PROLOG[UILL]O O ENSAYO EN SIMPATÍA

Si un hilo rojo enhebra en un sentido de conjunto las incitantes quijotadas de Alberto Manguel, quizá sea una declaración de simpatía con Cervantes: con el novelista, con el artista y con el hombre. Si luego ese sentido se concreta en una idea central, ella es que el Quijote contiene una reivindicación de las raíces mestizas de España: no la España cristiana químicamente pura, sino la España de moros y judíos, de moriscos y conversos. Y al cabo tal idea se encarna primordialmente en dos figuras y en un episodio: el escurridizo Cide Hamete, a quien Cervantes atribuye la autoría de la obra, y la denuncia como infame, por el bueno de Ricote, de la expulsión de los suyos.

Manguel es demasiado inteligente para afirmar sin más que el Quijote propugna esa tesis. Sí razona que la contiene porque podemos postularla como posible, porque no concebimos que un escritor genial no sea un modelo de virtud y no comparta y termine por expresar de algún modo nuestros ideales humanitarios: “Queremos ver –subrayo yo, F. R.– en su atribución de la autoría de Don Quijote a Cide Hamete un gesto de penitencia o retribución...” Con lo cual volvemos al punto de partida: el acto de simpatía.

Pero es que sentirla por Cervantes es inevitable. Pocos narradores son tan invisibles y a la vez están tan presentes en una novela como él en el Quijote. Su rastro resulta ubicuo en el tono que impregna el libro entero, en el talante comprensivo e irónico, penetrante y bienhumorado, que lo empapa todo y que al lector no se le ocurre achacar a ningún autor ficticio ni limitar a ningún personaje, sino que por fuerza identifica con la fisonomía del Miguel de Cervantes que no en balde firma el prólogo. De ahí la simpatía, la curiosidad y hasta el cariño por el individuo de carne y hueso que se adivina detrás del retablo.

De ahí también, de la simpatía, la perspicacia de las acotaciones que Manguel pone al margen del Ingenioso hidalgo. Son muchas, sagaces y de varios órdenes. Escojo una que tiene que ver con cuanto llevo dicho: “Toda lectura es interpretación, toda lectura revela las circunstancias del lector y depende de ellas”. Otra sobre los personajes de la fábula, construida, al desgaire, como “un juego entre varios ‘otros’, entre numerosos pares de dobles invertidos: Alonso Quijano y Don Quijote, Don Quijote y Sancho, Aldonza Lorenzo y Dulcinea, Dulcinea y Teresa Sancha, Sancho y Alonso Quijano”. Una tercera que abarca tierra y cielo del Quijote: “La realidad del mundo cervantino (aquello que llamamos rea­lidad porque podemos reconstruirla en nuestra memoria, aunque incompleta y malamente) pue-de ser retratada fielmente sólo a través de aproximaciones y fragmentos, como una crónica que, alternativamente, asume y niega el punto de vista de un loco, o de alguien a quien la sociedad tilda de loco”.

No sigo espigando, porque un prologuillo que debiera ser breve podría acabar compitiendo en amplitud con no pocas páginas del ensayo en simpatía de Alberto Manguel.

Francisco Rico

DON QUIJOTE Y SUS FANTASMAS

A la memoria de mi querido maestro, Isaías Lerner

1. Las ausencias presentes

En una estrecha celda española, en una ciudad de cuyo nombre no queremos acordarnos, quizá fuese Castro del Río o quizá Sevilla, un hombre de armas y de letras, cincuentón y cansado, concibió un personaje a su propia imagen, un caballero algo más ridículo y más valiente que él, alguien decidido contra viento y marea a enfrentarse a la cotidiana injusticia de este mundo. Entre cuatro paredes húmedas, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido del mundo hace su habitación”, que sin duda le recuerdan su largo cautiverio africano, el prisionero Miguel de Cervantes Saavedra imaginó a un viejo hidalgo que se rehúsa a plegarse a las mentirosas convenciones de este mundo y quien decide en cambio obedecer tan sólo las reglas de su ética. A la hipocresía de una sociedad que exige que cada cual disimule sus verdaderas creencias y viva disfrazado, don Quijote opone la verdad de la libertad absoluta, la de poder elegir su propio código moral y desplegarlo ante quienes se niegan a aceptarlo.

Del nacimiento de don Quijote sólo sabemos lo que Cervantes mismo nos cuenta, y lo que nos cuenta es parte integral de la ficción. Lo engendró, nos dice, en la cárcel y, sin embargo, según confiesa, no es él el padre sino el padrastro de don Quijote. Cervantes (dice Cervantes) es quien transmite la historia, y no su inventor. A lo lar-go de los siglos, los lectores han creído la historia de sus prisiones, no así la autoría denegada. Cervantes componiendo su libro en su celda nos parece más verosímil que Cervantes descubriendo el manuscrito de un cierto Cide Hamete Benengeli (que Aline Schulman acertadamente traduce como “Sidi Ahmed Benengeli”). Y sin embargo ambas declaraciones forman parte de la verdad de la novela: ambas son ficción y son también realidad. El mundo de Cervantes (como el de cada uno de nosotros) es uno en el que representamos ciertos roles y vestimos ciertas máscaras.

En el mundo de Cervantes faltan oficialmente dos tercios de la población, los moros y los judíos, exilados en 1492 de la península. Sólo a los conversos se les ha permitido quedarse en España como cristianos nuevos. En tal mundo, la apariencia vale más que la sustancia, la percepción más que la existencia. Para espiar detrás de las máscaras, la Iglesia católica emplea la Inquisición, establecida en Castilla en 1478 a pedido de los Reyes Católicos. El Al-Ándalus, bien que mal, había sido gobernado bajo la ley coránica de tolerancia. “Si tu Señor lo hubiese deseado, toda la gente de la tierra hubiese creído en Él. ¿Cómo osas forzarlos a tener fe?” (Corán, X: 99). Pero después de la expulsión, todos los súbditos caen bajo sospecha. Temiendo ser denunciados, los amigos desconfían de los amigos, los vecinos ya no se reconocen. Ya que el prejuicio, para sobrevivir, debe evitar toda complejidad, la multiplicidad de los pueblos árabes fue reducida al término “moro”. Los moros, por lo tanto, exilados recientes o antiguos, perseverando en sus creencias o conversos, son el enemigo, la definición de todo aquello que no es un cristiano viejo.

¿Por qué daría un escritor como Cervantes la paternidad de su obra a otro –y no a cualquier otro, sino a un representante de esa gente exiliada, personas que son ahora habitantes de su “otra costa”, ciudadanos de Cartago frente a su Roma, salvajes que, en la imaginación popular, son los que se vengan de los cristianos saqueando las ciudades portuarias y asaltando los barcos españoles, como esos piratas argelinos que lo mantuvieron cautivo durante cinco largos años–?

Varias consideraciones son posibles.

Las circunstancias del cautiverio de Cervantes han preocupado a los historiadores desde los inicios de la fama del autor, y fueron descritas en forma de ficción por Cervantes mismo en varias de sus obras, en El trato de Argel y Los baños de Argel, y sobre todo en el episodio del cautivo en la primera parte del Quijote. Los hechos que conocemos son los siguientes: En 1575, a los 28 años, Cervantes es capturado por piratas argelinos y encerrado en las cárceles de Argel, a la espera de un rescate. Lleva consigo cartas firmadas por personajes importantes y los piratas piensan que el prisionero puede tener buen precio. Cuatro veces trata Cervantes de escapar y cuatro veces es atrapado y perdonado, lo cual parece inexplicable si se considera que tales intentos eran castigados con torturas y a menudo con la muerte. En 1580 es liberado gracias a la intervención de los Trinitarios.