Cubierta

DANTE AVARO

HAMBREAR A LA BESTIA, ALIMENTAR A LOS CIUDADANOS

Reflexiones en torno a los ingresos básicos y la democracia

Editorial Biblos

Dedicado a los que abandonan, especialmente de forma voluntaria, la política profesional un poco más sabios que cuando entraron, aunque esa sabiduría no pueda ser tomada en cuenta por los que pujan por entrar, ni compartida con los ciudadanos que de cuando en cuando, díscolamente, los escuchan.

HAMBREAR A LA BESTIA, ALIMENTAR A LOS CIUDADANOS

En los últimos años, en un contexto de innovación tecnológica creciente, la propuesta de los ingresos básicos –conocida también como renta universal garantizada o ingreso ciudadano– ha estado acaparando la atención de diferentes sectores de la opinión pública. En este libro, el autor aborda la propuesta de los ingresos básicos desde la perspectiva clásica (como solución al descalce entre consumo e ingresos) pero, además, analiza el problema del financiamiento de los ingresos básicos como parte de la transición fiscal en el marco de un proceso democrático.

Si los ingresos básicos pretenden aparecer en la opinión pública dando solución a un conjunto de demandas ciudadanas, la democracia tiene que construir un problema en torno a su financiamiento, y este, en el corto plazo, implica más impuestos y no menos. Desde esta perspectiva, dos asuntos aparecen como cruciales: el significado que los ciudadanos le atribuyen a los impuestos y la visión que los dirigentes políticos tienen todavía sobre el punto.

En este sentido, el presente libro introduce la idea de des-estatizar la democracia como aproximación conceptual a la observable monopolización estatal sobre el vínculo cooperativo (que se encuentra detrás de las categorías teóricas) pero, también, en tanto políticas sobre el trabajo y los impuestos.

Dante Avaro. Estudió economía y filosofía. Sus publicaciones recientes abordan diferentes aspectos del funcionamiento democrático, especialmente los referidos a la relación entre los resultados y la calidad democrática. Desde 2013 es investigador en el Conicet.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Aclaración preliminar

“Hambrear a la bestia” (Starve the Beast en inglés) constituye una metáfora con una larga historia en el ámbito de la política estadounidense y cuyo linaje libertario (libertarian) rinde honores a la tradición de mantener a raya no solo el tamaño sino además la injerencia del Estado en nuestras vidas. Al parecer, el primero en utilizarla fue Charles Edward Barnes en un ingenioso artículo que llevó por título “In a Tiger Trap”, publicado el 22 de diciembre de 1907 en The Washington Post. Para una revisión de la metáfora se puede consultar con mucha utilidad el artículo de Bruce Bartlett que lleva por título “«Starve de Beast»: Origins and Development of a Budgetary Metaphor”, publicado en The Independent Review en 2007 (vol. XII, Nº 1, pp. 5-26).

La segunda línea del título, “alimentar a los ciudadanos”, entra en directa tensión con la primera, puesto que la frase concordante a hambrear a la bestia sería “alimento de los ciudadanos”, dando por sentado que ellos se alimentarían a sí mismos. “Alimentar” deja entrever que en muchos casos alimentarse no es suficiente, en la medida en que se requiere un alimento que no está siempre disponible y que, para enfatizar, constituye el foco de atención o el reclamo de los partidarios de hambrear a la bestia (el excesivo gasto público y los siempre necesarios recortes impositivos).

De esta manera, el título retrata una tensión vívida entre algunos postulados libertarios que no puedo evitar con algunas creencias socialistas a las que no estoy dispuesto a renunciar. Quien lee estas páginas tendrá la oportunidad, si decide continuar, de apreciar que prefiero debatirme en medio de esa tensión antes que intentar resolver el asunto bajo el cómodo eslogan de “libertario de izquierda”.

Finalmente, con la intención de ceñirme lo más apropiadamente a las características clásicas del género ensayo, he decidido colocar al final de cada capítulo, bajo el rótulo de “Notas bibliográficas”, comentarios, observaciones e indicaciones bibliográficas que estimo pueden ser de utilidad a la persona lectora. Ellas, cuidando siempre el orden de aparición, están organizadas conforme a los parágrafos en que he decidido presentar el trabajo y separadas entre sí mediante una viñeta cuadrada.

1. Dominio sobre el tiempo o el tiempo que sobra

§ 1. El mundo que enfrentaremos en los próximos años ya no solo pondrá a prueba a la democracia, y más específicamente a las democracias consolidadas, sino, como suele decirse, pondrá a prueba a la humanidad para ver de qué madera está hecha. Y de alguna manera –como tendremos la oportunidad de demostrar–, una vez más, de qué estamos hechos, es que la democracia se convertirá o bien en fuente de creación de problemas que buscan solución, o bien en obstáculos que nos atascan con y en el pasado. Y no me refiero a los angustiantes problemas que enfrentamos sobre el cambio climático o el agotamiento y la aniquilación de nuestro hogar (la Tierra), tampoco a los peligros de una nueva carrera armamentista, ni a los efectos del creciente dominio comercial-económico y político de una potencia no democrática (China) en el concierto de las sociedades democráticas; tampoco me refiero a los campos de refugiados que se incrementaron notablemente en estos años, ni a las migraciones que prevemos serán masivas y no solo de humanos, sino de gran parte del reino animal y vegetal, si es que deseamos preservar algunas de las fuentes para la seguridad alimentaria; no me enfoco en la carrera desenfrenada por la obtención de energías requeridas para eficientizar la posesión y el control del espacio exterior y mucho menos poso el lente sobre nuestra transición lenta pero persistente hacia una comunidad de ciborgs, entre muchos otros asuntos que nos dejan sin aliento, aunque “estupor” sería la palabra adecuada para los dignos hijos de Epimeteo. Por el contrario, frente a estas preocupaciones mi tema de análisis aquí parece menor y ciertamente, si bien no pasa desapercibido al estar camuflado entre otros debates, no ha calado como se requiere en las charlas y agendas públicas (especialmente fuera de la Unión Europea). El tema que me ocupa se puede formular mediante una pregunta: ¿de qué forma la democracia, como régimen de gobierno, enfrentará la tendencia creciente y aparentemente irreversible de liberación de tiempo individual y colectivo de trabajo? Esta no es una pregunta sobre política económica, tampoco sobre economía política; es ante todo pura y genuinamente un asunto político. ¿Políticamente tenemos el deber y la obligación de intervenir sobre el consumo del tiempo (que nos sobra)? ¿La democracia usará ese tiempo extra o será consumida por él?

 

§ 2. La proposición tendencia creciente y aparentemente irreversible de liberación de tiempo individual y colectivo de trabajo resulta difícil de aprehender quizá menos por su complejidad que por su obviedad y sus lugares comunes (pre-juicios). En la proposición hay tres dimensiones que resultan, a mi juicio, fundamentales: una existencia en el tiempo, caracterizada por las palabras “tendencia” e “irreversibilidad”; un conflicto abierto e irreductible con el tiempo, caracterizado por subjetividad e intersubjetividad a lo largo del tiempo; finalmente, el concepto “trabajo” puede ser entendido como un ejercicio de poder y dominación sobre el tiempo. De tal forma que lo anterior se puede poner de la siguiente manera: hasta ahora la misión del trabajo ha consistido en darle forma al tiempo, llenarlo, conquistarlo, someterlo con la excusa del “sentido”, sin embargo, la sumisión del tiempo al sentido ni es gratis ni dejó de ofrecer resistencia. Si el tiempo es una empalizada a perforar y conquistar, se requiere un ejército entrenado y organizado según reglas y criterios propios de la división social y técnica del trabajo. Así, los aportes de la infantería, los arqueros y la caballería no son menos que los realizados por estrategas, ingenieros, carpinteros, herreros, informantes, espías, diplomáticos, propagandistas y sacerdotes; cada uno se especializa (división social) y mejora su actividad (división técnica), aunque todos saben que su empresa descansa sobre las trampas, triquiñuelas, traiciones, desconfianzas, no menos que en la lealtad, el compromiso y la devoción, en conjunto sobre las creencias y motivaciones que generan los conflictos irreductibles de los hombres frente al tiempo. Perforar la empalizada del tiempo, dominar el tiempo, es hacerlo para sí y para otros sin tener la certeza de que los otros procederán de la misma manera. El conflicto subjetivo con el tiempo solo se puede soportar con una existencia intersubjetiva en el tiempo: la cooperación. Pero su existencia está fuera del tiempo: está siempre en el tiempo a conquistar, aunque solo es comprensible en retrospectiva, cuando logramos perforar la empalizada. Somos hijos de Epimeteo, el que piensa lento, el que piensa después, el que llega tarde. La cooperación se inscribe en la historicidad, mientras que la existencia intersubjetiva en el tiempo se inscribe en el futuro: en la política, i.e. cuando ejercemos poder sobre el tiempo.

El alargamiento de la vida individual y como miembros de la especie ha sido el resultado de un esfuerzo denodado por producir tiempo, la primacía de la vida sobre el tiempo; hemos creado intersubjetivamente vida donde solo había tiempo, un indefinido que llenamos con lo vívido de nuestra existencia como especie. Ahora, sin embargo, nos asalta la cuestión de cómo lo consumimos. Siendo ese tiempo producido una cuantía finita frente al indefinido, un adelanto del cielo en la tierra, la conquista de la abundancia relativa desde la escasez, qué otra cosa podríamos hacer con ese tiempo sumiso y conquistado que gastarlo en vida, llenarlo y abarrotarlo con la vívida existencia individual y colectiva de la especie humana. Lo que nos falta porque nos sobra es la contracara de cómo insertamos el tiempo extra en el ciclo de vida, es decir, cómo nos apropiamos (agenciamos) de él.

Quizá cuando nuestros lejanos antepasados se embarcaron en la aventura de oprimir el pulgar con el dedo índice no previeron la dimensión de las fuerzas que desataron; tampoco nosotros somos plenamente conscientes sobre los logros obtenidos al conquistar el tiempo, quizá nunca tuvimos tanta confianza en lograrlo. Lo que nos pasó con la conquista del tiempo es similar a lo que le sucede a un gobierno y sus integrantes cuando les va bien con una política pública: no suelen estar preparados para lidiar con el éxito. El éxito casi siempre abre la puerta a nuevos asuntos que no se tenían contemplados en el plan original. El éxito, a diferencia del fracaso, nos conmina a expandir el mapa cognitivo, a salir a cazar nuevos problemas que tengan solución, mientras que el fracaso invita una y otra vez a revisar el pasado, a desandar pasos, buscando yerros, fallas, en definitiva: a rellenar huecos, lo que faltó, a lidiar con las propias limitaciones, y en muchos casos salir a cazar portadores de mala voluntad.

La democracia junto al capitalismo, simplificando las cosas en aras de ponerlo en una escala temporalmente cercana, ha desatado fuerzas extraordinarias para producir tiempo; ahora parece que la democracia tiene el desafío de que con o sin capitalismo debe lidiar con su extraordinario éxito. Esta debe diseñar mecanismos y artefactos para consumir, para gastar ese tiempo. Debe ofrecer a los ciudadanos afilados cuchillos y tenedores para deglutir ese manjar que el sacrificio de generaciones anteriores ni siquiera pudieron imaginar con disfrutar, porque al igual que nosotros no pensaron en tener éxito. Y no pensamos en tener éxito porque como dignos hijos de Epimeteo nos aferramos a la esperanza, a lo que se espera y no llega, por eso se espera. De tal forma que el mensaje que recibe la democracia es: ahora tienes que gobernar (ya) no (solo) sobre los seres vivos, sino sobre el tiempo que les ofreces a ellos. La democracia ya no solo gobierna sobre hombres, sino que tiene que hacerlo sobre el tiempo que los hombres han creado. Puesto así, estamos en una zona incómoda, desnudos y frágiles. Entre otras cosas, porque el arsenal conceptual que nos ofrecen las ciencias sociales tiene incorporado al tiempo como aquello a lo que hay engañar y dominar, nunca como a un aliado. Pero si la democracia no se abalanza sobre el tiempo creado, no será devenir, será solo historicidad.

 

§ 3. Quizá lo anterior se reduce a una ratio. Dependiendo de qué tanto (cuánto) es el tiempo de trabajo liberado resulta que la democracia tenga o no que abalanzarse sobre el futuro. Aunque esta pregunta es prudente o lo más prudente que podemos esperar a lo largo de esa frontera móvil entre ciencia y gobierno, no da, me parece, en el blanco. Y la interrogación no da en el blanco no solo porque este es móvil sino porque, fundamentalmente, la pregunta obedece a la lógica del conocimiento inserto en la industria académico-científica; necesitamos una pregunta que nos permita tomar decisiones, no solo verificar teorías. O, dicho de una manera políticamente incorrecta: tenemos que formular teorías que nos permitan tomar decisiones, es decir, expandir el mapa cognitivo para construir problemas con solución. Aquella pregunta no construye problemas con solución, solo nos devuelve al pasado, a aquel momento cuando todavía solo teníamos esperanza en dominar el tiempo. Y esto es así porque no tenemos ni métricas ni indicadores intersubjetivamente convalidados para medir el tiempo dominado; solo sabemos, creo, que tenemos más tiempo, y justamente que hay que llenarlo; cuando lo llenemos tendremos las métricas y los indicadores que andamos buscando. Por ahora, solo tenemos métricas e indicadores de aquellas situaciones que, o bien adjudicamos como causales del tiempo extra (innovación tecnológica, destrucción de puestos de trabajo, descreimiento de normas sociales, por ejemplo), o bien son consecuencias de él (desempleo, pobreza, subempleo, marginación, exclusión, entre otras), pero no del tiempo extra en sí mismo (que por ahora, y en términos generales, está disponible sin acceso a bienes o experiencias socialmente valiosas).

 

§ 4. Como ciudadanos no seríamos conscientes de la liberación del tiempo de trabajo si no pudiéramos observar cómo nos encontramos imposibilitados de llenar ese tiempo extra. Pero como somos ciudadanos de democracias consolidadas nos encontramos, en mayor o menor grado, de manera discontinua, pero sostenida, demandando de forma creciente objetos y artefactos socialmente valorados para nuestra existencia individual y colectiva; nos encontramos, en general, demandando gastar el tiempo extra llenándolo de objetos y artefactos que consideramos buenos y valiosos. Así (la metáfora) nos falta porque nos sobra adquiere un vívido sentido. El tiempo extra está ahí a la espera de que encontremos mecanismos de agenciamiento, su estar ahí es la muestra cabal de que nos falta un mecanismo de agenciamiento para acceder a aquello que nos sobra.

Que nos falten objetos y artefactos socialmente valiosos es la otra cara de que nos sobra tiempo. Las democracias y la democracia, en mayor medida, están empecinadas en encontrar un reposo estable para estas fuerzas a las que se presume encontradas y en desequilibrio, pero ese ajuste es imposible: al reducir una para aumentar la otra, cambiamos, como veremos más adelante, la trayectoria de ambas. El ajuste es imposible, el arbitraje entre ambas es inútil, porque lo que requerimos es plantear de otra forma el problema que enfrentamos, y ahí reside la cuestión radical para la democracia y su salto sobre el tiempo. Nos equivocamos si planteamos que lo que nos falta porque nos sobra son fuerzas encontradas, son fuerzas que viajan a diferentes intensidades, pero en una misma dirección: el dominio sobre el tiempo. El arbitraje es imposible porque se haría a costa de alterar la trayectoria de las fuerzas, es decir, poniendo en riesgo el dominio sobre el tiempo.

El empecinamiento democrático por la fabricación transitoria de un equilibrio móvil resulta comprensible porque el tiempo dominado no es homogéneo, el tiempo ganado es fundamentalmente subjetivo. El desequilibrio antes de serlo es una paradoja: aunque las demandas son miméticas, la producción del tiempo es contingente y radicalmente situada. Como el dominio es sobre el tiempo, i.e. la sumisión de este a la política depende del éxito cooperativo en el tiempo, y como no todas las sociedades políticas lo han conseguido, nos engañamos pensando que todavía no hemos tenido éxito, que de alguna manera podemos revisar el pasado, rellenar hoyos y abalanzarnos sobre el futuro de la misma manera que ayer nos abalanzamos sobre el hoy.

Aunque la conquista sobre el tiempo es lo sobradamente universal para aceptar que es una tendencia en el tiempo, continúa estando lo suficiente y radicalmente situada como para dudar sobre su validez como ley tendencial y sobre sus efectos, no solo en la organización social y productiva de nuestras sociedades, sino también en el futuro de la democracia en sí misma. La sumisión del tiempo al poder de la política no es homogénea, sus éxitos están desigualmente distribuidos a lo largo y ancho del mundo. Distribución desigual y heterogénea entre sociedades políticas, pero también dentro de ellas, entre organizaciones y hacia su interior, entre personas y en ellas a lo largo de su ciclo vital. Nuestra casa, el planeta Tierra, es un hervidero de proyectos, un laboratorio lo suficientemente extenso y complejo como para trazar un mapa definitivo de territorios sociales donde se ha dominado al tiempo; el ejercicio del poder sobre el tiempo es tan voraz que produce mutaciones asombrosas y en breves lapsos de esa unidad de tiempo que es a la vez dominado.

 

§ 5. Como el tiempo dominado es subjetivamente diferente, a veces estamos tentados a afirmar que todavía no hemos atravesado la empalizada del tiempo. Esto nos sucede, creo, porque aun habiendo perforado la empalizada miramos a los que están todavía ante ella, o porque todavía estamos en medio del ejército presto al ataque final contra ella. Frente al éxito no sabemos qué hacer con él y entonces o sentimos una obligación moral de ayudar a los otros o buscamos sacar provecho de esa situación, o ambas cosas a la vez. Ante el fracaso renovamos las esperanzas para con el ejército liberador retacándonos, dependiendo de la evaluación que realicemos sobre el probable éxito de nuestra empresa combativa, o bien en el resentimiento, o bien en la envidia. A mayor probabilidad de éxito nos moverá la envidia, a menor probabilidad nos alimentaremos con resentimiento. Esa subjetividad propia sobre el tiempo ganado nos devuelve una y otra vez a nuestro lugar en la tarea titánica de la cooperación en el tiempo. La democracia se sostiene sobre ese ímpetu, la democracia se renueva en y con cada conteo de cabezas, al igual que la esperanza.

Sin embargo, la paradoja que funda el desequilibrio, i.e. demandar porque nos sobra tiempo, produce una y otra vez el estupor del éxito, el desconcierto propio de haber tenido éxito cuando profundamente hubiésemos deseado continuar en el fracaso. Los que dominan el tiempo, los que llegan a producir tiempo, fijan expectativas que miméticamente se expanden y reproducen ante aquellos que todavía están en el frente de batalla, i.e. a las puertas de la empalizada del tiempo. El desequilibrio no hace otra cosa sino impulsarnos a continuar con la noble tarea de perforar al tiempo, y sus resultados habrán de producir más desequilibrio entre aquello que nos falta con el tiempo que nos sobra. La zozobra del éxito nos empecina en el fracaso, la impotencia frente al éxito nos condena a usar los mismos métodos que nos condenan al fracaso.

En el fragor de la paradoja a veces se nos olvida que somos nosotros, aunque no sea ni usted ni yo en particular, los que hemos conquistado al tiempo; nuestra existencia es testigo de esa conquista, pero como somos, entre otras cosas, lo que consumimos, tenemos que devorar ese tiempo extra, de lo contrario no somos o no podemos seguir siendo artífices de este tiempo. Lo que plantea una paradoja adicional: las demandas adquieren un contenido moral cuasi universal, pero la producción de tiempo está sujeta a procesos de cooperación contingentes y específicos; mientras la primera se expande geométricamente por su poder mimético, la segunda tropieza con las zancadillas que el tiempo siempre indomable le propina. La producción de tiempo extra se encuentra abrazada por una poderosa tenaza: por arriba, resulta imposible aminorar el ejercicio de poder sobre el tiempo, si lo hiciéramos no tendríamos adónde ir; por abajo, el esfuerzo constante y perseverante en producir tiempo extra se multiplica en demandas morales por accesos a los bienes socialmente valiosos.

 

§ 6. La democracia y las democracias en su afanosa tarea de equilibrista han creído en la posibilidad de ofrecer un umbral de gasto del tiempo que no afecta la cantidad de tiempo que se ha de producir mañana. Puesto de manera burda: si las demandas morales autoconfiguradas sobre el gasto del tiempo extra se representaran como porciones de un hipotético pastel, la partición de un conjunto variable de ellas, manejadas con la pericia de equilibrista, no terminarían afectando al pastel que debemos producir mañana. Aunque del otro lado de la paradoja las cosas son diferentes: los incentivos que tenemos para producir el pastel de mañana acorde con el umbral de partición de hoy generan una masa cada vez más extensa de comensales que se deben conformar con el acceso al plato del día y hacer fila. La paradoja está cruzada por algo que a menudo se pierde de vista: gastar el tiempo extra requiere seguir generándolo. Es imposible congelar al tiempo. Dominar al tiempo es usarlo. El tiempo ofrece una resistencia cooriginaria, no se puede detener el poder sobre el tiempo, detenerlo equivale a volver a estar sometido por el tiempo. Nadie quiere, supongo, que eso suceda.

 

§ 7. Estimada persona lectora, usted podrá pensar con todo derecho que lo anterior fue una manera enredada de plantear el problema (neo)malthusiano de la población frente a los recursos, o una manera simplificada de abordar la teoría moral de la explotación marxiana, o una forma grotesca de retratar la crisis de producción frente al subconsumo de raigambre malthusiano-keynesiana, o una aproximación torpe a más de un siglo de investigaciones sobre los efectos de la innovación tecnológica frente al desempleo, o ignorancia sobre los valiosos aportes que desde la teoría crítica se realizaron a los efectos devastadores del consumismo sobre la vida auténtica. Compungido, intento reconfortarme pensando que ha sido un proemio al verdadero problema que nos aqueja: qué vamos a hacer con el tiempo que hemos fabricado, porque políticamente no estamos preparados para ello. La democracia es un régimen de gobierno sobre los hombres, lo que hoy necesitamos es un régimen de gobierno que también gobierne sobre el tiempo que sobra. Si pensamos, como hasta ahora, que al tiempo hay que gastarlo, llenarlo, estamos en un laberinto. Suele decirse que la única forma de salir de un laberinto del que se carece de mapa es por arriba, es decir, hacia y sobre el tiempo. Sin embargo, como el tiempo es subjetivo, necesitamos un mecanismo o artefacto para intercambiar tiempo; construir ese artefacto para regular (gobernar) el exceso de tiempo será el desafío democrático para las próximas generaciones.

 

§ 8. Donde posemos la mirada encontramos tiempo extra, puesto que ahorrar tiempo ha sido nuestra brújula, y el ocio ha sido nuestra ambición. Utilizar los puestos de trabajo para destruirlos nos ha permitido liberar tiempo, esta ha sido nuestra preocupación principal, nos ha dado todos los subproductos necesarios para dominar el tiempo. El tiempo extra, el tiempo ganado al tiempo, ese estar ahí del tiempo que solo se aprecia a través de lo que nos falta porque nos sobra, nos conmina a insertar el tiempo en nuestra vida, es decir, el reverso de lo que hasta ahora hemos estado haciendo: insertar la vida en el tiempo. Nuestra preocupación vital ha sido con el tiempo (que no teníamos) producir bienes socialmente valorados; ahora, sin embargo, nuestro desafío es inverso: hacer “cosas” con (en) el tiempo que nos sobra. Si nos tomó siglos darnos cuenta de que estábamos haciendo lo primero, quizá también tengamos que esperar para hacer lo segundo. Si nos costó comprender que el puesto de trabajo tiene por finalidad destruir puestos de trabajo, si hemos descreído que el desempleo es el reverso del puesto de trabajo, no veo por qué nos resultará más fácil aceptar que el puesto de trabajo no podrá ser el mecanismo de agenciamiento del tiempo extra.

 

§ 9. Cuando, hace muchos años, me topé por primera vez con los surfeadores de Malibú me asaltó la desazón; el enigma sobre qué hacer con el tiempo extra no me ha abandonado. John Rawls tuvo en 1971 la originalidad intelectual y la valentía profesional de formular un conjunto novedoso de problemas de cara al Estado de bienestar que parecía, por aquellos años, tan duro e inmutable como el diamante. Aunque, ya finalizando los años 70 del siglo pasado, más de un lector pensó que se trataba o bien de una metáfora estilizada para ocultar un dudoso enunciado empírico, o bien un disputable ejercicio especulativo apoyado en un pronóstico cuya significación estadística era desechable. Sin embargo, detrás había un conjunto vasto de ideas, creencias, reflexiones y prejuicios que estaban refugiados en el gran arco temporal que va desde el sistema de Speenhamland hasta las discusiones estadounidenses de fines de los 60 sobre el impuesto negativo a la renta encabezadas por Milton Friedman y James Tobin; y luego de él sobrevendría un aluvión de análisis desde la propuesta conocida como basic income (en adelante, “ingresos básicos”).

Para economistas de la talla de Hal Varian y Richard Musgrave, la propuesta de Rawls era una forma quizá incorrecta pero inteligente de plantear el dilema económico clásico entre equidad versus eficiencia; para los herederos de la teoría crítica era una forma alternativa de legitimar el liberalismo y el libre mercado. Quizá fue todo al mismo tiempo; lo cierto es que nos heredó una forma de plantear, al interior de las democracias consolidadas, los problemas distributivos cuya influencia persiste en la actualidad.

La cuestión con los surfeadores de Malibú es que ha adquirido sentido, hasta ahora, o por sus causas, o por sus consecuencias, o como reflejo distorsionado de ausencias, pero rara vez se presenta como lo que es: tiempo extra. Sea que entendamos la sentencia rawlsiana como metáfora o enunciado empírico, lo cierto es que nos remite a un conjunto de hechos contundentes y por largo tiempo estudiados. Producir tiempo consiste en incrementar la productividad de los factores productivos de forma tal que el mismo objeto requiera ahora menos inversión de tiempo humano, elemento que ha sido siempre escaso y limitado dado que es nuestra propia existencia; en general liberamos tiempo en la medida en que trabajamos menos. Lo que actualmente vivimos, aparentemente, como injusticia para unos o tragedia para otros es lo que siempre estuvimos, desde los telares que tejen solos de Aristóteles, deseando.

Que los surfeadores de Malibú sea un asunto que se haya camuflado detrás de sus causas, i.e. la innovación tecnológica de manera específica, y también ocultado junto a sus consecuencias, i.e. el desempleo, o como representación colectiva de la ausencia de ingresos para una franja amplia de la población mundial, ha constituido las excusas perfectas para echarle la culpa, de base, al capitalismo al que siempre se presume renovadamente salvaje y cada vez más inhumano. Sin embargo, culpar al capitalismo y a la democracia de ello es como culparnos a nosotros mismos de haber tenido el deseo y habernos fijado la meta de producir tiempo. Es como culparnos por estar vivos y querer, como toda vitalidad, crecer hasta, como decía Nietzsche, dejar de hacerlo. Muy por el contrario, gracias a las sinergias y los conflictos entre el capitalismo con la democracia (y también con las democracias) nos hemos permitido la oportunidad de demostrar de qué madera estamos hechos. Ahora nos espera la tarea de mostrar qué es el tiempo extra: una ampliación de la libertad que requiere una nueva práctica política que permita usufructuarla. En ese sentido Philippe van Parijs da en el clavo cuando utiliza la frase “libertad real para todos” después del concepto basic income, solo que no estoy seguro de que su propuesta contenga una reflexión sobre la democracia y sobre el ejercicio del poder democrático.

 

§ 10. Las sociedades políticas, y la democracia especialmente, han estado intentando equilibrar el desfasaje entre los objetos y artefactos socialmente valiosos que nos hacen falta porque nos sobra tiempo. Los Trente glorieuses, el título del ingenioso texto del economista Jean Fourastié, suele obrar como magnánimo epitafio con el que se rinde tributo al Estado de bienestar y su capacidad de “regular” la producción del tiempo. Sin embargo, la llave maestra para regular el ejercicio de poder sobre el tiempo fue tan efímera como dolorosa su rotura. El mecanismo “regulador” sobre la producción de tiempo no duró ni dos generaciones productivas; la sociedad política fue un equilibrista tan confiado que no colocó la malla de amortiguación, su caída fue lenta pero el golpe resultó ser letal.

El mecanismo “regulador” del Estado de bienestar se basó en un complejo dispositivo de ingeniería social que buscaba intervenir en la demanda para que no sobrara tiempo. Utilizando el puesto de trabajo como mecanismo regulador de las demandas porque nos sobraba tiempo, regulaba, o intentó hacerlo, la producción de tiempo, impidiendo que la brecha se saliera fuera de control. Los puestos de trabajo, los impuestos, la inflación y la deuda han sido las herramientas claves para que lo que demandamos porque nos sobra tiempo no pusiera en jaque la capacidad de gobierno de las democracias. Sin embargo, fue un gobierno sobre los hombres en el ciclo de vida y no un gobierno sobre el ciclo de vida en sí mismo; la vida (el tiempo) finalmente se volvió ingobernable.

 

§ 11. Dicen que luego de cada batalla los sobrevivientes, y más aún los observadores, se convierten en grandes estrategas y cualificados generales. Creo, para ser justos, que los hacedores de aquel mecanismo “regulador” no pudieron advertir dos asuntos que son, aun para nosotros, difíciles de aprehender. Y me refiero, en primer lugar, a que la liberación de tiempo de trabajo se inserta en una tendencia, pero rehúye a ser pronosticada bajo una ley tendencial; y segundo, a que tenemos una propensión a minimizar el peso que tiene la innovación social en la liberación de tiempo de trabajo; en general, nos ha faltado una mejor comprensión del fenómeno innovativo.

 

§ 12. Desde las máquinas que tejen solas de Aristóteles, desde la ingeniosa presentación que hizo Malthus sobre la relación entre servicios personales y sector productivo, pasando por el desarrollo del concepto de general intellect en los Grundrisse de Marx, hasta las modernas teorías sobre la economía del conocimiento, hemos ido condensando múltiples y antagónicas teorías sobre la producción de tiempo, esto es, la liberación de tiempo de trabajo. Sin embargo, son teorías de difícil verificación, ya que el tiempo extra, más que un dato contundente e irrefutable, se presenta como una creencia más o menos verosímil, dependiendo de las diferentes circunstancias que nos toque vivir y que nos hagan creer que estamos frente a una profecía autocumplida. ¡No siempre hemos de enfrentar los “molinos satánicos”! El “dato” contundente y necesario para la verificación de una ley tendencial se escabulle ante la primera zancadilla del tiempo, que siempre ofrece, como ya expuse, esa resistencia propia a toda fuerza que lucha frente a la dominación y la sumisión.

Que tengamos teorías sofisticadas sobre la producción de tiempo, que hayamos podido acumular ejemplos sobre la eliminación progresiva y sostenida de puestos de trabajo, que podamos apreciar el valor tendencial de la liberación de tiempo de trabajo no es suficiente para validar una ley tendencial de la desaparición progresiva de puestos de trabajo. El futuro es incierto porque la dominación sobre el tiempo no puede tener cuartel, no puede tomarse una pausa; cualquier respiro implica la rebelión del tiempo frente al hombre. Como la producción del tiempo no es una conquista definitiva, ni tampoco un destino manifiesto, los hacedores del mecanismo regulatorio del Estado de bienestar encontraron, al igual que muchos hoy, una ventana de posibilidad: esa posible hendija, además de deseable, consistió en regular la producción de tiempo. Lo que la ciencia no puede verificar, la práctica de los hombres lo intenta refutar.

Utilizar la prospectiva en este asunto ha sido tan complejo como interpretar las pruebas de culpabilidad a través de la ordalía. La prospectiva utiliza, en líneas generales, métodos para fomentar acuerdos o desacuerdos entre expertos. Sin embargo, las visiones futuras sobre el mundo siempre están basadas en desacuerdos epistémicos que requieren espacios de legitimación; así, resultó que deterministas tecnológicos y escépticos variopintos formularon recomendaciones tan útiles como lo fueron, en su momento, el peso de las Sagradas Escrituras para las básculas en las que se encontraban los reos medievales. Dios alumbra el futuro de maneras muy extrañas, las sociedades políticas siempre tienen que mirar a su alrededor. Y la evolución de la producción del tiempo indicó que el tiempo liberado se empeñaba en producir nuevos puestos de trabajo; así la esperanza renueva lo que llega tarde. Aunque todo ello, tendencialmente, resultará contraintuitivo a las teorías, y en cierta medida a los deseos por dominar al tiempo.

El economista clásico Jean-Baptiste Say, microeconómicamente, tenía razón al afirmar que es altamente probable que la oferta cree su propia demanda, aunque Keynes tuvo la suficiente prudencia en destacar que de manera agregada no era siempre correcto. La innovación tecnológica destruye puestos trabajo al tiempo que crea otros (la oferta crea demanda); el problema radica en el balance global (el desequilibrio keynesiano). Los que pierden el puesto de trabajo no son los mismos que obtienen el nuevo: el tiempo extra no solo es subjetivo, está desigualmente distribuido. Ningún contemporáneo del Estado de bienestar, menos nosotros hoy, podría haber culpado al equilibrista por hacer su show sin la red de contención; todos los espectadores sabemos que con red el talento y la audacia siempre lucen menos profesionales.

 

§ 13. Si los políticos y hacedores de políticas entendieron que había un terreno disputable entre la destrucción y creación de puestos de trabajo, supusieron astutamente que la disputa abría una ventana de oportunidad siempre renovada en lo que respecta a la regulación sobre la producción de tiempo. Siendo la prospectiva un intento poco preclaro para falsear la ley tendencial, y dado que siempre se disponía de la evidencia sobre la idea de que nuevos negocios siempre son posibles, ya no solo se intentaba controlar el puesto de trabajo; se intentó, también, de manera ambiciosa controlar la innovación en sí misma; el sueño de regular las demandas encontraba el deseo oculto de regular la producción del tiempo en sí mismo. La política intentó regularse a sí misma, los políticos creyeron que estaban propinándole una zancadilla a la política, creían haber descubierto una fórmula secreta que dominaba a la política, que dominaba y ejercía, a su vez, poder sobre el tiempo, finalmente tanto tiempo como política constituyeron una revuelta. Los vástagos de Epimeteo por un momento creyeron robar el fuego sagrado, pero pronto se dieron cuenta de que solo estaban, en el mejor de los casos, controlando las consecuencias de la expansión de las antorchas. Los hijos de Epimeteo siempre llegamos tarde.

Regular la innovación no significa anticiparse a ella, i.e. intentar regular la producción de tiempo no equivale a anticipar políticamente su producción, la astucia política no resulta tan astuta. Tamaña tarea implica que la política resuelva la cuadratura del círculo: la innovación no es posible sin imitación, pero si algo es imitable ya no resulta innovativo. El enigma de lo nuevo radica en que para serlo no puede ser anticipado, lo innovativo, lo radicalmente nuevo escapa a la anticipación. Controlamos, en el margen, la reproducción de la innovación, la imitación; pero nunca podremos anticipar la innovación, puesto que lo nuevo es siempre un misterio. No sabemos dónde, cuándo, ni cómo, surgirá lo nuevo, si tenemos alguna de estas certezas ya no será algo nuevo, contará simplemente como una posibilidad dentro de una tendencia.

Lo nuevo nunca se inscribió solo en lo tecnológico, lo nuevo siempre es la lucha contra el tiempo, y a mayor éxito en esa lucha mayor tiempo disponible que se puede utilizar como materia prima para lo nuevo. Lo nuevo se inscribe en el terreno ganado por la vida sobre el tiempo. Pretender regular la innovación es pretender domesticar la libertad, es la fantasía epimeteica de colocar un cabestro para domesticar la manada de cimarrones; regular lo nuevo no solo es ir contra la libertad, es la imposibilidad misma de detener y congelar la producción de tiempo. Porque el tiempo mismo está constituido por innovación. El tiempo siempre es aquel cuantificable dominado.

Querer regular la producción de tiempo fue una versión jibarizada de la innovación y con ello una brutal simplificación de lo que significa la hibridación del capitalismo con la democracia, i.e. una combinación desconocida sobre lo nuevo. Regular el poder ejercido para dominar sobre el tiempo es desear construir un grifo para dosificar lo “nuevo”. Pretender un gobierno sobre lo nuevo resulta tan inocente como desear congelar al tiempo para salvar a la humanidad.