ANTÓN CHÉJOV

Un drama de caza

Chéjov, Anton

Diseño de tapa e interior: Margarita Monjardín

Traductor: Alejandro Ariel González.

Publicado con el apoyo del «Instituto de la Traducción», Rusia.

© 2015 Alejandro Ariel González

Digitalización: Proyecto451

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ANTÓN CHÉJOV

Un drama de caza

(Suceso verídico)

TRADUCCIÓN

Alejandro Ariel González

En un mediodía de abril de 1880 entró en mi despacho el guarda Andréi y, enigmático, me informó que en la redacción se había presentado un señor que pedía encarecidamente ver al redactor en jefe.

—Debe ser un funcionario, señor —añadió—; lleva una insignia…

—Dile que venga en otro momento —dije yo—. Hoy estoy ocupado. Dile que el jefe atiende solo los sábados.

—Anteayer también vino y preguntó por usted. Dice que es un asunto importante. Suplica casi con lágrimas en los ojos. Dice que los sábados no puede liberarse… ¿Manda usted recibirlo?

Suspiré, dejé la pluma y me puse a esperar al señor con insignia. Los escritores principiantes, al igual que las personas no iniciadas en los secretos de nuestra labor, son presas de un temblor sagrado cuando escuchan la palabra “redacción”, y se hacen esperar no poco tiempo. Después de que el redactor dice: “Hazlo pasar”, tosen un buen rato, se suenan la nariz, abren la puerta despacio, entran más despacio aún y así quitan bastante tiempo. Sin embargo, el señor con insignia no se hizo esperar. La puerta no llegó a cerrarse tras Andréi cuando vi en mi despacho a un hombre alto y ancho de hombros con un paquete de papel en una mano y una gorra con insignia en la otra.

Esta persona que así llegó a mí desempeña un papel destacado en mi relato. Es preciso describir su aspecto.

Como ya he dicho, era alto, ancho de hombros y robusto como un caballo de carga. Todo su cuerpo respiraba salud y vigor. Rostro rosado, manos grandes, pecho ancho y musculoso, cabellos espesos como los de un niño sano. Tenía unos cuarenta años. Vestía con gusto, a la última moda; llevaba un traje nuevito de punto de lana, recién confeccionado. Sobre el pecho lucía una gran cadena de oro con colgantes; en el dedo meñique le brillaba una sortija de diminutos diamantes. Pero lo más importante y que no deja de ser valioso para cualquier protagonista mínimamente digno de una novela o relato: era de una belleza extraordinaria. No soy yo mujer ni artista. Entiendo poco de belleza masculina, pero la apariencia de aquel señor con insignia me impresionó. Su cara grande y musculosa se grabó para siempre en mi memoria. En ese rostro verían ustedes una auténtica nariz griega, encorvada, unos labios finos y unos ojos celestes y hermosos que irradiaban bondad y algo más para lo que es difícil hallar nombre. Ese “algo” puede advertirse en los ojos de los animales pequeños cuando están tristes o sienten dolor. Algo suplicante, infantil, sumiso, sufriente… Las personas astutas y muy inteligentes no tienen esos ojos.

Todo su semblante despedía sencillez, generosidad, simpleza, verdad… Si es cierto que el rostro es el espejo del alma, ya desde la primera vez que vi a ese señor con insignia podría haber dado mi palabra de que no era capaz de mentir. Podría incluso haberlo apostado.

Si habría ganado o no la apuesta, el lector lo verá a continuación.

Su cabello y barba castaños eran espesos y suaves como la seda. Dicen que el cabello suave es señal de un alma suave, tierna, “sedosa”… Los criminales y los malvados, los caracteres obstinados tienen cabellos ásperos en la mayoría de los casos. Si eso es verdad o no, el lector también lo verá a continuación… Ni la expresión del rostro, ni la barba, nada era tan suave y tierno en aquel señor con insignia como los movimientos de su cuerpo grande y pesado. Esos movimientos traslucían educación, ligereza, gracia e incluso —perdón por la expresión— cierta femineidad. Sin mayor esfuerzo, mi protagonista se plegaba como una herradura o se aplastaba como una lata de sardinas en un puño, a la vez que ninguno de sus movimientos lo hacía parecer físicamente fuerte. Tomaba el sombrero o el picaporte igual que a una mariposa: con ternura, cuidado, apenas apoyando los dedos. Sus pasos eran silenciosos, sus apretones de mano blandos. Al verlo, uno olvidaba que era fuerte como Goliat, que con un solo brazo podía levantar lo que no levantaban cinco Andréi de redacción. Al observar sus ligeros movimientos uno no creía que fuera fuerte y pesado. Spencer lo habría llamado un modelo de gracia.

Cuando ingresó en mi despacho se azoró. Su naturaleza tierna y sensible, por lo visto, se vio afectada ante mi aspecto enfurruñado y descontento.

—¡Discúlpeme, por Dios! —dijo con voz suave y sonora de barítono—. Irrumpo en su oficina a cualquier hora y lo obligo a hacer una excepción. ¡Está tan ocupado! Pero vea de qué se trata, señor redactor: mañana viajo a Odesa por un asunto muy importante… Si pudiera aplazar ese viaje hasta el sábado, créame que no le habría solicitado que hiciera una excepción conmigo. Yo me atengo a las reglas porque me gusta el orden…

“¡Caramba, cuánto habla!”, pensé yo, estirando la mano hacia la pluma para dar a entender que no tenía tiempo. (¡Estaba hasta la coronilla de los visitantes!).

—¡Le sacaré solo un minuto! —continuó mi protagonista con voz de disculpas—. Pero antes déjeme presentarme… Soy el licenciado en Derecho Iván Petróvich Kámishev, antiguo juez de instrucción… No tengo el honor de contarme entre quienes escriben, pero, sin embargo, he venido aquí con fines puramente literarios. He aquí a una persona que desea ser un escritor principiante, a pesar de sus casi cuarenta años. Más vale tarde que nunca.

—Me alegro mucho… ¿En qué puedo serle útil?

El candidato a principiante se sentó y continuó, mirando el suelo con ojos implorantes:

—Le he traído un pequeño relato que quisiera publicar en su periódico. Se lo diré con franqueza, señor redactor: no lo he escrito para alcanzar la gloria ni para oír palabras dulces (1)… Ya estoy viejo para esos encantos. Inicio mi camino de escritor por motivos puramente mercantiles… Quiero ganar dinero… En este momento no tengo ninguna ocupación. Fui juez de instrucción en el distrito de S***, trabajé allí cinco años y pico, pero no me hice de capital ni supe conservar mi inocencia…

Kámishev alzó sus bondadosos ojos hacia mí y lanzó una risa queda.

—Un trabajo fastidioso… Trabajé y trabajé hasta que desistí y abandoné. Ahora no cuento con ninguna ocupación, no tengo casi qué comer… Y si usted publica mi relato, más allá de sus méritos, me hará más que un favor… Me ayudará… El periódico no es un asilo de inválidos ni un refugio para indigentes… Eso lo sé, pero… tenga usted la bondad…

“¡Mientes!”, pensé yo.

Los colgantes y la sortija en el meñique no se condecían con eso de escribir por un pedazo de pan, y por el rostro de Kámishev pasó esa nubecilla apenas visible, perceptible solo por un ojo avezado, que solo dejan entrever los rostros de aquellos que mienten muy de vez en cuando.

—¿Cuál es el argumento de su relato? —le pregunté.

—El argumento… ¿Cómo decirle? No es un argumento nuevo… Un amor, un crimen… Léalo y verá… “De los apuntes de un juez de instrucción”…

Es probable que yo frunciera el ceño, porque Kámishev parpadeó con turbación, se estremeció y dijo con rapidez:

—Mi relato está escrito según el modelo de los antiguos jueces de instrucción, pero… encontrará en él un suceso real, verídico… Todo lo que allí se representa, todo de lado a lado, ocurrió ante mis propios ojos… Fui testigo e incluso personaje de esa historia.

—El asunto no pasa por que sea verdad… No es necesario ver para describir… Eso no importa. Nuestro pobre público ya hace rato que se empalagó de Gaboriau y de Shkliarevski. Está harto de todos esos asesinatos misteriosos, de las artimañas de los policías secretos y del ingenio extraordinario de los jueces de instrucción durante el interrogatorio. El público es variado, por supuesto, pero yo me refiero al que lee mi periódico. ¿Cómo se llama su relato?

—“Un drama de caza”.

—Hum… No es serio, vea… Y para serle franco, se me ha amontonado tanto material que no tengo ninguna posibilidad de aceptar nuevas cosas, incluso aquellas cuya calidad está fuera de duda…

—Pero mi trabajo tómelo, por favor… Usted dice que no es serio, pero… es difícil dar nombre a una cosa que no se ha visto… ¿Acaso no puede admitir que los jueces de instrucción también sean capaces de escribir en serio?

Kámishev dijo todo eso tartamudeando, dando vueltas un lápiz entre los dedos y mirándose los pies. Terminó azorándose y pestañeando. Me dio lástima de él.

—Está bien, déjelo —dije yo—. Pero no le prometo que su relato será leído a la brevedad. Deberá esperar…

—¿Mucho tiempo?

—No sé… Pase en unos… dos o tres meses…

—Todo un tiempito… Pero no me atreveré a insistir… Que sea como usted dice…

Kámishev se levantó y tomó su gorra.

—Gracias por la entrevista —dijo—. Ahora iré a casa y abrigaré esperanzas. ¡Tres meses de esperanzas! Pero, caramba, lo he fastidiado. ¡Es un gran honor haberlo conocido!

—Permítame solo una palabra —dije yo hojeando su cuaderno, grueso y todo escrito con letra pequeña—. Usted escribe aquí en primera persona… ¿Quiere decir que por juez de instrucción se refería a sí mismo?

—Sí, pero con otro apellido. Mi papel en este relato es algo escandaloso… Es embarazoso poner el apellido de uno… ¿Entonces dentro de tres meses?

—Sí, es posible, no antes…

—¡Que lo pase lindo!

El antiguo juez de instrucción hizo una galante reverencia, tomó con cuidado el picaporte y desapareció. Su obra quedó sobre mi escritorio; tomé el cuaderno y lo guardé en uno de sus cajones.

El relato del apuesto Kámishev descansó dos meses allí. Una vez, cuando de la redacción me disponía a viajar a mi casa de campo, me acordé de él y lo llevé conmigo.

Tomé asiento en un vagón, abrí el cuaderno y empecé a leer desde la mitad. Esa mitad me interesó. Ese mismo día, por la tarde, y a pesar de no disponer de tiempo libre, leí todo el relato desde el principio hasta la palabra “Fin”, escrita con letra suelta. Por la noche volví a leerlo, y al amanecer iba de una punta a otra de la terraza frotándome las sienes como si quisiera borrar de mi cabeza una idea nueva, penosa, surgida de súbito… La idea en efecto era penosa, punzante e insoportable… Me parecía que yo, que no era juez de instrucción ni mucho menos psicólogo forense, había descubierto el terrible secreto de un hombre, secreto que a mí no me concernía en absoluto… Caminaba por la terraza tratando de no creer en mi descubrimiento…

El relato de Kámishev no se publicó en mi periódico por causas que expondré al final de mi conversación con el lector, con quien ya volveré a encontrarme. Ahora que me despido de él por largo tiempo, lo invito a leer el relato de Kámishev.

Esta historia no se sale de la regla. Contiene muchos pasajes pesados, no pocas asperezas… El autor siente predilección por los efectos y las frases rutilantes… Se nota que es la primera vez que escribe en su vida, con mano inexperta e inmadura… Pero a pesar de ello, el relato se lee con facilidad. Tiene fábula, sentido y, lo más importante, es original, muy particular y, como suele decirse, sui generis. También posee algunas virtudes literarias. Vale la pena leerlo… Aquí lo tienen:

1 | Paráfrasis de los últimos versos del poema “El poeta y la masa” (1829) de Aleksandr Pushkin [N. del T.]

UN DRAMA DE CAZA

(De los apuntes de un juez de instrucción)