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Lalia, Joel

El carpintero / Joel Lalia. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0372-5


1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.

CDD A863



Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com



Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

PRÓLOGO

Le dolían las piernas, su corazón parecía a punto de estallar, sus pulmones no resistían más, pero no podía detenerse: tenía que seguir corriendo, tenía que huir. Debía alejarse lo más que pudiera y buscar un escondite. No sabía hacia dónde iba ni qué haría luego, solo sabía una cosa: su padre no debía encontrarla.

Mientras movía las piernas lo más rápido que podía, revivía los últimos momentos, y también los episodios que desencadenaron en lo que pasó. Su mente los reproducía en un espiral, pero ella seguía sin procesarlos. Solo tenía diez años, solo era una niña. ¿Cómo procesar tanto maltrato, tanto dolor? ¿Cómo procesar lo indecible, lo que aún no comprendía ni estaba preparada para comprender? ¿Cómo procesar la rabia, el horror?

Luego de un rato corriendo, ya no resistió. La madrugada continuó avanzando, pero el cielo seguía estando oscuro. No había nadie alrededor, y no se había cruzado con ningún vehículo tampoco, al menos que hubiera notado. Su familia vivía en la zona más precaria de la ciudad, cerca de una vieja estación de trenes que ahora estaba destruida y desierta. Cuando logró salir por la ventana de su cuarto, se dirigió a las viejas vías de tren y corrió a toda velocidad en la dirección que estas le marcaban. Ni siquiera se fijó si alguien la había visto.

Ahora estaba en una parte de la ciudad que no conocía, donde había menos casas y más terrenos vacíos, más césped que aceras. Había muchos árboles, aunque no se veían bonitos, estaban flacos y descuidados. Se escabulló entre ellos y se sentó en la hierba: estaba fresca, la sentía bajo su cuerpo y la rozó con sus manos, cerrando los ojos. Cuando los abrió, levantó las manos y las miró. Estaban manchadas de sangre, al igual que su ropa… al igual que el cuerpo de su hermana, al igual que sus sábanas. Lo visualizó todo: los golpes de su padre, esta vez más fuertes que nunca; las tijeras; el rostro de su hermana, inmóvil; la sangre. Por fin, el dolor y la conmoción emergieron de su cuerpo y rompió en llanto. Temblaba y sollozaba, con alaridos llenos de quebranto, llenos de incomprensión. Sin nadie que la abrace, nadie que la consuele, como siempre había sido.

Cuando logró calmarse y recobrar el control, supo que tenía que levantarse. Ya no podía correr: estaba demasiado cansada; pero podía caminar, al menos hasta encontrar otro sitio donde ocultarse, más lejos de donde estaba. Sabía que estaba en peligro, sabía que su padre iría tras ella y desataría su violencia más brutalmente que nunca. Sabía que si la encontraba, esta vez la mataría, y su muerte sería mil veces peor que la de su hermana.

1

Una semana después


Mira el mueble, casi reflexivo. Es el momento de contemplarlo antes del toque final: es su ritual. Mientras lo hace, se aleja unos metros. Ve en plano completo el modular mediano que acaba de terminar. El contraste de la palidez de la madera de pino con el verde del césped de su patio trasero siempre lo hace sonreír; de hecho, es lo único que lo hace sonreír últimamente.

Luego de un momento, se acerca nuevamente y moja el pincel con el barniz oscuro. El frasco reposa en una mesita hexagonal que hizo hace cuatro años. Está pintada de gris, con los bordes difuminados en negro, que le dan un aspecto añejado. Empieza a pincelar con delicadeza, sintiendo la suavidad de las cerdas del pincel y de la madera lijada. Es sencillo para él, pero aun así se concentra, se deja llevar por el movimiento de su mano, que parece tener vida propia. Respira hondo, absorbiendo el aire primaveral, viendo cómo la madera toma otro tono, otro carácter.

Un lado terminado, ocho minutos.

Siente sed. Suspira por el calor que siente y mira el cielo completamente azul, sin ninguna nube a la vista. El sol lanza rayos de luz directo a su piel, pero no está sudando, al menos no aún. Levanta la botella de agua fría que había preparado y bebe.

Se coloca en la parte de atrás del mueble, que es del doble del tamaño de los laterales, y sigue pincelando. Hacia arriba, luego hacia abajo, esparciendo el barniz uniformemente, deslizando el brazo con lentitud hacia un costado, hasta llegar al otro borde. Es el turno de las patas traseras, comienza a tonalizarlas.

De pronto, escucha el ruido de la puerta abriéndose.

Ladea la cabeza para echar un vistazo y la ve, parada en la alfombra de mimbre que separa la casa del patio trasero. Está afuera. Él se para de un salto, haciendo que el modular se caiga hacia adelante, impactando en el césped. Sale corriendo, con el corazón palpitándole tan fuerte que parece que va a estallar, y con la sangre hirviendo cada vez más. Llega hasta ella y, tomándola del brazo, la mete a la cocina, cerrando la puerta con todas sus fuerzas.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le grita, furioso—. ¿Por qué saliste? ¿En qué estabas pensando? —sin darle tiempo a contestar, sigue escupiendo sus palabras sin control—. ¿No entiendes que nadie puede verte? ¿No entiendes que si alguien te descubre voy a estar en problemas?

Por fin, inhala y exhala lentamente mientras cierra los ojos, tratando de calmarse, aunque no lo consigue. Abre los ojos para volver a mirarla y continúa, esta vez sin gritar, pero con la misma intensidad en sus palabras.

—¿Qué tal si alguien te ve y llama a la policía? Ya te dije que si alguien descubre que vives conmigo, voy a estar en graves problemas. Podría ir a prisión. ¿Quieres que vaya a prisión por tu culpa?

Vuelve a respirar profundo y ella, con los ojos llenos de lágrimas, niega con la cabeza. Primero lo hace despacio, y luego con más velocidad, acercándose a él.

—No. No quiero que vayas a prisión —le dice con voz temblorosa—. Lo siento.

—¿Recuerdas las reglas? ¿Cuáles son?

—Que nadie me vea, y que nadie me escuche.

—Perfecto —le dice él—. No es tan difícil. —Luego hace una pausa, y sigue—: Estás castigada. Tendré que volver a encerrarte en el cuarto.


2

La pantalla de su celular se ilumina al mismo tiempo que el aparato comienza a vibrar. Mientras come un filete de pescado y puré de papas a grandes bocados, James lo mira y ve el nombre de contacto que anuncia la pantalla: Mamá. Lo ignora y sigue comiendo, mientras vuelve a clavar la mirada en dirección a su televisor LED, aunque este está apagado. Hace tiempo que no mira la televisión ni escucha la radio. Solo se conecta con el mundo exterior a través de internet, ya que es la única forma de controlar lo que quiere ver y escuchar, que es casi nada.

Nota que las vibraciones se detienen, su madre se cansó de esperar que conteste. Suspira con amargura al pensar en lo molesta que debe estar por las múltiples llamadas que él había ignorado y por los mensajes que no contesta; también en lo enojada que estaría de saber que no ve ni escucha las noticias: «Tienes que saber lo que está pasando en el país y en el mundo, no puedes vivir en una burbuja», solía decirle cuando él manifestaba su poco interés en estar actualizado acerca de todo. Nunca le importó, y ahora mucho menos.

Escucha un leve sonido, y ya sabe de dónde viene. Sigue comiendo para terminar su plato, mientras ve su reflejo oscuro en la pantalla del televisor. Las luces están apagadas, y la única fuente de iluminación es una pequeña lámpara que trajo de su habitación, que está conectada y colocada sobre su pequeña mesita hexagonal. En su imagen reflejada en la pantalla oscura nota que en su cabello aparecen cada vez más canas, las puede ver aun a metros de su reflejo. No llegó a los cuarenta años y ya tiene canas: otro fracaso de su cuerpo, o de sus genes, o cualquier otra razón biológica, piensa, aunque ciertamente, no el más grave.

Un instante después, otra vez el sonido. Esta vez, los golpes contra la puerta suenan con más fuerza. Respira profundo y se lleva las manos a la cara. Está tensionado. Su pierna izquierda no deja de subir y bajar frenéticamente mientras intenta controlar sus emociones, golpeando las baldosas marrones del suelo con nerviosismo. Está enojado porque la niña lo desobedeció: había salido al patio cuando él estaba ocupado, distraído, poniéndolo en riesgo. Aunque también debe recordarse a sí mismo que, por más que quiera, no tiene el control de la situación, ya que ni siquiera sabe qué va a pasar luego. ¿Qué haría si alguien lo descubre, si alguien la ve con él? ¿Y si ella quisiera escapar? No sabe bien qué hacer, pero sabe que no quiere dejarla ir, no mientras pueda mantenerla con él.

Ella golpea la puerta una vez más. Él se levanta y lleva el plato a la cocina, junto con el vaso que aún tiene jugo. Deja todo en el lavabo y camina sin prisa hasta la habitación que está frente a la suya. Al llegar se queda parado afuera, ante la puerta.

—¿Qué quieres? —dice en voz alta.

—Quiero más agua, tengo sed —dice ella desde el otro lado.

—Está bien, pero no puedes tomar demasiada. Ya lo sabes.

Se dirige otra vez a la cocina y sirve un vaso con agua. Vuelve a la puerta de la habitación y, sacando la llave de su bolsillo, la abre.

Entra despacio y mira con atención, cerrando la puerta tras de sí. Ella está sentada en la alfombra del suelo, con la bandeja de comida a un lado y un vaso vacío en las manos. Se comió todo el puré de papas, pero casi no tocó el filete. Lo mira con ojos bien abiertos mientras él se acerca y le tiende el nuevo vaso lleno de agua. Toma hasta dejarlo casi vacío y lo deja también en el suelo.

Las paredes de la habitación están pintadas de verde claro. Está casi vacía, salvo por una repisa con algunos muñecos de peluche y una pequeña cama, que parece del tamaño justo para la niña. Una ventana amplia, cuyos paneles de madera están cerrados y trabados, parece achicar el espacio que hay dentro.

Lo siento.

—Entiendo, lo…

—No vuelvas a decir que lo sientes —la interrumpe—. Simplemente déjalo así. Pero ahora no sé cómo van a seguir las cosas… ni siquiera sé tu nombre aún.

Nuevamente, ella se queda en silencio.

—Bien. Seguirás sin decir nada, perfecto. Pero no vas a salir de esta habitación —le dice, y luego da la vuelta y abre la puerta para salir.

—¡James!

Él se vuelve, sorprendido. Es la primera vez que ella menciona su nombre. Se la queda mirando, y ella le devuelve la mirada. Nota que la niña quiere decir algo, ve cómo tiembla y puede sentir la ansiedad que le transmite su expresión.

—¿Sí? —musita él, sin saber muy bien qué decir.

—Mi nombre… mi nombre es Vienna.