Para Jackson,

por todas las horas maravillosas

[sic]

 

 

Y si durmieras
Y si
mientras duermes
soñaras
Y si
mientras sueñas
fueses al cielo
y allí arrancaras una flor extraña y hermosa
Y si
al despertar
tuvieras esa flor en la mano
Ah, ¿qué dirías entonces?

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE

 

Quienes sueñan durante la noche desde rincones polvorientos de la mente despiertan por la mañana para encontrar que aquello que soñaron era vanidad. Pero los soñadores diurnos son gente peligrosa, pues actúan en sus sueños con los ojos abiertos, para que aquello que sueñan se haga realidad.

T. E. LAWRENCE

 

Desprecio a los que tienen perro. Son unos cobardes que no tienen agallas para morder por sí mismos.

AUGUST STRINDBERG

PRÓLOGO

 

Los secretos son raros.

Los hay de tres clases. Los primeros son los que todo el mundo conoce, los que requieren al menos dos personas. Una para guardarlos. Otra para no descubrirlos jamás. Los segundos son más complejos: son los que te guardas para ti. Todos los días, miles de personas callan confesiones a sus confesores sin ser conscientes de que esos secretos nunca admitidos se resumen en las mismas dos palabras: «Tengo miedo».

Y luego está la tercera clase de secreto, el más recóndito. El secreto que nadie conoce. Quizá se supo una vez, pero se fue a la tumba con su portador. O quizá se traté de un misterio inútil, un misterio oscuro y solitario que nadie ha descubierto porque nadie se ha preocupado por él.

A veces, en ocasiones excepcionales, hay secretos que permanecen sin descubrirse porque lo que contienen es de una naturaleza tan extraña, vasta y aterradora que sobrepasa la capacidad de comprensión de la mente.

Todos tenemos secretos en nuestras vidas. Los guardamos o nos los guardan, los controlamos o escapan a nuestro control. Secretos y cucarachas; eso es lo único que sobrevivirá cuando todo termine.

En la vida de Ronan Lynch había todo tipo de secretos.

El primero concernía a su padre. Niall Lynch era un poeta de baratillo, un músico fracasado, un pobre diablo con el encanto de los pobres diablos, nacido en Cumbria pero criado en Belfast, y Ronan lo quería como a nadie.

Pese a que Niall fuese un granuja y un desalmado, los Lynch eran ricos. No se sabía a qué se dedicaba Niall. Se ausentaba durante meses, pero resultaba difícil decir si se debía a su profesión o a sus correrías de bala perdida. Siempre volvía cargado de regalos, tesoros y fabulosas cantidades de dinero, pero para Ronan lo más asombroso de todo era volver a verlo. Siempre daba la impresión de que se marchaba para toda la eternidad, de modo que cada regreso tenía regusto a milagro.

–Cuando me hizo –le decía Niall Lynch a su segundo hijo–, Dios se apartó tanto de la norma que tembló la tierra.

Pero mentía, porque si de verdad Dios se había apartado de la norma con Niall, había roto todos los moldes veinte años después al concebir a Ronan y sus otros dos hermanos, Declan y Matthew. Los tres eran copias poco menos que perfectas de su padre, si bien en cada uno destacaban aspectos distintos. Declan tenía la misma manera de entrar en una habitación y adueñarse de todas las miradas. Los rizos de Matthew se entretejían con la misma gracia y comicidad que los de Niall. Y Ronan se había quedado con el resto: una mirada de metal y una sonrisa para hacer la guerra.

De su madre no habían heredado prácticamente nada.

–Fue lo que se dice un terremoto –insistía Niall, como si sus hijos se lo hubiesen preguntado, lo cual, conociéndolo, podría ser cierto–. Cuatro punto uno en la escala de Richter. Menos de cuatro, y no habría valido para nada.

En aquella época, Ronan no practicaba el arte de creer en lo que le decían, pero daba igual, ya que lo que su padre buscaba era adoración y no confianza.

–En cuanto a ti, Ronan –decía Niall. Siempre pronunciaba su nombre con un énfasis especial, como si en lugar de dirigirse a su hijo fuese a pronunciar una palabra distinta, como «cuchillo», «veneno» o «venganza», y cambiara de opinión en el último momento–. Al nacer tú, los ríos se secaron y, en el condado de Rockingham, el ganado lloró sangre.

Era una historia que contaba de vez en cuando, pero Aurora, la madre de Ronan, aseguraba que no había sucedido así. Aseguraba que, al dar a luz, los árboles habían florecido y se había oído por toda Henrietta la risa de los cuervos. Mientras la una y el otro discutían sobre lo sucedido en su nacimiento, Ronan prefería callarse y contentarse con que tal vez fuesen ciertas ambas versiones.

Declan, el mayor de los hermanos Lynch, había preguntado una vez:

–¿Y qué pasó cuando nací yo?

–No sabría decirte –habría respondido Niall mirándolo a los ojos–. No estuve presente.

Cuando Niall pronunciaba el nombre de Declan, estaba claro que lo único que quería decir era eso: «Declan».

Y luego desaparecía durante un mes más. En busca de una pista que aclarara el origen del dinero de su padre, Ronan aprovechaba sus ausencias para registrar Los Graneros, que era el nombre con que se conocía la granja de los Lynch. Nunca encontró ni un solo indicio, pero sí un amarillento recorte de periódico en una caja de metal oxidado. Era del año en que había nacido su padre. Con tono aséptico, daba cuenta del terremoto de Kirkby Stephen, que se había sentido en el norte de Inglaterra y el sur de Escocia. Cuatro punto uno. Menos de cuatro, y no habría valido para nada.

Aquella noche, Niall Lynch llegó a la casa en medio de la oscuridad y, cuando se levantó a la mañana siguiente, vio a Ronan de pie, a su lado, entre las blancas paredes del dormitorio principal. El sol matutino hacía que ambos pareciesen tan pálidos como ángeles, lo cual se alejaba bastante de la realidad. En el rostro de Niall había manchas de sangre y pétalos azules.

–Estaba soñando con el día en que naciste, Ronan –dijo Niall.

Se pasó una mano por la frente para limpiarse la sangre y mostrarle a Ronan que no había herida. Los pétalos tenían forma de estrellas diminutas. Pasmado, Ronan se descubrió con la certeza de que procedían de la mente de su padre. Nunca había estado tan seguro de nada.

De pronto, el mundo de alrededor se abrió y se extendió.

–Ya sé de dónde viene el dinero –anunció Ronan.

–No se lo cuentes a nadie –dijo su padre.

Ese era el primer secreto.

El segundo secreto era la perfección del ocultamiento. Ronan no hablaba de él. Ronan no pensaba en él. Nunca le puso letra a aquel segundo secreto, el que se guardaba para sí.

Su música, con todo, sonaba siempre de fondo.

Y después estaba esto: tres años más tarde, Ronan soñó con el coche de su amigo Richard C. Gansey III. Gansey confiaba en él lo suficiente para dejarle cualquier cosa, excepto armas. Ni armas ni el coche, un Camaro del 73 pintado del mismo color que el infierno y con franjas negras. En horas de vigilia, Ronan no llegaba más allá del asiento del copiloto. Además, cuando se marchaba de Henrietta, Gansey se llevaba las llaves.

Pero en el sueño de Ronan, Gansey no estaba y el Camaro sí. El coche aguardaba en la pendiente de la esquina de un aparcamiento abandonado, sobre un fondo de montañas azuladas, espectrales en la distancia. Ronan posó la mano sobre el tirador de la puerta del conductor. Probó a accionarlo. Evanescentes, las fuerzas apenas le alcanzaban para aferrarse a la idea de abrir la puerta. Bastó con eso. Se acomodó en el asiento del conductor. Las montañas de más allá del aparcamiento eran un sueño, pero el aroma del habitáculo pertenecía al campo de la memoria: gasolina, plástico, alfombrillas y el ronroneo de años engranándose los unos con los otros.

«Las llaves están puestas», pensó Ronan.

Lo estaban.

Pendían del contacto como un racimo de frutos metálicos, y Ronan dedicó un rato a sopesarlas con el pensamiento. Las tuvo a medio camino entre el sueño y la memoria, y después las asió con la mano. Notó la suavidad del cuero y los bordes gastados del llavero; la frialdad del metal del aro y de la llave del maletero; la fina y aguda promesa que la llave de contacto le dejaba entre los dedos.

Y se despertó.

Al desplegar los dedos, vio que tenía la llave en la mano. Del sueño a la realidad.

Aquel era el tercer secreto.

1

 

En teoría, Blue Sargent tenía todas las papeletas para matar a alguno de aquellos chicos.

–¡Jane! –gritó una voz desde el otro lado de la colina. Aunque no la llamase por su nombre, se dirigía a Blue–. ¡Date prisa!

Como único miembro sin dotes para la clarividencia en una familia de clarividentes, oía una y otra vez lo que le tenía reservado el destino, lo cual invariablemente se resumía en que mataría a su amor verdadero si le daba un beso. Y aún más: los augurios decían que aquel era el año en que se enamoraría. Y por si eso fuera poco, en abril, junto a Neeve, adivina y hermanastra de su madre, había visto a uno de los chicos en el invisible camino de los muertos, lo que implicaba que moriría en el plazo de doce meses. El panorama era aterrador.

Pero, por el momento, aquel chico en particular, Richard Campbell Gansey III, parecía más bien inmortal. La brisa húmeda que soplaba en lo alto de la majestuosa y verde colina le sacudía el polo, de un intenso color amarillo, y hacía que la tela caqui de los pantalones cortos le azotara las piernas, tostadas por el sol. Los chicos como él no se morían; se convertían en estatuas de bronce instaladas frente a una biblioteca.

Como si estuviera dirigiendo el tráfico aéreo en lugar de haciendo un gesto de ánimo, Gansey alargó una mano hacia Blue, que ascendía por la ladera de la colina desde el coche.

–¡Jane, tienes que ver esto! –Su voz rezumaba el acento meloso de las familias más adineradas de Virginia.

Mientras subía con el telescopio al hombro, Blue hizo una evaluación mental de los riesgos: «¿Estaré ya enamorada de él?».

Gansey corrió cuesta abajo para arrebatarle el telescopio.

–No es que pese tanto –le dijo, y volvió a correr hacia la cima.

Blue no se creía enamorada de él. Nunca se había enamorado, pero estaba segura de que, si lo estuviese, lo sabría. Hacía unos meses, había tenido una visión en la que lo besaba, cosa que no le costaba mucho tener presente. Pero su lado más racional, que a menudo era el único, le decía que aquello tenía más que ver con el atractivo de los labios de Richard Campbell Gansey III que con la posibilidad de un amor inminente.

Fuera como fuese, iba listo el destino si se creía con derecho a indicarle de quién debía enamorarse.

–Creía que estabas en mejor forma –observó Gansey–. ¿No sois muy fuertes las feministas?

¿Enamorada de él? Ni de broma.

–Por mucho que sonrías, no me hace ninguna gracia –replicó Blue.

Como parte del proceso de encontrar al rey escocés Owen Glendower, Gansey había pedido a los terratenientes locales que les permitieran caminar por sus fincas. Todos aquellos terrenos eran atravesados por la línea ley de Henrietta –una línea invisible y recta que conectaba lugares con una carga espiritual especial–, y se encontraban en las proximidades de Cabeswater, un bosque de aires místicos situado justo en la trayectoria de la línea. Gansey estaba convencido de que Glendower se hallaba en algún rincón de Cabeswater, sumido en un sueño de siglos. Se suponía que quien despertase al rey vería cumplido un deseo, y aquello era algo en lo que Blue no había dejado de pensar. Opinaba que Gansey no era el único que necesitaba pedir deseos. Aunque, claro, no sabía que se iba a morir en unos meses. Y, desde luego, no sería ella quien se lo contara.

«Si encontramos pronto a Glendower», pensó Blue, «Gansey podrá salvarse».

El camino cuesta arriba los dejó en una cumbre amplia y cubierta de hierba que se elevaba sobre el ondulado manto del bosque. Allá, en la distancia, se adivinaba Henrietta, estado de Virginia. Diminuto y ordenado como una maqueta de tren, el pueblo estaba flanqueado por granjas y praderas salpicadas de ganado. Excepto la azulada cordillera, todo era un espejismo de verdor que centelleaba suavemente bajo el bochorno estival.

Pero los chicos no estaban contemplando las vistas. Formaban un círculo cerrado: Adam Parrish, delgado y esbelto; Noah Czerny, difuso y desgarbado, y finalmente, el feroz y sombrío Ronan Lynch, en cuyo hombro tatuado descansaba Sierra, el cuervo que tenía por mascota. El pájaro se le aferraba con cuidado, pero aun así le había dejado marcas en la piel. Todos los ojos estaban centrados en algo que Ronan tenía en las manos. Gansey dejó el telescopio en la hierba y se les unió.

Adam miró a Blue fugazmente y se apartó un poco para que entrara en el círculo. Como siempre, sus facciones intrigaron a Blue. No se correspondían con los cánones de belleza convencionales, pero resultaban interesantes. Tenía los pómulos prominentes y los ojos hundidos, como era típico entre la gente oriunda de Henrietta, pero había en él una delicadeza que lo volvía extraño, casi impenetrable.

«Escucha, destino: me quedo con este», se dijo Blue, desafiante. «Nada de Richard Gansey III. Tú no gobiernas mi vida».

Adam le rozó con una mano el hombro desnudo. El contacto era una insinuación pronunciada en un idioma que Blue no dominaba.

–Abre eso –le ordenó Adam a Ronan con pesimismo.

–Tú y tus dudas –masculló Ronan armándose de paciencia. El avión que tenía entre los dedos era apenas más ancho que su mano. Estaba hecho de plástico blanco y basto, sin ningún detalle: más que un avión, era un objeto que recordaba a un avión. Ronan abrió la tapa de la batería. El hueco estaba vacío.

–Pues no puede ser –dijo Adam. Se quitó un saltamontes que se le había posado en el cuello de la camiseta. Los demás lo miraron. Vigilaban todos sus movimientos desde el curioso sacrificio ritual que había efectuado el mes anterior. Notara o no aquel extra de atención, el hecho era que se mantenía impasible–. Sin batería ni motor, es difícil que vuele.

Blue comprendió lo que estaba ocurriendo. Ronan Lynch, pozo de secretos, enemigo de la humanidad y rebelde impenitente, les había contado que era capaz de hacer que se materializasen objetos que veía en sueños. Ejemplo número uno: Sierra. Gansey estaba muy excitado con aquello; era de los que no se lo creían todo pero, en el fondo, deseaban hacerlo. En cambio, Adam, que se abría camino en la vida a base de cuestionar las verdades que le salían al paso, había exigido pruebas.

–Sin batería ni motor, es difícil que vuele –repitió Ronan imitando con voz aguda el acento de Adam, en el que se adivinaba el deje típico de Henrietta–. Noah, pásame el mando.

Noah registró los penachos de hierba en busca del mando. Resultó ser como el avión, blanco, brillante y redondeado. A su lado, las manos de Noah lucían precisas, casi reales. A pesar de estar muerto y manifestarse como una proyección espectral, Noah revivía y se volvía más corpóreo cuando se encontraba en la línea ley.

–Si no es para una batería, ¿para qué vale ese hueco? –preguntó Gansey.

–No lo sé –respondió Ronan–. En el sueño vi unos misiles pequeños, pero parece que no están.

Blue arrancó las espigas de unos hierbajos.

–Toma.

–Buena idea, listilla. –Ronan las metió en el hueco y cerró la tapa. Hizo ademán de coger el mando, pero Adam se le adelantó. Se lo colocó junto a la oreja y lo agitó.

–No pesa nada –observó dejando el mando en la mano de Blue.

Según Blue pudo comprobar, era muy ligero. Tenía cinco botones diminutos: cuatro formando una cruz y un quinto que estaba separado. Para Blue, aquel quinto botón era Adam. Su propósito era el mismo que el de los otros cuatro. Pero se había alejado.

–Seguro que funciona –prometió Ronan haciéndose con el mando y dándole el avión a Noah–. Funcionaba en el sueño y funcionará ahora. Levántalo un poco.

Encorvado, Noah alzó el avión en el aire sosteniéndolo entre el índice y el pulgar, como si estuviera por lanzar un lápiz. La excitación vibró en el pecho de Blue. Era imposible que Ronan hubiese soñado con aquel avioncito. Pero también eran imposibles muchas de las cosas que habían ocurrido.

–Kerah –graznó Sierra. Así llamaba a Ronan.

–Sí –dijo Ronan. Luego, volviéndose hacia los demás, proclamó–: Contad.

Adam puso una mueca, pero Gansey, Noah y Blue obedecieron.

–Cinco, cuatro, tres...

Cuando llegaron al cero, Ronan pulsó uno de los botones.

Sin emitir un sonido, el avión abandonó la mano de Noah y salió disparado.

Funcionaba. Funcionaba de verdad.

Gansey soltó una carcajada, echando la cabeza hacia atrás para observar el ascenso del aparato. Blue se protegió los ojos con una mano mientras trataba de seguir el vuelo del objeto en la blanca neblina. Era tan pequeño y fugaz que parecía un avión auténtico que estuviese surcando el cielo a varios miles de metros de altura. Tras emitir un potente graznido, Sierra saltó del hombro de Ronan y salió volando tras él. Ronan hizo que el avión se inclinara para rodear la colina, y el cuervo lo siguió de cerca. Cuando el avión pasaba justo por encima de su cabeza, Ronan presionó el quinto botón. Las espigas se precipitaron desde el aire y les cayeron encima. Blue aplaudió y extendió una mano para capturarlas.

–Eres un ser increíble, Ronan –murmuró Gansey. Su alegría era contagiosa e incondicional, igual que su amplia sonrisa. Adam miraba hacia arriba con una expresión reconcentrada y distante en los ojos. Con las manos aún tendidas hacia el cielo, como si esperara que el avión regresara hasta ellas, Noah jadeó de puro asombro. Ronan, por su parte, se mantenía impertérrito, con las manos en el mando y la mirada orientada hacia las alturas. Los ojos le centelleaban y la boca se le curvaba en una expresión de desafío y satisfacción. De pronto, no parecía tan extraño que fuese capaz de traer a la realidad lo que veía en sueños.

En ese momento, Blue sintió amor por todos ellos. Por su magia. Por su arrojo. Por su extravagancia y su apasionamiento. Los chicos del cuervo eran sus chicos.

Gansey le dio una palmada en el hombro a Ronan.

–¿Sabías que Glendower viajaba con magos? Con brujos, vamos. Le ayudaban a controlar la meteorología. Quizá podrías soñar con un poco de fresco; nos vendría muy bien.

–Ja.

–También le decían el futuro –explicó Gansey volviéndose hacia Blue.

–A mí no me mires –replicó esta. Todo el mundo sabía que no tenía dotes para la adivinación.

–Bueno, o al menos le ayudaban a conocer el futuro –siguió diciendo Gansey, obstinado y burlón. Otra cosa que sabía todo el mundo era que Blue tenía muy malas pulgas y también que su presencia fortalecía los poderes espirituales de otras personas–. ¿Nos ponemos en marcha?

Blue fue más rápida que él en hacerse con el telescopio, cosa que Gansey le reprochó con la mirada, y los demás se ocuparon de recoger los mapas, las cámaras y los medidores de frecuencias electromagnéticas. Echaron andar por la línea ley, y Ronan permaneció con la mirada fija en las dos siluetas, una blanca y la otra negra, que se recortaban sobre el azul de la atmósfera. Mientras caminaban, un soplo de brisa barrió la hierba trayendo consigo un aroma de agua corriente y rocas cobijadas entre las sombras, y Blue se dijo, emocionada, que la magia existía, que era real, que la estaba viviendo.

2

 

Declan, el mayor de los hermanos Lynch, nunca estaba solo. Prescindía, eso sí, de la compañía de sus hermanos, pero nunca estaba solo. Era una máquina de movimiento perpetuo que se alimentaba de la energía de otras personas: hoy, instalándose en la mesa de un amigo en una pizzería; mañana, entrando en un dormitorio con la mano de una chica tapándole la boca, y pasado, riéndose apoyado en el capó de un Mercedes ajeno. La sociabilidad brotaba a su alrededor de manera espontánea, y no se sabía muy bien si era Declan el imán que ejercía la atracción o, por el contrario, el metal que se dejaba arrastrar por el magnetismo de los demás.

El hecho motivaba que el Hombre de Gris tuviese dificultades para encontrar la ocasión en que hablar con él. En realidad, llevaba buena parte del día merodeando por el recinto de la Academia Aglionby.

Sin embargo, la espera no estaba siendo del todo desagradable. El Hombre de Gris descubrió que le gustaba el colegio y los umbrosos robles que lo rodeaban. El lugar destilaba cierta gravedad desenfadada que solo llegaba con la antigüedad y la riqueza. Los dormitorios estaban más vacíos de lo que sería normal durante el calendario lectivo, pero no vacíos del todo. Todavía pululaban por ellos algunos alumnos: los hijos de directores generales que andarían de viaje por países pobres en busca de fotos con las que lavarse la cara, los hijos de viejos rockeros que tenían mejores cosas que hacer que llevarse de gira a un retoño de diecisiete años nacido por equivocación, los hijos de padres que habían muerto y ya nunca volverían.

Aunque fueran pocos, aquellos huérfanos del verano se hacían notar.

El edificio en que residía Declan no era tan bonito como los demás, pero también en él se notaba el dinero. Se trataba de una reliquia de los setenta, una década en tecnicolor por la que el Hombre de Gris sentía un cariño especial. La entrada se franqueaba introduciendo una clave en un teclado, pero alguien había dejado un taco de goma entre la puerta y el marco. El Hombre de Gris chascó con la lengua en señal de desaprobación. Desde luego, no había cerradura que pudiera impedirle el paso, pero lo que contaba era la intención.

En realidad, el Hombre de Gris no estaba tan seguro. Lo que de verdad contaba era el hecho.

El interior del edificio lo recibió con la neutralidad de tonos característica de la decoración de un buen hotel. Tras una de las puertas sonaba un estruendo de hip-hop colombiano, a la vez seductor y violento. Aquella no era, en modo alguno, una música que le gustara al Hombre de Gris, quien, no obstante, supo captar su atractivo.

Estudió la puerta. En Aglionby, los dormitorios no estaban numerados. Lo que se utilizaba para identificarlos era alguna de las cualidades que la administración del colegio esperaba inculcar en el alumnado. En aquella puerta se leía «clemencia». No era eso lo que andaba buscando.

El Hombre de Gris se dio la vuelta y fue leyendo las inscripciones que distinguían a cada una de las puertas («diligencia», «generosidad», «devoción») hasta dar con la de Declan Lynch: «efervescencia».

Una vez, para referirse a su persona, alguien había usado en un artículo el adjetivo «efervescente». El Hombre de Gris intuía que tenía que ver con la buena dentadura que poseía. De algún modo, unos dientes inmaculados parecían ser un requisito indispensable para la efervescencia.

Al fondo del corredor, retumbaba una música apocalíptica. El Hombre de Gris consultó su reloj. La compañía de alquiler de coches cerraba en una hora, y no había nada que aborreciese más que el transporte público. Tendría que ser un visto y no visto.

Abrió la puerta de una patada.

Tendido en una de las dos camas de la estancia, Declan Lynch levantó la cabeza. Era muy guapo y tenía una gran mata de pelo oscuro y una nariz de perfil romano, recta y distinguida.

Y también, por cierto, una estupenda dentadura.

–¿Qué pasa? –exclamó Declan.

A modo de respuesta, el Hombre de Gris lo asió con ambas manos, lo levantó de la cama y lo estrelló contra la ventana adyacente. El sonido resultante no fue más que un leve eco provocado, en gran medida, por el aire que abandonó bruscamente los pulmones del chico cuando este se golpeó contra el alféizar. Pero enseguida se recompuso y plantó batalla. No era un mal boxeador, y el Hombre de Gris adivinó que se creía con ventaja.

Sin embargo, hacía tiempo que el Hombre de Gris estaba al tanto de que Niall Lynch les había enseñado a sus hijos el arte del boxeo. En cambio, lo único que su padre le había enseñado a él era la pronunciación de la palabra trébuchet.

Pelearon. Declan se manejaba con destreza, pero el Hombre de Gris lo superaba. Lo empujó y lo lanzó contra la colección de premios, tarjetas de crédito y llaves que descansaban sobre el aparador. La cabeza del chico se estampó contra uno de los cajones con un ruido sordo que quedó sofocado por la música que llegaba desde el fondo del pasillo. Aun así, Declan contraatacó. El Hombre de Gris lo esquivó, le dio una patada en las piernas para que perdiera el equilibrio y lo arrojó contra la pared, tras lo cual recogió del suelo un casco de motocicleta que se había caído y se dispuso a embestir de nuevo.

Con una rápida sucesión de movimientos, Declan se apoyó en el aparador para levantarse y sacó una pistola de uno de los cajones.

Encañonó al Hombre de Gris.

–Para –le dijo con sencillez, y le quitó el seguro al arma.

El Hombre de Gris no se lo esperaba.

Se quedó quieto.

En el rostro de Declan tomaron cuerpo distintas emociones, pero ninguna de ellas se parecía a la sorpresa. Quedaba claro que el arma no respondía a la eventualidad de que se produjera un ataque, sino a la certeza de que se produciría.

El Hombre de Gris se preguntó cómo sería vivir así, a la espera de que alguien entrara de pronto abriendo la puerta de una patada. «Incómodo», se dijo. «Muy incómodo».

Calculó que Declan Lynch no dudaría en apretar el gatillo. No había vacilación en su actitud. La mano le temblaba ligeramente, pero, según adivinó el Hombre de Gris, se debía a que se había hecho daño, y no al temor.

Tras reflexionar durante unos instantes, el Hombre de Gris lanzó el casco. El chico abrió fuego, pero el único resultado que obtuvo con ello fue la detonación. El casco le golpeó las manos y lo dejó como aturdido, cosa que el Hombre de Gris aprovechó para acercarse a él y arrebatarle el arma de los entumecidos dedos.

El Hombre de Gris volvió a ponerle el seguro al arma y, después, la estampó en la mejilla del muchacho. Repitió la maniobra varias veces, para cerciorarse.

Cuando consideró que ya era suficiente, permitió que Declan se derrumbase y se quedara arrodillado en el suelo, apenas con un hilo de consciencia. Al chico no le faltaba coraje. El Hombre de Gris lo obligó a tenderse empujándolo con el pie, y Declan, con los ojos fijos en el ventilador del techo y la nariz ensangrentada, se dejó hacer.

El Hombre de Gris se agachó junto a él y le hincó el cañón del arma en el estómago, que subía y bajaba penosamente por el esfuerzo de la respiración. En cuanto le localizó el riñón derecho, sobre el que dejó detenida la pistola, adoptó un aire paternalista y dijo:

–Si te pego un tiro aquí, estarías muerto en veinte minutos, y daría igual lo que hicieran los médicos. ¿Dónde está el Greywaren?

Declan no respondió. El Hombre de Gris le dio unos momentos para que se lo pensara. Los golpes en la cabeza no ayudaban a aclarar la mente.

Como Declan seguía callado, le puso el cañón del arma en el muslo y presionó con violencia. Declan dio un grito ahogado.

–Aquí, y te mueres en cinco minutos. Pero, claro, ni siquiera me haría falta dispararte. Me valdría la punta del paraguas que tienes ahí. Y te garantizo que esos cinco minutos se te harían tan largos que desearías que fueran solo tres.

Declan cerró los ojos. O más bien, solo uno. El izquierdo estaba tan hinchado que no le respondía.

–No lo sé –dijo tras unos instantes, con voz amodorrada–. No sé qué es eso.

–Deja las mentiras para la política –respondió el Hombre de Gris, impasible. Quería que Declan entendiese que lo sabía todo acerca de su vida y su condición de becario. Quería que entendiese que lo había investigado a fondo–. Sé dónde están tus hermanos. Sé dónde vive tu madre. Sé cómo se llama tu novia. ¿Nos entendemos?

–No sé dónde está –balbuceó Declan–. Esa es la verdad. No sé dónde está. Lo único que sé es que existe.

–El plan es el siguiente –el Hombre de Gris se puso de pie–: lo vas a buscar y, cuando lo encuentres, me lo vas a dar. Y después desapareceré.

–Y suponiendo que lo encuentre, ¿cómo hago para entregártelo?

–Me parece que aún no lo has comprendido. Soy tu sombra. Soy la saliva que tragas. Soy la tos que no te deja dormir por las noches.

–¿Mataste tú a mi padre? –le preguntó Declan.

–Niall Lynch. –El Hombre de Gris pronunció aquel nombre como si quisiera comprobar su sonoridad. En su opinión, Niall Lynch había sido un padre bastante irresponsable: no contento con morirse, había permitido que sus hijos vivieran en un lugar en el que las puertas de seguridad se dejaban abiertas. El mundo estaba lleno de padres descuidados–. Él mismo me hizo también esa pregunta.

Declan dejó escapar un poco de aire entre los labios. Según advirtió el Hombre de Gris, al fin sentía miedo.

–Está bien –dijo Declan–. Lo encontraré. Y luego nos dejaréis en paz. Tú y los demás.

El Hombre de Gris devolvió la pistola al cajón y lo cerró. Miró su reloj. Le quedaban veinte minutos para recoger el coche de alquiler. Quizá se permitiera elegir uno de tamaño medio. Odiaba los compactos casi tanto como el transporte público.

–Correcto.

–Vale –contestó Declan.

El Hombre de Gris salió de la habitación. Tuvo que dejar la puerta entreabierta, ya que había doblado uno de los goznes al entrar y no podía cerrarla del todo. Sin duda, habría algún capítulo en el presupuesto del colegio que podría dedicarse a la reparación.

Se detuvo para atisbar por la rendija de la puerta.

Todavía quedaban cosas que aprender de Declan Lynch.

Durante unos minutos, no ocurrió nada. Declan se quedó donde estaba, tumbado y encogido, sangrando. Después, sus dedos reptaron por el suelo hasta dar con el teléfono móvil. Sin embargo, no marcó el número de emergencias. Con lentitud agonizante –sin duda tenía el hombro dislocado–, pulsó los dígitos de un número distinto. Instantes después, sonó otro teléfono en la segunda cama. El Hombre de Gris sabía que aquella cama pertenecía a Matthew, el más pequeño de los hermanos Lynch. El tono era la melodía de una canción de Iglu & Hartly que conocía y que, además, no soportaba. Y también estaba al corriente del paradero de Matthew Lynch: se encontraba en un barco, paseando por el río con unos amigos. Igual que su hermano mayor, le tenía alergia a la soledad.

Con los ojos cerrados, Declan dejó que el teléfono de Matthew siguiese sonando durante más tiempo del necesario. Luego, colgó y marcó un nuevo número. Pero no el de emergencias. Quienquiera que fuese, no respondió. Y Declan se lo tomó mal, a juzgar por su expresión, ya bastante crispada de por sí. El Hombre de Gris llegó a oír la voz de un contestador automático que no pudo identificar.

Declan Lynch frunció el ceño y susurró:

–Ronan, ¿dónde diablos estás?

3

 

El problema –gritó Gansey por el auricular del teléfono, para hacerse oír por encima del ruido del motor– es que si Glendower estuviera tan a la vista que solo hiciera falta caminar por la línea ley para dar con él, no veo cómo es posible que no lo haya encontrado nadie en tantos siglos.

Regresaban a Henrietta en Pig, el viejo Camaro color naranja chillón de Gansey. Por supuesto, conducía Gansey, ya que, tratándose del Camaro, siempre era él quien iba al volante. Y por supuesto, conversaban sobre Glendower, ya que, cuando estabas con Gansey, Glendower era siempre el tema de conversación.

En el asiento trasero, Adam, debatiéndose entre atender a la charla o a su propio agotamiento, tenía la cabeza echada hacia atrás. Instalada en el lugar central, Blue se inclinó hacia delante para oír mejor mientras se quitaba restos de hierba de las mallas de croché. Noah estaba en el otro lado, aunque no se sabía cuánto duraría su corporeidad a medida que fuesen alejándose de la línea ley. En suma, no iban muy cómodos, y el calor no hacía sino empeorar la situación, pues el chorro de frescor del aire acondicionado se escapaba por las rendijas de un habitáculo agujereado por todas partes. El aire acondicionado del Camaro solo contaba con dos posiciones: encendido o estropeado.

–Ahí está la clave –le dijo Gansey a su interlocutor.

Ronan se apoyó en el ajado vinilo que forraba la puerta del copiloto y se mordisqueó las pulseras de cuero que llevaba en la muñeca. Tenían gusto a gasolina, sabor que Ronan encontraba tan voluptuoso como veraniego. Para él, lo de Glendower era una preocupación ocasional. Gansey necesitaba encontrar a Glendower porque quería una prueba que demostrase lo imposible. Pero Ronan ya sabía que lo imposible existía. Su padre había sido imposible. Él mismo era imposible. Más bien, Ronan quería encontrar a Glendower porque Gansey quería encontrar a Glendower. Y solo de vez en cuando se preguntaba qué ocurriría si por fin lo hallaban. Sospechaba que sería como morirse. Cuando era un niño y estaba más dispuesto a creer en milagros, concebía la muerte como un éxtasis de deleite. Su madre le había dicho que, al mirar a Dios a los ojos junto a las puertas celestiales, todas las preguntas tendrían respuesta.

Y Ronan tenía muchas preguntas.

Tal vez, despertar a Glendower sería así. Claro está, con menos ángeles entre la asistencia y con el añadido de un fuerte acento escocés. Y también, quizá, con menos enjuiciamientos.

–No, lo comprendo –Gansey empleaba aquel tono de voz suyo de profesor universitario, seguro de sí mismo y lo bastante persuasivo para que lo siguiera un batallón de ratas o de niños. O, al menos, Ronan–. Sin embargo, si asumimos que Glendower fue traído hasta aquí entre 1412 y 1420 y que su tumba quedó abandonada, debemos tener en cuenta que la habrá tapado la acumulación natural de tierra. Starkman insinúa que los estratos de ocupación medieval podrían encontrarse bajo una capa de sedimentos de entre dos y cinco metros de espesor... Sí, ya sé que no estamos en una planicie de aluvión. Pero Starkman partía de la hipótesis de que... Claro, desde luego. ¿Qué me dices de un RPT?

Blue miró a Adam. Sin levantar la cabeza, este murmuró:

–Radar de penetración terrestre, también conocido como georradar.

Quien hablaba desde el otro lado de la línea telefónica era Roger Malory, el ancianísimo profesor británico con quien Gansey había trabajado en Escocia. Como Gansey, llevaba años investigando las líneas ley. A diferencia de Gansey, no se proponía utilizarlas para encontrar a un rey de la antigüedad. En realidad, parecía considerarlas un pasatiempo de fin de semana para cuando no tenía otra cosa mejor que hacer. Ronan no lo conocía en persona ni tenía intención de conocerlo. La gente mayor lo ponía de los nervios.

–¿Y una radiometría? –sugirió Gansey–. Ya hemos sobrevolado la zona varias veces. Pero no sé si veremos mucho hasta que llegue el invierno y los árboles hayan perdido las hojas.

Inquieto, Ronan cambió de postura. El éxito del avión hacía que la vida le corriera por las venas a borbotones. Tenía ganas de quemar algo y verlo arder hasta la última ascua. Para refrescarse un poco, puso la mano sobre la rejilla del aire acondicionado.

–Conduces como una vieja –refunfuñó.

Gansey agitó una mano en el aire como diciendo: «Cállate». Junto al arcén de la interestatal, cuatro vacas negras levantaron la cabeza para ver pasar el Camaro.

«Si estuviera conduciendo yo...». Ronan pensó en aquel juego de llaves del Camaro que había materializado mediante el sueño y guardaba en un cajón de su cuarto. Repasó con parsimonia las posibilidades que le darían. Comprobó su teléfono. Catorce llamadas perdidas. Lo dejó en el bolsillo de la puerta.

–¿Y qué te parecería un magnetómetro de protones? –le preguntó Gansey a Malory. Luego, malhumorado, añadió–: Ya sé que vale para hacer mediciones submarinas. Precisamente, lo querría para eso mismo.

El agua era lo que había puesto fin a la jornada. Gansey había concluido que el siguiente paso de la búsqueda consistía en establecer los límites de Cabeswater. Solo habían entrado al bosque desde el este y nunca habían llegado hasta los demás costados. Aquella vez habían penetrado desde el norte, con todos los aparatos apuntados hacia el suelo para detectar la frontera electromagnética septentrional del bosque. Sin embargo, tras una caminata de varias horas, lo que habían encontrado era un lago.

Al llegar a la orilla, Gansey había frenado en seco. No era que no se pudiera superar el lago: apenas tenía unas pocas hectáreas de extensión, y el sendero que lo rodeaba no entrañaba dificultad alguna. Y tampoco era un lago especialmente bonito. De hecho, para tratarse de un lago, no tenía nada de especial: poco más que un cuadrado de agua de aspecto artificial en un campo anegado. El ganado, probablemente, había abierto un sendero de barro a lo largo de una de las orillas.

Lo que había hecho que Gansey se detuviera era que el lago había sido hecho por la mano humana. Debería haber tenido en cuenta la posibilidad de que algunos sectores de la línea ley se encontrasen inundados. Pero no se le había ocurrido. Además, por alguna razón, aunque no fuese del todo imposible aceptar que Glendower siguiese vivo después de cientos de años, era impensable que lo estuviera si se hallaba bajo toneladas de agua.

–Tenemos que hallar el modo de registrar el fondo de ese lago –había dicho Gansey.

–Venga ya, Gansey –le había respondido Adam–. Las posibilidades de que...

–Registraremos el fondo.

El avión de Ronan había amerizado y se había quedado flotando en el centro del lago, inalcanzable. Habían desecho el largo camino hasta volver al coche. Y Gansey había llamado a Malory.

«Como si un vejestorio a miles de kilómetros de distancia pudiese darnos alguna idea que sirviese de algo», pensó Ronan.

Gansey colgó el teléfono.

–¿Y...? –inquirió Adam.

Gansey fijó la vista en los ojos de Adam a través del espejo retrovisor. Adam suspiró.

Ronan creía que podían limitarse a rodear el lago. Sin embargo, eso conllevaría meterse en Cabeswater de cabeza. Y a pesar de que el viejo bosque fuese la ubicación más probable de Glendower, la volubilidad de la línea ley, activada hacía poco, lo volvía un tanto impredecible. El propio Ronan, a quien le importaban bastante poco los riesgos que pudieran correrse, tenía que admitir que no lo animaba demasiado la perspectiva de verse pisoteado por criaturas bestiales o encerrado en un bucle temporal de cuarenta años de duración.

Todo era culpa de Adam; él era el que había activado la línea ley, por mucho que Gansey prefiriese considerarlo una decisión tomada en grupo. El sacrificio al que se había comprometido para lograrlo, fuera lo que fuese, lo había vuelto, también a él, un tanto impredecible. En todo caso, lo que asombraba a Ronan no era aquella transgresión, sino el hecho de que Gansey se empeñase en fingir que Adam era un santo.

Gansey no mentía. Aquellas falsedades no eran dignas de él.

El teléfono de Gansey emitió un silbido. Gansey leyó el mensaje que acababa de llegar y, con un grito ahogado, dejó caer el aparato junto al cambio de marchas. Súbitamente melancólico, recostó la nuca en el reposacabezas del asiento. Por gestos, Adam le indicó a Ronan que cogiese el teléfono, pero Ronan odiaba los teléfonos móviles por encima de todas las cosas.

De modo que se quedó a la espera, con las cejas enarcadas.

Unos momentos más tarde, Blue se estiró y se hizo con el móvil. Leyó el mensaje en voz alta:

–«Me vendría bien contar contigo este fin de semana. Podría ir a buscarte Helen. Olvídalo si estás ocupado».

–¿Es por lo del congreso? –preguntó Adam.

El sonido de la palabra «congreso» hizo que Gansey suspirara largamente y que Blue murmurara con tono burlón:

–¡Ay, el congreso!

No hacía mucho que la madre de Gansey había anunciado que se presentaba a las elecciones. La campaña, que todavía estaba arrancando, aún no había alterado la vida de Gansey, pero no era de extrañar que comenzara a necesitarse su participación. A nadie se le escapaba que el guapo y pulcro Gansey, joven intrépido y explorador y estudiante de sobresaliente, era una baza que jugaría sin dudarlo cualquier político con expectativas de éxito.

–No puede obligarme –dijo Gansey.

–Ni falta que le hace, niño de mamá –replicó Ronan.

–¿Por qué no sueñas con una solución y me la das?

–No tengo por qué. La naturaleza ya te ha dado un seso. ¿Sabes lo que te digo? Que le den a Washington.

–Esa es la razón por la que nadie te pedirá nunca algo así –respondió Gansey.

Un coche que venía por el otro carril se colocó a la altura del Camaro. El primero en fijarse fue Ronan, experto en carreras callejeras. Vio un borrón de pintura blanca; después, una mano saliendo por la ventanilla del conductor con el dedo corazón enhiesto. El coche aceleró y deceleró varias veces, retándolos.

–No, por favor –murmuró Gansey–. ¿No será Kavinsky?

Por supuesto, era Joseph Kavinsky, alumno de la Academia Aglionby y famoso en Henrietta por sus dotes de falsificador aficionado. Envidiado por cualquier adolescente, su Mitsubishi Evo no pasaba inadvertido: blanco metalizado, devoraba aire por la gran boca negra de la parrilla delantera y lucía en ambos costados la imagen de un inmenso cuchillo ensangrentado. Acababa de salir del depósito de automóviles de la policía, en donde había pasado un mes. El juez le había dicho a su conductor que, si volvían a sorprenderlo participando en carreras ilegales, le obligarían a presenciar el desguace del automóvil, como hacían en California con los niñatos ricos con ínfulas de piloto de carreras. No obstante, se rumoreaba que Kavinsky había soltado una carcajada y le había contestado al juez que jamás volverían a pararlo en la carretera.

Probablemente fuera cierto. Por lo visto, el padre de Kavinsky se había metido en el bolsillo al sheriff de Henrietta.

Para celebrar la liberación del Mitsubishi, Kavinsky había recubierto los faros con un tinte que repelía el láser de los radares de tráfico y había instalado un detector de radar nuevo.

O eso se decía.

–Menudo imbécil –masculló Adam.

Ronan opinaba lo mismo.

Descendió la ventanilla del lado del conductor y tras ella apareció Joseph Kavinsky con unas gafas de sol de montura blanca cuyos cristales reflejaron tan solo el cielo. Colgada del cuello, llevaba una ostentosa cadena de oro. Tenía cara de santurrón, con la mirada vacía y un gesto inocente.

Sonrió con pereza y le murmuró algo a Gansey que terminaba en «uta».

Era un ser perfectamente despreciable.

A Ronan se le inflamó el pecho. Un acto reflejo.

–Dale una lección –murmuró.

Ante ellos se extendían los cuatro carriles de la interestatal, grises y calcinados. El sol prendía con furia en el naranja del capó del Camaro, bajo el que ronroneaba inútilmente el motor, tan trucado como infrautilizado. La situación pedía a gritos un pie que hundiera el acelerador hasta el fondo.

–Supongo que no estarás hablando de carreras ilegales –respondió Gansey, lacónico.

Noah reaccionó con una carcajada ronca.

Gansey evitó mirar a Kavinsky y a quien lo acompañaba, el inevitable Prokopenko. Este llevaba tiempo intentando amistarse con Kavinsky, a quien rondaba como un electrón al núcleo de un átomo, pero al fin daba la impresión de haberse ganado el puesto de compinche.

–Venga, tío –insistió Ronan.

–Sería absurdo –opinó Adam con una voz despectiva y adormilada–. Pig va cargado con cinco personas...

–Noah no cuenta –replicó Ronan.

–Oye –exclamó Noah.

–Estás muerto. ¡No pesas nada!

Adam prosiguió con su razonamiento.

–Además, tenemos encendido el aire acondicionado. Y eso de ahí es un Evo, ¿no? De cero a cien en cuatro segundos. Y nosotros, ¿qué? ¿De cero a cien en cinco? ¿En seis? No salen las cuentas.

–Yo ya le he ganado –dijo Ronan. No soportaba perder la oportunidad de una carrera. La posibilidad estaba justo allí, al alcance, y la adrenalina esperaba el momento de estallar. Además, tenía que ser Kavinsky, precisamente. A Ronan le hervía la sangre.

–No me lo creo. ¿En ese coche? ¿En tu BMW?

–Sí, en ese coche –contestó Ronan–. En mi BMW. El tío no sabe conducir.

–El hecho es que da igual –dijo Gansey–. Aquí no va a pasar nada. Kavinsky es un macarra.

Kavinsky perdió la paciencia y aceleró. Blue observó su coche.

–¿Ese? –exclamó–. No, no es un macarra. Es un gilipollas.

El resto de ocupantes del Camaro dedicaron unos instantes a reflexionar a qué podía deberse el juicio de Blue. Pero, vamos, tenía toda la razón.

–Y así habló Jane –ironizó Gansey.

Ronan distinguió la cara de Kavinsky, que, tras las gafas de sol, miraba hacia atrás para observar su reacción. Su cobardía. A Ronan se le revolvieron las entrañas. Instantes después, el Mitsubishi blanco salió catapultado hacia delante dejando tras de sí una nube de humo. Cuando el Camaro alcanzó la salida de Henrietta, ya se había perdido de vista. El sol bruñía la interestatal y hacía que el encuentro con Kavinsky se volviese un espejismo. Como si nunca hubiera sucedido.

Ronan se revolvió en el asiento, frustrado.

–Contigo no hay manera de divertirse –rezongó.

–Eso no es divertirse –contestó Gansey accionando el intermitente–. Eso es hacer el tonto.