LA VENTANA

Salvador Neda se registró en el mismo hotel donde Miraflores desapareció treinta años atrás después de concluir el libro Niebla de otoño. Preparó su viaje meses antes. Pidió un préstamo impagable de la nómina para costear el boleto de avión y reservar con tiempo suficiente la habitación 408. El último lugar donde residió Miraflores.

Miraflores viajaba a El Providencia para hospedarse en el cuarto 408 por largas temporadas. Parte de la rutina que se le conoció consistía en dar paseos fascinado por el bosque de abetos que rodea el terreno del hotel, más tarde se escondía en medio de borradores del libro. Todas las mañanas, sin embargo, se le podía admirar contemplando el paisaje desde la ventana. El personal de El Providencia lo reconocía inmóvil pegado al cristal. Pocas veces dejaba que lo vieran escribir, por lo que se llegó a creer que lo único que hacía era deambular como un ente taciturno.

Salvador viajó con un pequeño equipaje. Únicamente se preocupó por guardar en la maleta la novela de Miraflores. Su plan, por muy trillado que resultara, consistía en leer Niebla de otoño en el mismo lugar donde se terminó de escribir. Al llegar a la habitación 408, encontró que en el marco de la puerta se había colocado una placa explicando a los huéspedes que el cuarto había sido renombrado en honor a Miraflores: «Al escritor que nunca abandonó la magia de El Providencia».

La mucama confesó que cuando entró al 408 no encontró señales de Miraflores. La ventana estaba abierta de par en par y solo se halló el manuscrito en el escritorio. En la hoja superior, un título previo cruzado por dos diagonales invertidas, y debajo las palabras que darían nombre al libro de forma póstuma. Junto a los papeles, también se descubrió una carta para su editor y cuyo contenido jamás se dio a conocer. Nadie supo con precisión que había ocurrido, pero los sucesos extraños, vendidos como una historia de fantasmas, resultaron atractivos para los huéspedes que durante años visitaron a El Providencia encantados por el relato.

En sus primeros días, Salvador se dedicó a pasear por el bosque en una referencia factual del libro. Se midió con los troncos preguntándose si Miraflores lo habría hecho también al escribir sobre las gigantescas sombras nocturnas movidas por la luna. Imágenes descritas al pie de la ventana. Cogido por la emoción, tras la cena Salvador regresaba de inmediato a la habitación donde leía por horas.

Se decía que Miraflores se alejó del hotel volando convertido en un ave deseosa de vivir entre las ramas de los abetos. Al entrevistarlos, los empleados solo conocían que no hubo pistas de su cuerpo, ni el día de su desaparición ni en ninguna otra fecha. La directiva del hotel decidió homenajear al escritor dando su nombre al cuarto 408, para la policía y para el editor de Miraflores esto pareció ser suficiente. El tema pasó al olvido con las décadas hasta que la nueva crítica rescató a la figura de Miraflores y sus libros fueron reeditados.

Salvador pedía que le subieran su comida a la habitación. Desayunaba sin quitarle los ojos a los árboles que se inmiscuían a través de los cristales y daban una sensación de humedad al interior. En uno de los pasajes del libro, leyó: «la ventana desafía todo temor a la finitud al redimensionar la percepción sobre la vida», y al menos durante el omelette a las finas hierbas que pedía todas las mañanas, Salvador reconocía esto como única verdad.

Los muros del hotel se convirtieron en el refugio para Miraflores luego de jornadas prolongadas y visitas frecuentes a El Providencia. Por la noche, pese a las advertencias del jardinero sobre el alcance de las farolas, el escritor recorría el bosque hasta perderse; regresaba entrada la madrugada tiritando de frío. Era un intento de confrontar el paisaje real con el de su libro a costa de su propia salud.

Luego de tener varios capítulos releídos, Salvador comprendió que cualquier hombre con los pensamientos de Miraflores también querría extraviarse. Contemplaba con un deseo oculto a través del cristal templado por el frío, mientras la niebla ascendía para develar los abetos a bocajarro. Escasamente probaba bocado durante la tarde. El libro tenía una descripción minuciosa de la estancia y Salvador se encargó de comprobarla detalle a detalle, incluso lo fue llenando de notas al margen de las páginas.

El teléfono de la habitación sonó varias veces. Nadie había visto a Miraflores durante tres días, no había hecho ninguno de sus paseos; tampoco hubo indicios de él en la ventana bajo el amparo de sus libros. Contradiciendo las órdenes del escritor, el gerente ordenó a la mucama que entrara al cuarto para comprobar que todo estuviera en orden. Deseaba ahorrarle problemas a la directiva.

Salvador cortó sus salidas progresivamente. Comenzó y terminó el libro varias veces. Dejó de recibir en la habitación los omelettes a las finas hierbas. Empezó a tener un sueño recurrente donde se veía a sí mismo parado frente a la ventana, detenido en el jardín aparecía Miraflores de espaldas; Salvador descendía apresurado solo para ver cómo el escritor levantaba el vuelo tal cual lo haría un picamaderos.

La mucama no duró mucho más tiempo en El Providencia. Dijo que en una de las últimas noches que se supo del autor, este bajó al comedor. Luego de haberlo visto a lo lejos, la figura de Miraflores se le antojó de un talante desprolijo y pálido; aunque reconoció que de su semblante también emanaba una tranquilidad supraterrenal.

Después de uno de estos sueños, Salvador decidió bajar hasta el jardín trasero esperando encontrarse con el escritor. Desde ahí vio hacia la ventana con la esperanza de que fuera Miraflores quien le devolviera la mirada. Solo encontró el deseo de volver a la lectura. Dentro del 408, pensó en Miraflores huyendo a través de los brazos de los abetos. En seguida lo imaginó al borde de la excitación escribiendo aquella carta para su editor y que debió acomodar a un lado del manuscrito para entonces dejarse absorber por el lado adverso de la ventana, el negativo de la habitación, y cuya salida se perdería en el silencio de la noche.

Miraflores y Salvador comprendieron, gracias al libro, escritura y lectura, la libertad que representaba el bosque, el mundo paralelo en la naturaleza, promesa que se les aparecía en medio de esa neblina matutina a la que el personal de El Providencia habría de esperar su dispersión para encontrar la ventana de la habitación 408 abierta por ambas láminas, revitalizando la magia del hotel donde la directiva contemplaba la posibilidad de rebautizar otra de sus habitaciones.

FICCIÓN

Tengo un arma apuntándome a la cabeza. Aunque sé que no está en mi mano, yo influí para que llegáramos a esta situación. No estoy nervioso. No podría estarlo. Horas antes, decidí rentar esta habitación. Es una decisión práctica, el motel se localiza a dos calles de nuestra casa. Es más fácil así, deseo evitar pesares y preguntas incómodas para mi familia.

El edificio se levanta tres pisos, en los cuartos y los pasillos las alfombras están desteñidas. Desde aquí es posible ver el cielo contaminado y el Renault rojo de mi esposa regresando de la escuela con nuestra hija. Esta cercanía además les permitirá dar pronto con mi cuerpo; ambulancias, patrullas y personas curiosas serán las migajas del camino.

Declaro que yo lo provoqué, soy consciente de ello. Creé las condiciones para que esto sucediera y ahora debo concluirlo por ambos. No estoy solo. Eso es obvio ahora, pero al registrarme nadie me vio entrar acompañado. Me entregaron la llave, subí a la habitación y me deshice del saco antes de tomar asiento frente a la mesa. «Tengo el control», lo digo en voz alta para que me escuche. Pese a estar bajo amenaza, estoy calmado. Ha sido un secuestro voluntario, pude haberme adelantado al desenlace. Extraigo tranquilamente varios folios, son páginas en blanco. Afilo los lápices que siempre llevo conmigo —manías de redacción—. La máquina de escribir hubiera sido excesiva. Es el mismo resultado. Al final todo tendrá que resolverse.

La luz entra suavizada por las persianas de aluminio de la ventana. Puedo distinguir mejor su silueta. Me pide que continúe. Me dio suficiente tiempo para prepararme, incluso para rentar este cuarto de motel de alfombras desteñidas. Pese a ser él quien tiene la pistola, tiembla ante la impaciencia, impotente de que no pueda serenarlo. No sería justo. Una diferencia inquebrantable de la realidad. De eso no hay duda; sin embargo, sigo calmado, espero la mínima indicación que rompa el silencio.

«¿Qué quieres que escriba?», pregunto convencido de que él está ahí. De que a pesar de la imposibilidad, él está parado de pie mientras me escucha y me mira implorante. Me lo ha repetido tantas veces, pero sigo insistiendo. Es más fácil deslindarse de la responsabilidad. Siento el frío del cañón contra mi cabeza. Experimento la sensación de libertad. Lo exaspero, lo sé. Es la única manera. Forzarlo a que él dé el impulso a mis manos. Se rehúsa. Es imposible que cambiemos de lugar. Tendré que ser yo quien comience.

Regreso a darle forma a las palabras, se aligera la presión del arma. Avanza entre escenas. La agitación lo hace sudar. Me pide que no me detenga, su excitación aumenta. Es lo más cercano que estará del orgasmo. Lo siento consumirse, empequeñecerse ahí de pie. Baja la pistola por completo. Una sombra perdida en la habitación. Voy devorando los lápices. Hago pausas breves para afilarlos, aprovecho ese tiempo para observarlo de reojo, veo cómo se retuerce. Lo castigo y cae de rodillas. El lápiz puede ser tan penetrante si se le da iniciativa.

Termino diez páginas con relativa prontitud. No hace falta corregirlas. La experiencia me ha hecho aprender a distinguir cuando algo merece toda mi concentración. Sin embargo, después de este acto me pierdo. Comienzo a preguntarme por el Renault rojo y si ya habrá cruzado por la calle. Me detengo absorto. Rompo el ritmo. Vuelvo a pensar en mi esposa y nuestra hija, y en este motel de alfombras desteñidas, y yo aún tan calmado. Se levanta y se coloca de nuevo a escasos centímetros. Me pide que avance. Escucho el gatillo accionarse. Escribo que se escucha un gatillo accionarse. Sé lo que quiere. Desea que lo provoque. Este es el máximo poder que logrará, eso lo sabíamos desde el inicio. También sabemos qué es lo que sigue. Es imposible detenerse a reconsiderar.

Vuelvo a afilar los lápices. Tengo los dedos cubiertos de grafito. Mancho las hojas. Dejo mis huellas, una firma adelantada. Me sumerjo en el papel. Ahí va él a llevar sus puños hasta el muro. No me detengo. Es hora de ponerle fin. No siento ninguna lástima. Es parte de la condición humana. La empatía es circunstancial.

Mi mano se mueve, el músculo del antebrazo se tensa bajo la camisa. Casi alcanzo la curva del desenlace. Antes de censurarlo con la siguiente frase lo escucho gritar. Por primera vez pide que me detenga. Dice «alto» como si su vida dependiera de ello. Rompe en llanto. Veo su reflejo en la ventana, intenta retomar el control. Él no está en control. Nunca lo ha estado. Sabe que podría disparar, pero no lo hará. No antes de saber cómo terminará todo. La historia se concluiría sin remate. Nadie hará el descubrimiento, sabrán más de mí que de él; solo conocerán sus defectos. Sin final no puede haber redención. Se escucha un disparo y el golpe seco de la caída. El silencio resuena en mi cabeza. Una gota tibia me recorre la espalda. Yo tampoco quisiera que termine, por eso me distraigo para hablar acerca de mi esposa y de nuestra hija, del Renault rojo y de la alfombra desteñida que ahora roza mi rostro.

LA GRABACIÓN

Rogelio me dijo que no adivinaría lo que estaba preparando para el video. Habíamos pensado en todo, pero hacía falta grabar la escena por la que nos embarcamos en aquella empresa. Elegimos el cuarto de un motel en la 5 de Mayo. Marbella llegó temprano. Se veía inquieta. Le pregunté si quería que nos detuviéramos o si prefería grabar otro día. Dijo no, como si la pregunta la ofendiera. Su respuesta me tranquilizó, nos habíamos quedado sin dinero, y no había forma de aplazarlo.

No dudábamos de sus habilidades, al contrario, seguramente tenía amplia experiencia entre ambas piernas; incluso para una chica de dieciocho años con la consciente gravedad de su cuerpo. Tan despierta anímicamente como un girasol en invierno, pero con el conocimiento pleno de su figura. Todo el presupuesto se nos había ido en pagar por un par de horas de su tiempo.

Rogelio y yo insistimos en que Marbella aceptara grabar una escena de la que nosotros tampoco estábamos convencidos. Habíamos visto a Marbella en más de una ocasión. Sabíamos a lo que se dedicaba, pero ni Rogelio ni yo teníamos el valor de abordarla de frente. Cómo entrometernos en esa parte privada de una persona habiendo una moral que te prohíbe exigir el premio. Actriz fue lo primero que se nos ocurrió ante nuestro fracasado intento de engañar al pudor.