobre la fuente de gelatina, pero no alcanzó a cucharear. Había aparecido en el escenario, envuelta en una música exótica y sensual, una mujer casi desnuda, con un pequeño bikini de lentejuelas doradas. Lo primero que impresionó a Leo fue el vaivén de los flecos que colgaban de sus senos y otros que resbalaban sobre sus nalgas.

Sin despegar la mirada de aquella mujer que se contorneaba al ritmo de una música que por momentos parecía llegar de la isla de Bali, y en otros desde lo profundo de la jungla africana, Leo hundió su cuchara en la gelatina roja y sintió la succión que quiso arrebatársela, como una ventosa de sonido pegajoso que se resistía, pero la liberó, desencadenando un temblor en toda la gelatina, sin derramarse, reverberando satisfecha hasta aquietarse. Ese segundo, en que vio temblar la gelatina fue el único en que despegó la vista de los senos de la bailarina. Vio allí, en aquellos pechos que amenazaban con desbordarse, ese mismo temblor cuyas réplicas no se aplacarían en toda su vida.

La voz tranquila del señor bigotito lo sacó de ese fantasear que le había acompañado desde aquel cumpleaños. El homenaje a la Tongolele continuaba en el cementerio de la Ciudad de México:

Mito hecho hembra. Ave de tempestades. Sacerdotisa de la lujuria que al tam-tam de los tambores agitó sus caderas, cimbró su cintura y bamboleó sus pechos en una danza primigenia, salvaje y fogosa, surgida de las entrañas de un volcán hawaiano. Con su cadencia, ritmo y pasión llevó al cenit las noches de cabaret; licuó las hormonas de los machos de arrabal y sus espectáculos fueron…

Y la voz zalamera se diluyó nuevamente en sus recuerdos.

Pero Leo, a sus siete años, nada sabía del prestigio internacional de la Tongolele. Para él eran unos pechos trémulos como la gelatina que bailaba en su cuchara. Desde esa tarde, nunca más pudo disociar gelatina de Tongolele ni obviar la fuerte carga erótica que sintió, como una oleada, sin saber de qué se trataba aquello que le estaba invadiendo sin el perdón de Dios. Nada sabía sobre erotismo ni del poderoso imán de un pezón erecto, no lo conocía aún, pero el temblor de los pechos de la Tongolele le habían despertado tal ráfaga de sensaciones que parecía un tsunami que sorprende, que asusta y que a la vez se admira. A ese movimiento, ese tremular de la parte superior de los pechos, lo llamó para siempre “El efecto Tongolele”, y en el futuro lo buscó en bailarinas, atletas, acróbatas o donde fuere. Se había transformado en una fijación erótica que de tiempo en tiempo reforzaba con una gelatina que preparaba, algo más licuada para que temblara como recordaba. Nunca aceptó que le prepararan gelatina siguiendo la receta del envase, la encontraba dura, como aquella que dan en los hospitales y en los colegios, sin efecto Tongolele. Similar crítica tenía con los implantes de silicona, pero nunca se atrevió a sugerir su perfeccionamiento para bien de la humanidad masculina; se hubiera delatado su secreta adicción.

Absorto en la bailarina, en sus sinuosos movimientos, mientras mecánicamente cuchareaba la fuente de gelatina sin mirarla, Leo apenas notó la mano pesada de su padre. Se giró y allí estaba, junto a unos 20 padres, mirando el baile con un interés inusitado. Mas adelante se daría cuenta que eran miradas lascivas, de ojos vidriosos y sonrisa bobalicona, que alguna vez adivinó en su propio rostro. Sin duda, el cumpleaños se había atrasado y le estaba pisando los talones al espectáculo de variedades, pero tampoco los apoderados hacían nada por rescatar a sus hijos de las fauces eróticas de la Tongolele. Los padres estaban atrapados por las hormonas y habían olvidado a sus criaturas. La madre de Bárbara se la llevó discretamente con un mohín de asco por esos apoderados indecentes. Carlos Catalán, detrás de unos descomunales anteojos, succionaba gelatina que saltaba de la cuchara a sus fauces como por arte de magia. Fascinado con su poder y sentido del malabarismo, no miraba a la bailarina con el mismo interés que su padre.

Habían pasado 65 años desde ese cumpleaños agitado, y allí estaba, en México, despidiendo a una vedette que nunca conoció pero que le instaló una secreta e inofensiva fijación por los pechos trémulos y, por cierto, por las gelatinas.

El señor bigotito, abiertamente emocionado por la despedida de su amiga Yolanda quiso compartir ese momento y ofreció la palabra. La primera reacción de Leo fue aceptar, pero desistió, nadie entendería, y hasta podría parecer de mal gusto, que un desconocido hablara de su primera erección y de su afición por las gelatinas. Decidió guardar ese secreto, en aquel momento en que Eros y Tánatos, la vida y la muerte, se estaban abrazando como dos viejos amigos.

Al salir del Goyescas ya era de noche en Santiago. Caminó junto a su padre en silencio hasta el auto, pero iba incómodo, no tanto por el cosquilleo en su entrepierna, sino más bien por no ser descubierto por su progenitor. Al subirse al auto, su padre le preguntó:

—¿Qué es lo que más te gustó del cumpleaños? —Leo se sintió pillado y en un gesto automático llevó su mano sobre la bragueta, y sintió lo que sería la primera erección de su vida.

—La gelatina —respondió—, la gelatina roja, papá.

Eloísa

Lota, Chile.

 

Llovía sin perdón de Dios. A pesar del informe meteorológico que prometía lluvia para todo el día y parte de la noche, decidí cumplir con mi programa de visitas. Había viajado cuatrocientos kilómetros en avión y sólo tenía 48 horas para seleccionar a un niño o niña que protagonizara una historia que tendría como objetivo la de captar nuevos socios para apadrinar a niños que viven en la extrema pobreza, a través de World Vision.

El agua corría colina abajo, desdibujando el angosto sendero que serpenteaba sin aparente intención, y junto al cual habían nacido improvisadas construcciones en cartón, restos de madera, hojalata sobrante de otros techos, piedras que reemplazaban a clavos y tornillos, todos ellos luchando con el viento y con ráfagas de lluvia fina y penetrante.