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TRÓPICO DE LA VIOLENCIA

TRÓPICO DE LA VIOLENCIA

Nathacha Appanah

Traducción
Mercedes Corral

 

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Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de Ayuda a la Publicación del Institut francais.

Título original:

De esta edición:

© Éditions Gallimard, 2016

© De la traducción: Mercedes Corral

Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-31-7

Todos los derechos reservados.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

 

 

 

 

—¿Allí? —pregunté.

—Allí —me respondió Gatzo. Es un bonito país.

 

HENRI BOSCO, El niño y el río

ÍNDICE

Marie

Moïse

Bruce

Olivier

Marie

Moïse

Bruce

Moïse

Bruce

Moïse

Bruce

Moïse

Stéphane

Moïse

Bruce

Stéphane

Moïse

Bruce

Moïse

Olivier

Bruce

Marie

Moïse

Glosario

MARIE

Deben creerme. Desde donde les hablo, las mentiras y los fingimientos no sirven de nada. Cuando miro el fondo del mar, veo a hombres y mujeres nadando con vacas marinas y celacantos, veo sueños enganchados en las algas y bebés durmiendo dentro de pilas de agua bendita. Desde donde les hablo, este país parece una polvareda incandescente y sé que por menos de nada arderá.

No recuerdo toda mi vida, porque aquí solo subsisten las siluetas de las cosas y el rumor de lo que ya no es.

Recuerdo esto.

Tengo veintitrés años y el tren llega, azul y sucio. Dejo el valle de mi infancia donde fui una niña débil y perdida, aplastada por las montañas. Ya no quiero seguir viendo la negrura del invierno derramándose sobre las casas y los rostros, ya no soporto el olor a moho en el aire desde por la mañana, ya no soporto a mi madre, que pierde la cabeza, que habla sin parar y que escucha canciones de Barbara durante todo el día.

Tengo veinticuatro años y sigo débil y perdida. Termino mis estudios de enfermería en una gran ciudad. Vivo en un piso espacioso con otras tres estudiantes y, algunas noches, el ruido, la luz y las conversaciones me producen el efecto de un agujero negro que me engulle. Tengo un amante después de otro, follo como una mujer que me resulta desconocida y me produce cierta aversión. Tomo, dejo, vuelvo a tomar, y nadie dice nada. Elijo trabajar en el turno de noche en el hospital. A veces me tumbo en las camas deshechas, todavía calientes, y trato de imaginar lo que es ser otra persona.

Tengo veintiséis años y conozco a Chamsidine, que es enfermero como yo. Cuando se dirige a mí por primera vez me sucede algo muy extraño. El corazón, este órgano que estaba sólidamente pegado a mi pecho, desciende a mi plexo solar y, a partir de ese momento, late aquí, en medio de mí, en el centro de mi ser. Chamsidine es ancho de espaldas y puede llevar en brazos sin esfuerzo a un hombre adulto. Cuando sonríe, tengo que respirar con el abdomen para no desmayarme. Cuando ríe con todas sus ganas, siento mi sexo abrirse como una flor y aprieto las piernas. Todas las enfermeras se han enamoriscado un poco de este negro tan grande que viene de una isla llamada Mayotte y que, no sé por qué, me eligió a mí en una noche de guardia. Ante este hombre me vuelvo tímida. Tengo veintiséis años y me enamoro. Me habla como si me hubiera estado esperando desde hace mucho tiempo. Me cuenta historias y leyendas de su país, de lo que le sucedió cuando era pequeño, la vez que hizo esto, cuando su madre le decía aquello, y yo escucho en silencio, embelesada. Tengo la impresión de que Cham ha vivido en una isla de niños, exuberante, fértil, una isla donde se juega de la mañana a la noche, donde las tías, las primas y las hermanas son otras tantas madres bondadosas. Cuando me levanto por las mañanas en la ciudad ruidosa, pienso en ese país.

Tengo veintisiete años y me caso. No recuerdo mi vestido, pero sí a mi madre esperando conmigo delante del ayuntamiento. El viento es tan fuerte que ha volcado las cajas de madera apiladas en el patio empedrado del ayuntamiento. Chamsidine se retrasa. Mi madre me dice Ten cuidado, Marie, todos los hombres son iguales. Cham llega en ese momento corriendo y riendo.

Tengo veintiocho años y vivo en Mayotte, una isla francesa situada en el canal de Mozambique. Alquilamos la primera planta de una casa en el municipio de Passamaïnti, a algunos kilómetros de Mamoudzou, la capital. Trabajo como enfermera de noche en el Centro Hospitalario Regional. En cuanto a Chamsidine, está destinado en el hospital de Dzaoudzi. Todas las mañanas, cuando termino mi turno a las seis, haya sido como haya sido la noche, haya durado mucho o poco la guardia, camino despacio y tranquila, muy tranquila. Bajo la colina y sé que la pequeña me espera. Cubierta de polvo rojo, tiene las manos y los pies tan ásperos como los de los obreros y los cabellos sucios y grises. Me espera sonriendo. Antes de acabar la guardia, he ido a buscar alguna sobra a la cafetería, un paquete de galletas, una naranja o una manzana. Se ha creado una extraña relación entre las dos desde que trabajo aquí. Me detengo junto a ella, me sonríe, le doy lo que le llevo. Nunca me dice nada, ni buenos días, ni gracias ni adiós. Extiende rápidamente la mano, noto que no quiere dar la impresión de estar mendigando; de hecho, me mira a los ojos y nunca lo que deposito en su mano. Cierra de inmediato los dedos y esconde la mano detrás de la espalda. Su sonrisa se ensancha un poco. Es una pequeña gratificación, acorde con lo poquito que le doy. No sé si entiende el francés. Nunca le he dicho cómo me llamo y yo tampoco se lo he preguntado a ella. Quizá viva en la cabaña de hojalata que diviso entre los árboles raquíticos, en la colina. Quizá viva escondida en el bosque, como muchas familias de ilegales. Quizá lo que le doy lo compartan entre varios. Quizá. Pero no pienso demasiado en esas cosas. Lo hago porque sí, a mí no me cuesta nada y a ella nada le obliga a estar agradecida; esto apenas dura treinta segundos, prosigo mi camino y me olvido de la niña.

Reduzco el paso ante la multitud variopinta que espera a que las oficinas de la prefectura abran sus puertas. Las conversaciones parecen intrascendentes, el sol todavía no aprieta. La bandera azul, blanca y roja ondea en lo alto. Delante de la verja cerrada, todavía están a tiempo de conseguir un tique que les permita ver a un agente y, finalmente, explicarle su caso, el cómo y el porqué, presentar la solicitud de permiso de residencia, pedir un comprobante, informarse sobre la tarjeta de residencia, confiar en una renovación, una audiencia, una prórroga, un salvoconducto.

Al otro lado de la acera, casi enfrente, hay otra multitud abigarrada, la del dispensario. Se reparten cien tiques al día y algunas personas esperan desde las cuatro de la mañana. También aquí la situación está todavía tranquila. Cuando paso, los dos grupos se tocan prácticamente, estoy en el medio, me pregunto cuántos de ellos, a derecha o a izquierda, han llegado en kwassas kwassas, esas embarcaciones improvisadas en las que se hacinan inmigrantes ilegales procedentes de las otras islas de las Comoras.

Recuerdo abrirme paso discretamente entre los dos grupos como entre dos hojas afiladas de cuchillo y que, una vez que he pasado, no puedo menos que respirar profundamente, como aliviada.

Continúo hasta el muelle. De camino compro bananas, pimientos y tomates. Aspiro el olor de este país que tanto me gusta, miro el fondo del agua, admiro a las mujeres. Me encanta observar a los niños que vienen a zambullirse en el puerto. Toman carrerilla en el espigón de hormigón, corren con sus piernas negras y flacas como palos a toda velocidad. Una vez en el borde, se tiran al agua doblando las piernas, abriendo los brazos y gritando de alegría.

Cuando llega al muelle el transbordador, esa embarcación azul y blanca que hace la travesía entre Petite-Terre y Grande-Terre, diviso a Cham, cada día más guapo, cada día más irreal en su forma de ser mío.

Volvemos a casa, dormimos, nos amamos y nos despertamos en pleno día. Cuando no trabajo, me gusta contemplar la noche desde nuestra terraza. En algunas zonas es azul y en otras negra. Las estrellas se apiñan a cientos en el cielo. Me gusta oír el aleteo de los zorros voladores. En el mar en calma, unos puntos amarillos se mueven como luciérnagas. Son las luces de las barcas de los pescadores, que salen con una lámpara de aceite sujeta al mástil para atraer a los peces.

Siento tanto deseo por este país, deseo de cogerlo todo, de engullirlo todo, un trago de amor tras otro, un bocado de cielo tras otro

Tengo veintinueve años y, deben creerme, cada día aumenta la espera, la esperanza de tener un hijo. Desgrano los meses con sueños, risas y revolcones. Me vienen a la cabeza las canciones de mi infancia como por arte de magia, Gira, gira, el molinito. Aplaude, aplaude, con tus manitas, y mi cabeza es una calabaza llena de cosas que parecen estar al alcance de la mano y que, sin embargo, se me niegan. Hay tantos niños aquí, tantas mujeres embarazadas, todos esos bebés en todos esos brazos, ¿por qué no en los míos? Todos esos bebés nacidos sin que nadie los desee, mientras yo ruego y suplico. Cuando la sangre cálida vuelve a mis braguitas cada mes, lloro y maldigo a todas esas madres que veo en el hospital y que no saben nada de nada, a todas esas ilegales que vienen a parir a esta isla francesa para conseguir unos papeles, y debo reprimirme para no preguntarles: Pero ¿quieres realmente tener ese bebé o solo quieres venir a Mayotte por los papeles? Cambio, aumento de volumen, pero en mí solo hay grasa mala, la cabeza me da vueltas y mis palabras se agrian como la leche. Por la mañana, todos esos desdichados que esperan sus papeles y todos esos otros que esperan atención médica me irritan, son demasiado numerosos, demasiado ruidosos, demasiado de todo. Créanme, me vuelvo loca, dejo de ser yo. Me tambaleo.

Tengo treinta años y no hago otra cosa que esperar y llorar.

Un día, al amanecer, cuando estoy a punto de acabar el turno en el hospital, la sangre llega. La víspera había calculado seis días de retraso, y mi cabeza, ay, mi cabeza, si ustedes supieran todo lo que había dentro de mi cabeza, había un bebé, había un nombre de pila, había cuentos, Vuela, vuela, el pajarito; nada, nada, el pescadito, había una bonita ceremonia, yo era una mamá con unas ropas tradicionales mahoresas y toda la familia de Cham me adoraba por ese bebé mestizo con un buen djinn1 que velaría por él durante toda su vida.

Camino con cuidado, me vuelvo ligera, rezo algunas oraciones, voy a la capilla de Dzaoudzi y enciendo tres cirios. Rezo tan fuerte que me zumban los oídos. Aun así, la sangre espesa y pegajosa fluye entre mis piernas al amanecer y regreso a casa. No cojo nada, ni paquete de galletas, ni manzana, ni naranja, y, al llegar a la curva, la veo, bueno, en realidad no, porque solo siento ese flujo entre las piernas y querría coserme el sexo con un grueso hilo negro para que deje de manar. Paso por delante de la niña sin mirarla y oigo ¡Ey! ¡Ey! Me vuelvo y veo que me sonríe con las manos abiertas y vacías.

Créanme, perdí la cabeza. Cojo un palo y corro hacia ella gritando no recuerdo qué, seguramente ¡Lárgate!, sí, seguramente eso, como si estuviera espantando a un perro sarnoso. Huye a toda velocidad, no puedo seguirla colina arriba, entre matorrales y desperdicios. Le lanzo el palo por detrás. Ella grita y yo también.

Tengo treinta y un años, y Cham me ha abandonado. Ya tiene otra mujer, una comoriana que ha conocido no sé dónde. La perra. Se viste con ropas de colores que son como de payaso y se pone una mascarilla de sándalo en la cara que le hace parecer todavía más payaso. Tiene las nalgas gruesas y la piel joven y negra. ¿Ahora te van las negras? ¿Ahora te follas a pequeñas ilegales? Mi madre tenía razón, todos los hombres sois iguales. ¿Te gusta follarte a las negras? Esto es lo que le pregunto a Cham mientras la sangre roja y espesa corre entre mis piernas y su mano aterriza en mi mejilla. Créanme, en ese momento desearía que me pegara una y otra vez, ¡que saliera finalmente de mí esa mujer que grita esas cosas tan horribles!

A veces, cuando estoy sola en casa por la noche, me gustaría poder oír de nuevo el ruido húmedo que hacían nuestros cuerpos cuando se frotaban el uno contra el otro, me gustaría oír el aleteo de los murciélagos fuera y quedarme dormida, acunada por el ligero ronquido de Cham. Me gustaría ver girar las aspas del ventilador mientras hacemos el amor. Cuando estoy sola y me siento de nuevo débil y perdida, hago como que abrazo el cuerpo de Cham, que respiro su olor, que lamo su sudor. Elimino de mi boca las palabras que hieren, me trago toda la ira, froto con mi cuerpo la superficie de nuestro amor para que vuelva a ser terso y aterciopelado.

Pero Cham ya no me quiere, me mira con ojos apagados y una mueca en los labios. Me pide el divorcio, pero me niego a dárselo. Desaparece durante días y después me anuncia que se ha casado por la Iglesia y yo le vuelvo a insultar, pero no quiero divorciarme. He perdido la lucidez, estoy dominada por la ira, por la frustración, por la acritud, y nadie puede salvarme. Me anuncia que su puta payasa está esperando un hijo. Odio este país.

Estoy a punto de cumplir treinta y tres años. De vez en cuando me cruzo con la puta de Cham, que empuja un coche de niño por las calles de Mamoudzou. No tiene papeles y a veces me entran ganas de denunciarla como hacía la gente durante la guerra. Supongo que bastaría con telefonear a la PAF*2 y, después, podría esperar tranquilamente delante de su casa para ver cómo echan a esa perra, cómo la sacan de allí y la meten en el jeep, Bye bye, puta payasa, regreso a Anjouan, el billete de ida es gratis. Pero ese cochecito de color rojo cereza me lo impide, porque no hace tanto tiempo yo también soñaba con pasearme con un cochecito así por las calles de Mamoudzou. Sigo, pues, mi camino.

Estoy a punto de cumplir treinta y tres años, y esa noche, la del 3 de mayo, trabajo. Llueve a cántaros desde hace varios días, no hay mucha gente y estoy en la sala de enfermeras sola, leyendo. Ya no tengo amigos, ya no veo a la gente que me conocía cuando estaba con Cham. De todas formas, ya no me apetecen ese tipo de cosas, las noches a la luz de la luna, las chácharas sobre el país, sobre la miseria, sobre la decrepitud. El único que me sigue dirigiendo la palabra es Patrick, el auxiliar de enfermería. A veces, cuando lo veo con su camisa de flores y su vientre abombado, cuando sorprendo su mirada de cazador sobre las jóvenes negras, trato de imaginar al Patrick que llegó a Mayotte hace quince años con mujer e hijos. ¿Tenía ya ese olor a tabaco, sudor y agua de colonia? ¿Había cerrado ya su corazón y su cabeza? ¿Imaginaba que pasaría las noches de los viernes en la discoteca Ninga, sentado como un magnate y rodeado de esas jóvenes comorenses y malgaches que se perfuman el sexo con desodorante? ¿Trató al menos de resistir o lo mandó todo a paseo cuando comprendió el poder que un hombre blanco tiene aquí? Pero no lo juzgo, este país nos aplasta, este país nos convierte en seres malvados, este país nos atenaza y ya no podemos irnos. Suena el teléfono y me anuncian que los bomberos se han hecho cargo de dos kwassas sanitarios. Dejo mi libro, respiro hondo. Es lo que más temo. Los kwassas sanitarios traen enfermos, viejos, mujeres embarazadas, niños lisiados, heridos graves, locos y quemados. Hacen la travesía entre Anjouan y Mayotte para recibir atención médica. He visto mujeres con cánceres muy avanzados, de esos que en la metrópoli ya solo existen en los libros de medicina. He visto quemados con la piel completamente podrida, niños muertos desde hace varios días, pero aún en los brazos de sus madres, hombres con las piernas amputadas por los tiburones.

Estoy a punto de cumplir treinta y tres años, cierro mi libro y quizá esta noche olvide cerrar mi corazón. Cuando bajo a la recepción, ya hay una docena de personas, todas empapadas hasta los huesos. Varias mujeres en avanzado estado de gestación, una anciana con una sola pierna, un adolescente que da saltitos agarrándose a un bombero y ella, una joven muy guapa con un bebé en brazos. Me llama la atención enseguida, tiene dieciséis o diecisiete años y un aspecto saludable, mira como un animal asustado, va de un lado para otro todo el tiempo. Los bomberos acompañan a las mujeres embarazadas a la maternidad y, por una vez, no pienso en nada, no les deseo lo peor. El bombero al que se agarra el adolescente se acerca a mí y me dice Está loco. El joven se echa entonces a reír de una forma que me recuerda la risa de Cham, fuerte, suave y contagiosa. Le indico dónde está la planta de psiquiatría. El chico sigue desternillándose y su risa se mezcla con el ruido de la lluvia. El bombero me pide que me ocupe de los otros hasta que lleguen los policías. Se alejan rápidamente, pero sigo oyendo durante un largo rato las carcajadas del joven.

La anciana con una sola pierna se pone entonces de pie, se apoya en un palo que utiliza de muleta y se dirige hacia la salida. Me mira de reojo, pero mantengo mis manos en los bolsillos de la bata, no la detengo, no la ayudo, la veo cojear hacia la puerta y desaparecer en la noche de Mamoudzou, bajo la lluvia. Lo ha conseguido, está en Francia. Hago un gesto a la joven para que se acerque y cogemos el box número 2. Su bebé está envuelto en una tela tradicional roja y amarilla. No llora ni se mueve. ¿Estará muerto? Fuera, la lluvia cae con un ruido de ametralladoras.

La joven saca hábilmente al bebé de su envoltorio y veo que lo lleva vendado como una momia. ¿Estará quemado? Deshace los vendajes, que le cubren incluso una parte del rostro. Es un bebé de apenas unos días, respira, no está quemado, parece perfecto. Está perfecto. Empiezo a hablar, pero la madre se lleva un dedo a los labios y me dice ¡chist! No quiere que se despierte. Me señala el ojo del bebé. No entiendo nada, no veo nada, el bebé duerme. Ella se impacienta, me señala sus dos ojos, después los míos y luego los del bebé. Ah, ¿su bebé está ciego? Sacude vigorosamente la cabeza y de pronto el niño empieza a patalear; chasquea los labios, una, dos veces, como si buscara el pecho, y la joven me lo tiende como se tiende algo que da miedo y a la vez repugna. No sé por qué le cojo al bebé, que se estira en mis brazos, es maravilloso sentir ese cuerpecito caliente acurrucarse contra mí.

El pequeño abre los ojos. La madre recula hacia la cama, y en cuanto a mí, veo algo increíble, algo que no he visto en mi vida, aunque sé de qué se trata, porque lo aprendí cuando estudiaba. El bebé tiene un ojo negro y otro verde. Tiene heterocromía, una anomalía genética totalmente benigna. El verde de su ojo es como el de las hojas del árbol del pan, o quizá del mango, bueno, no sé, es de ese verde increíble que tienen a veces los árboles de este país durante el invierno austral. Me observa con su mirada bicolor, le hablo, le digo Buenos días, bebé precioso. La madre me dice entonces haciendo grandes ademanes hacia el niño Él bebé del djinn. Dar mala suerte con su ojo. Él dar mala suerte.

Lo deposito tranquilamente en la cama, subo las barras y digo a la madre que voy a buscar un biberón. Cuando me doy la vuelta para irme, le oigo decir Tú amarlo, tú cogerlo. No me detengo, dejo que esas palabras me persigan como una maravillosa estela de estrellas en la noche mahoresa. Voy a la guardería unos minutos para preparar un biberón, mis pensamientos se abren como las flores por la mañana, amplios y alegres; me veo en mi casa con un bebé, una cama con barras, una alfombra de juegos, libros para leer, El molinito ya giró y tus manitas aplaudieron. El pajarito ya voló. El pescadito ya nadó. Pronto cumpliré treinta y tres años y por fin tengo un hijo.

Tengo treinta y cuatro años, y deben creerme cuando digo que soy la madre de un niño que se llama Moïse.3 Cuando volví con el biberón de leche, la bonita joven ya no estaba allí. Me acuerdo muy bien de lo que hice: alimenté al pequeño, lo lavé, le puse un bodi con un estampado de elefantitos grises, lo acosté en una cuna de la guardería, le coloqué un pequeño brazalete azul en la muñeca y marqué en él una M. Después, llamé a Cham, que me lo cogió a la primera y me escuchó en silencio, como yo, antes, escuchaba su niñez.

Créanme, desde donde les hablo las mentiras no sirven de nada. A cambio del divorcio, le pedí que reconociera al niño, que le diera su apellido y dijera a todo el mundo que había tenido ese hijo con una ilegal y que yo, su exmujer, aceptaba criarlo.

Que nadie venga a juzgarme. Me aproveché de todos los fallos de este país, de todas las lacras de esta isla, de todos esos ojos cerrados. Y créanme, era tan fácil. ¿Cuántos hombres dejan preñadas a las comorenses, a las malgaches, y se ven obligados a reconocer a sus hijos? ¿Cuántos hombres actúan como estafadores profesionales al reconocer la paternidad? ¿Cuántos hijos son abandonados por sus padres? ¿Cuántos padres reniegan de sus hijos en los kwassas cuando la PAF los intercepta? ¿Cuántos niños sin padres, sin papeles, juegan durante todo el día al sol sin que nadie les pregunte nada?

Míranos, Cham. Mira qué felices somos ahora