Gabriel Trujillo Muñoz

Vecindad con el abismo

Lectorum

Colección Marea Alta

Edición Digital

 

Vecindad con el abismo © Gabriel Trujillo Muñoz, 2014

© Lectorum

D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C. V, 2014 Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A Lote 1621 Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C. P 09310, México, D. F.

Tel. 5581 3202

www.lectorum.com.mx

ventas@lectorum.com.mx

L. D. Books, Inc.

Miami, Florida ldbooks@ldbooks.com

Primera edición: mayo de 2014

ISBN edición impresa: 978-607-457-380-0

ISBN edición digital: 978-194-338-7649

D R. © Portada: Víctor Gli

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley. Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.

 

La verdadera moral estaría paradójicamente en entregarse al peligro, a lo que nos consume. Esa entrega, que supone siempre una vecindad con el abismo, irradia al mismo tiempo la única luz posible.

Thomas Mann

La historia no es sólo lo que queda a nuestra espalda: También es lo que va con nosotros, lo que nos acompaña.

Henning Mankell

 

Esta novela está dedicada a todos los desarraigados que aún sueñan con regresar a su tierra, con volver a vivir en el lugar que alguna vez fue suyo.


Índice

La inundación

La fosa

Rumores y prevenciones

Sombras familiares

Conjeturas y disfraces

El estruendo del mar

Encrucijadas

Despedidas

Epílogos


La inundación

El diluvio

Un viento repentino trajo, por la mañana, las primeras gotas de lluvia a Mexicali. Eran los últimos días de agosto y no había llovido por dos años. Para media tarde las nubes seguían ennegreciendo el horizonte y aquello parecía un diluvio completo. Las calles empezaron a desaparecer bajo las aguas y los automóviles fueron quedándose varados en estacionamientos, glorietas y avenidas. Las sirenas de las patrullas y las ambulancias ya eran, para entonces, el sonido predominante en aquel caos. En pocas horas los principales transformadores estallaron y los cables de la luz echaban chispas por doquier. Durante toda la noche siguió lloviendo y para el amanecer del día siguiente no hubo tregua: el torrente continuó cayendo como una maldición bíblica.

Los mexicalenses, como todos los habitantes del desierto, estaban preparados para soportar seis meses de calor pero ningún día de lluvia. El agua, que tanto reclamaban para beber en el verano, la veían ahora como una criatura monstruosa que iba socavando los cimientos endebles de sus casas y que los dejaba incomunicados y sin poder acudir a sus trabajos. La ciudad que tan bien conocían se iba transformando en un pantano lleno de nuevos peligros, de inéditas acechanzas.

Lo peor es que la lluvia no limpiaba el paisaje urbano y lo dejaba nuevo y reluciente, como en la ciudad de México o Guadalajara. Al contrario: las aguas se iban estancando y formaban grandes corrientes que retomaban los antiguos cauces del Río Colorado. Cauces donde ahora se levantaban caseríos y colonias de asentamientos irregulares, donde los más pobres de los pobres habían construido, con cajas de cartón y con láminas oxidadas, sus casas enclenques, sus hogares.

De ese conglomerado de voluntades fieras y materiales de segunda se alimentaba la vida fronteriza para crecer y prosperar. De ahí surgían los más fuertes y desesperados, los más duros y sin escrúpulos. Hombres y mujeres. Los hijos bendecidas por la comunidad para ser sus matones y sus policías, sus campeones de boxeo y sus mejores bailarinas de table dance.

Por décadas, esos barrios y colonias pegados a la línea fronteriza con los Estados Unidos de América fueron el corazón de Mexicali: repletos y bulliciosos, con música estruendosa noche y día; con calles polvorientas y sinuosas; con casas que, en conjunto, proclamaban su anarquía urbana, el orgullo de vivir bajo sus propias normas; con mercados sobre ruedas donde los productos piratas eran la única mercancía legítima; con pandillas que se exterminaban a balazos con toda la rabia contenida, sin esperar nada de las autoridades; con niños que sobrevivían en la orfandad absoluta, en la malicia precoz, entre el paraíso temporal de una dosis y los estertores finales de un pasón.

Esos barrios creados en los cauces federales que, según la ley, pertenecían al gobierno, pero a un gobierno que apostaba por no ver, por no oír, por no decir nada con tal de no gastar en servicios públicos, terminaron por ser el símbolo de una comunidad que nunca se rendía ante las calamidades del mundo, que no pedía más que un lugar para vivir y morir a su manera.

Y entonces llegó la lluvia de ese agosto y con ella los vientos huracanados y el diluvio que aumentaba sus precipitaciones con cada hora que pasaba.

La colonia Río Nuevo fue la que más resintió aquella inmensa corriente de aguas turbulentas. Ubicada en los bajos del viejo cauce de este brazo del Río Colorado, que había estado seco por más de cuarenta años, fue la que sufrió el embate más severo.

En unas cuantas horas los residentes del Río Nuevo estaban intentando salvar sus objetos más preciados del agua que se colaba desde la calle. Los patios eran lagunas, las plazas, lagos. Las casas, muchas de las cuales estaban construidas para enfrentar el solazo pero no la lluvia interminable, comenzaban a derrumbarse sobre sus propios ocupantes, empezaban a poner en riesgo sus vidas.

Y apenas eran las diez de la mañana del segundo día del diluvio.

Y todavía faltaba lo peor.

 

Un puntito rojo

La visibilidad era casi nula, pero el chofer de la camioneta todo terreno avanzaba a treinta kilómetros por hora por las calles inundadas. Con una radio en la mano y una habilidad innata para mover el volante y evitar los obstáculos, el Jimmy, el cuervo mayor de los Cuervos de Mexicali, la banda de motociclistas mejor organizada de la ciudad, acudía en auxilio de la víctima más desamparada de toda la región: Miguel Ángel Morgado, abogado defensor de los derechos humanos y, por ahora, un ciudadano que no podía salir de su edificio de oficinas en la Plaza San Pedro.

El Jimmy detuvo la camioneta doble tracción enfrente de la puerta de vidrio del edificio y tocó tres veces el claxon.

La cortina de agua era tan densa que las luces para la niebla apenas alcanzaban a iluminar los diez metros que mediaban entre la puerta y el vehículo.

Estaba a punto de lanzar un nuevo bocinazo cuando la figura de Morgado atravesó el diluvio y en un segundo ya estaba el abogado metido en la camioneta.

—¡Gracias! Mi carro está en el estacionamiento subterráneo y no te cuento cuántos metros de agua lo rodean. Es todo un submarino, el telescopio es la antena de la radio, con eso te digo todo.

Morgado intentaba, mientras daba su explicación, quitarse el agua de su traje.

—Pareces un perro de aguas. No te pongas a salpicar, tengo algo mejor.

El Jimmy le entregó una toalla, con la que Morgado buscó primero quitarse el agua de los cabellos y de la cara.

—No esperaba este ciclón. Cuando decidí cambiar de residencia a Mexicali creí que ya me había librado de las trombas de la ciudad de México.

El Jimmy le dio a la reversa y enfiló hacia el periférico.

Miguel Ángel seguía entretenido con quitarse hasta la última gota de lluvia, sin conseguirlo.

—Mexicali es como todas las criaturas del desierto: te enseña primero los hábitos esenciales para sobrevivir y, cuando ya te sientes el bendito señor de esta comarca, te cambia el tablero y a empezar de nuevo. Mira, Morgado, ¿cuándo este pinche lugar te ha dado algo por seguro? ¿Cuándo este puto arenal ha sido nuestro amigo?

El abogado terminó de acicalarse y por primera vez observó al Jimmy, su rescatista profesional.

—Ahora hablas como yo: puro lamento.

—¡No! ¡Tú hablas como yo!

Y ambos se rieron por aquel desaguisado.

—Oye, Jimmy, este no es el camino a mi casa. ¿A dónde me llevas?

—¿Ves? Un minuto eres un cuervo entrón y al otro ya vuelves a ser un ciudadano ejemplar, temeroso de ser secuestrado. ¡Decídete, Miguelito!

La lluvia arreciaba y varios relámpagos cayeron a unos centenares de metros de la carretera.

En esos instantes en que la luz iluminó el horizonte, Morgado pudo ver los letreros a su paso.

—¿Vamos para dónde? —insistió.

El Jimmy, como era su costumbre, respondió con otra pregunta.

—¿De verdad crees que eres la única persona en apuros en este momento?

Miguel Ángel entendió el mensaje: iban a rescatar a más amigos del Jimmy.

—Esto es una catástrofe —dijo, como si su compañero de andanzas no lo supiera—. En Internet dicen que va a durar dos días más cuando menos y que hoy mismo el gobierno va a declarar zona de desastre toda la península de Baja California, desde aquí hasta Los Cabos.

El Cuervo mayor puso los limpiabrisas a su mayor velocidad antes de responder a la lluvia informativa que Morgado le lanzara.

—Pinche chilango que eres, Miguelito. Que acá ya no es tierra salvaje. Internet tiene todo el mundo. Incluso aquí traigo mi laptop para lo que se necesite. Búscala atrás.

El abogado hizo lo que le decían, pero antes de localizar la computadora portátil se topó con un par de trajes impermeables y sombreros de plástico, con varias palas y picas, y con una media decena de lámparas de gran potencia.

—¿Somos la caballería al rescate?

—Algo parecido.

Debajo de todo eso Miguel Ángel encontró una botella de ron

y un libro grande: Mapa cartográfico del valle de Mexicali, 1943.

—¿Para qué es este mamotreto?

—Es la mejor guía para no ahogarte con estas lluvias. Lo hicieron los ingenieros de la Comisión de riego del Distrito del Río Colorado. Con esta obra puedes consultar dónde están, dónde empiezan o acaban los cauces secos del Colorado antes de que los desecaran y construyeran en ellos casas y edificios.

Miguel Ángel dejó por la paz el tema y volvió su atención a la computadora.

—Dame tu clave de entrada y tu contraseña —pidió.

—De pendejo te la doy. Ya está prendida. Sólo vete al programa que dice satnet y allí verás, en vivo y en directo, nuestra ubicación actual y la situación de Mexicali.

Morgado siguió las instrucciones y la pantalla se llenó de una imagen satelital del valle de Mexicali con un puntito rojo moviéndose sobre una línea azul.

—Todo el valle es una mancha oscura con unos cuantas manchas amarillas y unas líneas azules, ¿qué significa eso?

—Lo oscuro indica zonas inundadas —el Jimmy le explicó, mientras maniobraba la camioneta por una fila de autos atascados.

—¿Y los otros colores?

—Amarillo o naranja son sitios secos o que al menos las aguas no han cubierto totalmente. Las líneas azules son carreteras o avenidas grandes. Como en la que andamos ahorita mismo.

Morgado se fijó en el punto rojo.

—Oye, no entiendo.

—¿Qué cosa?

—Vamos alejándonos de las zonas inundadas. Estamos a punto de entrar a una zona amarilla.

—Vamos al rescate de un amigo que no conoces, nunca te lo he presentado. Luego regresamos a las aguas turbias. No te preocupes: de que vas a mojarte, te vas a mojar.

—¿Cómo se llama tu amigo?

—Llámalo Ricardo. O Richie. Yo le digo abuelo.

Morgado se sorprendió ante aquella noticia.

Conocía al Jimmy por más de quince años y el tema familiar sobre el Cuervo mayor no había pasado de tratar a su esposa e hijos.

Una vez, en la fiesta de quince años de Laura, la hija mayor, el Jimmy le contó de la muerte de su padre cuando trabajaba en la carretera de la sierra de la Rumorosa. Entre cerveza y cerveza, entre tacos de carne asada y pedazos de pastel azucarado para matar diabéticos, el Cuervo mayor le relató la vida andariega de su padre, el dinamitero, el especialista en desgajar cerros en un santiamén, el experto en abrir camino a las cuadrillas de trabajadores. Su muerte, a los 35 años, por una carga explosiva que tronó antes de tiempo, se convirtió en una leyenda entre los trabajadores. Una de las subidas de la carretera, desde entonces, llevaba su apodo: cuesta del Temerario.

De su madre, el Jimmy hablaba menos. Había fallecido por enfermedad unos años antes de que se conocieran. Y en más de una ocasión se tropezaron en el cementerio el dos de noviembre, el día de muertos. Cada uno llevando ramos de flores a sus respectivos difuntos. Pronto descubrieron que sus respectivas tumbas no distaban más de veinte metros una de otra. Un motivo más para sentir que cumplían un deber como dos integrantes de una misma orden de hijos pródigos.

Pero de los abuelos del Jimmy aquella era la primera noticia para Morgado.

—¿Cuántos años tiene tu abuelo?

El Cuervo mayor, que seguía atento a los accidentes en la autopista, tardó en contestar.

—Noventa años y bien vividos. Pero no me creas: el abuelo le encantó hacerse el misterioso, toda su vida es un enigma que nunca cuenta del mismo modo.

—Debe ser un viejo correoso.

—Es un cabrón hijo de puta. Ya lo conocerás, Miguelito.

 

La casa embrujada

La lluvia era menos intensa en aquella parte del valle de Mexicali. Sin embargo, el agua llegaba, en algunas calles, hasta la puerta de la camioneta. El Jimmy se mantenía alerta ante cualquier imprevisto, pues varios canales de riego simplemente habían desaparecido y eran trampas mortales.

—Si nos salimos de la carretera no la contamos —dijo el Cuervo mayor a un abogado cada vez más nervioso.

—Gracias por decírmelo —le contestó Morgado, que no perdía de vista los anuncios publicitarios que marcaban el rumbo de la autopista.

—No te preocupes, si caemos a un canal sólo cerciórate de bajarle los vidrios a tu lado y así será más fácil rescatar tu cuerpo en uno o dos días, ya cuando bajen las aguas. En serio, Miguelito, te lo prometo.

Miguel Ángel soportaba mal la carrilla de su amigo, pero más le preocupaba el salir bien librado de una situación que, a cada momento, se agravaba: la propia carretera era una enorme laguna sacudida por el oleaje que hacían los pocos camiones y camionetas que se aventuraban en sus profundidades.

—Para la próxima vienes mejor preparado con una motoski.

—Para la otra —le reviró el Jimmy— te traigo de piloto de cabotaje: vas caminando enfrente de mi camioneta y midiéndole el agua a los canales, ¿qué te parece?

—Me parece que eso que se nos viene encima es un semáforo.

El Jimmy tuvo que dar una vuelta repentina hacia la derecha para evitar que el semáforo fuera a caer sobre el cofre de su camioneta.

Por unos cuantos centímetros se salvaron de golpear el semáforo, pero la vuelta los sacó de la autopista y los llevó a estrellarse con un poste de la luz.

El golpe no fue demasiado fuerte y la camioneta no se apagó.

El Cuervo mayor salió a la lluvia para comprobar los daños, pero regresó casi de inmediato con una sonrisa socarrona.

—Todo bien, un rasponcito y ya, pero vi el letrero del rancho de mi abuelo. Ya estamos en la parte alta de la colonia Río Nuevo, creo que a menos de quinientos metros de su propiedad. Esas son las buenas noticias.

—¿Y cuáles son las malas? —quiso saber Morgado, el pesimista.

El Jimmy regresó la camioneta, como pudo, a la carretera y siguió por unos metros antes de meterse por una puerta de metal abierta de par en par, en cuya parte superior, en grandes letras doradas, decía: Rancho del Huerto.

—Las malas son una sola: de aquí hasta la casa de mi ancestro son cuatrocientos metros de pura terracería anegada, así que ajústate bien el cinturón de seguridad porque vamos a rebotar de abajo para arriba y de un lado para otro, como si estuviéramos en la carrera Baja Mil, tú sabes, es como luchas en lodo a cien kilómetros por hora. O como un masaje japonés a triple velocidad. Será divertido.

Morgado no alcanzó a escuchar ni la segunda frase del Jimmy, ya que estaban en plena etapa trepidatoria, con la lluvia encima y el camino hecho una pista en la que se deslizaban sin control.

Tres minutos después, el Cuervo mayor logró frenar contra un muro de contención.

—Llegamos —dijo con un tono de alivio en la voz.

—Llegamos —contestó Miguel Ángel, igual de aliviado por seguir con vida.

El Jimmy tocó la bocina en forma continua y luego se puso el traje y el sombrero impermeable. Morgado siguió su ejemplo.

Ambos bajaron de la camioneta frente a una casa de adobe parado estilo español californiano, que contaba con una escalinatas de piedra frente a la puerta de entrada.

Sin luces visibles en su interior, aquella casa solariega asemejaba una mansión de película de terror.

—¿Estás seguro que tu abuelo no es de Transilvania?

El Jimmy introdujo una llave en la puerta principal y le cedió el paso al abogado.

—¿Nunca te dije que me apellido es Drácula y que tú eres el platillo especial para el banquete de esta noche?

Miguel Ángel se rió ante la situación.

—Mejor vampiro seco que rescatista mojado.

Dentro de la casa, el Jimmy procedió a encender unas velas, lo que aumentó la sensación de que estaban en una casa embrujada por las enormes telarañas que colgaban en el techo.

—No te espantes, Morgado. De niño aquí veníamos, mis primos y yo, a jugar al Halloween. Y te aseguro que esta casa no cuenta con más fantasmas que mis recuerdos de infancia.

El abogado revisó los pisos y descubrió que el agua no se había metido a la casa.

La cocina estaba limpia y con latas de comida cubriendo varios estantes.

La sala era otra cosa: un desorden de libros viejos y amarillentos, junto con hileras de periódicos y revistas desconocidas para Miguel Ángel. En medio de la sala se encontraba una mesa cuadrada y en ella se amontonaban mapas y papeles con trazos orientales y en idiomas extranjeros.

—Creo que el libro que traes en la camioneta le pertenece a tu abuelo, ¿o me equivoco?

El Jimmy entró a la sala con un candelabro encendido.

—No, estás en lo correcto. El Richie, mi abuelo, es un historiador aficionado. ¿No recuerdas que una vez te hablé del tesoro de Joaquín Murrieta? Pues fue mi abuelo el que me metió esas ideas de buscador de riquezas escondidas. Yo sólo he seguido sus pasos.

Morgado dejó por la paz aquella montaña de papeles y manuscritos, y con la luz del candelabro descubrió que no había nadie en la casa.

—Bueno, ya estamos aquí, pero no veo ni rastros de tu abuelo.

—Sí, eso me preocupa. Voy a salir al huerto trasero. Espero que ande cerca.

En ese momento se abrió la puerta de la cocina, y un ramalazo de lluvia penetró al interior.

—¿Eres tú, Jaimito?

—Sí, abue, soy yo. ¿Para qué somos buenos?

Y allí estaba un viejo alto y flaco, que por ningún lado aparentaba los noventa años que el Jimmy le adjudicara.

Pero lo que más impresionó al abogado eran sus ojos encendidos, fieros, retadores, que todo lo escudriñaban, lo medían, lo sopesaban.

—¿Quién es éste? —preguntó sin quitarle la vista a Morgado.

—Es Miguel Ángel Morgado, abue. El abogado que...

—Que te ayudó con tus broncas y al que tú le ayudaste en las suyas. Ya recuerdo.

El anciano se acercó al Jimmy y le dio un golpe en la mejilla como señal de bienvenida.

Luego saludó de mano a Miguel Ángel.

—Me alegro que hayan podido llegar, acabo de darme cuenta que se metió un torrente por la parte posterior de la huerta y se está acumulando sobre la pared trasera del rancho, necesito hacerle un hoyo grande al muro o el agua lo va a tumbar todo en unos minutos. ¿Me ayudan o se van a quedar aquí parados como dos pollos buenos para nada?

—Traemos palas y picos para lo que se ofrezca —fue la respuesta del Jimmy.

El viejo sonrió con la misma sonrisa taimada del Cuervo mayor.

—Así me gusta: que esta lluvia nos hace los mandados.

Y los tres, dos figuras con impermeables amarillos y un viejo con sombrero de ala ancha, salieron por la puerta trasera al huracán en pleno.

El abogado sacó su teléfono celular y vio la hora.

Eran las dos de la tarde y todo a su alrededor era un reino de sombras aullantes, de torrentes cayendo sin cesar y de agua moviéndose hasta sus rodillas.

El viejo contempló aquellas aguas malas por un momento y luego les señaló el rumbo a seguir.

—Yo voy por mi tractor, lo vamos a necesitar. Allá, justo donde termina el muro, los alcanzo.

El anciano se perdió entre los troncos de los árboles que el viento mecía como gigantes doloridos.

—No veo el torrente —dijo Miguel Ángel mientras avanzaba completamente cegado por la lluvia.

La voz del Jimmy le llegó desde una gran distancia.

—¿Dónde estás, cabrón? —gritó de nuevo.

Y dio un paso hacia donde creía era la dirección correcta.

Demasiado tarde se dio cuenta que aquel era un paso al vacío.

 

El socavón

La caída fue lo peor: un instante de pánico absoluto antes de aterrizar en una masa lodosa e informe. El golpe tuvo como consecuencia un dolor en el hombro y una desorientación que duró varios segundos.

Una mano lo agarró del impermeable y lo puso de pie.

—¡Te dije que había un hoyo!

Morgado no veía nada pero la voz del Jimmy lo hizo controlarse a sí mismo.

—¡No te oí! ¡No te oí!

El Jimmy se empezó a reír.

Miguel Ángel no pudo hacer otra cosa que acompañarlo en su risotada.

—Debemos vernos como en una película del Gordo y del Flaco.

La risa del Cuervo mayor se hizo más intensa.

—Más bien del Gordo y del Gordo, porque de flaco te queda poco, Miguelito.

Una voz en las alturas los sacó de su ataque de risa.

—¿Van a quedarse allí metidos o me van a ayudar?

Como pudieron, resbalando entre el lodo y agarrándose de los matorrales, subieron hasta donde se encontraba el abuelo del Jimmy.

—Encarámense al terraplén que está junto a la barda y verán de qué hablo, muchachos.

El Cuervo mayor hizo lo indicado por su abuelo. Morgado lo siguió con dificultad pero al fin pudo ver más allá del muro.

El Jimmy alumbró con su lámpara una superficie negra.

—¡Esto no es un torrente más, es un lago! —exclamó, sorprendido.

—Voy a acercar el tractor y me ayudan a derrumbar una sección de la barda —les gritó el viejo.

La barda medía cerca de dos metros y medio de altura.

El Jimmy iba a contestarle cuando el muro se vino abajo: más de cien metros desparecieron cuando aquella enorme masa de agua se abrió camino primero golpeando el lado más alto, donde el Cuervo mayor y Miguel Ángel se encontraban, antes de tomar su cauce real, hacia la parte baja de la colonia Río Nuevo, hacia el centro mismo del aglomeramiento urbano.

La fuerza de la corriente desatada lanzó al abogado y al jefe de los cuervos al borde mismo del hoyo en que habían caído y estaban a punto de ahogarse allí cuando una cuerda cayó entre ellos.

La voz del abuelo del Jimmy, incluso ante el fragor de las aguas, se escuchó nítidamente:

—¡Sujétense fuerte o se los lleva la chingada!

El puro instinto de supervivencia los hizo reaccionar y juntos agarraron la cuerda salvadora que, de inmediato, se tensó ante sus esfuerzos por no soltarla.

El torbellino, sin embargo, al cambiar de rumbo e irse para abajo, los llevó a unos metros del tractor del viejo. Con el último aliento pudieron ambos náufragos llegar al vehículo y asirse de sus llantas enormes.

El Jimmy fue el primero en encaramarse y Morgado, con mayores esfuerzos, hizo lo mismo. El abuelo del motociclista no les prestó mucha atención. Su vista estaba fija en la catástrofe de la que era testigo y participante.

—¡Miren allá! ¡Este monstruo se está comiendo toda la colonia!

El monstruo era una marejada de más de tres metros de altura que avanzaba contra las casas para luego cubrirlas y devorarlas.

Nada quedaba en pie a su paso.

Lo peor era el rugido del agua, su estruendo.

—Parece como cuando pasa el ferrocarril —dijo el abuelo del Jimmy — ¿Sienten la trepidación?

Miguel Ángel, parado sobre una llanta del tractor, la sintió.

Estaba todo empapado pero alerta.

Una sensación extraña lo hacía ver toda la escena a su alrededor como si fuera una película de efectos especiales, algo que maravilla aunque el tema sea una catástrofe.

“Y al final los héroes se salvan y viven felices para siempre”.

Pero el viejo sabía más por viejo que por espectador de películas.

—¡Se está desgajando esta ladera!

Y dándole reversa al tractor buscó alejarse del muro.

Morgado vio como el agua hacía olas mientras intentaban escapar del desgajamiento.

Los matorrales iban cayendo hacia la negrura del fondo.

Un sonido agudo, como una herida abierta en la misma superficie de la tierra lodosa, empezó a surgir de la oscuridad reinante.

—¡Es un socavón! ¡Miren, allí!

Miguel Ángel no pudo dejar de maravillarse ante aquel abismo que se iba abriendo a unos metros de distancia, siguiendo el trazo del derruido muro de contención.

Y entonces unos doscientos metros cuadrados de suelo se transformaron en un agujero negro que siguió el curso del torrente, rumbo a los restos de la colonia Río Nuevo.

Por unos metros se habían salvado.

Pero el viejo no pensaba en ellos cuando volvió a pararse en el asiento del conductor y vio hacia sus vecinos de abajo.

—Si no los mataron las aguas, esta avalancha los rematará. Los tres guardaron silencio.

Abajo, en esa tierra de sombras, ni siquiera se oía un grito de auxilio, una simple voz humana.

 

El rescate

El viejo amarró tres cuerdas gruesas al tractor y los extremos sueltos los lanzó al fondo del barranco.

—Con cuidado bajan. Procuran pisar con precaución. De seguro hay más hoyos peligrosos allá abajo.

El Jimmy sacó su teléfono celular y vio que no recibía señal.

—¿Funciona el tuyo?

Morgado revisó el suyo y vio que estaba igual.

—Abuelo, necesito que contactes a los Cuervos. Diles que vengan con ayuda, con toda la ayuda que puedan.

El viejo asintió.

—Tengo radio de onda corta en la casa. Yo los llamo, no te preocupes. Y luego regreso para apoyarlos.

El viejo se marchó mientras ambos descendían con cuidado por el desfiladero recién creado.

Miguel Ángel vio el tractor arriba de ellos, a escasos metros del abismo.

—Me contento con que no se desgaje más la tierra y el tractor no se nos caiga encima.

—Me contento con que encontremos sobrevivientes —preciso el Jimmy —. Esto está igual de silencioso que una tumba.

Las aguas se habían marchado dejando un cauce mayor que el original: unos cien metros de lado a lado. El desgajamiento posterior había añadido una capa de arcilla y lodo que parecía, por momentos, arenas movedizas capaces de engullirlos. Cada paso era un esfuerzo y una tortura.

Morgado recordó los documentales de exploradores tratando de conquistar los polos.

“Un paso a la vez”. “Una respiración”. “Esto es un juego de resistencia”.

Tardaron, quitando obstáculos innumerables, casi media hora en recorrer los primeros cien metros.

Sus palas les servían de bastones para cruzar por aquella tierra devastada, irreconocible.

—Creo que aquí comienza la colonia propiamente dicha —señaló el Jimmy.

—¿Qué encontraste? —quiso saber Morgado.

—Mira aquí.

Aquí era un montón de ladrillos, un letrero doblado de la Lonchería El Paraíso y un brazo que sobresalía entre el lodo.

Morgado intentó buscar la cabeza de aquel cuerpo, cerciorarse de que estaba realmente muerto, pero el Jimmy lo contuvo.

—Ya le tomé el pulso, Miguelito. Mejor busquemos adelante.

La lluvia seguía cayendo, pero ahora era una fina cortina que la luz de sus lámparas atravesaba de vez en cuando.

Miguel Ángel hubiera preferido que siguiera la negrura impenetrable.

La potente luz mostraba los estragos del desbordamiento, el caos que habían dejado a sus paso las grandes aguas, las ruinas de casas aplastadas, de cuerpos que apenas sobresalían entre el lodo.

Estaban solos en aquella desolación. Ninguna sirena se escuchaba en las cercanías. Ningún movimiento que diera evidencia de vida.

La combativa colonia Río Nuevo era un cementerio sin tapias ni mausoleos de mármol, un lote baldío donde sólo quedaba el cascajo como lápida.

—Esto no debió haber sucedido —le dijo el Jimmy, quien usaba la pala como si estuviera en un campo minado.

Morgado contempló el terreno que pisaban, las laderas desgajadas, el viejo cauce del río donde tantos migrantes fallidos habían decidido hacer sus casas, sus hogares.

—Era lo único que les dejaron —respondió—. Los grandes empresarios tomaron los terrenos mejor ubicados para hacer sus fraccionamientos exclusivos; las maquiladoras compraron las mejores tierras agrícolas para construir sus centros de alta tecnología y sus bodegas binacionales; los políticos compraron, con presta- nombres, los terrenos donde iban a pasar carreteras o donde iban a construirse los nuevos centros comerciales. A esta gente, a estas personas que ahorita mismo acaban de morir, sólo las pusieron de patitas en la calle, sólo las mandaron lo más lejos posible para que no los molestara con sus presencias, con su miseria.

—¿Quieres decir que este sitio fue su recurso final para vivir?

—Quiero decir, Jimmy, que a nadie le importó la suerte de esta colonia miserable. Ni su destino. Ni su futuro. A la gente de aquí nadie les dijo: cuidado, están en un terreno que puede inundarse con una lluvia fuerte.

—O tal vez sí les dijeron, pero pasaron los años y como no caía ni una pinche gota de lluvia, se les olvidó la advertencia.

Morgado observó el amasijo de piedras, láminas y antenas de televisión que aparecían a ras de tierra.

—Tal vez sí les avisaron, pero los responsables, los que siempre supieron del peligro, se hicieron de la vista gorda, decidieron que esta comunidad no valía el esfuerzo. Y aquí estamos, caminando sobre sus cuerpos. ¿Cuántos crees que murieron hace unos momentos? ¿Cien? ¿Quinientos? ¿Mil?

El Cuervo mayor levantó la cabeza y dejó que el agua le escurriera por todo el cuerpo.

—Lo mismo pasó en Tijuana allá por 1980 —aseguró—. Pero peor.

—¿Peor? ¿Murieron miles?

—No. Peor porque fueron las propias autoridades las que abrieron las aguas de la presa Rodríguez sin dar aviso a la población. Fue en el cauce del Río Tijuana. La presa estaba a punto de rebosar y tenían que dejar salir los excedentes de agua o corría el peligro de reventar toda. Pero en vez de dar la alerta y desalojar a los residentes del cauce, simplemente abrieron el grifo de un sopetón y el agua se llevó a centenares de personas, igual que aquí, los pobres más pobres y jodidos se llevaron la peor parte.

—¿Y no hubo juicios en contra de los responsables?

El Jimmy meneó la cabeza, como si Morgado fuera un extraterrestre recién llegado al planeta tierra.

—No hubo nada. Bueno, hubo ganadores; como tú dices, los políticos y empresarios se repartieron el botín, pues los residentes originales estaban muertos o en albergues de damnificados y el ejército no les permitió regresar a sus casas, ni siquiera a recoger las pocas pertenencias que se habían salvado de las aguas. Que era por su propia seguridad, decían los muy cabrones. Pero los señores del dinero, esos sí regresaron y compraron todo a precio de ganga y construyeron allí sus bolsas de valores, sus casas de cambio, sus hoteles cinco estrellas y sus centros corporativos y de finanzas internacionales.

Miguel Ángel sopesó toda esa información.

—Pero eso fue el siglo pasado, ¿desde entonces no han vuelto las aguas?

—Nada pendejos eran y son: canalizaron el Río Tijuana y sólo una vez las aguas se vengaron. En 1993. ¿Recuerdas el fenómeno de El Niño?, pues esa tormenta repentina, que aparece en invierno, los agarró desprevenidos y toda esa zona de Tijuana quedó bajo las aguas. El drenaje se atascó y las aguas negras enmierdaron sus alfombras rojas y sus lobbies de lujo y sus oficinas de primer mundo. Pero con dinero todo se remodeló y ahora la zona Río es la más nice de esa ciudad, la más cool.

Morgado dio un paso más y sintió que su pala daba con un hueco.

—Aquí hay algo —anunció.

—¿Qué encontraste? —inquirió el Cuervo mayor.

El abogado dio otro golpe y se escuchó el sonido inconfundible del metal.

—Ha de ser una lámina más —le aseguró el Jimmy—, no te preocupes.

Pero Morgado no estaba tan seguro.

El Jimmy siguió adelante, pero Miguel Ángel decidió excavar un poco para cerciorarse.

Su pala desenterró una buena cantidad de barro antes de toparse con el capacete de una camioneta.

Al momento de golpearla de nuevo alguien golpeó, como respuesta, debajo de la misma.

Incluso el Cuervo mayor se percató de que allí había vida.

—¿Qué encontraste? —preguntó, mientras se ponía a dar de paladas a un lado de Morgado.

—Un auto enterrado, con alguien adentro.

Como si una nueva energía se hubiera apoderado de ambos, con un esfuerzo concentrado fueron sacando a la luz una camioneta amarillo canario, que milagrosamente contenía en su interior a una señora desmayada y a una niña de unos seis años que pateaba con sus pequeños pies el capacete.

Cuando Morgado logró liberar un hueco entre la puerta del lado de la niña, el Jimmy le hizo señas a ésta de que se cubriera la cara y, cuando la niña obedeció, el Cuervo mayor destrozó con su pala el vidrio.

—¡Vamos! ¡Agarra mi mano! —le ordenó el motociclista.

Pero la niña, en vez de hacer lo que le ordenaban, se abrazó a la mujer desmayada.

—¿Es tu mamá? —preguntó Miguel Ángel.

La niña asintió con la cabeza.

—Está bien, voy a entrar y quitarle el cinturón de seguridad para que podamos sacarla primero, ¿te parece bien?

La niña asintió de nuevo.

Morgado se metió por el hueco entre la tierra lodosa y la puerta y con su brazo extendido buscó el cinturón de seguridad y, al hallarlo, le quitó el seguro. En ese instante, el cuerpo de la mujer cayó sobre la niña, quien empezó a gritar.

El abogado no tuvo más remedio que tomar con fuerza a la niña y sacarla del auto de un solo tirón.

En cuanto la tuvo fuera de la camioneta se la pasó al Jimmy, quien de inmediato procedió a preguntarle su nombre.

—Me llamó Sonia —dijo la chiquilla al calmarse.

El abogado regresó a la camioneta y ahora le tomó el pulso a la mujer. No parecía estar herida de gravedad, pero un moretón en la frente daba cuenta de que el viaje final del vehículo había sido por demás accidentado.

Con cuidado, Miguel Ángel fue sacándola y al momento de colocarla en el suelo, la mujer dio una fuerte inspiración y abrió los ojos.

—¿Qué me hacen? —exclamaba— ¿Qué me están haciendo?

La niña, entonces, se desprendió de los brazos del Jimmy y corrió a abrazarla.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba a todo pulmón.

La mujer reaccionó tratando de sentarse, sin conseguirlo.

—¿Qué pasó, mija?

Pero la niña, en vez de explicarle la situación, sólo se puso a llorar en sus brazos.