Prefacio

Este libro contiene algunas breves reflexiones sobre diversos temas relacionados con el hinduismo, escritas a lo largo de muchos años. Aunque son textos independientes entre sí, quiero suponer que el lector los leerá en orden, y con esa presunción he tratado de evitar en lo posible repetir a cada paso información sobre las mismas cosas. El primer ensayo incluye algunos datos básicos sobre el hinduismo. Considero que son pertinentes, dado que entre nosotros no hay, por lo general, mucha familiaridad con este conocimiento.

Los textos tienen un carácter introductorio y están destinados no al especialista sino a aquellas personas que tengan un interés en aquellos temas que tratan; de modo que no se da nada por sabido y se intenta que cualquier lector que se acerque al libro pueda seguir su lectura con relativa facilidad.

A pesar de lo anterior, decidí adoptar el uso de los signos diacríticos aceptados para las palabras en sánscrito. Su enorme riqueza fonética, que contiene 48 letras –casi el doble de los alfabetos occidentales–, ha hecho necesario el uso de esos signos diacríticos, que responden a una convención establecida. El lector podrá consultar al final una breve nota sobre la transliteración, así como una definición muy básica del significado de los términos en sánscrito e hindi, en un glosario. En el caso de los lugares geográficos he conservado, sin embargo, la ortografía en uso; no he puesto Cidambaram, sino Chidambaram, que es como el nombre de ese sitio se encontraría en un mapa. No acepto aquí la ortografía designada por la Real Academia de la Lengua para el término “sikh”, que al escribirlo como “sij” lo deforma al punto de volverlo irreconocible e inidentificable para una consulta, por ejemplo, en inglés.

Quiero aclarar también que todas las traducciones de textos del inglés o francés que se citan son mías, a menos que especifique lo contrario, y que utilizo la forma tradicional para las citas al pie de página y para la bibliografía, que es más accesible para cualquier lector.

He seguido las traducciones de S. Radhakrishnan de las Upaniṣads y la Bhagavad-Gītā, y la orientación general de su Indian Philosophy, aunque datan de hace varias décadas, porque considero que a una vasta erudición filosófica tanto del pensamiento de Oriente como de Occidente, Radhakrishnan suma un respeto y un profundo conocimiento de las tradiciones espirituales de la India. Esto le permite explicarlas con objetividad y desde los propios términos de estas escuelas, no a través de criterios de la filosofía occidental, que en ocasiones terminan por desvirtuarlas. Por tanto, esta fidelidad es importante para entender el carácter de la tradición india.

Como otros libros de ensayo que he publicado, éste surge también, básicamente, de una lectura personal de algunos temas o aspectos de esos temas. No soy especialista ni parto de una investigación erudita ni académica, sino del interés o el entusiasmo que me han suscitado algunas de las cuestiones que se tratan aquí y que he querido compartir.

Agradezco enormemente la lectura y las sugerencias del doctor Óscar Figueroa, así como su nota sobre la transliteración.

E. Cross

El conocimiento del propio ser
en el hinduismo

Pocas estructuras sociales han tenido una continuidad tan prolongada como la del hinduismo, religión que profesa la mayoría de los habitantes de la India, donde hay también budistas, jainistas, parsis, musulmanes, sikhs, judíos, católicos y cristianos de distintas denominaciones, además de los cultos locales de innumerables tribus aborígenes. Ya el hinduismo en sí podría considerarse como muchas religiones, dada la diversidad de sus sectas, creencias y rituales.

Para dar una idea de su alcance, el hinduismo, que es la religión y la cultura madre de la India, agrupa casi a 80 por ciento de su población actual, que llega a 1 320 millones de habitantes. Su antigüedad se calcula en 3 500 años,1 y la teoría mejor documentada sobre su origen –a partir de una base lingüística–, aunque se ha cuestionado en ocasiones, plantea que esta cultura proviene de tribus indoarias emigradas del Asia Central, que habrían llegado a establecerse en la India alrededor del siglo xv a. C., convirtiéndose en el grupo dominante. Al parecer llevaban ya consigo parte del g-Veda, el libro fundador de la tradición. Posteriormente se compusieron tres Vedas más que, junto con sus secciones finales, las primeras Upaniads, se han considerado como las escrituras reveladas y fuente última de autoridad en el hinduismo. Estos libros son la raíz del pensamiento, la religión, la literatura y, en general, toda la cultura de la India.

En términos muy simplificados podría decirse que los Vedas tratan de los dioses y de cómo han de efectuarse los rituales que los honran. De esta concepción ritualística, que establecía que quien realizara determinados sacrificios podría obtener bienes materiales o ir al cielo o a un buen lugar después de morir, se dio una evolución del pensamiento que tendió, por así decirlo, a interiorizar tales prácticas rituales. De modo que las Upaniads, cuyo desarrollo ocurre muchos siglos después de que fueran compuestas las primeras secciones de los Vedas, tienen una orientación más filosófica. En tanto que los Vedas cantan a los dioses, las Upaniads se preguntan cuál es la naturaleza de Dios o el Ser, del universo o mundo y del ser humano, y cómo puede este último alcanzar la liberación definitiva, meta suprema que implica la liberación de la ignorancia y el sufrimiento, del ciclo de muerte y reencarnación, y básicamente alude al logro de un estado de iluminación total.

En los Vedas se habla de un principio que rige el orden cósmico y que se llama ta. A este principio se debe que los astros roten en sus órbitas, que el día siga a la noche, que las estaciones del año se sucedan, que el fuego queme, que el viento sople y que cada cosa funcione de acuerdo con un curso o ley natural. En una escala humana, hay un principio paralelo que es el dharma.2 Dharma significa deber, responsabilidad, religión, justicia, ley natural, y es lo que rige a la sociedad humana, tal como el ta lo hace con el cosmos.

El dharma representa, al mismo tiempo, uno de los cuatro valores fun­damentales o metas de la vida humana. En la antigua India se creía que el ser humano debía alcanzar cuatro metas en su vida. La primera era justamente el dharma, cumplir con el propio deber, llevar una vida justa. Luego venía artha, que, si bien tiene muchos significados, en este contexto significa abundancia, riqueza, tanto material como espiritual. El tercero de estos valores era kāma, deseo o placer, a menudo referido sólo al deseo sexual, aunque implica el disfrute pleno de todos los placeres del mundo, incluido el arte, por ejemplo. La última meta de la vida humana, como ya mencioné, era la liberación espiritual, el estado de conciencia iluminada que en sánscrito se conoce como moka.

Puede observarse que originalmente no había una disociación entre lo espiritual y lo mundano –ésta se acentuó después en tendencias y textos hindúes de carácter monástico–, pues uno de estos valores controlaba al otro: la adquisición de riquezas era legítima, en tanto que la manera de lograrla fuera justa –dhārmika– y no estuviera basada en actividades ilícitas. Y el disfrute de los placeres se aceptaba plenamente, siempre y cuando no llegara a un exceso o se convirtiera en un vicio que obstaculizara el logro de la liberación. El ser humano debía alcanzar –y para eso se oraba a los dioses– tanto bhukti como mukti; esto es, tanto la experiencia y el disfrute plenos del mundo como la liberación espiritual, que era lo más importante. De hecho, desde la época de las Upaniads la liberación aparece como la meta suprema, de modo que se convertirá en el propósito fundamental de la vida humana, y será lo que dé sentido a todas las prácticas rituales y religiosas, a todas las tradiciones filosóficas, a todas las escuelas de yoga y a toda actividad humana.

Aunque hay un código donde se encuentran los principios éticos y morales, y una serie de normas de la vida social, las Leyes de Manu o Mānava-dharma-śāstra, este tratado no se considera una escritura revelada. Las Leyes de Manu fundamentan meticulosamente el deber o responsabilidad, el dharma, de cada miembro de la sociedad, de acuerdo con las necesidades que ésta tenía cuando dichas leyes fueron formuladas, y que para nosotros, desde Occidente y en el siglo XXI, pueden resultar irrelevantes e incluso inaceptables en muchos aspectos, aunque desde luego que contienen también algunos valores universales y permanentes.

En las Leyes de Manu se establece que el dharma dependía de la casta a la que perteneciera cada individuo y de la etapa de la vida en que se encontrara. Había cuatro castas principales, con infinitas subcastas. La primera casta era la de los sacerdotes; la segunda, la de los gobernantes y guerreros; la tercera, la de los comerciantes, y la cuarta, la de los trabajadores y sirvientes. Quedaban fuera del sistema de castas los llamados intocables, descendientes de los aborígenes, y también los extranjeros. La casta, cualquiera que ésta fuera, era un derecho (o castigo) de nacimiento y no podía modificarse de ninguna manera, ni estaban permitidos los matrimonios entre personas de castas distintas. Por otra parte, las etapas de la vida, también cuatro, eran la del estudiante, el jefe de familia, el que se retiraba y se iba a vivir al bosque o a una ermita, y el renunciante o monje. Las Leyes de Manu no sólo reglamentaban los deberes y derechos de cada casta en cada etapa de la vida, sino miles de cosas más.

Con todos sus aciertos y desaciertos, estos preceptos han pervivido durante milenios, y sin duda contienen nociones muy rescatables, como la de cumplir –simplificando– con el propio deber de acuerdo con las circunstancias en que la vida nos pone; pero Las Leyes de Manu tienen también nociones muy condenables y muchos de sus principios resultan actualmente no sólo anacrónicos sino discriminatorios e inhumanos, como todo lo que se decreta para los miembros de la casta más baja, es decir los śūdras, y para los intocables. Estas normas, que en ocasiones son atroces, no representan, definitivamente, la mejor aportación del hinduismo; más que en su organización social, esa gran aportacion se encuentra en su visión espiritual y metafísica, que conserva vigencia.

La multitud de deberes y obligaciones que plantean Las Leyes de Manu, y que no le piden nada al Levítico, en la Biblia, en cuanto a sus fobias, manías y manipulaciones sacerdotales, quedan en un plano muy secundario cuando la Bhagavad-Gītā, un libro sagrado fundamental del hinduismo, habla de que el dharma supremo es la búsqueda del propio ser y de la liberación.

Ahora bien, la pregunta es: ¿qué se entiende por el propio ser y por la liberación? Cuando se sintetizó en una sola frase la enseñanza principal de cada uno de los cuatro Vedas, en lo que se llaman las “grandes proclamaciones” o mahāvākyas, se llegó a lo siguiente: una de estas frases dice que el Ser absoluto es conciencia; las otras tres subrayan la unidad esencial entre esta Conciencia suprema o Ser absoluto (brahman) y el Ser individual (ātman).3 El ātman no es la personalidad del ser humano, ni su ego, nombre, profesión, género, ni ninguna otra particularidad, sino que es lo que queda cuando todo lo anterior se hace a un lado; el Ser, que está más allá de los sentidos, la mente, el ego, el intelecto, el subconsciente e incluso el inconsciente, es el sustrato más profundo.

Esta radical afirmación de la identidad entre el Ser supremo y el Ser individual significa, nada menos, que dentro de todo ser humano habita no una partícula o una chispa divina, sino el Ser absoluto mismo en su esencia plena, con toda su fuerza y en su carácter verdadero.

Sobre la liberación hay muchas respuestas, cada una de las cuales presupone a las otras. Según distintos textos, como ya se mencionó, la liberación es quedar libres del sufrimiento y de la ignorancia, que aparece como su causa y origen de todos los males; es trascender toda visión dualista; es quedar libres del ciclo del nacimiento y de la muerte, es decir, romper el ciclo interminable de reencarnaciones, al que también se llama la rueda del karma. La Śvetāśvatara-Upania dice: “Por el conocimiento de Dios caen todas las cadenas; cuando los sufrimientos se destruyen, cesan el nacimiento y la muerte”.4

Por liberación se entiende el conocimiento, el encuentro o la fusión total del Ser o espíritu individual, el ātman, con el Ser absoluto o brahman. Cito otro texto, la Kaha Upaniad, que dice: “Al alcanzar a través de la contemplación del ser a ese Dios primordial, difícil de ver, profundamente oculto en la cueva (del corazón), que habita en lo más hondo, el sabio deja atrás tanto la alegría como el dolor”;5 es decir, trasciende la dualidad, otro rasgo del ser liberado, a quien se llama jīvanmukta, “liberado en vida”. El estado de liberación ha sido descrito abundantemente por las escrituras y por filósofos posteriores. Śakara o Śakarācārya, uno de los más grandes filósofos del Vedānta, dice: “No le importa en lo más mínimo el fruto de las acciones, pues su mente se embriaga por completo al beber el néctar no diluido de la Dicha del Ātman”.6

Un filósofo del shivaísmo no dual de Cachemira, Maheśvarānanda, agrega: “Gracias a esta Realidad cuya esencia es la ambrosía, aun al rozarla por un instante, aquel que lo trasciende todo obtiene la Gloria perpetua y universal”.7

Ahora bien, llegar a ese estado de liberación no es un acto automático, ni sucede por casualidad. Las escrituras señalan que tal logro es el resultado de una práctica espiritual disciplinada y constante que puede tomar muchas formas, pero todas orientadas a alcanzar ese estado de perfección, plenitud, dicha, sabiduría y poder totales, tal como se le describe.

Ha habido críticas a la idea de la liberación en el sentido de que es un estado utópico e inalcanzable. A esas críticas podrían responder innumerables generaciones de seres iluminados y siddhas que ha habido durante milenios y hay hasta la fecha en la India y en otras partes. Más bien me interesaría plantear qué pasa cuando a alguien le molesta la noción de Dios, con su densa carga de connotaciones, o no entiende, o no le interesa el concepto del Ser o del Absoluto, ni nada que suene metafísico. ¿Tendría sentido para esta persona lo que se ha estado diciendo?

En principio, me parece que sí, pues resulta factible ver todo lo anterior como un proceso de autoconocimiento, un encontrarse plenamente a sí mismo y reconocer su verdadera identidad. Las creencias y sus particularidades son secundarias. En las tradiciones hindúes no existe, por lo general, nada como la fe ciega, y más que la creencia es importante la experiencia.

Los conceptos también son relativos, y no pasa nada si palabras como “Dios” o “Ser” ya tengan una connotación teológica o metafísica: se hacen a un lado y se sustituyen por “conciencia” o “sí mismo” o “realidad interior”; el problema puede reducirse en ocasiones a una cuestión de términos. De hecho, el budismo, que defiende la noción de anātman, es decir, que no postula ningún Ser absoluto ni individual, y tampoco ningún Dios, y habla sólo del Vacío, ha resultado muy atractivo para la mentalidad occidental; es más aséptico, podría decirse, y crea menos confusión de la que pueden causar los miles de dioses y diosas del hinduismo, cuando se olvida la afirmación védica de que “El Ser es uno, los sabios lo llaman de muchas maneras”.8 Sin embargo, con Ser o sin Ser, ya se diga que en la realización última hay una fusión con el Absoluto o una disolución en el Vacío, las experiencias de libración de hindúes y budistas son similares.

Por otra parte, aunque la idea de la liberación se vea como algo muy improbable o a largo plazo, o tan abstracto que simplemente no interese, lo que puede señalarse es que las prácticas que se prescriben para alcanzarla, en quien las lleva a cabo, tienen por sí mismas un efecto profundo desde que se empiezan a realizar, independientemente de cualquier objetivo ulterior. Las Upaniads hacen énfasis en que la meditación es la vía idónea en esta búsqueda. Esto se debe a que se trata de una interiorización progresiva que al final conduce al núcleo más interno de la propia conciencia. Es, dicen, una vía suprema de conocimiento porque lleva al practicante más allá de la mente y del intelecto, refina sus órganos sensoriales, purifica las emociones y abre vías de percepción más sutiles hacia el sustrato último del propio ser. Con esto, dejan muy claro que la dirección de la búsqueda es interior.

Diversas escrituras subrayan que es dentro de cada quien donde se encuentra la satisfacción que se intenta hallar en muy diversas cosas externas. Lo que uno busca, coinciden las escrituras, es finalmente a uno mismo, y frente a la experiencia del verdadero Ser interior, esas otras búsquedas se vuelven banales. El famoso gnoosi se’avtón, el “conócete a ti mismo” de Sócrates y del santuario délfico, adquiere aquí un sentido más radical porque se trata del conocimiento de una identidad de sí mismo que va más allá de la individualidad de un yo o de cualquier cosa que pudiéramos imaginar.

El hecho de que se trate de una búsqueda interior, y que sea en el interior de sí mismo donde puede encontrarse el valor supremo, aquello que es objeto de todas las búsquedas, deja también en un plano secundario el marco de las creencias religiosas del sujeto, o la ausencia de éstas. Pueden ser irrelevantes los términos de referencia de cualquier religión, pues en principio la meditación en el propio ser no afirma ni niega ninguna. El vehículo para llegar a ese estado interior de plenitud total es la práctica, cuando proviene de una tradición establecida y está guiada por un maestro iluminado. Cito a otro filósofo del shivaísmo de Cachemira, Kemarāja:

Trascendiendo todos los atributos de la mente, uno debe meditar en la conciencia universal como la Luz que se experimenta dentro de uno mismo y que es el sujeto [pramatā] conocedor. Esto es lo que el sabio conoce como meditación.9

El reconocimiento de este sujeto interno, que no es el ego sino la conciencia del yo puro y pleno, pūro’ham vimarśa, representa la culminación de esa búsqueda de sí mismo.

No está de más decir que la meditación no consiste en reflexionar sobre algún tema sino en contemplar, dirigiendo toda la atención y la energía hacia un espacio interior. Esto se encuentra más cerca de la contemplación del místico que de la meditación del filósofo, sea cartesiana o de cualquier otra clase;10 pero es ya muy tarde para corregir este error de traducción que lleva más de 200 años. Tampoco está de más decir que una práctica como ésta, que es una forma de yoga, al igual que el haha-yoga y muchas técnicas más, no tiene ya nada que ver con el hinduismo como religión, al cual, para acabar pronto, no hay conversiones: se nace o no se nace hindú. El yoga surge de tradiciones independientes, tal vez incluso prevédicas, según algunos autores, que si bien se han desarrollado en el contexto del hinduismo –cuyo trasfondo simbólico puede ser parte de su marco de referencias–, van más allá de la cuestión de las creencias y los ritos, pues también hay prácticas de yoga y meditación en las religiones jainista, budista y sikh, todas originadas en la India.

La meditación es en sí misma una de muchas prácticas posibles. La Bhagavad-Gītā habla de cuatro vías, a las que llama yogas, destinadas al mismo fin. La meditación es una de ellas. Las otras son la vía o el yoga de la acción correcta, el yoga del conocimiento y el yoga de la devoción. Son cuatro yogas clásicos, a los que pueden sumarse el de la repetición de un mantra; el trabajo sobre la energía interior o kuṇḍalinī; el haha-yoga; el lāya-yoga, que es el de la absorción en estados internos, y otros más.

Recapitulando lo anterior, concluyo diciendo que aspectos muy universales de la tradición hinduista, que podrían incorporarse a la vida actual, son, entre otros, el sentido del deber, del dharma, como una guía de conducta; la búsqueda interior de uno mismo como orientación de la propia vida, que implica también la compenetración cada vez mayor con el ser de los demás, y la práctica de alguna disciplina yóguica como una forma de equilibrio interno, de bienestar personal y una puerta hacia la posibilidad de una constante evolución interior.



1 En el noroeste de la India se encontraron, sin embargo, ruinas de ciudades de una cultura prearia cuya antigüedad puede remontarse a cinco mil años, a la que se ha llamado Cultura del Valle del Indo; a dos de sus ciudades se les dio los nombres de Mohenjo-Daro y Harappa. Actualmente esta zona se encuentra en territorio de Pakistán.

2 Véase, más adelante, el ensayo “El concepto del dharma en la Bhagavad-Gītā (p. 54).

3 En sánscrito no hay mayúsculas, pero uso, a lo largo de este libro, mayúsculas para “Ser” y “Conciencia” cuando se refieren a sus aspectos supremos, para diferenciar estas palabras de su uso habitual.

4 Śvetāśvatara-Upaniad, I.11 (de la versión de S. Radhakrishnan en The Ten Principal Upanisads, p. 716). Esta y todas las demás traducciones de textos en inglés o francés son mías, a menos que se indique lo contrario.

5 Kaha Upaniad, I.2.12, en ibid., p. 613.

6 Ś. Śakarācārya, Vivekacūāmai, 555, p. 206.

7 L. Silburn (trad.), La Mahārthamañjarī de Maheśvarānanda, 66, p. 179.

8 g-Veda, I, 164, 46.

9 Kemarāja, comentarios al Śiva-Sūtra, III.6 (ed. Jaideva Singh), p. 144.

10 Desde el siglo xviii se ha vertido a lenguas occidentales como “meditación” lo que en realidad debería ser “contemplación”. La “meditación”, en Occidente, sugiere una reflexión racional; la contemplación es una práctica y un estado de los místicos.

Los dioses de la India:
del panteísmo al monismo1

Preguntarse si Dios ha muerto en el contexto del pensamiento religioso de la India es una cuestión un tanto irrelevante. La amplitud de visión del pensamiento hinduista es tan inabarcable que puede prever la muerte de todos sus dioses al final de una era cósmica, y también su resurgimiento en la siguiente. Politeísmo y monoteísmo coexisten sin problema, pues se presume que los dioses son manifestaciones de un Ser único que se describe como aquello que está en todo lo que existe, en todo lo que no existe y también más allá de eso.

Para ir desglosando estas ideas, habría que examinar, en primer término, la cuestión del politeísmo en la religión hinduista, que aparece desde el g-Veda con todo su espléndido colorido.

El politeísmo o panteísmo de la India era considerado en el siglo XIX un rasgo propio de religiones primitivas. También se pensaba que en esos cuatro textos sagrados, los Vedas, que como ya se dijo son la fuente de la tradición hindú, era posible detectar diversos grados de desarrollo filosófico y de evolución espiritual. En efecto, el rango de concepciones acerca de Dios o del Ser que hay tan sólo en los Vedas y las Upaniads es muy vasto. Casi podría decirse que no hay concepto posible de Dios que no esté presente en esos libros y en la Bhagavad-Gītā, donde aparece incluso una nueva noción: la del dios encarnado.2

Las deidades más antiguas de los himnos del g-Veda representaban fuerzas de la naturaleza como el fuego, el agua, la tierra, las tormentas, el viento, y también estrellas y planetas. Hay asimismo muchos seres celestes, así como una gran variedad de demonios y espíritus malignos, tal como podemos hallar en cualquier mitología.

Se ha propuesto que a la deificación primitiva de las fuerzas de la naturaleza, que se podría calificar de panteísmo –si por panteísmo entendemos verlo todo como divino–, sigue pronto una fase de personificación de estas fuerzas, que no sólo cobran nombres y rasgos antropomórficos, sino que se rodean a su vez de una serie de historias y aventuras. El dios Indra, por ejemplo, que es la deidad más importante del g-Veda, además de ser el dios en que se representa el rayo, aparece también como rey de los dioses, igual que Zeus en el Olimpo griego, y es un gran guerrero, al que le toca sostener batallas interminables –y además muy divertidas– contra los demonios, que amenazan constantemente su reino o incluso a veces lo despojan de él. Indra, además, se embriaga con el soma, la bebida de la inmortalidad, y ve desde su gran sala danzar a las apsarās, las bailarinas celestes.

Hay otros principios más abstractos que se personifican como dioses. Uno de ellos es Aditi, que representa lo ilimitado y es madre-padre de los dioses llamados Ādityas. ta es el orden cósmico, así como nirta es el principio opuesto: desorden, caos y destrucción. Vāk –con la misma raíz de vox, en latín– es la Palabra divina, personificada como una diosa que lo domina todo; es sostén de los dioses, principio de la vida, el poder y el conocimiento.

En el g-Veda hay muchas prefiguraciones de lo que serán después conceptos muy elaborados de la religión, el mito y la filosofía hindúes. Uno de ellos se relaciona con una concepción del tiempo, que no es lineal sino circular. El universo surge, se sostiene y se disuelve, quedando en un estado de latencia, para volver a surgir nuevamente. Cada una de estas fases dura miles de millones de años, pero el proceso es infinito. En su propia escala, y respondiendo a un esquema de estrechas correspondencias que el pensamiento hindú establece entre el universo y el ser humano –macrocosmos y microcosmos, en la termino­logía helenística–, así como el universo surge, se sostiene, se disuelve y vuelve a crearse, asimismo el ser humano nace, vive, muere y vuelve a nacer, repitiendo innumerables veces todo el proceso, hasta que al fin alcanza la liberación. A partir de esto, la creación misma adquiere un sentido evolutivo y soteriológico.

Estos procesos cósmicos de creación, sostenimiento y disolución3 fueron deificados. Hay deidades védicas como Prajāpati, un dios creador; Varua, dios del agua, que rige el orden, y Rudra, dios de las tormentas y las catástrofes, que se podría pensar que prefiguran algunos aspectos de lo que en el hinduismo clásico posterior se conocerá como trimūrti, la tríada divina que rige estos movimientos cósmicos y está formada por los dioses Brahmā, Viṣṇu y Śiva

En la época clásica, el dios Brahmā, primera figura de la trimūrti, será quien rija la creación del universo (y no hay que confundirlo con Brahman, que es el Absoluto supremo). Viṣṇu, segunda figura de la trimūrti, es el principio divino que no sólo protege la creación y el orden cósmico, sino el dharma, la rectitud entre los seres humanos. Para cumplir con este propósito, Vinu se encarna en la Tierra cuando es necesario; las figuras de Rāma y de Kṛṣṇa son dos de las diez encarnaciones divinas o avatāras de este dios. Por último, la tercera figura de la trimūrti, Śiva, representa el poder divino que disuelve el universo haciéndolo volver a su unidad primordial, para ser renovado y creado nuevamente. Ésta es quizá una de las ideas más antiguas del eterno retorno.

El universo que se crea, se sostiene, se disuelve, y después de disolverse surge otra vez, es anādi y ananta, es decir, no tiene principio ni fin. No se trata aquí de una creación ex nihilo, producida de la nada, sino de la manifestación de algo preexistente, que está concentrado en una semilla infinitesimal, en un estado de latencia. Y la destrucción, a su vez, no es una aniquilación completa sino la reabsorción de todo lo creado en el seno de la unidad originaria, de donde surgirá una nueva creación. Incluso los dioses se disuelven y retornan al seno del Ser.

La concepción de la trimūrti prevalece en el hinduismo hasta nuestros días. De ella, los cultos más importantes y numerosos son los de Viṣṇu y Śiva, que cuentan con las expresiones más heterogéneas. El culto de Śiva es probablemente el culto vivo más antiguo de la Tierra.4 En cambio, el dios Brahmā, el crea­dor, casi no tiene templos, pues según el mito, a éste se le rinde culto en el cielo. Menciono al paso que hay otros cuatro grandes cultos importantes que conservan vigencia, y son los de las deidades Sūrya (el Sol) Gaeśa, Kārtikeya y Devī, la diosa o madre divina, que aparece bajo numerosos nombres y figuras, y es venerada sobre todo en Bengala.

Las contrapartes femeninas, las consortes de los dioses que integran la trimūrti, participan de sus atributos y funciones. Es notorio cómo, a medida que el hinduismo se vuelve más rico y complejo, va dando un grado de participación cada vez mayor a la figura de la diosa, que parecía haber tenido mayor relevancia en los cultos anteriores a la etapa védica, los de las culturas del Valle del Indo.

A pesar de que no hay dogmas ni una jerarquía sacerdotal única, y de que puede haber multitud de cultos que tomen las formas más impensadas y heterogéneas, la religión del hinduismo ha sido el principal factor de cohesión en un pueblo tan complejo, con una extensión territorial tan vasta, y que tiene, además, numerosos idiomas locales y miles de dialectos.

En relación con los dioses, se han debatido muchas cuestiones. La composición de los himnos del g-Veda cubre un lapso muy largo, y según el transcurso de las épocas y del libro mismo, el predominio de unas deidades sobre las otras, al decir de los historiadores, marca una evolución en el pensamiento de los autores védicos.

Un hecho peculiar, sin embargo, es que a diferencia de otras religiones politeístas que establecían una jerarquía entre los dioses, siendo uno de ellos el dios supremo, aquí cualquier dios puede asumir, en determinado momento, el papel de ser el dios primero, el principio universal y más alto. A esto Max Müller lo llamó henoteísmo,5 y consiste en que aquí se destaca la figura de un dios que es el primero, el más importante, habiendo un segundo, tercero, etc. Esto lo contrapuso al monoteísmo, que reconoce un dios único. Lo peculiar es que, según el himno védico que se lea, cualquiera de los dioses puede aparecer allí como el dios primero y supremo.

Esto puede deberse, politeísmo o henoteísmo de por medio, a lo que el propio g-Veda declara en el primero de sus libros, en una frase muy citada –incluso en el ensayo anterior– porque es iluminadora al respecto: “ekam sat viprā bahudhā vadanti”, que significa: “El Ser es uno, los sabios lo llaman con muchos nombres”.6 Siendo así, resulta indiferente, en primer lugar, cuál de estos nombres y figuras asuma el papel central. Es como trazar líneas en un círculo desde cualquier punto de la circunferencia hacia el centro, o viceversa, ya que todas las líneas provienen del centro o llegan a él, y el Ser estaría representado aquí en el centro mismo. En el libro X del g-Veda también se dice: “Los sacerdotes y los poetas, con palabras, hacen muchos de la realidad oculta, que no es sino una”.7

S. Radhakrishnan, filósofo eminente e historiador, y uno de los pioneros en los estudios de la filosofía de la India, en su Indian Philosophy comenta así estas afirmaciones:

El Dios ÚNICO se llama de diversas maneras según las diferentes esferas en que funciona o los gustos de las almas que lo buscan. Esto no debe verse como un acomodamiento estrecho a la religión popular. Es la revelación de una verdad filosófica profunda.8

Ya en los Vedas está presente la concepción de un Ser supremo que está más allá de los dioses. Se le designa con términos tan impersonales como Ekam, el Uno; Tat, Eso, o Sat, la Esencia o la Verdad, y esto permite apreciar que se plantea más como un principio filosófico que teológico.

En las Upaniads se seguirá desarrollando este concepto de un Absoluto trascendente, abstracto, más allá de toda forma, nombre y atributo, similar al Dios que podemos encontrar en las religiones monoteístas. Es tan innombrable como Yahveh o Allah. Es uno, eterno, infinito, inefable, inabarcable. Se alude a él como Brahman, que significa “lo que se expande, lo grande, lo que crece”. Pero eso no es en sí un nombre sino una manera de designarlo, de la misma manera en que Yahveh o Allah están meramente indicando a ese Dios o Ser Innombrable.

Lo interesante es que ni en el antiguo brahamanismo indio ni en el hinduismo posterior se contraponen o interfieren con esta concepción las personificaciones divinas de los demás dioses, porque ese Absoluto supremo está detrás de cada una de ellas. Ver esto como contradictorio revelaría cierta rigidez mental –frecuente en algunas concepciones monoteístas, por otra parte–. Ni siquiera hay una contradicción lógica en la existencia simultánea de estas dos posiciones, porque lo que revelan es que operan en diferentes niveles de percepción, de entendimiento y de experiencia. No pueden percibirse en el mismo nivel a Indra luchando contra los demonios y al Brahman absoluto.

No obstante, el punto de vista hindú tradicional es que para relacionarse con una idea de Dios hay quien necesita de la imagen de Indra o la de Kṛṣṇa, por ejemplo, y quien requiere de una visión más desnuda y esencial. En una fase de evolución interior, o para ciertos temperamentos, pueden ser necesarios la forma, el nombre, el culto a los rasgos humanizados de un dios o una diosa, que volverán más cercana y familiar esa relación con lo divino. En otra fase, o con temperamentos distintos, esto cae por sí solo, y al agotar sus propios límites da paso a la noción de un Absoluto que está más allá de cualquier atributo, nombre o forma.

A este respecto, otro gran historiador y pionero también en los estudios de la historia de la filosofía india, S. N. Dasgupta, dice, refiriéndose a las diversas fases de creencia y experiencia que se encuentran en las Upaniads:

Pueden verse como distintas etapas de experiencia entre las cuales oscilaba la mente de los sabios al intentar la realización de una verdad que estaba más allá del habla, más allá del pensamiento y más allá de toda percepción sensorial.9

Desde el centro de esa visión, el mismo Brahman se concibe en el plano no manifiesto y también en el manifiesto, puesto que se revela como lo único que existe. Está más allá de toda la manifestación. Y está también presente en Viṣṇu y en Śiva, lo mismo que en los arroyos y las plantas. Es trascendente e inmanente al mismo tiempo. Pero esta visión ha dado ya toda la vuelta; no es la postura de un panteísmo ingenuo que ve todas las cosas como Dios. No se ve, por ejemplo, a una piedra como Dios, sino a Dios en la piedra. Dice Swami Prabhavananda, en The Spiritual Heritage of India: “El hindú ve a Dios como la energía última, dentro y detrás de toda la creación, pero nunca, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos, como idéntico a ésta”.10

La visión de esta unidad divina subyacente a todos los dioses y a toda existencia, manifiesta o no, es el fundamento de un monismo –aunque el uso del término es filosóficamente muy problemático– que está enraizado en la visión religiosa hinduista. Según Paul Deussen, amigo de Nietzsche, los hindúes “alcanzaron el monismo, y no monoteísmo, por una vía más filosófica, viendo a través del velo de lo múltiple la unidad subyacente”.11

¿Y cómo se alcanzaba la visión de esa unidad? Haciendo una comparación muy general, podría decirse que en la época de los Vedas el énfasis más importante de la actividad religiosa y de la búsqueda espiritual estaba puesto en los ritos. Los trabajos rituales, los sacrificios que a través del fuego se ofrecían a los dioses con distintos propósitos, las ofrendas y la repetición de mantras, eran los vehículos por excelencia. En la fase de las Upaniads, hay un desplazamiento de las prácticas rituales hacia una búsqueda del conocimiento. Los instrumentos externos del ritual, como el altar, el fuego, etc., se empiezan a identificar con los elementos internos del conocimiento, como muestra el pasaje de uno de los Brāhmanas, la sección de los Vedas que se ocupaba de las prescripciones rituales:

El pensamiento era la cuchara (ritual),
la inteligencia, el ghī,12
el habla era el altar,
el estudio, la estera sagrada,
la intuición era el fuego,
el conocimiento, el sacerdote que lo enciende…13

Finalmente el ritual y el conocimiento llegarán a considerarse aspectos complementarios del camino espiritual, aunque habrá etapas en que se quiera afirmar la supremacía de una de estas vías sobre la otra, y a la pregunta: ¿de qué sirve el conocimiento si no se pone en práctica?, se responderá: ¿y de qué sirven las prácticas si no se entiende lo que se está haciendo? Pero la tendencia hacia la interiorización, muy subrayada en las Upaniads, terminará por prevalecer.

A pesar del distinto hincapié que en general hacen, respectivamente, los Vedas y las Upaniads, ya sea en los rituales o en el conocimiento, los dos cuerpos de escrituras comparten la síntesis última, concretada en las famosas cuatro grandes proclamaciones, ya mencionadas, donde se afirma la identidad entre ātman,14 el Ser individual que se revela en el interior, y brahman, el Ser absoluto.15 Y aunque pareciera que ese Brahman absoluto, ese Ser tan abstracto y elevado es totalmente inaccesible, justamente a través de estas cuatro grandes afirmaciones los Vedas y las Upaniads dicen que es lo más cercano a nosotros: es nuestro propio ser; es decir, el reducto último de nuestra conciencia, que en ese nivel no es la conciencia ordinaria con la que conocemos y captamos las cosas, sino la Conciencia absoluta misma, la esencia de todos los dioses y de lo que está más allá de ellos.



1 Desarrollo muchas de estas ideas con más amplitud en mi trabajo inédito La experiencia interior. Confluencias de la tradición hindú en la figura y la obra de Jñāneśvar.

2 Avatāra o “descendimiento” es el nombre que se da a las sucesivas encarnaciones o manifestaciones del dios Viṣṇu, de las cuales habla en detalle el Bhāgavata Purāa; dos de ellas, Rāma y Kṛṣṇa, son personajes centrales de las dos grandes épicas indias, el Rāmāyaa y el Mahābhārata.

3 Se ven después con más detalle en el ensayo “Śiva Naarāja: el universo como juego” (p. 189).

4 Esto en atención a quienes han querido ver a un Śiva en postura de meditación en un sello del Valle del Indo, donde la figura aparece con muchos atributos del Śiva posterior.

5 De ena, que en griego significa “uno”.

6 g-Veda, I.164.46. Apud S. Radhakrishnan, op. cit., p. 94.

7 Ibid., p. 95.

8 Idem.

9 S. N. Dasgupta, Hindu Mysticism, II, p. 55.

10 S. Prabhavananda, The Spiritual Heritage of India, p. 33.

11 Apud S. Radhakrishnan, op. cit., p. 95.

12 Mantequilla purificada, una ofrenda muy importante en los sácrificios védicos.

13 Aitareya Brāhmana, apud S. K. Belvalkar y R. D. Ranade, History of Indian Philosophy. The Creative Period, p. 51.

14 En ocasiones también se llama ātman al Absoluto supremo.

15 Estas frases son: “Brahman [el Absoluto] es conciencia”, “Yo soy Brahman”, “Tú eres Eso” y “Este ātman [Ser individual] es Brahman”.