El libro de Nevalia

Santiago García-Clairac

Ilustraciones de Enrique Flores

 

1

 

ME llamo César Durango, igual que mi padre. Por su culpa he tenido una vida ajetreada, pero no penséis que es policía, piloto, aventurero, bombero, atracador de bancos... No, no es nada de eso... ¡Mi padre es escritor! ¡Y de los raros! Cada vez que escribía un nuevo libro, tenía que irse a otra ciudad. Así que, año tras año, mi madre, mi hermano Javier y yo cambiábamos de casa, de barrio, de colegio y de amigos. Y eso me irritaba tanto que nunca he querido leer sus libros. Mi vida era un verdadero desastre: me pasaba todo el día enfadado, apenas estudiaba y me llevaba mal con todo el mundo.

Pero todo cambió el día en que terminó El libro invisible, su gran éxito. Me prometió que, a partir de entonces, escribiría siempre en la misma ciudad y que ya no volveríamos a mudarnos. Reconozco que me dio una alegría. Gracias a eso pude mantener mi amistad con Lucía, una compañera de clase. No os lo vais a creer, pero Lucía quiere ser escritora, así que, por lo que se ve, mi porvenir se presenta lleno de escritores. El destino, la suerte, el azar... a veces es muy cruel.

El caso es que, cuando papá empezó a escribir El libro de Hanna, la segunda parte de la saga de El libro invisible, estaba tan estresado por no habernos mudado de ciudad, que sufrió un ataque al corazón del que salió vivo de milagro.

Lo cierto es que mi amiga Lucía y yo tuvimos que ayudarle en secreto a escribir ese libro. Vamos, que si no es por nosotros, jamás lo hubiera terminado.

Ahora tengo un padre escritor y una amiga que también es escritora, pero yo me encuentro en el medio, indeciso, sin saber qué hacer. Por un lado me gusta escribir, lo reconozco, pero temo que me pase lo que a mi padre y me entren ganas de preparar cada libro en un lugar distinto. Solo de pensar en la posibilidad de que mis hijos tengan que mudarse cada año, me entran escalofríos.

Dicen que los hijos suelen heredar las manías de los padres, pero yo no quiero que eso me ocurra. No es que le odie a él, sino a su trabajo. A veces pienso que ser escritor es lo peor del mundo. Por eso me siento tan confuso.

El caso es que hoy vamos a celebrar que El libro de Hanna ha sido un éxito editorial.

Julio Cortés, el editor de la empresa que publica sus libros, ha tenido la idea de organizar una fiesta muy original en un restaurante medieval situado en un castillo auténtico, donde los camareros van vestidos de época y sirven platos al estilo antiguo. Además de pajes, escuderos, soldados, caballeros, damas y sirvientes, hay blasones, armas y estandartes en las paredes o colgados del techo. En una balconada de madera, una pequeña orquesta interpreta música medieval mientras una mujer joven, con largas trenzas, canta con voz muy dulce. La mujer me recuerda a Nevalia, la escritora ciega de El libro de Hanna. El ambiente es tan real que cualquiera diría que nos hallamos de verdad en la Edad Media.

Ha venido mucha gente y las mesas están completas. Hemos invitado a Lucía; a Candela, su gran amiga; a Clara, mi profesora del curso pasado, que también es la novia de Julio; al director del colegio... También hay algunos trabajadores de la editorial y varios libreros importantes, además de los escritores de La Tertulia... Y, por supuesto, mamá y mi hermano mayor, Javier, que no me quita el ojo de encima.

–A ver si hoy no haces nada que disguste a papá –me advierte–. Que te conozco.

–No digas tonterías, Javi –le respondo–. No estropearé la fiesta. No soy tan torpe.

Después de un toque de trompeta, una legión de camareros entra en el salón; van cargados de platos que distribuyen mesa por mesa. La cena ha empezado y los invitados se centran en meter mano e hincarle el diente a la comida, ya que no hay cubiertos y tenemos que servirnos de los dedos, ¡al estilo medieval!

–Hemos organizado la fiesta aquí porque el sitio se parece mucho al mundo de la princesa Hanna –explica Julio Cortés–. Este podría ser su castillo.

–Ha sido una buena idea –comenta papá–. Como todas las tuyas.

–Sí –dice mamá–. Eres un tipo muy imaginativo.

–Claro, por eso trabaja con escritores –aclara Lucía, que está sentada a mi lado.

–Piensan en todo –dice Javier–. Hay que ser de una pasta especial para dedicarse a esta profesión.

–Los peores son esos que se creen escritores, pero que en realidad carecen de imaginación y de vocación –dice Candela, muy convencida–, ¿verdad?

De repente, las cortinas del fondo se agitan y dos caballeros aparecen gritando y luchando con las espadas. Los golpes del acero sobre los escudos resultan estremecedores.

–¡Maldito canalla! ¡Nadie me impedirá llevar a cabo mi sagrada misión! –grita el que tiene la cabeza tapada con un yelmo blanco.

–¡Morirás si insistes en seguir adelante! –responde el caballero negro, asestando un terrible mandoble con su gran espada.

–¡Debo cumplir la orden de mi señora! –responde valientemente y con gran ímpetu el caballero blanco–. ¡Aparta de mi camino!

La lucha se hace más enérgica y los camareros, para añadir realismo a la escena, se esconden tras las columnas de piedra o junto a las mesas de madera.

–¡Muere, traidor! –grita el de blanco hundiendo su espada en el cuerpo de su enemigo. El hombre, herido de muerte, cae al suelo mientras un terrible alarido de dolor brota de su garganta.

A continuación, el caballero blanco se acerca a nuestra mesa, con su espada aún en la mano:

–¿Quién es el escribiente César Durango?

–Soy yo –responde papá tímidamente.

–Soy un caballero del reino de Navar y vengo de parte de la princesa Hanna –explica el guerrero manteniendo la compostura–. Me ha costado mucho llegar hasta aquí.

Se aleja un poco y, repentinamente, un soldado que se hallaba escondido tras una columna, y que porta una enorme hacha, se abalanza sobre él, dispuesto a matarle. Pero el caballero blanco es más rápido y le asesta una estocada en el pecho. Después, con toda tranquilidad, limpia su arma en el cuerpo de su enemigo. Entonces saca una bolsa de cuero de su zurrón.

–De parte de la princesa Hanna –dice poniéndose de rodillas, mientras se la entrega humildemente a papá–. He corrido muchos peligros para traeros este mensaje –añade el caballero, manchado de tomate por todas partes–. Esperad a que me haya marchado para abrir la bolsa.

Y dicho esto, se aleja de inmediato. Papá se queda asombrado. La sorpresa le ha puesto nervioso.

–Pero... ¿qué es esto?

–No sé –responde Julio–. Lo mejor será que lo averigües.

Papá deshace el nudo, abre la bolsa, saca el contenido y levanta el brazo para que todo el mundo lo vea. ¡Se trata de un ejemplar de El libro de Hanna encuadernado en piel y con letras de oro en la portada! ¡Un volumen único!

–¡Es un regalo de la princesa Hanna! –explica Julio.

Papá, emocionado, le da un tremendo abrazo.

–Gracias, Julio. Eres un buen amigo.

–Enhorabuena, cariño –dice mamá dándole un beso.

–Te lo mereces, César. Eres un gran escritor y te deseo todo el éxito del mundo –comenta el editor.

–Lo guardaré con cariño –dice papá.

–Harás muy bien. Es un ejemplar único e irrepetible –le asegura Julio.

–¿Puedo verlo? –pide Lucía acercándose a papá.

–¡Oh, claro! Aquí lo tienes.

–Yo también quiero tocarlo –dice Candela, según se aproxima–. ¡Qué maravilla!

Las dos lo miran con tanto interés que parece que compiten por poseerlo.

–César, ven, mira. ¡Fíjate!, el papel parece pergamino antiguo –dice Lucía–. ¿A que es una preciosidad?

–Sí que es bonito. Qué suerte tener algo así –reconozco, sincero–. Papá está rodeado de muy buenos amigos.

–¡La historia lo merece! –dice Candela–. ¡Hanna es mi heroína favorita!

–Tengo que reconocer que Lucía y César me ayudaron a terminarlo –atestigua papá–. Les debo mucho.

–Lo cual demuestra que los jóvenes podemos ser muy buenos escritores –dice Candela–. Estoy orgullosa de que sean mis amigos. Los quiero mucho a los dos.

–¿Has pensado en escribir una tercera parte? –pregunta Julio–. Las trilogías atraen a la gente. La editorial estaría encantada de publicarla.

–No le presiones, Julio, que aún se encuentra muy delicado –previene mamá–. Ha estado muy enfermo.

–Tienes razón –reconoce dando marcha atrás–. Ya lo hablaremos más adelante.

–Sí, él sabe lo que le conviene –apoya Lucía.

–Pues yo espero que continúe ampliando el texto –dice Candela–. Seguro que sería un gran relato. A mucha gente le encantaría.

En ese momento, los clarines suenan para anunciar que varios escuderos entran en el salón portando una magnífica tarta de color caramelo adornada con nata, fresa y chocolate, y coronada con llamativas guindas rojas. Una obra de arte.

Uno de ellos desenvaina su daga, corta varias porciones de la tarta y nos sirve una a todos los que estamos sentados a la mesa principal, mientras otros descorchan botellas de cava.

–La hemos llamado «la tarta de Hanna» –explica el maestro cocinero acercándose a nuestra mesa–. ¡Se van a chupar los dedos! ¡Está elaborada con una fórmula medieval! ¡Una auténtica delicia!

–Es el escudo con el símbolo del reino de Navar –dice el caballero blanco señalando la parte de arriba–. ¡El reino de Hanna!

Mientras hablan, yo he empezado a comer. Los dulces y los helados me vuelven loco. Ya me lo dijo mi hermano Javier en una ocasión: solo crees en lo que ves. Pero se equivoca: también me interesan las cosas que no existen.

Animado por el ambiente, casi sin darme cuenta de lo que hago, tomo unos tragos de cava. Ya sé que no debo, pero estoy un poco nervioso.

Me levanto y, con la cucharilla, doy unos golpecitos contra mi copa, ya vacía, para atraer la atención de todo el mundo.

–¿Qué has hecho, César? –pregunta papá señalando mi copa vacía–. ¿Cómo se te ha ocurrido?

–Es que... es que quiero daros una noticia...

–¿Y tiene que ser ahora? –pregunta Javier.

–¿No lo puedes dejar para mañana? –sugiere Lucía–. Estás bebido...

–Esto no me gusta –me reprocha papá, en plan severo–. Nunca hubiera esperado esto de ti.

La cabeza me da vueltas y creo que la lengua se me traba un poco, pero estoy decidido a hacer mi anuncio, porque si no lo hago ahora, probablemente no lo haré nunca.

–¡Por favor, un poco de atención! –exclamo conteniendo un pequeño hipo.

Todos me miran en silencio.

–¡Quiero comunicaros que he decidido ser escritor! ¡Como papá... y como Lucía! ¡Eso es todo! ¡Hip!

Veo cómo me miran sorprendidos. Los he dejado boquiabiertos. No se lo esperaban. Ahora ya saben con quién están hablando. Ahora saben que César Durango júnior va a ser escritor.

–Creo que has bebido demasiado –me advierte Lucía.

–Si hubieras tomado un refresco de cola... –comenta Javier.

–Mañana se le habrá pasado. Quizá le duela un poco la cabeza, pero no es grave –dice papá.

–Se ha tomado toda la copa de cava –oigo decir a Lucía, como si estuviera muy lejos.

–El alcohol nos hace decir tonterías –dice Javier mirándome con cara de pena.

–Pobrecito –murmura Clara–. No ha podido soportar tanta tensión.

–Pues a mí me parece bien que quiera ser escritor –opina Candela–. Es una buena decisión, sí señor.

Tengo la frente llena de sudor y me noto un poco mareado. Me siento en mi silla de madera y espero que nos vayamos pronto a casa para acostarme. Ha sido una noche maravillosa, con ese duelo de caballeros pringados de salsa de tomate, la tarta medieval... Pero creo que, al final, lo he estropeado todo. Soy un patoso. No volveré a tomar cava en toda mi vida... El alcohol lo complica todo... La mirada de papá indica que me voy a llevar una buena bronca...