Basterra, Juan
El amor y la peste / Juan Basterra. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2019.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
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ISBN 978-987-8346-01-4
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Históricas. I. Título.
CDD A863
© 2019, Juan Basterra
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
Imagen de cubierta: Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires, óleo de Juan Manuel Blanes, 1871
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
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© 2019, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
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ISBN 978-987-8346-01-4
1º edición: agosto de 2019
1º edición digital:agosto de 2019
Conversión a formato digital: Libresque
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Juan Basterra nació en La Plata, Buenos Aires, el 27 de junio de 1959. Es profesor de Biología. Su novela La cabeza de Ramírez fue seleccionada para la Antología bilingüe español-inglés 12 narradores argentinos 2016-2017, editada por el Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Vivió en París y Barcelona. Actualmente reside en Resistencia, Chaco. Su última novela histórica Tata Dios (2018, Bärenhaus) se convirtió, en muy poco tiempo, en un éxito literario.
El 23 de mayo de 1871, y bajo un cielo plomizo de cenizas funerarias, el cuerpo todavía incorrupto de Felicitas Matheu —realzada su hermosura por el landó descubierto y de gran porte que lo transportaba—, recorrió los últimos metros de la calle del Temple antes de internarse en un dédalo de caminos anegados y pestilentes que conducía al portal del Cementerio de los Monjes Recoletos. A su lado viajaba su prometido, Carlos Mendiguren. Felicitas llevaba el pelo de bucles rebeldes sujeto por una cinta celeste, y sobre el vestido de brocado blanco con representaciones de los dioses olímpicos, un escapulario de plata. El ataúd era de roble. La tapa descansaba en uno de los costados. Mendiguren sostenía en su mano la mano desfalleciente de su prometida. En el pescante viajaban el cochero y un sepulturero viejo del Cementerio del Sur a quienes solamente habían convencido los novecientos pesos que Mendiguren guardaba celosamente en uno de los libros de su biblioteca. Eran parte de los ahorros de los novios para el viaje de casados a París. Mendiguren lloraba recordando las tiernas lecturas en francés en la gran casa de la calle Balcarce y el ánimo jovial de Felicitas ante la proximidad de un viaje que nunca habría de realizarse. La muerte, a la manera de un pintor que después del abocetado, decide cambiar el motivo del cuadro, había elegido otro destino para su amada.
Las ventanas de las casas de Buenos Aires estaban cerradas a cal y canto y a pocos pasos del empedrado desparejo y descoyuntador de la calle, los perros hambrientos disputaban despojos de un guiso de pobres. Del vecino convento de San Ignacio llegaba el sonido de las campanas que tocaban a muerto. Mendiguren miró el rostro de Felicitas: del antiguo esplendor apenas sobrevivía algo en el arco imperativo de la nariz y en los parpados descansados. El amarillo de la ictericia había sustituido en su lenta progresión el blanco rosáceo de la piel y el punzó mórbido de sus labios entreabiertos. “Solo unos días, mi amor —pensó Mendiguren—. Solo unos días, para cambiar como una hoja de este otoño.”
La fiebre amarilla había descendido sobre Buenos Aires como una sombra concéntrica de bordes imprecisos que alcanzaba todos los rangos y privilegios, todos los vicios y virtudes.
El centro del círculo se había aposentado en una pieza del hotel Roma. Cuatro meses antes, un pasajero del navío francés Poitou, portador de la noticia del comienzo de la guerra franco-prusiana, y procedente de Río de Janeiro, había dado con sus huesos en una pequeña habitación del hotel. El 22 de febrero murió en medio del delirio de las fiebres, y fue necesario el auxilio del hacha para destrozar la puerta cerrada por dentro. En la mesa de luz encontraron una nota de despedida dirigida a su esposa. Las sábanas estaban manchadas con el “vómito negro”. Desde el hotel, el mal se extendió al conventillo vecino; desde el conventillo, a la cuadra; desde la cuadra, hasta los bordes irregulares de Buenos Aires.
Mendiguren enfermó a principios de mayo. Recordaba perfectamente la víspera porque habían tocado con Felicitas una mazurca a cuatro manos en el viejo Bösendorfer del salón mayor de su casa. Al otro día comenzaron la fiebre y los escalofríos; poco tiempo después, las pupilas dilatadas y la presencia incontestable de la ictericia. Dos semanas después del comienzo de los síntomas, Mendiguren comenzó la ardua convalecencia. La muerte, que como el ojo del animal carnicero, elige sucesivamente sus víctimas, sin parar mientes en premios o castigos, había dirigido su dedo condenatorio hacia el cuerpo de Felicitas, la enfermera abnegada que durante todas las horas de aquellos interminables días había velado a la cabecera de la cama de bronce de Mendiguren. Ninguno de los dos habría de saber entonces, ni lo sabría nunca, que un pequeño mosquito, liviano como la gasa más etérea, sería el encargado de vincularlos de manera definitiva mediante el imperceptible contagio.
Todo esto formaba parte ahora, del próximo e irrecuperable pasado, y Mendiguren miraba desde la altura del carruaje, la progresión interminable de las casas de una planta y azotea, y el paso apresurado de los pocos transeúntes. En las esquinas, ladran los perros. Como un bajel deslizándose en el fragoroso declive de un río indomeñable, el landó de andar y perfil elegante recorre los últimos metros de su viaje.
La calle Balcarce era el centro de la burguesía ilustrada de Buenos Aires. La proximidad de las iglesias de Santo Domingo, San Francisco y San Ignacio; las dependencias eclesiásticas que las acompañaban; el tránsito permanente y tranquilo de los religiosos sobre el empedrado de la calle; la vocinglería entusiasta de los jóvenes estudiantes del cercano Colegio Nacional; todos los caleidoscopios de una abigarrada actividad del espíritu y sus concreciones dotaban a la aristocrática vía de un relumbre al que era difícil sustraerse.
Así lo sentía al menos Mendiguren, que había comprado gran parte de una manzana en las cercanías de la calle Venezuela, pocas cuadras más allá de la casa en la que había entretenido su infancia. Para comienzos de 1868 habían muerto los dos padres de Mendiguren, y la enorme riqueza familiar —cimentada en los productos de dos grandes saladeros en las cercanías de la actual Avellaneda, la cría de ganado ovino en la frontera sur de la provincia y el comercio móvil de una dotación de ochenta y siete carretas que abastecían los requerimientos de muchos pueblos y ciudades de Buenos Aires y Santa Fe— lo había convertido en uno de los hombres más ricos del país. Eso, sumado a su sentido mundano, la liberalidad de sus ideas y la enorme distinción de su palabra, le granjeaba el afecto de le tout Buenos Aires, como le gustaba decir en tono de broma a sus amigos, y hasta el mismo presidente Sarmiento buscaba su trato placentero y su consejo siempre certero. Generoso, además, contribuía con un portentoso diezmo a las obras de caridad de todas las parroquias de la ciudad, y era tan meticuloso en el ejercicio de esta función, que repasaba mentalmente cada una de sus cuantiosas fuentes de ingreso para determinar el porcentaje exacto que aliviase al menos en parte la enorme riqueza de su patrimonio y el sentido de culpabilidad de su existencia.
La biblioteca de la casa de la calle Balcarce era llamada “el verdadero Senado de la Nación”, porque se decía que era en ella donde se limaban las disputas de opinión y se refrendaban los acuerdos políticos. José Hernández, que compartía la pasión de los caballos con Mendiguren, lo visitaba todos los jueves a la tarde, en secreto, y no era si no bien entrada la noche cuando, y muy a pesar suyo, volvía a su habitación de proscripto en el Gran Hotel Argentino para dar vida a un gaucho matrero que lo perpetuaría en la memoria de las generaciones. Mendiguren quería a Hernández con ese cariño respetuoso y distante que se profesa a los hermanos mayores. Cuando estaba en vena bravía, desafiaba al hombre de Chacras de Perdriel a intercambiar octosílabos, y no siempre perdía. Hernández calaba entonces su chambergo bordó sobre el pelo liso y sedoso, mesaba su gran barba asiria de tono empetrolado, y llevando el dedo índice a sus labios, en clara alusión a un silencio conspirativo, abandonaba la vasta y querida biblioteca.
La casa tenía planta de cruz griega centralizada —la figura venerada por Mendiguren— y fachada neoclásica. El belga Monceau se había inspirado en el Panteón parisino de Jacques Soufflot, y había trasladado a una escala reducida las pretensiones del clasicista francés. Las columnas del frente eran de mármol de Carrara, y el frontón que coronaba el conjunto, tenía, como detalle manierista, una paloma de alas desplegadas. Mendiguren amaba aquella casa porque representaba la concreción de sus idealidades y el fruto visible de sus talentos de hacendado y comerciante.
Todos los jueves a la noche recibía a los escritores de La revista de Buenos Aires. Sus duelos verbales con Juan María Gutiérrez y Carlos Guido y Spano eran la esgrima predilecta de los visitantes. Muchas veces Mendiguren llevaba las de ganar, pero un sentido innato de la decencia, y su don de gentes, lo hacían desistir de tan grosero empeño, y terminaba sometiendo sus razones —convenciendo sobradamente de esto a su contrincante de turno— a las consideraciones expuestas por el otro.
En una ocasión visitó la amplia casona, Lucio Vicente López. El joven escritor contaba apenas con veintidós años pero estaba aureolado por el enorme prestigio del nombre de su abuelo, Vicente López y Planes, y por un español inigualable del que daría prueba muchos años después al comenzar a publicar por entregas su novela La gran aldea.
López llegó a la casa de la calle Balcarce vistiendo un poncho calamaco. Lo recibió en el portal el fiel mayordomo de Mendiguren, un oriental de apellido Lavalleja. Los contertulios esa tarde eran cuatro, además del dueño de casa. Siguiendo una costumbre francesa, ninguno de los invitados se encontraba descubierto y todos ostentaban, con delicada altanería, levitas de hechura parisiense. Mendiguren fumaba un puro. Ninguno de los presentes esa tarde podía llegar a saber, evidentemente, que aproximadamente en la misma época, un pintor realista francés de nombre James Tissot, reproduciría inadvertidamente algunos de sus gestos y maneras en el cuadro Le Cercle de la rue Royale, que serviría de inspiración a Marcel Proust para la invención del Charles Swann de À la recherche du temps perdu.
—Qué distinción la de los caballeros —comenzó diciendo Lucio López al saludar amistosamente a cada uno de los presentes—. Espero no ser indigno de tan magna asamblea.
Mendiguren, que conocía sobradamente la altanería del joven escritor, respondió:
—Siempre son bienvenidos en nuestra pequeña asamblea los criollos cultivados y presuntuosos. Aprendemos de ellos en la misma medida en que ellos abrevan de nosotros. No es cálculo ni burla lo que le digo: de la fusión de los elementos heteróclitos extrae la Naturaleza su poderío.
López, confuso, contestó:
—No está en mi intención la ofensa. Disculpen mis palabras, si así los hubiesen molestado.
—No se disculpe, querido amigo, ni dé crédito a mi discurso —Mendiguren quería corregir el efecto que sus palabras altisonantes habían producido en el semblante de López—. Somos tan criollos como usted, pero mucho más brutos.
El resto de la conversación fue distendido. Hablaron de mujeres y caballos. López mentó el caso de un peón suyo que había encontrado a su mujer acariciando el miembro desproporcionado de un bayo, y rieron con ganas hasta el comienzo de la madrugada. Mendiguren cerró la tertulia con la advertencia:
—Hora de buscar el sueño. Si espera una querida, tanto mejor. No sea cosa de que demos de comer al bayo.
Para todos sus conocidos, Carlos Mendiguren era una persona afortunada. De ondulada cabellera rubia, nariz aguileña y labios perfectamente delineados, no había mujer en Buenos Aires que no lo pretendiese. A las particularidades de su atractivo físico y su inteligencia, sumaba una posición mundana en las fronteras de la leyenda, y unos modos y un habla casi perfectos.
Había vivido en París siete años de su juventud en la altura de un departamento amplio con balcón sobre el boulevard Malesherbes, y de sus condiscípulos de la Escuela de Arte del Louvre había heredado determinadas costumbres de salón y un sentido infalible en el ejercicio del gusto.
Su casa de la calle Balcarce había sido diseñada por un arquitecto belga de apellido Monceau al que Mendiguren había visitado en Bruselas al finalizar un largo periplo de dos años por Europa. Hacia principios de mayo de 1866, y apenas llegado al fastuoso estudio del arquitecto —en él que en desordenada profusión de piezas de colección sobresalían dos cariátides del francés Goujon, tres bustos griegos en mármol de Paros y nueve alfombras de Capadocia— Mendiguren había estrechado la mano de Monceau, diciéndole:
—Señor, tengo un pedido muy especial que hacerle. He visto en París algunos mausoleos admirables en el Père-Lachaise. Algunos amigos bien intencionados me informaron que usted y sus discípulos de Bruselas los diseñaron. Quisiera que mi casa en Argentina reprodujera esa magnificencia. No importan el dinero ni el tiempo. Ambos me sobran. Me quedaré en Bruselas los meses que usted considere necesarios. Tengo algunos otros asuntos en su hermosa ciudad.
Los asuntos a los que se refería Mendiguren eran las mujeres, las piezas de colección y la venta de los productos de sus saladeros en la Argentina.